Capítulo LIV
Madrid, 20 de enero de 1720.
Tras el paso de las Navidades, Dimas, Gabriel y los frailes se disponían a llegar a Madrid. Los dos meses que llevaban ya en casa todos juntos, les habían servido para poder hablar largo y tendido sobre temas de lo más variados, y para beber vino y reírse todos juntos a la mesa. También para que las mujeres comenzasen a ver de verdad en Gabriel a un buen hombre. Gracias a él, y a José, pudo saber Eva quién fue Urbana y cómo acabó Gabriel en aquella casa de Aranguti, llamando padre a cualquiera de los dos frailes. Si bien es cierto que Eva aceptó encantada su presencia, a Irene llegó a agradarle de verdad poder tenerlo allí. Pensaba que como a él también lo habían forzado sexualmente en el pasado, estaban unidos de otra forma. Compartir alegrías, une; compartir penurias, une más.
Llegaban a Madrid los cuatro. Y aquella marcha germinó en una pequeña… bueno, tal vez no tan pequeña, charla que tuvieron José y Gabriel el día tres de enero. Con los pies arrimados al fuego bajo, y solos, pues las mujeres habían salido, y Elías y Dimas se brindaron a acompañarlas, José comenzó lo que él pensaba que podía ser una conversación de lo más banal… y que terminó siendo un intercambio de pareceres, en la que Gabriel sintió que le habían quitado una venda de los ojos. Una conversación en la que acabó queriendo aquel lugar donde se encontraban, más todavía, y en la que acabó viendo al Valle del Salcedón, de una forma bastante distinta a como lo había visto durante toda su vida.
—Gabriel…, ¿te encuentras bien?
—Sí —miraba el fuego sin verlo—… sí, padre.
—Mírame… —Gabriel lo hizo—. ¿Te encuentras bien…? —le repitió José.
—Padre, sí…, estoy bien…, pero… hay algo que no me acaba de…, no sé cómo explicarlo…
—Gabriel, pasé innumerables tardes hablando con el difunto Manuel, el porquero. Una vez estuve una hora con él para que me acabara diciendo que tenía tres chones enfermos… y luego le ayudé, pues mi padre trabajó de porquero y yo solía arrimar el hombro… —Gabriel sonrió; se acordaba de Manuel—, de modo que… si crees que no voy a saber escucharte… como cuando leías de pequeño El Cantar del Mío Cid en San Lorenzo…
Gabriel elevó la vista y le miró. Sin tener ni idea de qué le podía pasar, José había hecho diana.
—Padre…, ¿es correcto lo que hacemos? Es decir…, sé que muchos de los actos en los que nos hemos visto envueltos, han podido ser obra de la necesidad…, del ímpetu del momento… o, como en mi caso, movido por la ira y la venganza…, pero…
—Pero ¿qué, hijo…?
—Padre, persigo a esos hermanos por una promesa…, pero también he matado hombres por dinero. Sé que tanto usted como Elías se han movido siempre por actos que van más allá del valor y del honor: mataron para otorgar justicia. Y no lo hicieron cuando consideraron que no era justo. Y yo me pregunto…, ¿qué ha de hacer un hombre… si sabe que en el pasado ha cometido actos de los que se arrepiente? ¿He de perdonar, padre…? ¿He de renunciar a la promesa que le hice a mi madre muerta, para poder llegar a ser la décima parte, o incluso la centésima parte de buen hombre que es usted?
—Hijo, verás…
—Padre, desde que le conocí… y me enseñó a leer…, mi único fin ha sido tratar de llegar a ser lo más parecido en cuanto a honor y valor… a usted… a Elías… o —sonrió un poco—… a mi adorado héroe… el Cid. Ustedes y el Cid se han mantenido siempre fieles a una forma de ver la vida… que los hombres del mundo bien quisieran para sí.
José le miró un momento. Luego le preguntó:
—¿Qué quieres decir con eso?
—Como el Cid…, usted pondera el bien y la justicia por encima de todo, pero si hay que matar, se mata…, si hay que sufrir, se sufre… y si hay que morir, se muere…, ¡por favor, padre! ¡Pero si incluso después de muerto ganó una batalla! ¿Cómo… cómo no dudar de mí? ¿Cómo no dudar de la capacidad que yo puedo llegar a poseer para ser como él o como usted o Elías…?
—Bueno…, no creo que seamos comparables el Cid y yo, hijo, él ha sido, y puede que sea por siempre, el más grande entre los grandes… y yo solo soy un fraile de una humilde congregación… que vive desde hace años apartado de ella, para no avergonzar a mis queridos hermanos con mis pecados…
—Padre, no vuelva a decir eso…, usted y Elías se pasaron años esperando para matar al rey de España, y cuando tuvieron que hacerlo, se negaron. Se enfrentaron a un peligro mucho mayor de cuantos pudo acometer el Cid. Y ahora, es usted quien dirige a los hermanos. Si él fue el más grande, y usted lo ha superado con creces…, ¿qué puedo hacer yo, un humilde hombre… de este perdido valle que ni viene en los libros de historia… para tratar de parecerme un poco, solo un poco… a cualquiera de los tres?
—De modo que quieres parecerte al Cid…, bien…, ¿y si te digo que eres más parecido a él de lo que crees?
—…
—¿Y si te digo que tú con tus actos… y este… perdido valle que no viene ni en los libros de historia… sois como el Cid y la corte de Alfonso VI de Castilla y León? ¿Y si te digo que en este lugar… el culto a Mari fue fortalecido por las enseñanzas de sorginak que acabaron en la hoguera… y que de ellas bebió sus enseñanzas Urbana? ¿Y si te digo que para tratar de ser un buen hombre, y de esta tierra, nadie como tú para poder erigirse como tal?
—…
—Espero que estés preparado para lo que te voy a contar. Este valle…, no es lo que parece… y bien creo que podría mentarse más en los libros de historia…
Le miró fijamente, respiró hondo… y comenzó a relatarle cosas que no sabía casi nadie… ni del valle… ni de fuera de él…
José, de manera paciente y sin saberlo nadie más que Elías y las mujeres, leyó sin prisas todos y cada uno de los documentos que cayeron en sus manos en el pasado. A pesar de los dolores de cabeza.
Algunos, como los que incautaron a la Santa Inquisición cuando estuvo en el valle, hablaban de cosas que tenían que ver solo con los actos llevados a cabo por la misma. Algo lógico. En ellos se dejaba constancia de las torturas cometidas por los inquisidores en la Torre de la Jara, y le pareció oportuno, tras comentárselo a Elías, que no los harían desaparecer. Es más, llegaron a la conclusión de que si Lucía había muerto quemada, y había sido torturada anteriormente por la Inquisición, no costaría unir esas dos cosas para hacer creer a la gente del valle, a los seguidores de Mari, que Lucía había muerto en la hoguera por ser una sorgina, cosa que sí que era en realidad. Si de este modo, querida y apreciada por muchos, su existencia se mantenía viva entre ellos, bienvenida fuera. Además, se encargaron de que la gente lo asumiese así: se lo contaron a Irene y a Eva, y ellas se lo contaron a las prostitutas de El Arroyo. El bulo fue creciendo, y ya todo el valle la recordaría para siempre como una sorgina quemada por ser tal cosa.
Pero aquellos sucesos, tenían más miga de la que muchos pudiesen creer, aunque sin saberlo… cómo no… casi nadie…
Leyendo el Malleus Maleficarum que les regalaron, Mariana de Neoburgo, en nombre del difunto Carlos II, consiguió saber de una historia que, de no haber tenido ese libro en concreto, y no otro ejemplar cualquiera, nunca se hubiese sabido.
Si el saber oculto de su tierra era celosamente guardado por las seguidoras de Mari, las sorginak, no era descabellado pensar que cuando a estas las perseguían con la intención de servir como acompañantes a la leña en una hoguera pública, buscasen protegerse entre ellas mismas. Entre ellas mismas, y entre los demás seguidores que, como ellas, rendían culto a Mari. Si unimos a estas actuaciones, la rabia y el celo con el que muchos hombres de Dios habían perseguido las reuniones que celebraban, para erradicar la herejía, obtenemos algo que no se puede pasar por alto: cualquier seguidor de Mari, fuese de donde fuese, trataría de ayudar a cualquiera de sus hermanos. Algo normal…, ¿no?
Según las notas escritas en los márgenes del libro que presidió el proceso de Logroño, don Alonso de Becerra Olguín había pasado un tiempo tratando de encontrar a una niña, a la hija de una de las supuestas brujas quemadas en la hoguera, el 7 de noviembre de 1610 en Logroño. Su nombre: María de Zozaya y Aramendía.
María, para tratar de proteger a su hija de que la acusaran de pertenecer al Diablo, de ser la hija de una adoradora de Satán, o cualquier otra barbaridad, asintió casi sin haber oído las preguntas de cualquiera de los jueces que la interrogaron. Como premio, no la torturaron tanto como a los demás. Menos mal… porque casi se les fue la mano. Pero por los terribles testimonios que corroboró sin dudar, en los que ella misma estaba inmersa, a pesar de haberla prometido antes de iniciarse el proceso que sería puesta en libertad…, fue quemada en la hoguera.
Sin embargo, un poco bruja sí que debía de ser… porque Becerra Olguín quedó prendado de ella nada más verla. Tres noches accedió María a ser suya a cambio de que protegiera a su hija de la manera más fácil: dejarla a ella libre. El inquisidor hubiese accedido a cambio de algo más que sus favores sexuales: su amor. Nunca lo logró, y no fue por no intentarlo.
Alonso de Becerra Olguín, tratando de ganarse su favor de cualquier forma, convenció a Juan del Valle Alvarado para que María, a pesar de seguir aún presa, fuese presentada ante todos durante el proceso de Logroño como una de las supuestas brujas que serían quemadas en la hoguera, pero… en efigie. Hicieron creer a todo el mundo que había muerto en la cárcel, cuando estaba todavía viva. El inquisidor Olguín, buscaba así hacerla ver que era inútil oponerse a sus deseos: solo saldría viva de allí a cambio de doblegarse a los anhelos del juez. Accediese o no, ya estaba muerta para todo el mundo. Por suerte para María, sus hermanos no la abandonarían.
Un carcelero de Logroño, cuya hermana mayor también era sorgina, la visitó una noche en su celda para decirla que se ocuparía de ella si le decía donde poder encontrarla. Harto de las maneras de Becerra Olguín, se brindó él mismo a ayudar a la supuesta bruja. Esta accedió y, tras dar con la niña, la entregó a unos familiares de María para que la cuidaran. Estos familiares, entre los que se encontraba el mismo hombre que la prendió fuego, su primo Juan, se marcharon de las montañas tratando de huir de los hombres de Dios que los perseguían por sus creencias, pero sin abandonar la tierra de Mari: acabaron en el Valle del Salcedón. Protegida por los seguidores de Mari en el valle, permaneció oculta hasta pasados unos años.
A pesar de haber llegado, en su persecución, incluso hasta allí, Becerra Olguín no pudo encontrarla. Quería cuidarla él, para aliviar su pena por haber dejado morir a su madre en la hoguera. Para tratar de redimir sus pecados, y su culpa, por haber quemado viva a su amada, a pesar de que María, nunca le correspondió. Cuando Lucía fue una mujer y se casó, tuvo una hija. Llamó también a su hija como ella, y esta, a su vez, también a su primogénita:
La conocida por todo el Valle del Salcedón como Lucía de Aretxaga.
Tras la muerte de Lucía, mucha gente del valle se acercó hasta la ermita de San Cristóbal, donde se oficiarían las exequias, y las peticiones por el eterno descanso de su alma. A las mismas acudieron también los frailes y las mujeres. Los hermanos de San Lorenzo no bajaron, para no tener que dar explicaciones sobre la supuesta relación de dos de sus hermanos con aquella mujer, pues se sospechaba que hacía algo más que limpiar santos. Tomás, a su modo, siempre los intentó proteger ante las posibles investigaciones del obispado, siempre desde la sombra y profesándoles el más profundo de los respetos.
Otros documentos que cayeron entre sus manos durante ese tiempo, tenían que ver con cosas de lo más diversas y formaban parte de asuntos que solo concernían a la hermandad. De esos asuntos, prefirió no comentar nada, de momento, a Gabriel, porque no hacía ninguno una alusión directa a nada que hubiese ocurrido en el valle. Al menos, hasta la fecha no. Muchos de ellos solo precisaron de su firma, su aprobación, para llevar a cabo diferentes actuaciones por parte de los hermanos, y quedar así constancia de que el hermano mayor había dado su visto bueno.
Los puntuadores se sintieron más que agradecidos de que la mayoría de las misiones que debían de llevar a cabo fuesen aprobadas por el mismísimo Segador y no por José. Aquello les hizo ser respetados por la mayoría de los hermanos, los cuales veían con muy buenos ojos que dependiendo de qué cometido se encargase, pasara por el filtro de uno o de otro. Hablar entre los puntuadores refiriéndose a Elías como la Conciencia del Hechicero, era cada vez más frecuente, y era respetado entre ellos mismos como tal, aún sin valorar sus otras cualidades, aquellas que todos hubiesen deseado para sí.
Pero otros documentos, los que devolvió a la iglesia de Santa María, le llevaron a llegar a copiar y guardar muchas de las cosas que se mostraban allí. Entre ellas, como anécdota, recordó que le había parecido curioso, el modo de cómo había encontrado Remigio la esfera de latón en la Portada del Sol.
Remigio había apuntado en el libro del cantero cómo lo había averiguado: si la iglesia se había levantado en honor a la santísima Virgen María, y la cuarteta de Nostradamus estaba escondida en la portada, no era muy difícil deducir que la bola de latón tendría que ser algo que estuviese relacionado con la Virgen. Y la estatua de la Virgen que presidía la portada, con el niño Jesús en brazos, miraba hacia arriba. La hilera de bolas contaba con cuarenta y dos. Se habían colocado equidistantes y repartidas, por lo que había exactamente veintiuna en cada lado. Justo encima de la Virgen con el Niño, quedaban las dos bolas superiores. El resto, para Remigio, se antojó bastante sencillo: el cantero usó la de la izquierda, mirando la Portada de frente, por ser la del lado de la Virgen, que incluso parecía señalarla o buscarla con la mirada, al igual que los dos ángeles del tímpano.
Un genio el difunto cocinero.
Pero los documentos de Santa María, tenían algo más…
José le contó a Gabriel, cómo en ellos descubrió algo que le dejaría realmente atónito. Nada más y nada menos, que los inicios del señorío de Salcedo.
En aquella zona había vivido gente desde siempre. ¿Cómo no, si era una zona de montañas atravesada por un río? El lugar ideal para establecerse. Además, relativamente cerca del mar, y en el camino de paso hacia las tierras del sur. Hasta algunos de los peregrinos a Santiago de Compostela, se desviaban por el camino de la costa y pasaban por allí. Es decir, estratégicamente y como un lugar tranquilo para vivir, era ideal. Además, como muy bien había dicho antes Gabriel, era un lugar muy poco, o nada, conocido.
Pero hasta los lugares más recónditos podían guardar historias que contar:
En el siglo XI, y tratando de buscar un lugar donde establecerse por diferencias familiares con su tío, el conde don Rubio Díaz de Asturias, nieto del rey Alfonso V de León, recaló allí mismo, en Aranguti. Allí levantó su palacio y tomó para sí el nombre del lugar, por lo que se le conoció como don Rubio de Aranguti, señor de Salcedo, ya que también tomó para sí el nombre que se le daba al río que atravesaba la zona, el Salcedón, y que daba nombre al valle. El nombre del río venía de muy atrás, por la innumerable cantidad de sauces que crecían a ambos márgenes del mismo.
Don Rubio de Aranguti, I señor de Salcedo, tenía hermanos. Y hermanas. En total, fueron ocho. Él fue el quinto de ellos, y la más pequeña, Jimena Díaz de Asturias, se casó… con un tal… Rodrigo Díaz, nacido en Vivar, cerca de Burgos. Por sus cada vez mayores victorias en el campo de batalla contra los musulmanes durante la Reconquista, estos le comenzaron a llamar el Temido, Cid, en su lengua. El tiempo, y su propia leyenda forjada a base de amor, justicia, honor y sangre, nos hicieron llegar a conocer a este hombre como el Cid Campeador.
Antes de morir, don Rubio de Aranguti dejó todo dispuesto para que sus nietos llevaran siempre en su nombre, el nombre del valle, formándose así el señorío de Salcedo. Los Salazar, y De la Cuadra, también descendían de él.
—Padre, ¿quiere decir? —Gabriel no era capaz de asimilar toda la información que le había dado José—… ¿quiere decir…?
—Quiero decir que encontrarás pocos lugares, con vínculos con la realeza en España, que daten de la época de tu querido Rodrigo Díaz de Vivar… como el Valle del Salcedón. Y que tengan que ver con él.
Completamente mudo, Gabriel se quedó mirando al fraile mientras este sonreía un poco. Le puso una mano en el hombro, y le habló de nuevo:
—¡Ah…! Casi se me olvida…, me he guardado lo mejor para el final… je, je, je…
—Pero… ¿todavía hay más…?
José asintió riéndose, y continuó:
Atadas con un cordel casi podrido, entre los documentos de Santa María, José encontró unas cartas. Eran unas cartas de amor. Serían unas treinta. Lo que le llamó la atención, era que en una de ellas se hacía referencia a un hecho ocurrido en España hacía muchos años: la boda de don Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid.
¿Otra vez el Cid? Bueno…, eso, al menos, le daba una fecha: el 19 de julio del año 1074. Tras saber de esto, en una de las primeras que leyó, no pudo dejar de averiguar qué decían las demás. ¿Una historia de amor de hacía cientos de años? A Irene seguro que la encantaría. Y a él mismo también.
Aquellas cartas no le habrían llamado la atención más allá de unas declaraciones de amor, escritas hacía mucho tiempo entre un hombre y una mujer, si no se hubiese fijado en un pequeño detalle: se hacía mención, en varias de las misivas, a uno de los amantes como…, ¿el Bien Amado? José, intrigado, se dijo a sí mismo que, tal y como hizo cuando intentó descifrar la cuarteta de Nostradamus, averiguaría quienes habían sido los dos amantes. Comenzaría por él.
Si algo poseía el hermano mayor, era poder. Los anteriores lo usaron para hacer crecer la hermandad como se merecía. Un par de ellos, incluso usaron ese poder para hacerse inmensamente ricos. Otros, como Portocarreño, lo habían usado para tratar de dirigir los designios de la gente que viviera en España. José, no.
Si la excepción confirma la regla, haber cogido dinero de las arcas de la hermandad para tratar de evitar que el palacio de los Ametzaga se levantase, no hacía sino corroborar lo que José hizo con el poder que poseía para con los hermanos: usarlo desde la lealtad, y solo buscando el bien. ¡Si hasta usó aquel dinero para evitar males terribles a un montón de gente! ¿Cómo no hacerlo tras descifrar Elías la cuarteta de Nostradamus? Fuera de ese hecho, ni una sola vez lo usó para menesteres personales.
Pero ser el hermano mayor tenía sus ventajas…
El maestre obtenía, de los anteriores poseedores de su distinción, la biblioteca más completa que un hombre con inquietudes intelectuales pudiera desear. Era tal, que haría palidecer casi a cualquier otra. Colecciones completas de libros, cuartillas sueltas, notas aleatorias sobre los más diversos temas e incluso baúles con papiros y tablillas de barro formaban parte de la misma. El saber que los hermanos habían acumulado, durante más de trescientos años, descansaba en Sevilla, Madrid, Valladolid, Logroño, Toledo, Ávila, Santiago de Compostela… y en la casa de los difuntos padres de Elías. Ambos frailes llegaron a pasar allí en algunas ocasiones más horas de las que tiene el día. A ella acudió también José cuando quiso aclarar la historia de aquellas cartas.
A José, le llevó un tiempo desentrañar lo que aquella historia de amor le tenía reservado. Tenía que saber qué relación podía haber entre el hecho de que dos amantes que, en la época del Cid, corroborado esto gracias al llamado Bien Amado, se escribiesen, o al menos ella a él, y que se guardasen aquellas cartas de amor. En pleno siglo XVIII, casi nadie sabía leer, y a comienzos del milenio… menos aún. Los amantes tenían que ser, por fuerza, gente de cierto renombre, no unos campesinos cualquiera. Gente que supiera leer y escribir. ¿Nobles? ¿Tal vez… miembros del clero? ¿Quizá… algún erudito o profesor que fuera de sus clases tuviese tiempo para amoríos? Su búsqueda dio al fin su fruto: los dos amantes fueron la reina doña Urraca I de Castilla y el conde de Lara, Pedro González de Lara, y no quienes pensó en un principio, la infanta doña Urraca y el conde de Lara, Gonzalo Núñez de Lara, llamado por Alfonso VI, rey de Castilla y León, el Bien Amado.
José pudo saber que la reina no tuvo hijos con su segundo esposo, Alfonso I el Batallador, tildado por algunos de sodomita, que pagaba su frustración, ante la falta de un heredero, con reiteradas palizas a la reina, al ver que Urraca tenía dos hijos de su primer esposo y ninguno con él. Pero también que la reina se enamoró del conde de Lara, y alumbró tres hijos suyos. Uno de ellos, y para evitar que descubriesen su amor, pues no gustaba nada en la corte que Pedro fuese el favorito de la reina, lo mantuvieron en secreto. Ese bastardo se mantuvo en el anonimato durante mucho tiempo. Por haber vivido de esa manera desde que nació hasta que fue conocido, lo llamaron el Hurtado, por su furtada (escondida) bastardía. Pero no se trataba del origen del nombre Hurtado en general, sino del origen de los «Hurtado de Mendoza», que proceden de los señores de Vizcaya. Hurtado, pues, hijo o descendiente de Fortunio, resulta ser un nombre con raíces directas con la casa real medieval española. Fernán Pérez de Lara, el Hurtado, fue conocido como Fernando Pérez Furtado (o Hurtado). Cuando la reina debería de haber parido al tercero de los hijos del hombre de quien estaba enamorada, Pedro González de Lara, falleció. Y lo hizo durante el parto, en el castillo de Saldaña, el ocho de marzo del año 1126. Sus últimas cartas estaban datadas pocas fechas atrás, con el conde interesándose por el estado de su amada.
—Aquí… siempre les hemos conocido como los señores de Ametzaga…, pero todos sabemos que… antes que eso, son Hurtado.
—¿Entonces…?
—Sí, Gabriel…, tienen sangre real. Aunque…, me temo, que ni ellos lo saben.
Gabriel, bastante metido en la historia que le contaba José, quiso decir algo, pero el fraile se le adelantó:
—Quisieras ser como el Cid…, bien, yo te digo que lo eres: ambos mantenéis enfrentamientos con miembros de la misma familia y ambos queréis a vuestra tierra más que a casi nada en el mundo. Si además…, el hermano de su mujer… —se levantó y le abrió la puerta de la entrada—, se estableció aquí… —Le señaló la casa del señor de Salcedo, justo debajo del palacio del señor de Ametzaga—. Solucionas tus asuntos a tu manera, aun sabiendo que algunos de ellos puedan no estar bien…, ¡si hasta has pasado mucho tiempo lejos de tu tierra, como don Rodrigo, por desavenencias con la misma familia!… y… ¿no intentas obtener justicia por la afrenta contra tu madre… como el Cid trató también de obtenerla por las afrentas a sus dos hijas?..., por cierto, ¿no me dijiste que tu caballo se llamaba Babieca?... Je, je, je…
Sin tiempo para digerirlo, la cocina se llenó con todos los demás. La charla de José con Gabriel continuó, aun estando los demás presentes. En ella, se cuidó de comentarle que también existía una leyenda, según la cual, el hijo que tuvo Urraca, no fue hijo del conde de Lara, sino de Rodrigo Díaz de Vivar. Leyenda tomada como cierta por los Hurtado de Mendoza, que en el pasado incluso exhibían orgullosos la espada del Cid, la Tizona, como una muestra de que tan insigne caballero fue quien comenzó su linaje. Para José, era más que probable que estuviesen equivocados, pues la «Urraca» que tal vez pudo haber tenido un hijo con Rodrigo Díaz de Vivar, fue la infanta Urraca, hermana de Alfonso VI de Castilla, y no la reina Urraca I de Castilla. Se aseguraba que la infanta estaba perdidamente enamorada del Cid, y que por despecho, y al no ser correspondida, fuera ella quien urdía y conspiraba a todas horas, enfrentando al rey con don Rodrigo. Son, por lo tanto, dos «Urracas» distintas, tía y sobrina, y fue Urraca I de Castilla quien tuvo al «Furtado», y no con el Cid.
Tratando de hacerle ver que su vida estaba dedicada a la justicia, por la terrible muerte de Urbana, y que viese su pasado en el Caribe como una forma de hacerse con algo de dinero, y así poder cumplir su promesa, Elías le escribió una nota:
Ninguno de nosotros ha creído nunca que lo que haces esté mal. Estamos contigo hasta el final. Para demostrártelo, te acompañaremos a Madrid. Si somos bien recibidos a tu lado en algo tan personal, claro…
—Lo sois —le dijo Gabriel—… lo sois…
Dimas no se acordaba, pero los frailes sonrieron abiertamente al llegar a la entrada de La Paloma. Los buenos años pasados allí no se les habían olvidado, ni mucho menos. Un hombre les esperaba montado a caballo.
—¡Claudio…! Me alegro de verte.
A pesar de la afabilidad de José, Claudio desmontó y se pasó la uña del pulgar por el pómulo. Luego agachó la cabeza de forma respetuosa. Cuando les volvió a mirar, sonreía.
—Todo dispuesto según sus órdenes, señor.
—Bien…, llévanos.
Al montar de nuevo en su caballo, Claudio se mostró un tanto más distendido.
—Me alegro de verles de nuevo… y mucho, señor… —giró un poco la cabeza hasta encontrarse con la mirada del fraile mudo—, Elías…
Elías le sonrió desde su caballo.
—Nosotros también, Claudio, nosotros también…
—Está bastante mal. No creo que dure mucho, señor.
—No, puedes apostar que no va a durar mucho —le contestó Gabriel.
Llegaron a su alcoba; Dimas y los frailes se pusieron de manera respetuosa a los pies de su cama. Claudio se quedó en la puerta, guardando la estancia de miradas curiosas.
Tardaron unos minutos antes de despertarle, pues Gabriel se estaba pintando la cara. Cuando terminó, se unió a ellos, pero mirando por la ventana y no donde los demás. Gabriel asintió. Elías le cogió un poco del pie, y se lo movió hasta que se despertó. Cuando lo hizo, volvió a ver a los frailes que habían llegado desde su valle para verle y darle nuevas importantes. No pudo atenderles cuando llegaron debido a que el médico había ordenado reposo, pero le dijo al matasanos que les dijera que al despertar, les hicieran pasar un momento.
—Vaya…, son ustedes los frailes…
—Sí, señor —le dijo José.
—Y… ¿quién es ese…? —Tosió—. ¿Viene con ustedes?
—Sí, señor. Es una de las dos noticias que le traemos, señor.
—¿Y…? —Tosió de nuevo.
—Es… su sobrino…, señor.
El hombre miró a Dimas sin comprender, mientras este le miraba con desprecio.
—¿Mi… sobrino…?
—Sí, señor, el bastardo de Juan Francisco, su hermano.
—Pero —tosió otra vez—… pero ¿qué…?
Gabriel se dio la vuelta y llegó hasta la cama. Lo hizo despacio… muy despacio…, tratando de saborear al máximo el momento. El moribundo le miraba extrañado.
—¿Y este…?
—El hijo de Urbana.
—¡¿Qué?!..., ¿esa bruja tuvo un hijo? ¿Qué... qué llevas puesto en la cara…?
Gabriel y José, por ese orden, le hablaron. Fueron las últimas palabras que escuchó con vida:
—¿Me ve…? ¿Me ve bien…? Míreme… y piense mientras acabo con usted… que sus hermanos muertos…, todos… cayeron a lo largo de los años bajo mi mano… y los que quedan… morirán también sin dejar descendencia… ¡lo juro!
Era cierto. No solo había acabado con las vidas de Juan Francisco (en Hostalrich, 1694), con la de Joaquín (en Ceba, cerca de Millesimo, Italia, en 1703), con la de Andrés (en Cassano, en 1705), con la de Gabriel (Iniesta, 1706), o con la de su hermano José, tras volver del Caribe (en Cagliari, en 1718), sino que también iba a acabar ahora con él… y, con el tiempo, se ocuparía de su otro hermano (Juan Antonio), así como de una hermana que sabía también que tenía.
—Antes de morir, quiero que sepa que su recuerdo será borrado del Valle del Salcedón. Se marchitará… al igual que lo hará su palacio…, tiene nuestra palabra.
Sin dejarle decir nada, Gabriel le apretó la garganta con sus manos mientras le miraba a los ojos. Tardó en morir, era bastante duro el viejo marqués.
Lo último que vio no fueron las pinturas del rostro de Gabriel. Lo último que vio tampoco fueron las miradas de desprecio de Elías y Dimas. Lo último que vio fue una media sonrisa de José, mientras que por la cabeza del fraile, recordando a Urbana, y recordando también la promesa hecha a Irene y a Eva ante la tumba de Gestas, pensaba:
«Justicia».
Tras su muerte, el cuerpo de don Baltasar Hurtado de Ametzaga y Unzaga fue llevado al Valle del Salcedón, al lugar que le vio nacer.
Sus restos fueron inhumados en la iglesia de Santa María.
Dos semanas después de su regreso de Madrid, Gabriel se despidió de todos prometiéndoles volver. José le dijo, tras la charla del tres de enero, que la madre de Lucía había sido maestra de Urbana, la sorgina que la enseñó junto a su madre, como a tantas otras antes en el valle. Gabriel dejó uno de los saquitos llenos de oro que había traído consigo de sus anteriores aventuras en el Caribe. Se lo dejó en prenda a José. Le dijo que lo usara como mejor le pareciese, al igual que los que ya le habían entregado con anterioridad él mismo y Dimas, pero que no le desagradaría, en absoluto, que fuese para la nueva beata que limpiaba los santos de la ermita de Aretxaga: Juana. Le dijo que se lo entregase como una muestra de gratitud hacia la familia de Lucía, y en su recuerdo.
Los comentarios que hubo en el valle, tras la muerte de Felipe, el monaguillo de Santa María, y con Juana involucrada en los hechos, no habían hecho sino entorpecer aún más si cabía, la posibilidad de que pudiese llegar a casarse. Harta de esperar a un hombre que la cortejase, muchos cohibidos por lo que se decía de ella, decidió que proseguiría con la labor de aquella que había sido torturada con ella. Se encargó de la ermita de San Cristóbal y de los adorados santos que tantas veces había limpiado y cuidado Lucía.
Juana decidió guardar ese dinero durante años, hasta que en 1763, y ya bastante vieja, observó apenada cómo una crecida del Salcedón arrasó la Cascaleja, la finca de Aretxaga en la que se encontraba la ermita, destruyendo la misma por completo. Entre 1764 y 1766 se construyó la nueva ermita en un lugar elevado, para evitar en el futuro un suceso similar.
Pero no construyeron de nuevo la ermita de San Cristóbal.
Tras tomar Juana el testigo de Lucía en la ermita, José comenzó a acudir allí con regularidad a tratar de solventar sus problemas, de la forma que un hombre convencido de la existencia de Dios como él podía hacerlo: rezando. Los remedios que solía preparar para aliviar sus dolores de cabeza lo hacían, sí, pero no del todo.
Cuando los dolores menguaban, salía de Aranguti a pasear, y esos paseos solían alargarse más de la cuenta. Algunas veces, por precaución, Elías iba con él. En esos largos paseos, ambos veían la posibilidad de acercarse a saludar a Juana, y José aprovechaba las visitas a la ermita de Aretxaga para rezar. De ese modo, José mataba dos pájaros de un tiro.
En la ermita de San Cristóbal había varias estatuas de santos. Ante uno de ellos, en concreto, un mártir ante el que se sentía algo identificado, solía rezar José: san Pantaleón.
San Pantaleón, al igual que José, había ejercido como médico tratando de curar a los más desfavorecidos. Nació en el medio oriente en el siglo III y era un hombre muy culto. Y devoto. Por esa cultura y esa devoción, atendía a cuantos enfermos se presentasen ante él y los asistía sin cobrar. Sus colegas médicos quisieron quitarle de en medio para que no cundiese el ejemplo, y bajo el emperador romano Diocleciano, y alegando estos que no renegaba de su fe cristiana, fue hecho prisionero. Lo torturaron con los llamados seis martirios de san Pantaleón: plomo fundido, ahogamiento en el mar, tortura en la rueda, en el potro, arrojado a las fieras y atravesándole con una espada hasta que, para acabar de una vez con él, pues no acababa de morir, fue decapitado.
Por este hecho, por su decapitación, y por la vida que llevó, los fieles le habían pedido desde siempre que los aliviase de los dolores de cabeza.
Cuando José, en esta ocasión sin Elías, se encontraba en la ermita de San Cristóbal un día de agosto de 1709, un día con un sol de justicia, un niño de unos siete años llegó acompañado de su madre hasta la ermita. Cuando le vio rezar arrodillado ante la figura de san Pantaleón, y no ante la de san Cristóbal, el niño le preguntó:
—¿Por qué le rezas a él…?
—Porque me duele algo la cabeza, hijo… —le dijo José sonriendo.
—¡A mí también! ¿Y… y funciona?
—A mí, sí. —José seguía sonriendo al niño.
—¿Puedo…?
—Sí…, pero espera…
José se levantó y le indicó al niño que se arrodillase como lo había estado él, le quitó el viejo sombrero que había llevado puesto para protegerse del sol, y se lo puso al santo en la cabeza. Le guiñó un ojo.
—Ahora…, reza un Padre Nuestro.
El niño le hizo caso. Mientras rezaba, José le puso el gorro. Cuando terminó, José quitó el gorro al niño y le quiso decir algo. El muchacho, sin embargo, se levantó de un brinco y salió corriendo a la calle gritándole a su madre que ya no le dolía la cabeza.
José se quedó mirando la estatua del santo y el gorro con cara de circunstancias. Dudó…, pero al final, se puso el gorro él también, y se arrodilló y rezó otro Padre Nuestro. Juana y la madre del niño le vieron.
Cuando José se levantó, se dio la vuelta y se acercó hasta el niño para devolverle el gorro. Le miraba, de la mano de su madre, con unos ojillos que se movían alegres y vivarachos, mirándole a él y al santo.
—Quédeselo…, a mí ya no me hace falta…
José miró a su madre. La mujer le sonreía mientras asentía con la cabeza. Luego, José se puso de cuclillas y le dijo al muchacho:
—¿Te… te parece… que se lo dejemos a él —José miró a san Pantaleón y luego al niño—… para que pueda servir también a otros…?
El niño asintió. José se acercó hasta la estatua y puso el gorro sobre la cabeza del santo. Cuando se dio la vuelta, los tres le miraban riéndose.
—¿Le duele la cabeza…? —preguntó Juana cuando la madre y el niño se fueron.
—Pues… no… —José se giró y volvió a mirar al santo con el gorro puesto—. Será casualidad…, pero… no…
—Verá cuando se entere la gente de esto…
José se marchó sonriendo de allí mientras meneaba divertido la cabeza de un lado a otro. Ya no le dolía. Dos años después, la gente veneraba a san Cristóbal y a san Pantaleón por igual…, pero poco a poco, la gente nombraba a la ermita ya más como la ermita de San Pantaleón, que como la de San Cristóbal. Con el tiempo, ya no se celebró la misa del santo el 10 de julio…, sino diecisiete días después, pues fue el 27 cuando decapitaron al mártir. Y ese día, el 27 de julio, todos los años, la gente se acercaba hasta la ermita a imitar lo que comenzó con José. Se colocaban el viejo gorro que descansaba todo el año en la cabeza del santo, y rezaban un Padre Nuestro arrodillados ante él. Aseguraban que así eliminaban sus dolores de cabeza hasta el año siguiente.
Además, años después, cuando la crecida del Salcedón destruyó la ermita, la imagen de san Cristóbal quedó en un estado poco menos que lamentable, al menos para los devotos: el Salcedón se había llevado la mano derecha de la figura y, con ella, el báculo del santo.
Si unimos este hecho, a la manera tan continuada que tuvo la gente del valle a adorar más a san Pantaleón que a san Cristóbal…
El santo mártir médico… y José, habían hecho apartar, que no eliminar, el culto a Christophorus. A José le daba igual. El caso era que asumieran de verdad, que todos… debemos de creer en algo.
Sean santos, Dios… o Mari…
Y ¿por qué no en todos a la vez?