Capítulo VIII
Los dos frailes llamaron a la puerta. Francisco les mandó pasar y les invitó a sentarse. El superior estaba rezando frente a una pequeña talla de madera de la Virgen, situada en una esquina. José y Elías esperaron en silencio a que terminara. Una vez lo hizo, se incorporó con dificultad y se acercó a la silla que presidía la mesa. Se dejó caer en ella, y una vez sentado, masajeó con las dos manos sus doloridas rodillas.
—Padre, ¿por qué no sigue mis consejos y se arrodilla, cuando rece, sobre algo mullido en lugar de hacerlo siempre en el frío suelo?
—José, te agradezco la dedicación que me profesas, pero..., para mí, rezar y sentir dolor... me acerca un poco al sufrimiento de nuestro señor en la cruz...
—Francisco, no creo que a Jesús le gustara en demasía, que sus seguidores pasen dolor al recordarle a él…
El superior le miró. Devoto como el que más, y sin descuidar nunca ni sus quehaceres, ni el servicio a Dios y a los demás frailes, José, se caracterizaba entre todos por ser un hombre que ponía en duda todo aquello, que, sencillamente, no le pareciese lo correcto. En el pasado, Francisco le había reprochado que, esa «debilidad», provenía de los innumerables libros que había leído y, por supuesto, de su beligerante vida anterior. No es que se mostrase rebelde, en desacuerdo o desafiante. Lo único que revelaba era su punto de vista. Este, mejor o peor aceptado, podía ser rechazado de manera fulminante con una simple mirada de disconformidad. Pero, en ese momento, y con lo que acababa de suceder, Francisco decidió recriminarle… de otra manera. De esa que a José no le acababa de sentar bien: utilizando a otro. Francisco miró a Elías, y habló:
—Menos mal que tú no hablas… Mucho me temo que si lo hicieses, te pasarías el día cuestionando casi todo también. Sois tal para cual…, en fin…, está visto que no puedo con vosotros… ¡Cabezones y testarudos como el que más!
Elías miró a su superior encogiéndose de hombros, y poniendo cara de circunstancias. José disimuló atusándose la barba, para evitar que Francisco viese que estaba sonriendo.
—En fin… —prosiguió su superior—: No os he hecho venir aquí para mantener una conversación sobre doctrina y cumplimiento. Hummmm… —les miró a los ojos—, quiero que mañana os llevéis a esa mujer y la enterréis… —miró duramente a José—, ya te he dicho antes cómo lo quiero.
No hubo ni réplica ni reproche por parte de ninguno de los dos frailes, sentados frente a él. Esperó unos segundos para reafirmar, tanto lo que acababa de decir, como lo que a continuación les comunicaría:
—Dicho esto…, os pido, por favor, que no me juzguéis con severidad…, y que comprendáis que hay muchos, muchos motivos para que esos niños no sigan aquí con nosotros…
Elías se levantó, de pronto, de la silla, furioso, y al hacerlo, la mandó despedida al fondo de la habitación. Miró ofuscado y enfadado a Francisco, quien mantenía una calma relativamente serena. Mientras, José, se había incorporado y le había puesto una mano, con suavidad, a la altura del estómago, no fuera a cometer una barbaridad. Elías era muy buen hombre, pero en algunas ocasiones… un tanto visceral.
—¡Siéntate!... ¡hermano, por favor, aún no he acabado! —le ordenó el superior.
Elías recogió la silla y se sentó de nuevo. Miraba al suelo arrepentido por su pronto, pero enfadado con lo que acababa de oír.
—Como os iba diciendo —continuó Francisco—… esos niños no deberían de seguir aquí con nosotros. Sin embargo, y hasta que podamos encontrar a quien se ocupe de ellos como es debido, San Lorenzo será su hogar. —Elías subió su mirada del suelo hasta los ojos de Francisco—. ¡Pero será por un tiempo limitado!
Les miró, se levantó de su silla y siguió hablando mientras miraba, por el ventanuco que daba a la calle, al vacío:
—Vosotros dos os ocuparéis de ellos. Vosotros, sin desatender el resto de obligaciones que os reclamen, procuraréis que esas criaturas estén aquí lo mejor posible… y…, ¡vosotros dos!... —se giró, e hizo una pausa de unos segundos mientras les apuntaba de manera alternativa con el dedo—, buscaréis a quien los cuide.
José y Elías, se levantaron a la vez de sus asientos. Este último se acercó hasta la altura de Francisco, se arrodilló y le besó en la mano.
—No le defraudaremos, padre, les cuidaremos y buscaremos el mejor lugar para ellos, confíe en nosotros —le dijo José, mientras Elías, ya de pie, asentía emocionado y agradecido a su superior.
—Podéis idos. Tengo quehaceres.
Los frailes se dispusieron a salir de la habitación. Mientras atravesaban la puerta, le oyeron hablar de nuevo, mirando por la ventana, de espaldas a ellos:
—No se les puede juzgar por lo que fue su madre…, sean o no hijos del pecado, a ellos no se les puede culpar de nada.
Elías y José cerraron la puerta y se fueron. Tras acabar sus respectivas tareas, y después de haber cenado y atendido a los bebés, intentaron dormir algo. Ambos dieron las gracias a Dios esa noche, antes de acostarse, por haber permitido que, al menos un tiempo, los niños se quedaran en San Lorenzo.
A la mañana siguiente, hicieron los preparativos para enterrar a Ángela. Elías cuidaba a los niños, y José trataba de tallar la piedra que haría las veces de lápida de la tumba. No le quedó mal del todo:
A
1677 – 1693
Cuando se la enseñó a Elías, le explicó que solo había puesto la inicial para que su tumba, y su estancia y la de los bebés en San Lorenzo, no fuesen motivo de investigación. La tumba de una persona cualquiera sin ni siquiera el nombre. La mejor manera de proteger a los niños en caso de que alguien subiera hasta allí y la viera. Dejó espacio entre la letra y las fechas, de ese modo tallaría una cruz en cuanto se hiciese con otro punzón. Con el que había estado tallando, no quería hacerlo. Prefirió uno un poco más ancho para hacer una cruz como Dios manda y, como no disponía de él, se dijo a sí mismo que la terminaría cuando le pidiese prestado uno al herrero.
Rompió el día, y aunque no hacía precisamente calor, se dispusieron a subir con el cuerpo de Ángela hasta el lugar elegido. Estaba lo suficientemente lejos de San Lorenzo, como para que Francisco no se sintiese molesto. Junto a un roble. No era enorme, pero las ramas abarcaban bastante, de modo que, aunque el sol intentaba, tras varios días, imponerse a las nubes, el suelo estaba helado aún y muy frío. Les costó cavar lo necesario más de lo que pensaban. Mientras lo hacían, José le puso a Elías al corriente de la conversación que tuvo con Ángela, horas antes de que falleciese. No le gustó en demasía oír aquello. Al terminar metieron el cuerpo de Ángela. Rezaron.
Crrrasss… crrrasss…
Las pisadas rompiendo las placas de hielo que aún quedaban sobre partes del suelo, les hizo parar sus oraciones y se volvieron.
—Buenos días, Urbana…
La mujer miraba el cuerpo amortajado de Ángela. Su mirada no denotaba nada: ni pena, ni desconsuelo, ni cariño… nada. Se acercó a José.
—¿Los niños?
La verdad es que al fraile no le sorprendió que Urbana supiese lo de los bebés. La pobre Ángela se lo había contado. Tampoco le sorprendió que estuviese por allí, ya que si bien era cierto que hacía semanas que no la veía, solía frecuentar esa zona. No quedaba tan lejos de su cabaña. José se dirigió a ella, con Elías en un discreto segundo plano:
—En San Lorenzo, hasta que podamos encontrarles un sitio mejor.
—Mientras vosotros dos estéis allí, no habrá otro lugar mejor para ellos. Sin su madre…, da igual que estén aquí, que a mil leguas.
—Gracias, Urbana, pero me temo que será por poco tiempo.
—Ese perro os ha dicho que os deshagáis de los bebés, ¿no?
—Urbana, verás…
—¡Cállate! ¡No le defiendas! ¿Sabéis quién es el maldito padre?..., ¿lo sabe Francisco?
Los dos frailes la miraron sorprendidos.
—¿Lo sabes? ¿Tú… lo sabes?
—Si les encuentra…, acompañarán a su madre…
—¿Quién es?
—Alguien que ya ha matado para tratar de encontrarlos. Tres veces. Y lo hará… a menos que se lo impidamos. Con sus propias manos mató a Felisa, la tabernera, y los perros que le acompañan, acabaron con su amiga… —señaló con la cabeza a Ángela—, pero eso ya lo sabías, ¿no? Y también acabó con ella, aunque sin saberlo. No dejéis que los niños salgan de San Lorenzo. Haced lo imposible… o ellos lo pagarán.
—¿Felisa?
—Sí. No me apena. Buscaba engordar el bolsillo a cambio de venderla a ella… —Señaló con el dedo la tumba—. Él la mató para que no le descubriera.
—¿Cuándo ha sido eso?
—La noche que nacieron los niños.
—Y tú, ¿cómo lo sabes?
—Y tú, ¿cómo sabes que su amiga murió?
—¿Cómo dices?
—Me preguntas por Felisa, pero no me preguntas por Ana.
José, sorprendido, la miró e interrogó con la mirada.
—Ambos sabemos cosas, fraile…, pero me temo que voy un paso por delante vuestro. Olvidad a ese malnacido y centraos en los bebés.
—No nos dirás quién es, ¿verdad?
—Ni en sueños.
Tanto José como Elías intuyeron que Urbana no se pronunciaba por temor a que les hicieran daño. Aun así, tenían que saberlo. Debían saberlo. Se miraron. Ya concretarían más tarde cómo lo harían. Ahora, debían de finalizar aquello para lo que habían subido allí. Terminaron de rezar por el alma de Ángela. Urbana se quedó tras ellos y no dijo ni pío. Cuando los frailes se dispusieron a cubrir el cuerpo con tierra, se giró y comenzó a andar en dirección a su casa. Unos pasos después, se paró y comenzó a hurgar en su faldriquera. Volvió hasta la tumba y, mientras José echaba tierra sobre el cuerpo, Urbana cogió la mano de Elías y le dio algo.
—No te preocupes, niña… —susurró a la tumba de Ángela mientras sonreía para sí—. Deberíais quemar su cuerpo, pero, en fin…
Urbana se marchó sin mirar atrás.
—Elías…, ¿qué te ha dado? —Acercó su mano, y el fraile mudo depositó en ella cuatro monedas de plata.
José era un devoto convencido. Con sus dudas, lógicas, como todo cristiano culto, pero convencido. Ello no implicaba, en absoluto, que hubiera que llevar a rajatabla las enseñanzas de la Biblia. Al menos para él, ya que consideraba que la Palabra de Dios había de interpretarse como un camino a seguir, y no como unas estrictas normas de conducta, por ello, se reafirmaba cada vez más en la creencia de que esta debía de llegar a los corazones de los hombres mediante el convencimiento, nunca por la fuerza. Por lo cual, trataba de reafirmar su fe, y la de todos los hombres, en la Palabra de Dios, pero siempre respetando a quienes creían en otro altísimo. O incluso a quienes no creían en nada. No estaba muy seguro de por qué Urbana había abandonado la fe, su fe. Sí que sabía que de joven fue creyente…, o por lo menos, eso le pareció oír decir una vez a Francisco. De lo que estaba seguro era de una cosa: esa mujer tenía unas creencias y unas convicciones que no tenían que ver con las enseñanzas de Dios. Su fe era pagana, pero no por ello menos respetable. Menos mal que esas ideas no salían de su boca… ni de la de Elías…
La había visto infinidad de veces sentarse al calor de una hoguera por la noche, sola, sobre pieles, y hablándole al fuego. Hablándole a los árboles y hablándole a las piedras. También le hablaba al cielo. Desde hacía unos meses, también veía con ella a una figura encapuchada con la que se unía junto al fuego. Pensó que se trataría de algún conocido, familiar… o vete tú a saber…, cualquiera le preguntaba a Urbana por su acompañante, con el mal genio que gastaba. Le habría mandado a paseo, sin dejarle terminar de hacerla la pregunta.
Junto al fuego, con o sin su nuevo amigo, le hablaba a Ella. A él mismo le inculcaron la devoción a Ella de niño. El amor a Dios…, pero respetándola. Había cosas que cientos de años de cristianismo no habían podido erradicar. Ni aquí, ni en Tierra Santa…, a pesar del poder de convicción y los métodos, de algunos hombres de Dios.
Las deidades en las que creen los hombres, suelen ser aquellas que se les inculcan desde niños. Aquellas que dicen que te protegerán. Aquellas que te dicen que oyen y ven todo lo que haces. Aquellas que te cuidan y te protegen como una madre. Y Ella lo era. Ella procuraba cuidar y oír las plegarias de los hombres y mujeres de aquella tierra, que otrora libre del, considerado por sus devotos, yugo de la fe cristiana, la profesaban. Su culto estaba prohibido, pero ni mucho menos erradicado. Canciones, costumbres, oraciones, ritos, símbolos…, muchas eran las formas en las que, en aquella tierra, se la recordaba y veneraba. Y muchos eran los fieles a Ella que mostraban, de manera recatada, sus creencias al mundo.
Carlinas y tetrasqueles, adornaban docenas de puertas en casas y lugares de trabajo. Sobre ellos y bien visibles, cruces celtas, los mejores nexos de unión entre la fe cristiana y la pagana, alejaban las inclinaciones de algunos hombres de fe a denostar aquellos símbolos, y a actuar contra los habitantes de ese lugar.
Dios, sí, por supuesto, sin ninguna duda. Pero Ella también.
La madre de todos: Mari.
José puso una moneda sobre cada ojo. Las otras dos se las introdujo entre los dedos.
—Para Caronte.
Elías asintió, pero extrañado, señaló las monedas que había en la mano de Ángela mientras se encogía de hombros. José miró alejarse a Urbana y le dijo:
—Por si es necesario hacer más de un viaje.
Cubrieron la tumba, por completo, y colocaron la pequeña lápida. Una última oración antes de bajar, y se acercaron a San Lorenzo.
Mientras descendían en el carro, José, se acordó por un momento de Ella, y mientras aferraba la pequeña cruz celta, que desde niño colgaba de un cordón de cuero de su cuello, pensó:
«Dios, si puedes oírme…, cuida de ella, y tú también, Mari, nosotros cuidaremos de los niños».