Capítulo LI
Cuando estaban terminando de cenar, llamaron a la puerta. Fue José quien se levantó y abrió la misma. Cuando los demás le oyeron gritar y reírse, Eva, Irene y Elías, se levantaron raudos y a la vez. Las mujeres, de manera muy prudente, se quedaron tras Elías, pero en cuanto vieron a Dimas, le empujaron las dos a la vez para poder llegar hasta la entrada, donde también empujaron a José, que se puso a la altura de Elías; miraba llorando de alegría a su hijo. Cuando, un minuto después, dejaron hablar a Dimas, les dijo a sus madres que dejaran pasar a sus padres. A estos no les abrazó, les dijo que se quedaran un momento donde estaban. Por supuesto que les hubiera abrazado, pero tenía para los dos algo mejor que su presencia de nuevo entre ellos, o eso pensó él:
—Tengo una sorpresa para vosotros dos. No vengo solo.
José y Elías se miraron. Eva le dijo:
—Cariño…, no nos importa que hayas venido con algún amigo… ¿o es… amiga?
Hubo incluso risas entre ellos.
—No, madre, no se trata de eso. —Se giró en la puerta y dijo—: Pasa, por favor…
Un hombre encapuchado entró. Las mujeres se quedaron sin moverse pero poniéndose un tanto nerviosas. Elías y José parecieron ponerse en alerta cuando le vieron, pero la cara de Dimas, sonriendo, no les llevó a hacer nada más que no fuera esperar a ver quién era. El hombre se quitó la capucha y miró fijamente a los ojos de los frailes. Todavía se notaba en su pómulo izquierdo una marca que parecía una letra «u» mayúscula inclinada. Les habló:
—Hola…, padres…
Las mujeres se miraron, y miraron después a José y a Elías sin comprender. Estos mismos se miraron, y luego a aquel hombre, sin saber de buenas a primeras, de quién se podría tratar. Hasta que José cayó en la cuenta cuando vio la marca de su mejilla izquierda. Una marca que bien podía haber hecho un golpe con la hebilla de un cinturón. Una marca que sangraba un poco cuando le vio por primera vez. Cuando eliminó el terror que moraba en los ojos y en el alma de aquel pequeño… tantos años atrás… en la sacristía de Santa María…
—¡Gabriel! ¡Gabriel!... ¡Oh, Dios…, ¡¿eres tú?!
Gabriel asintió. José se abrazó a él. Elías también. Ambos estaban realmente perplejos. José alargó el brazo y obligó a Dimas a que se uniera a ese abrazo; los cuatro estuvieron de ese modo un buen rato. Las mujeres no entendían absolutamente nada, pero las gustaba verlos así.
—Pero ¿cómo…? ¿Cómo…? —José no podía acabar la frase.
—Es una larga historia.
—Sí, Dimas, lo será, no me cabe la menor duda… ¡Pasad!... ¡Vamos, pasad! —Elevó la vista y vio a las mujeres mirándoles sin moverse—. Y vosotras… ¡traed vino, vasos y dos platos!
Ninguna le hizo caso. Estaban las dos abrazando y besando de nuevo a Dimas. Fue él mismo quien llevó a la mesa el vino y los platos. De poco sirvió que fueran cuatro hombres a la mesa. Irene y Eva se sentaron junto a Dimas, y apenas le dejaron cenar. El pobre se repartía entre ambas como buenamente podía. Las veces que los frailes intentaron dialogar con él sobre algo, fue inútil: ahora era de ellas. Hasta Eva se puso un tanto hueca, cogió un cuchillo y le dijo a Elías que como le volviese a tocar, que le dejaría con menos manos de las que tenía ella. Todos rieron aquello a carcajadas. Con Gabriel, tras las presentaciones, fueron bastante menos cuidadosas, claro, pero no pudieron por menos que gustarlas la llegada de aquel hombre por el que tanto cariño profesaban José y Elías, cariño que, comprobaron, era mutuo.
Tras la cena, lógico, llegaron las explicaciones…
Cuando Gabriel se marchó del lado de los frailes, lo hizo sin desaparecer del todo. Es más, estuvo bastante más cerca de ellos de lo que creían: con Urbana.
Su madre, como él la llamaba, le había cuidado cuando se marchó de San Lorenzo y acabó a su lado. Atendían sus explicaciones en silencio, pero a pesar de haber, casi, ni empezado a hablar, José no pudo resistirse y le preguntó:
—¿Por qué te marchaste de San Lorenzo?
Gabriel sonrió cuando vio que Irene le daba un pequeño empujón a José, para que le dejara explicarse. Y Gabriel les siguió contando…
Quería a aquellos frailes con locura, pero desde que conoció a Urbana, un buen día cogiendo agua en el riachuelo, y de forma fortuita, comenzó a ir hasta su casa a verla cada vez de manera más continuada. De todos era sabida la aversión a Dios por parte de Urbana, de modo que trató, desde el principio, de hacerle ver a aquel pequeño, que su lugar en el mundo pasaba primero por saber qué era su tierra, quiénes eran los suyos y a qué mundo pertenecía. Le repetía una y otra vez que, tras saber de verdad quién era, podría elegir vivir su vida de la forma que le viniera en gana. Pero primero su gente, sus costumbres y sus creencias. Una vez aprendido bien esto, como si acababa de obispo.
Gabriel nunca abandonó del todo su fe en Dios, pero conoció a Mari. Conoció las costumbres más antiguas de su tierra y le fueron revelados muchos conocimientos de las sorginak. Cuanto más aprendía de Urbana, más amaba a Mari. Y cuanto más amaba a Mari, más amaba su tierra.
Pasado muy poco tiempo, Gabriel se marchó de San Lorenzo para saber más cosas sobre el lugar que le vio nacer. Cuantas más, mejor. Si a esto añadimos que poco después de su marcha, los dos frailes se fueron también de la congregación, para cumplir la penitencia del obispo por matar a su tío Horacio, al muchacho no le quedó ninguna duda de que lo que había hecho era lo correcto. Además, no conoció a su madre. Teniendo en cuenta que Urbana, no pudo sentirse madre antes de tenerle allí con ella, a pesar de haber parido, era fácil llegar a la conclusión de que ambos se entendieron a las mil maravillas nada más convivir juntos.
Urbana quería que el muchacho comprendiese el valor de tener una tierra a la que pertenecer y a la que amar. Por ello, comenzó a hacerle entender que si su tierra era como era, se debía a que, como en todo, había un principio y un proceso. No un final, ya que Urbana consideraba, de forma acertada, que el final no llegaba ni con la muerte: si perteneces a algo y, tras tu muerte, ese algo al que perteneces sobrevive, parte de ti vivirá también.
Le contó cómo los várdulos, caristios y autrigones moraron en aquellas tierras. Le dijo también que esos pueblos sobrevivieron bajo el empuje de conquistadores, dominando la tierra y el mar. Cuando se vieron desplazados, sus creencias se quedaron allí para siempre. Aquella tierra tenía algo que atraía al hombre sin saber muy bien qué era. Fue por el mar, por donde conocieron a otros pueblos como ellos, más al norte. O al menos, similares. Aquello les gustó.
Si bien ya tenían una cultura basada en ciertas creencias, al conocer a aquellos hombres del norte, comprobaron que algunas de sus costumbres se asemejaban. Estos hombres tenían unos magos, que otorgaban a todos los poblados, en los que se encontraban, la paz espiritual que precisaban para poder seguir con su vida habitual. Eran los druidas.
Los ritos que los druidas llevaban a cabo en las aldeas, eran muy caros, por lo que la aldea que pudiese tener a uno de esos protectores durante mucho tiempo, o incluso de manera indefinida, se consideraba afortunada. Para realizar su magia, buscaban siempre un roble: su árbol sagrado. Si sobre él había crecido muérdago, comenzaba el ritual.
Preparado ya todo lo necesario para el sacrificio y un fenomenal banquete a la sombra de los árboles, acercaban, al druida, dos toros blancos. Ataban sus cuernos, que era, por lo general, la primera vez que los uncían. De blanco, los protectores se subían a los toros y cortaban el muérdago con una hoz de oro. Otros, de blanco también, lo recibían abajo con una capa blanca. Después, otorgaban a sus dioses los sacrificios y les rogaban que los dones de la planta mágica les fueran satisfechos. El muérdago, como bebida, curaba la esterilidad y menguaba los males producidos por la ingesta de cualquier veneno. También era utilizado, por algunos hombres, para adormecer las capacidades de cualquier mujer que llevarse a la cama. Lo llamaban, en su lengua, el que todo lo cura.
—Sí, ya sé lo que estáis pensando… —le cortó Dimas llegado a este punto, dirigiéndose a los demás—, que aquí también se ha usado el muérdago… —miró su vaso vacío y después a Irene—, pero yo sigo creyendo que aquí, lo que todo lo cura… es el vino…, madre, me trae un poco más…, ¿por favor…?
Incluso Gabriel se rio con ganas con los demás. Una vez Irene trajo más vino, Gabriel prosiguió…
Si bien la cultura de aquellas gentes era en parte similar a la de los primitivos moradores de su tierra, había algo que sí que los acercaba bastante a ellos: su bravuconería.
Amigos del buen yantar y de interminables horas frente a la comida y la bebida, alardeaban de sus anteriores hazañas, retando verbalmente a cualquiera de los presentes. El aludido, si se sentía ofendido, siempre o casi siempre, se defendía también de modo verbal, y ambos contendientes alentaban a sus amigos a que se unieran a sus afirmaciones. El ganador final era el encargado de partir la carne para repartirla entre los reunidos, no sin antes haberse guardado para sí la parte del campeón, la parte superior del muslo. Cuando terminaban el festín, estiraban las pieles sobre las que estaban sentados y dormían la borrachera.
Si tenían magos para protegerse de los diversos males que los acechaban, y se consideraban a sí mismos como bravos y valientes, pensar que ambas culturas estaban unidas en pensamiento y obra, no era descabellado. Sin embargo, mientras que otros pueblos, no solo los del norte, tenían varios dioses a los que adoraban, generalmente asociados al sol, a la guerra, al agua…, y sus creencias les eran preservadas gracias al saber de los druidas, en su tierra el culto a Mari lo eclipsaba todo, y sus enseñanzas eran bien aprendidas por sus fieles sorginak, y divulgadas por estas.
—De modo que me propuse ir a conocer mundo de forma que pudiese aprender algo más de lo que fueron nuestros propios inicios… o al menos, entender un poco mejor a nuestros hermanos. Pero durante el viaje, algo me impidió llegar.
Bebió un poco de vino. Eva estaba intrigada, como todos, pero fue la que le preguntó:
—¿Qué te pasó, Gabriel?
—Bueno…, las cosas… no siempre salen como las piensas con anterioridad. Estuve unos años fuera…, pero las creencias que encontré…, digamos… que no eran las que buscaba.
—Dinos, ¿qué fue lo que encontraste? —le preguntó José.
—Muerte.
Incluso se revolvieron un poco en sus asientos. Pronunció aquella palabra mirando fijamente a José. Sin que esta vez le preguntara nadie, comenzó a relatar lo que le sucedió…
Gabriel se marchó del valle siendo bastante joven y con el beneplácito de su madre, Urbana. Pensó que el viaje, si lo hacía por tierra en lugar de por mar, le daría la posibilidad de poder conocer otros lugares, y no un inmenso mar allá por donde mirase hasta llegar al primero de sus destinos: la antigua Caledonia.
Recorrió el Camino de Santiago en sentido inverso hasta llegar a París. Le llevó todo un mes, ya que por el camino se detenía de forma continua para conocer a las gentes y sus pueblos. Allí compró pan, para comer, a un hombre que lo vendía en un local bastante frecuentado por las ratas. Cuando salió a la calle, una joven, no muy agraciada pero bastante bien vestida, le rogó que la ayudara: un hombre la seguía.
Aceptó en ayudar a la muchacha y la acompañó hasta su casa. Cuál no sería su sorpresa cuando se enteró de que su padre era un importante cargo en la corte del rey. El hombre, agradecido de que hubiera acompañado a su hija a su casa, por lo que supuso como unas simples visiones de su hija, que veía mal y conspiraciones allí por donde posara el ojo, le invitó a cenar y a que pasara allí la noche. Una noche que marcaría la directriz del resto de su vida desde ese momento en adelante.
Dos horas después de acostarse, se despertó sobresaltado. Sin embargo, no se oía nada. Casi desnudo, salió de su cama y entró en la habitación de la muchacha para preguntarla si había oído algo, cosa que también pensaba hacer con su padre. No pudo hacerlo: la encontró muerta. Oyó susurros y lamentos en la habitación contigua y se acercó a la puerta tremendamente asustado por la visión de la joven degollada en la cama. No entendió del todo lo que oyó, pero sí lo que iba a pasar:
—No supliques, es inútil. Hassan te ha juzgado. Yo solo soy el brazo ejecutor.
José y Elías se miraron. Gabriel interrumpió un momento su relato y les preguntó:
—¿Qué… qué pasa?
—Nada… nada…, continúa… —contestó José mientras miraba al suelo. Elías había elevado la cabeza desafiante.
Aún sin saber muy bien cómo lo hizo, se abalanzó sobre aquel hombre en el momento en el que se disponía a degollar también al padre de la muchacha. El resultado consiguió desarbolar al asesino, dejándolo bastante atontado en el suelo, pero terminó con el cuchillo clavado en la garganta del pobre desgraciado que estaba en la cama. La sangre salpicaba a chorros las sábanas y las paredes. Siguió saliendo hasta que el hombre gorgoteó mientras exhalaba. Gabriel se revolvió y le desclavó el cuchillo de la garganta, se acercó al hombre del suelo que parecía estar volviendo en sí, y le amenazó con matarlo si no le decía quién era y porqué había hecho aquello. El hombre, para su sorpresa, se levantó y le dijo que podría matarle allí mismo, si lo consideraba oportuno, que él había cumplido su cometido y le esperaban exóticas viandas y vírgenes en el más allá…, y que si no era así, que le daba lo mismo. Incluso le notó cabizbajo.
Gabriel, aturdido, tras oír decir a un hombre que no le importaba lo más mínimo morir, decidió perdonarle si le contaba por qué había matado a aquella joven y a su padre, siempre y cuando fuera sincero. El asesino le dijo una verdad como un templo: que ese hombre debía dinero a otro por una apuesta y que se había contratado a sus hermanos para acabar con él. Intrigado, Gabriel le pidió que continuara, y le dijo que formaba parte de una sociedad que se creía extinta hacía cientos de años, pero que aún operaban desde la sombra para llevar a cabo la eliminación de aquellos señalados: los hashshashín.
Gabriel se vistió y se marchó de allí con el asesino. Aquel hombre le dijo que en prenda por no haberle matado ni denunciado, le serviría hasta su muerte. En aquel momento, Gabriel no supo qué contestarle, pero optó por tomar una decisión sobre él más adelante, cuando hubiesen desayunado algo. Mientras caminaba detrás de él, ya en la calle, y apuntándole con un pequeño arma de fuego que encontró en la habitación de la muchacha degollada, pensaba que tenía que saber más acerca de ese hombre y de la orden a la que decía pertenecer. De denunciarlo o matarlo si se veía obligado, ya tendría tiempo. Compró un poco de queso, tenía el pan entero del día anterior, y le ofreció comer un poco con él. No parecía mal alimentado, pero comía con ganas. Luego partió un poco de pan y se lo dio para que lo comiese a la vez que el queso. Mientras ambos comían, Gabriel le invitó a que le contara cosas sobre él. También le dijo que le explicase qué hacía un extranjero como él tan lejos de su tierra. El hombre, comenzó a hablar.
Se llamaba Ata ibn Isa. Lo que le contó era algo que desconocía por completo.
Le dijo que en oriente, en tiempos de las Cruzadas, allá por el final del siglo XI, apareció en la antigua Persia una secta minoritaria del chiismo, los ismaelitas, que hizo temblar tanto a cristianos como a musulmanes. Si se les encomendaba la eliminación de un hombre, un asesinato selectivo, ejecutaban esta orden sin dilación, de modo impecable y sin dejar rastro. No importaba si tardaban años. Eran los hashshashín.
Llamados también hashishitas o nizaríes, hacían cumplir los deseos del que ellos llamaban el Viejo de la Montaña, su líder. El primer Viejo de la Montaña, Hassan ibn Sabbah, había formado los primeros miembros y habían sido supuestamente exterminados años después de su muerte, pero aún caminaban por el mundo. Se les contrataba de manera asidua por sus buenos resultados.
José y Elías volvieron a mirarse.
Gabriel siguió hablando ajeno, como los demás, a aquellas miradas de los frailes entre sí.
Sus miembros, dejaron que Hassan hiciese y deshiciese a su antojo con ellos, ya que estaban convencidos de que tenía poderes fuera de lo normal. Hassan, lo que les hacía realmente era convertirlos en auténticas armas letales. ¿Cómo lo hizo? ¿Cómo consiguió hacer de unos simples hombres unos implacables sicarios? Apoderándose de sus mentes, y con ellas, de sus deseos y miedos.
Utilizaba una resina alucinógena que llamaban hachís, y que les daba en forma de bebida. Una vez tomado, y con alucinaciones, les echaban a dormir en una lúgubre habitación. Cuando despertaban, lo hacían en un hermoso lugar rodeados de todo tipo de exquisiteces gastronómicas, tanto de comida como de bebida, y de muchas mujeres hermosas que hacían todo lo que se las ordenaba. Todo. Habían despertado, sin lugar a dudas, en el jardín de Alá. Cuando les parecía que era suficiente, volvían a darles a beber hachís, y nuevamente regresaban las alucinaciones variadas y se echaban a dormir. Pero cuando despertaban lo hacían en la lúgubre habitación en la que se acostaron por primera vez… y se les decía que habían tenido una visión, o un sueño, del cielo y que si hacían lo que se les ordenase, ese cielo les estaría esperando, tras su muerte, sin ninguna duda.
Su adorado paraíso eran en realidad los jardines de la fortaleza de Hassan, en Alamut.
Las leyendas decían de aquellos hombres que eran guerreros suicidas, sin ningún miedo a la muerte, dado que estaban convencidos de que habían estado en el cielo y que no existía un lugar mejor. Los seguidores de Hassan llegaron a verle como a alguien con poderes para hacer milagros, y como un perfecto dominador de las artes esotéricas. Sin embargo, todo lo que consiguió lo hizo gracias al poder sobre las mentes de los hashshashín. Cuando murió, se les otorgó a todos sus sucesores el mismo título que él tuvo en vida: el Viejo de la Montaña.
Los fieles a la orden creada por Hassan, se veían inmersos en un duro entrenamiento para hacer de ellos unos buenos sirvientes, desde el manejo de todo tipo de armas, hasta la forma de pasar inadvertidos. Vestían de modo que no llamasen la atención, adecuándose esta vestimenta a la ocasión, y llegaban a pasar años para poder acometer el encargo a la perfección.
José y Elías volvieron a mirarse.
Hasta tal punto llegó el convencimiento y el fanatismo de aquellos hombres que se contaba que un día, Hassan ordenó a uno de ellos tirarse al vacío para demostrar a un visitante que incluso con diez veces menos hombres que él, podría doblegarlo sin dudar. Un sirviente escogido por él, se tiró desde lo alto de las murallas, tras su orden.
Una vez terminado su entrenamiento, actuaban en grupos de seis hombres, los feyadines o fidawis. Su desprecio por la vida y su buen hacer en el arte de la guerra, los convirtió en temidos y letales a partes iguales. Se les comparó con los templarios, por coexistir con ellos y por pertenecer, al igual que los guerreros cristianos, a una orden en la que existían varios grados de iniciación. Sus víctimas no se ceñían a un credo determinado: Nizam Al-Mulk, gran visir del sultán Malîk Shah, fue su primera víctima conocida. Conrado de Monferrat, rey de Jerusalén, también cayó bajo su mano en 1192. Se decía incluso que uno de los más grandes hombres que vivió nunca en la Tierra, llamado Al-Nasir Salah ad-Din Yusuf ibn Ayyub, despertó una mañana con un cuchillo al lado de su almohada, obra, por supuesto, de los hashshashín.
Hashshashín significaba, literalmente, bebedor de hachís, y occidente había deformado esa palabra, o la había tomado para sí, como tantas otras del árabe, para denominar a los asesinos. Y Ata era uno de ellos.
Era hijo de un hombre, ya fallecido, convertido al islam por amor a una mujer. Por esto, por ser una conversión no nacida desde la convicción religiosa, y cristiano de nacimiento, decidió llamarse Isa.
Tras aquella larga conversación compartiendo pan, Ata y Gabriel fueron, cosas de la vida, inseparables. El recelo mutuo fue dando paso a la confianza, y la confianza al respeto y el afecto. El joven había salido del Valle del Salcedón, para conocer unas determinadas creencias, y acabó asimilando de mano de Ata sus artes y sus secretos. Aprendió de un gran asesino, harto de ver cómo, tras largos años dedicados a la orden, más de cuarenta, se había convertido en un simple medio para lograr un fin: dinero.
Como Ata no había tenido hijos, vio en Gabriel, tal vez no a un vástago, pero sí a alguien joven en el que poder volcar su saber hacer y sus conocimientos.
Gabriel se mostró extremadamente eficaz, y dominó todas las armas habidas y por haber con una facilidad pasmosa. Sin embargo, de entre todas ellas, su preferida era un arco de tiro largo antiguo. Su ahora maestro, atendía atónito a las constantes pruebas de buena puntería con las que Gabriel le otorgaba. Tras unos años de duro entrenamiento, llegó a ser, según el propio Ata, uno de los hombres más cualificados, en ese arte, que conocía. Tiempo después, gracias a aquellas enseñanzas pudo dar muerte al hombre que arrebató la vida a Ata: otro hashshashín.
Mientras Ata agonizaba, con seis puñaladas, Gabriel se agachó al suelo con él y se despidieron a su manera:
—Mi querido amigo…, no sé si eres hijo de Jesús…, pero desde luego, has sido un regalo.
—Gabriel…, compañero…, hasta luego…
Luego Ata sonrió y se apagó. Gabriel lloró por él. Por su amigo. Por su compañero, como siempre se llamaban el uno al otro, desde su primer encuentro. No en vano, «compañero», es el que comparte pan.
Tras la muerte de Ata, Gabriel continuó con su camino hacia el norte. En Caledonia encontró creencias que se asemejaban a las que de niño le inculcó Urbana sobre aquellas gentes. Todo lo que le dijo su madre era cierto: eran bravos, valientes y creían que nadie en el mundo tenía los cojones más bien puestos que ellos. Cuando él les explicó de dónde era y lo que buscaba, le recibieron con los brazos abiertos. Estuvo un año entero recorriendo aquella zona. Hizo muy buenas migas con un joven y con su padre. Ambos cuidaban palomas mensajeras y decían que no había nada en el mundo más fiable que las «ratas aladas», así las llamaban ellos, pues comían lo que se les echase, para hacer llegar las nuevas a otro lugar. Gracias a los conocimientos de Urbana, pudo cuidar y menguar los dolores del viejo cuando estuvo a las puertas de la muerte. Sin embargo, no fueron suficientes. Aquel hombre murió. Su familia, con su hijo a la cabeza, le prometieron que si en el futuro necesitaba de su ayuda, no tendría más que pedirla, pues haber ayudado a morir al anciano era una deuda que pensaban pagar.
Habiéndole quedado ya bastante claro que ambas culturas tenían varios nexos en común, y que podrían considerarse, tal vez no hermanos, pero sí creyentes de una forma diferente de afrontar la vida y la muerte, volvió al valle, a casa de su madre Urbana. La contó todo lo que había vivido y aprendido del árabe, y de su estancia con sus vecinos del norte.
Urbana ya no recibió a un adolescente. Eso era lo que había despedido, sí, pero ahora entraba en su cabaña de madera un hombre. Le miraba orgullosa mientras se quitaba su inseparable capucha de lana, roída y desgastada, por el largo viaje. Era algo más alto, bastante más fuerte y con un conocimiento, tanto o más profundo que ella misma, de su forma de ver la vida.
Aquello era perfecto. Perfecto para los planes de Urbana: pagar con la misma moneda a Baltasar Hurtado de Ametzaga y Pérez de Villabaso, el hombre que, por petición del padre de Francisco, era el causante de que ella se encontrara viviendo repudiada por la gente del valle, del lugar que tanto amaba.
Urbana pretendía hacer sufrir al señor de Ametzaga. Ese era su pensamiento inicial, de joven, pero, tras el transcurrir de los años, decidió que lo que más la aplacaría su ira, sería denostar a su familia. Eso, y la muerte de aquel hombre en 1679. Ella había sido rechazada por todos por su culpa, de modo que pensó que nada mejor que manchar su nombre a los ojos de los vecinos del valle. Además…, hubo algo que la ayudó a conseguirlo sin buscarlo: su segundo hijo, Juan Francisco, iba a ser padre de un bastardo. Ese niño tenía que sobrevivir como fuera, aunque aquella familia quisiera quitarlo de en medio. Si lo conseguía, pasados los años, ese niño podría llegar a convertirse en uno de los prohombres del valle, con el apellido Ametzaga…, habiendo sido hijo de una ramera… y lo que más la atraía a Urbana: lejos de la legalidad del matrimonio a los ojos de Dios y de su odiosa Iglesia. Le sonreía divertida a Gabriel cuando le decía que, si tenían éxito, el hijo de una ramera podría llegar a ser alcalde de Bilbao, como su abuelo.
Contó sus planes a Gabriel y este hizo encantado todo lo que le pidió: acechar cualquier movimiento de la familia si se salía de lo normal. Gracias a las cualidades aprendidas con Ata, nadie de los Ametzaga se percató nunca de que los espiaba. Luego llegó el parto de los hijos de Ángela y, tras la muerte de la madre, y de Ana, todo se precipitó. La llegada al valle, por un permiso en el frente, de Juan Francisco, ayudó a que todo tomara un color muy negro.
Tras la muerte de Urbana, se marchó del valle dispuesto a cumplir la promesa que la hizo mientras las llamas acababan con lo que quedaba de su cuerpo. Vagó por media Europa siguiendo el camino que tomaban Juan Francisco y sus hermanos. Ese camino le llevó a innumerables campos de batalla. En alguno de ellos cumplía su palabra. Y en ellos se le empezó a llamar como se le conocía ahora.
—¿Y qué nombre es ese…? Gabriel es un nombre muy bonito. —Eva se había metido en la historia como si la hubiese vivido.
—Me conocen… como —hizo una pequeña pausa mirando a José y a Elías a los ojos—… el Fantasma.
Menos Dimas, que lo sabía, todos abrieron los ojos sorprendidos. Bueno, todos menos Elías, de cuya boca surgió media sonrisa cómplice. Gabriel le sonrió.
Todos habían oído historias sobre él: un hombre capaz de matar sin dejar rastro, llevándose las almas de los hombres corrompidos al más allá. Un hombre movido por un deseo de justicia tal, que alimentaba tal deseo aniquilando vidas podridas mientras ayudaba a los más desfavorecidos. Un hombre venido de otra época con un solo fin: cumplir los designios de Dios.
Eso era al menos lo que habían oído decir sobre él, tanto por parte de hombres de Dios, como por parte de la gente más humilde. En algunas zonas del sur de Francia, donde se llegó a decir que había vivido un tiempo, las madres solían amenazar a sus hijos diciéndoles que si no se portaban bien, el Fantasma vendría a por ellos, pues siempre castigaba a las malas personas.
—Ahora entiendo por qué se dice de ti que cuando actúas, lo haces con la cara pintada: una franja negra sobre los ojos y tres marcas anaranjadas desde el ojo hasta la oreja.
Gabriel asintió. Solo los hombres entendieron qué había querido decir José con aquellas palabras. Por supuesto, tras una nueva pregunta de Eva, se lo explicó.
Las marcas anaranjadas formaban parte de los antiguos moradores de su tierra: la forma de imbuirse en sus creencias cuando partían a la batalla. La franja negra sobre los ojos, una de las formas de hacer lo mismo por parte de los pueblos del norte. De los pueblos de los que hablaba Urbana. De las gentes que él mismo había visitado.
Pintarse la cara antes de entrar en combate, había sido desde la antigüedad una manera de conseguir y expresar varias cosas, como tratar de amedrentar a sus enemigos antes de un combate, mostrar a los suyos que partían a la guerra, y la más importante de todas: mantenerse fiel, hasta la muerte, a unas creencias o a una promesa. Si un hombre o mujer se pintaba la cara para entrar en combate, significaba que prefería morir antes que rendir pleitesía al enemigo. Un hombre libre podía, incluso, elegir la forma de afrontar la muerte. Y esas pinturas iban siempre ligadas a sus más profundas creencias. Solían ser bendecidas por los sacerdotes o las sacerdotisas antes de aplicárselas sobre el rostro. Y si formaban parte de una promesa personal, por la muerte de algún ser querido, en esas pinturas iban mezcladas las cenizas de aquel a quien iban a honrar. Con ellas sobre el rostro, solo había dos posibles finales: victoria o muerte.
José se levantó de la mesa y trajo una pequeña nota, abierta por la lacra, que estaba entre sus papeles. Se la dio a Gabriel, que la cogió mientras miraba extrañado al fraile. Menos Elías, los demás se miraban también extrañados entre ellos. La nota era la siguiente:
En Bayona, 1 de octubre de 1709. Mis queridos amigos:
He querido que sepáis de primera mano la orden que he dado acometer, ya que mi amistad a vosotros dos me une tanto que no puedo por menos ser yo misma la que os haga llegar estas nuevas. A pesar de ello, dudo que sea por mí, dada vuestra capacidad y vuestro poder real, por quien os enteréis de lo sucedido, pero sí para que sepáis por qué ocurrió.
Llevo desterrada desde 1706 por permanecer fiel a mi casa, los Habsburgo, y solo en ellos y en vosotros dos, confío. Ver mi querida España partida en dos por culpa de ese pelele francés, y ver Europa sangrando de norte a sur por ello, llena de rabia mis solitarias noches. Noches en las que esperaba estar más acompañada, pero la afinidad que creí encontrar cuando mi marido agonizaba, no fue tal cosa.
Luis Fernández de Portocarreño ha utilizado todo su poder, desde siempre, para tratar de conseguir más de lo mismo: poder. Y cuando vosotros le arrebatasteis la condición de hermano mayor, pasó un tiempo debatiéndose entre la alegría de seguir vivo y la rabia por el poder perdido. Si a eso le unimos que, seis meses después de vuestra marcha de Madrid, me confirmó que solo había querido utilizarme mientras le hubiese podido ser útil en la corte, espero que entendáis que las ansias de venganza en mi interior hayan crecido con el paso del tiempo.
Oí historias de un alma errante que vagaba por los campos de batalla de media Europa. Con mis últimos dineros procuré su atención y servicios. No fue fácil encontrarle. Es curioso que escriba esto, cuando ha estado viviendo prácticamente a mi lado durante cortas temporadas interrumpidas por sus ausencias. Cuando le tuve en mi presencia, os juro, amigos míos, que vi en él la fuerza que vi en vosotros. Y vuestro corazón. Aceptó a ayudarme en mi cometido sin pedir más dinero del necesario para sustentarle una semana, el tiempo que tardaría en ir a Madrid, matar a Portocarreño y volver.
Hablamos de varias cosas mientras trataba de llegar con él a un acuerdo, y le confesé que contrataba sus servicios porque no quería implicar en esto a dos buenos amigos míos, para no tener que dar explicaciones a ningún miembro de la hermandad, nuestra querida hermandad.
Siempre vuestra, y esperando que me visitéis pronto.
Mariana de Neoburgo
Gabriel miró a los frailes, tras leerla. José le habló:
—¿Fuiste tú, verdad?
—Así es, padre.
—¿Y cómo… cómo…?
—Muy sencillo. Mi madre me enseñó a preparar remedios para poder dormir bien. Para poder dormir muy bien. —Sonreía maliciosamente mirando a la pared—. Le preparé tila, adelfa y nueza en una infusión bien caliente. No despertó. Su ayuda de cámara lo encontró muerto a las seis de la mañana. Fue —elevó la nota—… dos semanas antes de que se escribiera esta carta.
—Vaya…, veo que sabes algo más que los demás… que no salen de la revientavacas…
Gabriel y José se miraron cómplices. Ambos sabían de plantas y de su utilización como si de unas perfectas sorginak se trataran. Bueno…, no era raro. Habían aprendido de una de las mejores: Urbana. Y ambos habían tratado de seguir aprendiendo cuanto pudiesen de ese mundo. En la cocina de José no faltaban las más variopintas especies y mezclas variadas. En las alforjas de Gabriel siempre había un poco de helleboro, aunque este lo llevaba encima más como un regalo que como algo que le hiciera falta: nunca antes había necesitado envenenar las puntas de sus flechas.
—Y… bueno…, eso es todo por el momento… —finalizó Gabriel.
—Bueno…, y tú…, ¿qué nos cuentas? —dijo José.
Todos los ojos miraban ahora a Dimas.
—Me marché… y regreso con él. —Dimas se reía.
—¡Oh…, vamos! Queremos saber qué has hecho estos años, hijo. —Irene se adelantó a los demás.
—Está bien, veamos…, ¿por dónde empezar…?
—Por el principio.
José había pronunciado estas últimas palabras mientras Dimas miraba a los frailes. Elías asintió.
Y Dimas comenzó su relato.