Capítulo XXXIV
Una semana después de la muerte del rey, José y Elías habían ultimado ya los preparativos para su anhelado regreso a San Lorenzo. Partirían al día siguiente, o a lo sumo al otro. Durante el velatorio del monarca, todos los nobles y altos cargos del clero, nacionales y extranjeros, que se habían personado en palacio, asistieron bastante sorprendidos a las continuas muestras de afecto de Mariana de Neoburgo hacia aquellos dos frailes. Algunos de los presentes sí que sabían algo sobre ellos, pero no lo suficiente. Desde hacía años, se dejaban ver por el palacio y, si bien últimamente no se prodigaban mucho en su compañía, lo habían hecho al lado del mismísimo confesor de la reina. Supusieron que el afecto que ahora sentía la reina hacia ellos, se debía a la lógica proximidad que Portocarreño les había proporcionado. Incluso a ellos les llegaron comentarios sobre todo aquello, comentarios estos, que la mayoría de las veces, por no decir todas, no quitaron ni un minuto de sueño a los dos frailes.
José y Elías asistieron al velatorio del rey, pero decidieron no acudir a sus exequias. En el velatorio le mostraron su respeto, su afecto y admiración, ajenos a las miradas que les lanzaban los más diversos buitres allí presentes. Optaron por no acudir a su funeral para no encontrarse con Portocarreño, con el cual la relación se había vuelto casi inexistente. Sin embargo, sus actos pasados, les harían volver a tener que encontrarse con él, antes de volver a casa.
La reina les comprendió cuando la dijeron que no acudirían al funeral del rey. La hicieron saber que tenían que regresar a su hogar, pero que no se presentarían a enterrar al rey en presencia de una masa de nobles poderosos y corruptos, que solo acudirían allí para calmar su conciencia y acallar habladurías. Además, estaría Portocarreño, y la habían hecho saber, varios meses atrás, que su relación no era ahora todo lo cordial que pudieran desear. Ella nunca supo, por supuesto, que las verdaderas intenciones de ambos al llegar a la corte, eran las de acabar con el monarca, por orden directa de Portocarreño. Al menos por alguno de ellos tres, desde luego que no.
Dos días antes de su partida, la reina les hizo llegar una nota en la que les rogaba que se encontraran con ella antes de que se marcharan. Los frailes, que supusieron que la reina quería despedirse de ellos, la hicieron saber que podía personarse en La Paloma cuando la viniese en gana, que allí sería bien recibida y que podrían hablar sin temor a que nadie les molestara, lejos de miradas indiscretas y oídos finos. De modo que José y Elías decidieron no marcharse hasta que la reina les visitase. Esa visita ocurrió aquella tarde.
Con la reina sentada a la mesa de La Paloma, junto a los frailes, esta les entregó un bulto pesado y envuelto en lino. Sobre el lino, un cordel fino cerraba en cruz la posibilidad de que la tela desenvolviese lo que cubría.
—¿Qué es? —preguntó José.
—Una de las últimas voluntades de mi marido… —contestó la reina—. Quería que fuese para vosotros.
Eva e Irene atendían todo tras ellos, en la puerta de acceso a la cocina. La reina las había visto y las había saludado con la cabeza cortésmente. Ambas se inclinaron respetuosas y agacharon la cabeza tras el saludo de la reina.
—¿Y no sabe de qué se puede tratar…?
—No… —la reina se levantó para irse—, espero que me disculpéis…, pero el palacio está un poco revuelto estos días…
—Por favor, faltaría más…
Ambos frailes se levantaron y observaron a la reina marcharse, tras darle a cada uno un abrazo, sin decir nada. Al llegar a la puerta, se giró y les dijo:
—Nunca os olvidaré.
Luego cerró la puerta tras de sí, y se marchó.
José y Elías la miraron al marchar con una mezcla de pena y alivio. Pena porque realmente les daba lástima lo que aquella mujer había sufrido; alivio porque, tras cerrar la puerta, ambos pensaron que con ello, se había acabado por fin su etapa en la corte.
Las dos mujeres se acercaron despacio a la mesa. El bulto permanecía encima de ella aún sin abrir. Todos lo miraron durante unos segundos, hasta que Elías quitó la cuerda que lo ataba y el lino que lo cubría. Antes de terminar, ya sabían todos de qué se trataba: un libro. Las mujeres lo miraron un tanto incrédulas mientras leían el título. A los frailes les recorrió la espalda una descarga que empezó en el final de la misma, terminando en sus nucas. Incluso se les erizaron un poco los pelos. Aquel no era un libro cualquiera. Aquellas tapas de cuero no guardaban en su interior nada bueno. Aquel no era un simple libro. Aquel era…
… el Malleus Maleficarum.
El Malleus Maleficarum, del latín, El Martillo de las Brujas, era el compendio sobre brujería más famoso escrito en toda la historia.
El 5 de diciembre de 1484, el papa Inocencio VIII emitió la bula Summis Desideratis Affectibus. En dicha bula, el papa hacía mención a dos frailes inquisidores y les conminaba con ello, siempre según los dos frailes, a combatir el culto a la brujería, que se estaba propagando como el fuego entre la hojarasca seca, en el norte del Sacro Imperio Romano Germánico. Los frailes eran Jacob Sprenger y Heinrich Kramer. Dichos inquisidores no fueron nombrados en tal bula, pero llegaron a presentar un libro escrito por ellos en la Universidad de Teología de Colonia, el 9 de mayo de 1487. El libro fue allí rechazado por considerar que no se atenía a las convenientes y formales normas de ética. Tras esto, los frailes inquisidores adjuntaron al libro una aprobación falsa, al comienzo del mismo, firmada por cuatro profesores. A pesar de ello, no consiguieron la aprobación de la Iglesia, pero tanto se habló de esto que, al final, el libro en cuestión, el Malleus Maleficarum, apenas encontró rival en la santa Biblia durante los últimos doscientos años. Tras su publicación en 1486, se vendió como rosquillas. A pesar de la condena de Heinrich Kramer, en 1490, por la misma Inquisición. O en parte gracias a ello, pues tras saberse de la condena del fraile muchos quisieron saber qué encerraban aquellas páginas… aquellas malditas páginas…
El Malleus Maleficarum fue escrito por los dos frailes de manera que dividieron su contenido en tres partes:
En la primera, trataban de mostrar la existencia de la brujería. Sin embargo, lo hacían de forma que esta, estaba amparada y auspiciada por Dios. ¿Contradicción?... No. Enumeraban con pelos y señales, las supuestas y diversas metodologías de las brujas y hechiceros, los cuales actuarían impulsados por el ferviente deseo de hacer el mal, pero nunca consiguiéndolo, porque era imposible contradecir la voluntad de Dios. Dios era omnipotente y misericordioso, y contra sus deseos no se podía luchar. Además… esgrimían, los inquisidores, en esta parte, una teoría un tanto peculiar: la mujer era un ser netamente inferior y, por ello, eran más propensas que el hombre a sucumbir a las tentaciones de Satanás. Llegaron a reflexionar, incluso, sobre la relación, clara y concluyente, según ellos, entre esta teoría y la palabra «mujer». Mujer, en latín: fémina. Estudiaron esta palabra y llegaron a la conclusión de que, etimológicamente, su significado era:
Fe-Minus: sin Fe
En la segunda parte del libro se enumeraban y explicaban las diversas formas de brujería. Los hechizos y conjuros allí descritos eran muy numerosos, y sobresalían entre ellos los «pactos con el Demonio». Todas las fuentes que se citaban en el mismo eran las de aquellos reos que habían confesado mediante la aplicación de la tortura. Todas.
En la tercera y última parte, el Malleus Maleficarum hacía hincapié en la forma de perseguir y enjuiciar a las supuestas brujas. Se recomendaba encarecidamente la tortura, como el método más infalible para obtener las confesiones de aquellos que no asumían sus pecados, las confesiones de quienes se resistían a reconocer que abrazaban el mal. Si todo el libro en sí era poco menos que grotesco y cruel, a la par que un insulto a aquellos que poseían un mínimo de raciocinio y juicio, en esta parte se alcanzaba el culmen de la crueldad, al explicar de forma pormenorizada al inquisidor, cómo podía mentir, incluso, al encausado, llegándole a prometer misericordia, para luego, una vez obtenida la confesión, no cumplir tal promesa.
Todos sabían qué era aquel libro. Todos sabían qué era lo que con aquel libro se había hecho, y se hacía. Todos sabían que la metodología seguida en los interrogatorios de la Inquisición estaba sacada de sus páginas. Todos sabían que las enfermas mentes de los hombres de Dios, que amparados en aquel escrito habían cometido hechos inenarrables, que usaban a este, y a su hijo Jesús, como referentes a seguir, lo hacían considerándose siempre su voz y su brazo ejecutor.
Elías lo miraba con desprecio. Si fuese por él, lo habría quemado allí mismo. A las mujeres las puso un tanto en alerta: ¿por qué la reina, en el nombre del rey, les había entregado aquellas páginas tan infames?
Eva aún recordaba a una vecina suya venida del norte de Francia, a la que ataron a una mesa de madera y la untaron las plantas de los pies con sebo con sal, mientras una cabra lamía sin descanso aquel manjar para ella. La ataron por la mañana. A pesar de su confesión, la siguieron untando con sebo con sal hasta la noche: la cabra la dejó los pies en los huesos. ¿Su pecado? Decir que «no» a chupársela al cura. Dos días después la encausaron por bruja, acusándola de hacer la comida con grasa de niño. Se lo contó todo sentada en su casa, con los pies amputados por los tobillos, con el sambenito puesto. Lo tuvo tres años. No la quemaron porque su hermana sí que se la chupó al cura para que intercediese por ella. Irene también había oído cosas… cosas nada agradables, pero prefirió apartarlas de su mente.
José era de todos el que más tranquilo parecía encontrarse, pero su cabeza era un hervidero. ¿Por qué el rey les había dejado eso? ¿Por qué no se lo había dado cuando aún estaba vivo? Sabedor como era de las capacidades curativas de José…, ¿por qué se lo había enviado? ¿Para hacerles ver que todos podían un día ser enjuiciados, dados los conocimientos de José? No, no tenía sentido. Entonces…, ¿qué demonios… qué hacía aquel libro encima de la mesa? ¿Por qué ese libro… y por qué a ellos?
José lo acercó hacia sí y abrió la tapa. Dentro había una carta. Cuando la vieron los demás, esperaron expectantes a que José la abriese y se la leyera a todos. Primero la leyó él. Luego, se la leyó en voz alta a los demás:
Hola, amigos míos. No deja de ser curioso que, después de haberme pasado toda mi vida hechizado, y haberme ido de vuestro lado sin erradicar el mal que me ha afligido, pueda ahora dirigirme a vosotros desde el más allá. Solo quería deciros un par de cosas antes de que enterréis el recuerdo de este pobre hijo de la fatalidad.
Lejos de que penséis que os doy este libro para que os atormentéis con la duda, de si he hablado con alguien sobre las capacidades de José, os lo quiero dar como una muestra de agradecimiento. Agradecimiento infinito. Agradecimiento que os profesaré hasta el mismísimo Día del Juicio Final.
Es posible que al verlo os haya producido cierto malestar. No me extrañaría en absoluto teniendo en cuenta que sois dos hombres cultos y de un lugar en el cual, el brazo secular se presta a erigirse como estandarte de la verdad y la razón, sin tener en cuenta otras verdades ocultas, que tanto vosotros como yo, por desgracia, conocemos bien. Verdades que muchos hombres temen y castigan… y digo yo…, si las temen y las castigan…, ¿no será porque creen en ellas, aunque sea solo de una manera un tanto efímera?
Las maravillosas charlas con vosotros me abrieron los ojos, y desde que me otorgasteis la sabiduría sobre ciertas creencias de vuestra tierra, y me hicisteis partícipe de las muchas y variadas formas de entender el bien, el cual no mora en la casa del Señor, sino en el corazón de los hombres, no me cabe duda de que en vuestra tierra, el bien, sobrepasa con creces al mal. Por ello, y porque sé que siempre actuareis de forma que vuestro buen corazón os guíe, y no por otro motivo, os regalo este libro.
Pensé en una Biblia que descansaba en mi mesa que, según me dijeron, perteneció a un antepasado mío: la reina Isabel de Castilla. Pero consideré que ese preciado tesoro personal debería de acabar en la mesita de noche de mi amada esposa, espero que me disculpéis… y lo entendáis. A cambio… os entrego este ejemplar del Malleus Maleficarum, que según cuentan las diversas anotaciones en sus márgenes perteneció a un hombre que amó y denostó en demasía a una mujer. Tanto que prefirió verla sucumbir en la hoguera, antes que en brazos de otro hombre.
Como espero que entendáis, me he guardado lo mejor para el final.
Estas páginas presidieron el auto de fe más famoso de la historia de España: el proceso de Logroño. Y sabedor como soy de lo que tanto tú, José, como tú, Elías, pensáis sobre los procesos inquisitoriales, creí oportuno que este libro acabara en vuestro poder. Ya se sabe: para aprender del enemigo, hay que mantenerse cerca de él, hay que respirar su aliento y empaparse de sus temores. Hay que saber de sus miedos y reconocer su fuerza.
Por favor, aceptarlo.
Podéis verlo como una segunda muestra de agradecimiento a vosotros dos, a Elías si queréis, pues no en vano, ya os hice un pequeño favor en el pasado, favor ampliamente pagado por vosotros, y espero que entendáis que un hombre como yo, quiera pagar su deuda con ambos, no con uno solo. Dos hombres, dos muestras de agradecimiento.
Sinceramente vuestro, desde el más allá
Yo, el Rey
Eva e Irene se quedaron realmente sorprendidas de la carta del rey. Ambas sabían de sobra del afecto que el monarca les profesaba a ambos frailes, pero nunca pensaron que les llegase a ver de aquella forma. Les había tenido en una estima tal, que les entregaba aquel libro, un libro que supusieron, que estaría más que bien remunerado si se lo ofrecían a algún miembro importante del clero. Y no solo eso, sino que se lo daba sabiendo de sobra el valor que realmente tendría para el clero español. Ambas lo miraban ahora de una forma muy distinta.
Elías y José, tras la carta, se centraron en los recuerdos que les produjo la lectura de la misma por parte de José.
… ya os hice un pequeño favor en el pasado…
… dos hombres, dos muestras de agradecimiento…
Las palabras del rey, llevaron el pensamiento de los frailes a solo unos meses después de su llegada a la corte. En aquella época, 1694, el rey aún confiaba en ellos con los ojos cerrados, antes de la irrupción en escena de fray Mauro de Niza y fray Gabriel.
Tremendamente ilusionado con la posibilidad de que le pudiesen arrancar sus males, de que le erradicaran el hechizo, vio la oportunidad perfecta de agradecerles que se volcaran en él, cuando en una rutinaria sesión de asuntos de estado, unos hombres vinieron a verle. Solicitaban algo que a él no le hubiese importado lo más mínimo darlo, pero también sentía que al hacerlo, si se prodigaba el ejemplo, la corona fuese perdiendo poder paulatinamente con el paso de los años, y con el paso de las posteriores generaciones de reyes de España. De modo que no siempre concedía, a los hombres que le pedían aquello, la posibilidad de obtenerlo.
A lo largo y ancho de España, los diversos pueblos que jalonaban la piel de toro contaban con sus propios prohombres, como es lógico, a la par de un alcalde que impartía la justicia en aquellos lugares, como representante del rey. Aquellos alcaldes eran designados de primera mano por el monarca. Pues bien, en una de las sesiones de estado, vinieron a ver al Hechizado los prohombres de uno de aquellos pueblos. En aquel pueblo en cuestión, la vara de mando de la alcaldía hacía tiempo que pertenecía a unos hombres que poseían ciertas influencias palaciegas, y por lo tanto, elegían al alcalde según su criterio y no el del pueblo. Esos prohombres se personaron en la corte para solicitar la compra de la vara de mando, para así poder elegir ellos mismos a su alcalde.
Toda la cháchara que el rey soportó estoicamente mientras oía las explicaciones de aquellos prohombres, le pareció la misma que oía cada vez que alguien solicitaba poder ser ellos mismos quien eligieran a su alcalde, y no el rey, y como consideraba que de ese modo perdía poder la corona, les ignoró… hasta que en la explicación de sus argumentos, uno de ellos dijo algo que llamó la atención del monarca:
—… por eso creemos que Zalla debería elegir ella misma a su alcalde, siempre y cuando…
—¿Cómo has dicho…? —le interrumpió Carlos II.
—Le digo que por eso creemos, señor, que deberíamos…
—No, no…, el nombre del pueblo…
—Zalla, majestad.
Zalla.
Apenas hacía un mes que José le había contado de dónde venían: del valle del Salcedón. Y le explicó que dicho valle estaba formado por dos concejos: Zalla y Güeñes. La ocasión le vino de maravilla al rey para agradecer, a su manera, que José y Elías se hubiesen enfrascado en buscarle una cura. Sin importarle lo más mínimo si la corona perdía algo de poder o no, esta vez, accedería a la petición que le solicitaban aquellos prohombres:
—No sigas, por favor. Si abonáis la cantidad que os diga el tesorero, la vara de mando es vuestra. Que se redacte el documento…, a ver…, ¿el siguiente caso…?
Aquellos hombres se marcharon de allí tremendamente contentos de haber conseguido lo que venían a buscar. Reunirían a todo el pueblo frente a la iglesia de San Miguel, aún en obras, y se lo comunicarían.
Aquella misma tarde, el rey se lo contó a José. Cuando el fraile, sorprendido, le preguntó por qué lo había hecho, le contestó que era una pequeña forma de agradecerles que se ocuparan de su mal.
—¡Qué extraños poderes tienes José!... que consigues la vara de alcalde para tu pueblo sin ni siquiera solicitarla… —El rey se estaba mofando de él.
—Bueno…, majestad, yo… —José se había quedado sin palabras. Elías atendía la conversación tras ellos.
—¿De dónde eres tú…?
—¿Señor…?
—Sí, José, ¿de dónde eres… de Zalla o de Güeñes…?
—Bueno, señor, es un poco raro de explicar…, nací en Aranguti, dos casas más allá que Elías…
—¿Aranguti…?
—Sí, señor, es un lugar que se encuentra entre ambos concejos…
—¿Pertenece a los dos…?
—Así es, señor.
—Hummm… curioso…
Luego, el rey comenzó a preguntar a José sobre la posibilidad de lograr su curación, olvidando rápidamente la anterior conversación.
Un rato después, algo más calmados y, tras haber leído cada uno la carta del rey por su cuenta, llamaron a la puerta. Abrió Irene. Un muchacho de unos catorce años preguntó por José o por Elías. Fue este último quien se acercó. El muchacho le dio un pequeño sobre lacrado: el sello de la lacra, eran tres puntos formando un triángulo equilátero.