Capítulo XXXIX

En el siglo X surgió una nueva forma de entender el cristianismo como tal. Era esta época un momento de cambios profundos y sociales, en todos los ámbitos, propiciados estos por el imperante deseo de creer en algo más, por la necesidad, por el descontento general y por la minada moral del pueblo llano. Hubo gente, que ese algo más creyeron encontrarlo en la forma de entender el cristianismo como una manera de dignificar a Dios, y solo a él. Epidemias, hambre, guerras…, no hicieron sino crear una masa ingente de desheredados y pobres que apenas podían alimentarse con agua sucia.

Estos pobres hombres y mujeres vivían sometidos al poder de la Iglesia, al poder que esta ejercía sobre ellos y sobre sus almas. Un porcentaje amplísimo de la población vivía alejada de las grandes ciudades. Fuera de ellas, el poder de la Iglesia se centralizó en los monasterios, y en ellos, los hombres de Dios actuaban como si de nobles se trataran, con más poder que muchos señores feudales: no hubo sobre el vulgo ningún tipo de misericordia a la hora de reclamar los tributos que les correspondían. Los diezmos, bajo pena de arder en el Infierno, si no eran abonados, eran regularmente donados por todos, sin distinción. También existía la posibilidad, el hecho más bien, de que te echaran de las tierras del monasterio de turno si no cumplías, con lo cual tu familia podía morir de inanición. Esto, unido a la gala de la que siempre hizo la Iglesia de su riqueza terrenal, elevó la indignación de los hombres hasta límites nunca antes vividos.

Existía también, en esta época, un deseo de renovación en el seno de la propia Iglesia. Si promulgaban el celibato, la honestidad, la humildad y el trabajo, ¿cómo era posible que las relaciones sexuales de los clérigos, fueran cada vez más frecuentes y sabidas por el pueblo? ¿Cómo era posible que la compra de ciertos cargos fuese una práctica cada vez más habitual entre ellos? ¿Cómo era posible que en las mesas de los hombres de Dios siempre hubiese comida, cuando había niños que morían de hambre? Escudados tras la cruz, se erigían como auténticos salvadores del mundo…, un mundo que cada vez creía menos en ellos. Un mundo que cambiaría las promesas de un más allá magnífico, a cambio de un plato de comida caliente en la mesa. Un mundo, en definitiva, hastiado de las formas de la Iglesia.

Desde algunas de las más altas esferas eclesiásticas, y no tan altas, se quiso buscar una solución a estos problemas, que, junto al descontento del pueblo, no hacían sino socavar la fe y la confianza del vulgo en los hombres de Dios. La propia Iglesia vio, en el descontento del pueblo, un atisbo de lo que sería el fin del mundo ante la llegada del nuevo milenio. Evidentemente, ni el fin del mundo llegó, ni la Iglesia cambió su forma de ser. Al menos la mayoría, no.

Pero que la Iglesia no cambiara su forma de actuar, no quería decir que todo tuviera que seguir igual. Los descontentos con la situación y los hombres de bien, tanto de dentro como de fuera de la Iglesia, buscaron que esta, retornara a su primitiva forma de ser. Buscaban que se recuperase el cristianismo primitivo, pobreza incluida, y un respeto y aceptación absolutos por las reglas marcadas por un tal… Jesús de Nazaret. Ni qué decir tiene que esta nueva forma de pensar, atacaba directamente al poder eclesiástico establecido. De ahí a perseguir estos pensamientos, condenarlos y señalarlos como heréticos, no hubo ni medio paso.

Se decía que estas creencias hundieron sus raíces en algo más ancestral, algo que llegó de manos de los Cruzados, y que desembarcó en Europa haciendo tambalear el poder de la Iglesia. Estos hombres descontentos con esta Iglesia, algunos, aunque pocos, también desde dentro de ella, fueron conocidos como cátaros (del griego kataros - puro) o albigenses, por comenzar a extenderse desde la ciudad de Albi.

Los cátaros se distinguían de los demás por su extremada pobreza y por beber de las enseñanzas de los mismísimos Apóstoles, se apartaban del mundo para alcanzar la perfección que buscaban, renunciando con ello a cualquier bien material, atacaban sin miramientos las costumbres del clero, y sus ansias de poder, y utilizaban los textos de las Sagradas Escrituras para posicionar y fortalecer sus razonamientos ante la Iglesia. Si a todo esto unimos que hasta entonces solo se citaban los sagrados textos en latín, lengua extraña para la mayoría de la gente, y que ellos llevaban hasta las mismas casas del pueblo llano la Palabra de Dios… en romance, la lengua del vulgo, no es de extrañar que sus adeptos pronto se contaran por miles.

Cierto es que desde Roma se dejó creer en un principio en esta nueva forma de pensar, pues al fin y al cabo en sus comienzos no estaba muy extendida. Sin embargo, tras la expansión que sufrió este pensamiento, multiplicándose en pocos años, desde finales del siglo XII, los poderes eclesiásticos fueron plenamente conscientes de los problemas que, a su modo de vida, podrían traer. En un primer momento se intentó dialogar con ellos, encomendándose tal labor primero a los cistercienses y luego a los dominicos. Las discusiones teológicas fueron tan importantes, que incluso alguna de ellas estuvo presidida por reyes: Pedro II de Aragón estuvo presente en un debate en Carcassonne, en 1204.

El diálogo con los cátaros terminó en 1208, cuando Pedro de Castelnau, legado papal, fue asesinado. Inocencio III, papa, proclamó en aquel momento la cruzada contra los cátaros. Los franceses se unieron a esta proclama, pues veían en ella una forma de anexionarse el Languedoc, zona eminentemente cátara.

Esta cruzada tuvo al mando a Simón de Monfort, cuya crueldad quedó de manifiesto enseguida: en la toma de Béziers murieron más de 17.000 personas. Sus órdenes:

«Matadlos a todos. Dios conocerá a los suyos».

Sin embargo, los cátaros contaron con la ayuda de Pedro II de Aragón, que unido por lazos familiares, evitó la toma de uno de los mayores bastiones cátaros: Toulouse. Pero en Muret, en 1213, Pedro II de Aragón murió y las tropas aragonesas regresaron a casa. Toulouse cayó, y en 1215, en el Concilio de Letrán, se condenó ya de manera firme el catarismo. Fueron años muy duros para los cátaros, que sobrevivieron como pudieron hasta que en 1216, Inocencio III murió, y las tropas, tanto papales como francesas, se retiraron poco después, en 1218, tras la muerte también del temido Simón de Monfort, y la ayuda dispensada esta vez a los albiguenses por Jaime I.

La paz duró hasta 1226, cuando Luis VIII, rey de Francia, comenzó de nuevo los enfrentamientos. Tras devastar el Languedoc, Luis VIII obligó a Raimundo VII a la firma del Tratado de Meaux, obligándole también a hacer penitencia por sus pecados en Notre Dame, y prometió a su hija Juana con Alfonso de Poitiers, hijo del rey francés. Tras esto, el Languedoc pasó a manos francesas, y como el rey de Francia ya había conseguido lo que perseguía, anexionarse el Languedoc y, además, con la bendición papal, le llegó el turno de encargarse del problema a una institución que se creó en el seno de la Iglesia para, precisamente, luchar contra los cátaros.

La represión de esta institución fue tan dura, que se produjo un nuevo levantamiento por parte de los cátaros en 1240: la alianza entre Toulouse, Inglaterra y Aragón, contra Francia. Luis IX de Francia aplastó la rebelión hasta que solo quedó el pequeño reducto de Montségur. En la cima de aquel pequeño monte se refugiaron los últimos cátaros. Se decía que su pobreza no era tal, ya que a través de las innumerables donaciones que habían recibido con el transcurrir de los años, habían amasado una fortuna desproporcionada, de modo que los asaltantes no cejaron en su empeño de tomar la posición. Además, corría el rumor de que allí, dentro de los muros del castillo, se encontraba algo que el hombre había buscado desde siempre: el Santo Grial. Ante la perspectiva de tales tesoros, fuere como fuere, aquel reducto tenía que caer. Efectivamente, a pesar de la feroz resistencia, capituló.

Montségur cayó el 2 de marzo de 1244. Catorce días después, en la explanada frente al castillo, 205 cátaros ardieron en la hoguera. A aquella explanada se la conoce desde entonces como el Prado de los Quemados.

Tras esto, el movimiento cátaro se volvió clandestino. Seguía perseguido, por supuesto, y sus integrantes fueron disminuyendo con el paso de los años hasta su práctica erradicación. Sin embargo, subsistieron. Habían sido sometidos a un atroz aplastamiento, pero sobrevivieron. Fue entonces cuando a la institución creada para borrarlos se la dotó de carta blanca. La consigna era clara: acabar con ellos a cualquier precio. Cualquier medio… cualquier… medio…, justificaba el fin:

Esta institución era… la Inquisición.

En 1231, Gregorio IX puso al frente de ella a los dominicos, y con ellos, un manto de muerte seguía a la Iglesia. Los perros de Dios, como se les conocía, tuvieron que aceptar la imposición, junto a ellos en la Inquisición, del papa a inquisidores más… tolerantes; los franciscanos, pues las atrocidades cometidas por los dominicos dejaban en un lugar nada agradable a la Iglesia: cientos de hogueras, donde ardían cátaros y no cátaros por igual, torturas por doquier, tras su autorización en 1252, y la prisión perpetua. Aquí, los dominicos fueron realmente retorcidos, pues la prisión perpetua podía ser:

Largus, permitiéndole al preso cierta movilidad.

Strictus, encadenados de pies y manos en una celda diminuta, y a pan y agua.

Strictissimus, encadenados en una celda del tamaño de un ataúd: un enterramiento en vida.

Se llegó incluso a desenterrar condenados difuntos y a quemar sus cuerpos.

Tras estas actuaciones, sí que los cátaros se fueron diluyendo hasta desaparecer. Lo que la cruzada no consiguió… la Inquisición aplastó.

La Inquisición se asentó en los reinos cristianos desde los tiempos de Gregorio IX. En la cabeza del papa solo había una idea: acabar con los cátaros. Por ello, se instauraron tribunales repartidos por toda Europa. Las Inquisiciones Episcopales y Pontificia, las dos ramas, hacían y deshacían a su antojo el cumplimiento de la Palabra de Dios.

La Inquisición Episcopal era aquella que estaba a cargo de los obispados, pero como los obispos consideraban que tenían cosas más importantes que hacer que perseguir herejes, en muchos lugares no funcionó como se esperaba. La Inquisición Pontificia era aquella que dependía directamente de Roma, y esta sí que procuró hacer la labor encomendada, encarecidamente, además.

En España, la Inquisición Episcopal apenas emitía juicios, mientras que la Pontificia arraigó con fuerza en Aragón, donde por mandato de Gregorio IX, y para acabar, por supuesto, con los cátaros aragoneses, desempeñó su labor. Fue Raimundo de Peñafort, hombre de letras y comisario, ducho en derecho como pocos, y cruel y despiadado como el que más, quien a instancias de Domingo de Guzmán, el primer inquisidor español, solicitó al papa un tribunal inquisitorial en Aragón. Muertos o dispersos los albigenses, las funciones de este tribunal se fueron diluyendo.

Años después, coincidiendo con la peste negra y las revueltas populares contra los moros y judíos por provocarla, comenzó una masiva conversión de gente de ambas creencias al cristianismo. Desde 1391 miles de hombres se convirtieron, conviviendo con los cristianos viejos o lindos, en España. A los nuevos se les denominó, precisamente, nuevos o marranos. Los moros, exceptuando el sur de la península ibérica, no eran muy numerosos en la piel de toro. Los judíos sí. Y estos convivieron con los demás habitantes del país, dándose una curiosa mezcla de circunstancias. Bueno, más bien…, digamos que la península parecía una ensalada de ricos y pobres de diferentes credos.

Vivían en España pues, nobles, acaudalados y muy poderosos, enfrentados continuamente a los moros tratando de recuperar el país, o entre ellos mismos, para aumentar aún más sus títulos (más títulos, más rentas); el pueblo llano, inculto, pobre y que trabajaba la tierra, sobreviviendo como buenamente podía y pasando penalidades constantes; el clero, recluido en monasterios, pero con cierto poder, ya que solo dependían de Roma y con un nivel cultural muy alto, y moros y judíos, de los cuales muchos pasaban a ser marranos. Los moros bastante hacían con subsistir al empuje cristiano, mientras que los judíos vivían en su mayoría en las ciudades y se dedicaban a diferentes oficios, dominando la contabilidad.

Los cristianos lindos intentaban arrinconar las posibilidades de crecimiento de todo aquel que no fuera cristiano, de modo que los nuevos conversos veían en la conversión al cristianismo, una forma de crecer y de apartar los obstáculos que las impositivas leyes del país les otorgaban. Fue entonces cuando judíos conversos, muy cultos y muy capaces, llegaron a ser consejeros de los más altos cargos, incluso reyes, naciendo con ello las envidias y las elucubraciones para acabar con ellos desde la sombra, y cuanto antes. Los cristianos viejos comenzaron entonces una lucha sin descanso contra los cristianos nuevos. Corría el siglo XV.

Enrique IV, rey de Castilla, murió, y fue su hermana Isabel quien, en 1465, se hizo con el reino. Al haberse casado con Fernando, sucesor del trono de Aragón, a la muerte de Juan II de Aragón, Castilla y Aragón se unieron. La reina tenía como alguien muy afín a sus ideas, al prior de los dominicos, Tomás de Torquemada, y fue este hombre quien llevó hasta la corte, hasta la reina Isabel más bien, las protestas de los lindos. Tras descubrir a unos judíos conversos haciendo ritos que poco o nada tenían que ver con el cristianismo, en Sevilla, el prior la convenció para crear en España una inquisición propia que acabara con estas costumbres.

Si en 1232, Gregorio IX promulgaba la bula Ille humani generis, según la cual dotaba a los dominicos del poder en la Santa Inquisición, en 1478, el papa Sixto IV, por medio de la bula Exigit sincerae devotionis, concedía a los reyes de Castilla y Aragón el poder de crear una inquisición en España, única en el mundo, que otorgaba a los reyes españoles el poder de nombrar inquisidores a su antojo, que, además, solo rendirían cuentas a los monarcas españoles y no al papa, y la posibilidad de removerlos… a perpetuidad.

Había nacido la Inquisición española.

Cuando José se despertó al día siguiente, lo primero que hizo fue despertar a Elías y contarle lo que la noche anterior le había dicho Remigio:

—Ayer estuve con Remigio y me dijo que la Inquisición tiene preso a Nemesio. Y que el temor se ha apoderado de la gente. Todo el valle tiene miedo.

Elías se apresuró a escribir:

¿Qué cargos?

—Elías…, no tengo ni idea, pero será mejor que cuando dejemos a las mujeres en el pueblo con los niños, nos acerquemos a ver a Nemesio.

¿Acerquemos?

Volvió a escribir Elías. Incluso garabateó nervioso el papel.

—Sí, Elías, no te lo vas a creer, pero hay una delegación inquisitorial en la Torre de La Jara. Llevan allí seis meses y tienen varios presos. Remigio me ha contado… que… algunos días han oído gritos espeluznantes…, que la gente del valle tiene miedo… mucho miedo… y que el cura de Santa María está encantado porque todos los días llena la iglesia, y recoge una buena suma.

Era una práctica más que habitual que, si la Inquisición estaba cerca, los hombres y mujeres se prestasen a hacerse ver ante todos como los más devotos, las mejores personas y las más desprendidas para con las limosnas. Cuanto más gordo era el pellizco, más posibilidades había de que el cura hablara bien de ti si el comisario, o el inquisidor, preguntaban sobre tus costumbres. O sobre las de algún familiar. No importaba dónde radicase la delegación inquisitorial: comarcas enteras multiplicaban la gente que acudía a sus iglesias para demostrar que no había ningún cristiano como ellos.

Esa práctica, a Elías, le daba náuseas. No por la pobre gente, sino por lo que unos pocos hombres con poder podían obligar a hacer a los demás. Sí señor, se acercarían a la Torre de la Jara y verían qué demonios estaba pasando allí. ¿Una delegación inquisitorial en el Valle del Salcedón? ¿Por qué? ¿Acaso había ocurrido algo que ellos ignoraban? ¡Por supuesto! ¡Llevaban años fuera! Bien, pues entonces averiguarían de qué se trataba.

Llevaremos a las mujeres y los niños a Aranguti y luego nos acercaremos a la Jara.

Cuando José leyó las palabras de Elías, asintió y le dijo:

—Bien, iré a decirlas que se preparen para bajar. ¿Te ocupas de los niños, Elías?

El fraile mudo asintió y salió a buscarlos. José, antes de salir a despertar a Eva e Irene, se quedó pensando en la anterior nota que le había dado su hermano.

«… y luego nos acercaremos a la Jara…».

«Sí, hermano, nos acercaremos… y espero…, bueno, no quiero ni imaginarlo…», pensó José para sí.

Apenas dos horas después, las mujeres y los niños estaban en la casa que perteneció a los padres de José. Hubiese dado igual esa que la de los padres de Elías, pero como en la de José incluso habían hecho fuego, las mujeres tenían leña a mano para poder calentarla. Se dio una situación un tanto curiosa cuando José y Elías estaban a punto de marcharse, pues Gestas les pidió ir con ellos. No les hubiese importado lo más mínimo, en otra situación, incluso que hubiesen ido con ellos los dos, pues no era algo que les pidieran de manera habitual. Sin embargo, hoy no. Donde irían, y lo que verían, no sería en modo alguno algo que debiera de presenciar un niño. Ni siquiera un adulto, pero en fin…

—No, hijo, hoy no puedes venir… —Dimas se acercó para saber si a su hermano le dejarían ir, pues entonces seguro que él iría también—, pero te prometo… os prometo que pronto os enseñaré todo esto.

Elías esbozó una media sonrisa mientras veía cómo los niños asentían a la vez a José. Luego le miraron a él y también asintieron. Al salir de allí, Irene les dijo:

—Hoy…, ¿dónde vais a cenar…?

A ninguna de las dos mujeres las importaba en absoluto la comida, pues durante años no fue habitual verlos en La Paloma a esa hora, pero la cena sí que era diferente: siempre acudían a cenar a casa, exceptuando unas poquísimas veces, y siempre las pusieron al corriente de no ser así. Pero aquella no había sido una pregunta cualquiera. Ellos lo sabían. Ellas lo sabían.

—Pues… aún… no lo sé… —dijo José mirando a Elías, esperando que al hacerlo le viniese la respuesta correcta.

—Habrá sopa, no tardéis.

Irene les contestó mientras se daba la vuelta.

La postura, desde luego, había quedado bastante clara. Daba lo mismo que les dijese aquello Irene, o que lo hubiese dicho Eva. Ellos eran sus hombres, y unos hombres, por muy de Dios que fueran, no se les iban a arrebatar de su lado. Ya en San Lorenzo, al partir por la mañana, no las gustó la forma en la que les despidió Remigio:

—A la noche os veo… y vosotras, espero que cuidéis bien de los chiquillos, ¿eh?

Sí, lo hizo sin mala intención. Remigio era un hombre muy suyo y muy especial, pero tenía ciertas debilidades con José y con Elías que le hacían ser más tolerante con muchas cosas referentes a ellos, por lo que… aceptaba… que aquellas mujeres cuidaran de los niños. Pero aún sin maldad alguna, las había dejado claro que eran unas criadas y que no debían de dejar sus quehaceres.

Los dos frailes salieron a la calle. Se miraron una vez sentados en el carruaje y pusieron cara de circunstancias.

—Elías…, esto va a ser más difícil que cagar parriba.

Ambos sonrieron un poco, y se pusieron rumbo a la Jara. Lo hicieron en silencio. Una media hora más tarde, comenzaron a ver asomar la torre. Había varios caballos fuera de ella. Y carruajes.

Uno de ellos era el que les recogió en la Cola del Diablo.