Capítulo XVI

Se lo dijo.

Manuel le dijo quién era el hombre que mató a su hermana. Le dijo el nombre del padre de los niños. Y sí, era tan cierto como que al día siguiente volvería a amanecer: era un hombre poderoso. Poderoso y con dinero. Poderoso, con dinero, y de una familia muy importante. Ahora sí que entendía, José, que estaba metido en un lío tremendo. Ahora sí que entendía por qué Ángela no quiso decirle nada. Ni Urbana. Aquel hombre podía contar con el beneplácito de las más altas esferas. Pertenecía a una familia casi idolatrada en la zona, y muy respetada en toda España y en el extranjero. Una familia de héroes nacionales. Bufff…

Justo cuando le dijo el nombre, comenzó a llegar gente a la taberna. Los hombres que entraron, saludaron de forma respetuosa a José. También entraron dos rameras, las primeras de la noche. Se acercaron, respetuosas también, hasta José y le saludaron. Una de ellas, casi susurrando, le dijo:

—Padre, ¿puedo hablar un momento con usted antes de que se vaya, por favor?

José, un tanto aturdido aún, y mirando todavía a los ojos de Manuel, la contestó:

—¿Eh…?

—Si puedo… hablar con usted antes de que se vaya…, por favor.

—Sí…, claro…, un momento, hija…

—Sí, padre…

Manuel se levantó y le puso una mano en el hombro a José. Le habló:

—Trrr… trankkk… k… k… quilo…, padre… Tennn… nnemmm… nemos… a Nemmm… Nem… Nemesssio.

José le miró y asintió. Manuel se dio la vuelta y fue a preguntarle a Nemesio qué debía hacer con más urgencia. Antes de hablarle, se le quedó mirando tras el mostrador de la taberna: moreno, enorme, con varias cicatrices, con varios aros colgando aún de sus orejas… y observó que seguía manteniéndose servicial a los hombres que entraban y solicitaban un cocido o un asado, y una jarra de barro llena de vino. Sin embargo, ahora Manuel ya no veía a un tabernero. Veía a un hombre que lo había pasado bastante peor que él mismo en el pasado y que, aun así, tuvo a bien acogerle en su casa y darle un trabajo, comida…, darle un presente… y un futuro. ¡Qué demonios importaba que le hubiera acogido porque le recordaba a otro hombre! A pesar de no encontrarse plenamente dispuesto para el trabajo, se prometió a sí mismo que esa noche también le ayudaría. Se puso a su lado, y le dijo:

—Grazzz… zzz… cias…, herman… nno…

Nemesio miró a Manuel y luego a José. Este último estaba todavía mirando al vacío, absorto en sus pensamientos, sentado al lado del fuego.

—Lo sé… toddd… do.

Nemesio entendió que José le había contado su historia a Manuel. Bueno…, no le importó. A decir verdad, él mismo estuvo a punto de decírselo todo un par de veces. Sonrió al viejo tartamudo y le contestó:

—De nada, Manuel…

Manuel le dio un abrazo. Nemesio le pasó la mano izquierda por la espalda de arriba abajo. Dos hombres que les estaban viendo comenzaron a reírse. Nemesio los miró, y la jarra de barro llena de vino que tenía en su mano derecha, petición de esos dos que se reían, se hizo añicos bajo su mano. Las salpicaduras del vino pusieron perdidos a los dos clientes. Tragando saliva, y cuidándose mucho de no protestar, pagaron el vino que no bebieron y se fueron de allí.

José, se levantó de su asiento unos minutos más tarde. Al hacerlo, aturdido todavía por la noticia, se tropezó con un joven que pasaba a su lado, en ese momento, con sopa humeante. El plato de sopa volcó, quedándose parte de la misma en su hábito. De la rodilla hasta abajo. El pobre muchacho, habiendo sido un accidente totalmente fortuito, se desesperó pidiéndole disculpas. Parecía que servían de poco las palabras de José, diciéndole que no se preocupara, hasta que llegó Irene: la ramera que le había pedido que hablara con ella antes de marchar. Tras una breve charla con el muchacho, este por fin, se convenció de que no había sido culpa suya y, después de una última disculpa a José, se fue de nuevo a pedir otro plato de sopa. Irene le dijo a José que le acompañase y el fraile fue tras ella. Salieron de la taberna y entraron en una de las habitaciones del edificio trasero. Irene era una de las rameras que con más asiduidad dormía allí…, no siempre sola.

—Bien, hija, ¿qué querías decirme…? —Tras el incidente con la sopa, José había vuelto un poco a la realidad.

—Padre, antes…, quítese el hábito, se lo limpiaré un poco…, ¡está usted hecho un Adán!

—¡¿Eh…?! ¡¿Cómo dices…?! —A José parecía que le hubiesen pinchado con una aguja.

—¡Que se quite la ropa, hombre…! ¿No me dirá… que me va a tener miedo ahora, no?

A decir verdad, Irene empezó a sentir un pequeño cosquilleo en el estómago.

Irene no siempre había sido prostituta. Su prometido la había dejado abandonada por otra con diecisiete años. En el altar. Tras eso, se fue de su casa avergonzada, pensando que su prometido se había ido con la otra porque ella no había sabido darle lo que necesitaba. Nada más lejos de la realidad… o… quizá no tanto. Un par de años después, le vio felizmente desposado con una moza de familia pudiente de Bilbao. Tenía pinta de no saber ordeñar una vaca, pero en fin…, seguro que eso se lo hacían los criados… Tras verlos, se sintió tan despechada que, durante un tiempo, evitó cualquier tipo de contacto carnal con los hombres. Ni prometido, ni marido, ni nada: no quería saber nada de ellos. Pero había un problema; era muy guapa. Más que eso. Era una mujer hermosa, proporcionalmente perfecta… y soltera.

Pasado un tiempo de su despecho, docenas de muchachos intentaron seducirla. Ella, tras lo que la pasó con su prometido, pensó que la querían solo por su cuerpo, de modo que les utilizaba para pasarlo bien y luego les dejaba plantados. Ni siquiera les decía que ya no quería estar con ellos. Lo que hacía era dejarse ver con otro hombre, y el anterior quedaba frustrado y muy desconsolado. Se convirtió en una rompecorazones. Sin embargo, cuando los muchachos se empezaron a cansar de su actitud, comenzaron a repudiarla. Hasta tal punto llegó, que se marchó de su pueblo y terminó en aquel valle, teniendo que prostituirse para poder comer.

Cuando llevaba cinco años ejerciendo en El Arroyo, le entraron fiebres. Estuvo realmente mal. Las compañeras la dijeron que había una mujer que vivía en el monte que podía ayudarla. Accedió a que esa mujer la viera. Pero cuando dos de sus compañeras subieron a buscar a Urbana, se encontraron con que ella no estaba en casa… y José bajaba andando por el camino. Ellas sabían que, si bien estaba lejos de los conocimientos de Urbana, José podría ayudar a Irene, de modo que le explicaron la situación y este accedió a atenderla.

Lo primero que hizo José cuando la vio, fue desnudarla por completo y asearla. No es que estuviese mal aseada, pero el fraile era un escrupuloso de la limpieza. Después de hacerlo, él mismo la volvió a vestir con la ropa de cama, limpia, y la estuvo cuidando durante tres días con sus correspondientes noches. José consideró al segundo día que, fuese lo que fuese lo que tenía Irene, no era muy grave, ya que con manzanilla y tónicos calmantes, la fiebre había comenzado a remitir. Aun así, estuvo a su lado hasta que se recuperó del todo.

Después de aquello, Irene ya no volvió a mirar a José como lo hacía con anterioridad. Se encontró aturdida y confundida tras la marcha del fraile: el único hombre en toda su vida que la había cuidado sin pedir nada a cambio. El único hombre que no la había ofrecido algo a cambio de sexo. El hábito no contaba: se había acostado con más de un hombre de Dios. Pagaban bien.

Con José tratando de hacerse el despistado, y un poco cohibido, tras la petición de Irene de que se quitara la ropa, la ramera le habló de nuevo:

—José…

—Sí, bueno…, es que…

—¿Me das la ropa para que te la limpie, o qué?

—… es que no tengo nada debajo…, visto solo con el hábito…

—Ja, ja, ja…, ¡vamos José…! He visto algún que otro hombre desnudo…, no sea tonto, le lavo la ropa y se va.

—Está bien…, pero date la vuelta…, por favor…

José comenzó a desnudarse. Irene se encontraba de espaldas a él, y la muy pícara intentaba mirarle con el rabillo del ojo. A decir verdad, no lo hacía para verle, sino porque en su presencia, desde que cuidó de ella, se sentía un poco nerviosa. Y más de una vez le habría gustado estar entre sus brazos. Y tenerle con ella por la noche… como ahora… Pero José no era uno de esos hombres que veían en ella a alguien con quien disfrutar en la cama. La atendería, la cuidaría, la escucharía… la amaría…, pero no como ella deseaba realmente. De modo, que intentó conformarse con la visión del cuerpo desnudo del hombre de sus sueños…, aunque fuese solo una vez. Pero de espaldas a él era complicado. Y si él la había pedido que se volviera, ella le haría caso… ¡Faltaría más! De modo que, aun intentándolo, sin girar su cuello no vería nada.

Pero la suerte se puso de su lado: un espejo de cómoda frente a ella, no muy grande, reflejaba perfectamente el cuerpo de José desde el pecho hasta las rodillas. Cuando se desnudó del todo, la faltó el aire. Y pensó:

«Diosmiodemividaydemicorazón…, pero ¡cómo calza este hombre…! ¡Oh, Dios santo…! ¿Dónde has estado, José…?».

José, se puso la ropa que le había dejado en la cama. Cuando terminó, la dijo que ya podía girarse. Ella, aún aturdida y acalorada con el tamaño de su miembro viril, y acongojada por las terribles marcas de su espalda, se giró. Estaba colorada. Confió en que José no se diese cuenta. Él comenzó a hablar:

—Dime, hija, ¿qué querías decirme antes? ¿Estás bien?

—¿Eh…? Sí, padre, bien…, estoy bien…, anda que… ¡tiene el hábito hecho un badajo…! ¡Quiero decir… andrajo! ¡Sí, andrajo…!

José no pudo por menos que sonreír ante aquella situación. Miró la cómoda y vio el espejo. Irene salió a toda prisa a buscar agua y jabón para limpiar el hábito. Trajo un cubo con agua y jabón de sebo, se arremangó, y comenzó a frotar enérgicamente las manchas. No quería que José la notara todavía nerviosa. Fue inútil: se la cayó el jabón dos veces fuera del cubo, y otras tantas que lo recogió, volviendo a frotar con frenesí.

Como la ropa se debía de secar un poco, José prefirió esperar a que Irene terminara de lavar para hablar con ella. Le agradaba esa mujer. Sabía su historia y había intentado, más de una y más de dos veces, convencerla para que dejara esa vida. Pero, como ella le decía una y otra vez, una mujer sin un hombre en este mundo, tenía todo en contra para intentar dedicarse a otra cosa.

Terminó de lavar, y llevó a secar el hábito junto al fuego de la taberna. Le pidió a Manuel que le echara un vistazo y que, cuando estuviese seco, se lo llevara a su habitación, que José estaría allí. Manuel accedió encantado de poder ayudar en algo, lo que fuese, a José. El porquero sonrió mientras pensaba que, de manera curiosa, le había ayudado dos veces en apenas una hora, cuando había sido al contrario durante muchos años.

De nuevo junto a José, Irene comenzó a hablarle. Se encontraban de pie, el uno frente al otro:

—Padre, sabrá lo que ha ocurrido estos últimos días por aquí, ¿no? Quiero decir…, a pesar de que ustedes vivan allá arriba…

—Sí, Felisa apareció muerta… y hay otro cuerpo que ha aparecido en los Melgos… —José recordó sus andanzas con Elías de hacía solo unas horas—. Todo el mundo hablará de lo mismo, ¿no es así?

—Sí, padre, pero hay algo más que eso… —José la miró a los ojos, expectante—. Ana, una amiga mía, ha desaparecido. Trabajaba aquí y allá…, sacándose los cuartos como podía, como todas nosotras. Lleva varios días sin aparecer y tememos que la haya pasado algo. Sabemos… que estaba unida a Ángela… y a ella tampoco la ha visto nadie desde hace unos días. José, ¿qué está pasando? ¿Hay alguien por ahí que se dedica a matar a las mujeres? Las chicas y yo… estamos nerviosas.

Vaya. A José, tan ocupado con todo lo ocurrido últimamente, ni se le pasó por la cabeza que las desapariciones inquietaran tanto a la gente. Que hubiera muerto Felisa, los parroquianos lo hubieran tomado como una desgracia. Fatal, pero una desgracia. Pero al aparecer en los Melgos el cuerpo de Ana, identidad que la gente del pueblo no sabía, prácticamente a la vez, encontró normal que todo el mundo comenzara a ponerse más nervioso de la cuenta. Más aún dado el estado del cuerpo de Ana. Pero claro, Ángela también había desaparecido, y para la gente que conocía a las víctimas, había dos muertes y dos desapariciones, ya que a nadie se le ocurrió pensar que el cuerpo encontrado fuera el de Ana o el de Ángela. Para colmo de males se acordó de Guillermo, y pensó que pronto las elucubraciones del pueblo pasarían de ser cuatro, a ser cinco, entre muertes y desapariciones. Pero ¿cómo narices se había llegado a esa situación? Tenía que hablarlo con Elías cuanto antes.

—Verás, Irene…

—Dicen que el cuerpo destrozado que encontraron en el monte es también de una mujer…, cuatro, José, cuatro mujeres. Si dos han aparecido muertas…, tememos que las otras dos sufran la misma maldita suerte… y ¡Ángela estaba embarazada, padre!

—Solo sabemos seguro que hay una mujer muerta, Irene…, el otro cuerpo…

—¡José…! Alguien está matando a las mujeres del valle…, ¿no se da cuenta? Ya no vamos solas a ninguna parte, tememos ser la siguiente…, ¿quién puede haber hecho esto, José? ¿Quién nos odia tanto como para…?

Irene se echó a llorar. Desconsolada, se tapó la boca con la mano. Sin darse cuenta, se acercó a José mientras le miraba. José también se acercó y la abrazó para tratar de calmarla. Ella levantó la vista y le miró a los ojos.

—José, tengo miedo…

—No te preocupes, hija…, esto se solucionará…, ya lo verás. ¿Recuerdas cuando tuviste las fiebres? Fueron unos días difíciles… y conseguimos salir adelante…

Mientras seguía llorando y oyendo lo que el fraile la acababa de decir, Irene posó su mano en el rostro de José y le miró directamente a los ojos.

—¿Cómo olvidar aquello, José…? —Acercó un poco más su cara a la del fraile—. Fue como ahora…, siempre que necesito consejo… ahí estás tú. Si lo que necesito es cariño… ahí estás tú. Si necesito a alguien que me cuide… Cómo olvidar aquello, José…, cómo olvidarte… a ti…

Le intentó besar. El fraile, tratando de asimilar lo que le acababa de decir, casi se deja atrapar por sus labios. La cogió las manos con las suyas y se sentaron. Irene estaba llorando aún, y muy nerviosa y avergonzada por lo que había hecho.

—Irene…

—¿No te gusto, José?

—¿Pero qué dices?

—Pues eso… que… sea claro conmigo, padre, se lo ruego…

José pensó cómo explicarla la situación, sin herirla:

—Claro que me gustas. Soy un hombre, no lo olvides. Eres posiblemente la mujer más guapa que haya visto nunca. Te vi en los carnavales, disfrazada de ángel…, con esa tela tan transparente que te pusiste. Al pobre Francisco casi le da un ataque cuando te vio. Tu cuerpo parece esculpido por Miguel Ángel. Hija…

—No me llames «hija», solo tengo diez años menos que tú…

—Irene… me gustas. Y mucho…, pero quiero que entiendas que no puedo darte lo que me pides. Soy un hombre, Irene, pero también soy un fraile.

Irene escuchó, estas últimas palabras, con la cabeza agachada y los ojos cerrados. Sabía que era imposible, pero tenía que intentarlo. No le había llamado, un rato antes en la taberna para decirle eso, pero hacía mucho tiempo que no estaba a solas con él. Sentía que el muchacho que la dejó plantada en el altar le había roto el corazón, y que José se lo había despedazado después de robárselo. Con gran pesar por su parte, recordó que José nunca la dio pie a que creyera que podría enamorarse de ella. Fue ella sola la que se enamoró de él sin buscarlo siquiera. Por fin un hombre…, un hombre de verdad…, un hombre que la hacía sentir como una mujer y no como un trozo de carne… y estaba ligado a Dios… ¿Cómo luchar contra eso…?

Levantó la cabeza y le miró. Se soltó de él, le cogió la cara con las dos manos y le besó en los labios. A José le pilló de improvisto. Se levantó tan rápido como pudo, y abrió la puerta para marcharse. Antes de hacerlo, se giró… y le dijo llorando:

—Para mi desgracia, te querré siempre… y no me digas que es un imposible…, yo… no puedo luchar contra lo que siento…, no puedo, José, no puedo…

Se marchó corriendo de allí.

José estaba tan aturdido que se quedó inmóvil sentado en la cama. Se agachó y puso los codos sobre las rodillas. Mientras, sus manos mesaban su cabello. No era tonto.

Le gustaba cuidar y atender a la gente, siempre que se sintiera mínimamente necesario. Incluso cuando no requerían su presencia. Hacía un año que había atendido, hasta morir, a un anciano que se pasaba el día despotricando sobre la Iglesia, Dios, los santos, los Evangelios, el papa, los obispos, los curas, los frailes…, decía que cuando se muriese, le iban a oír. Que el mundo estaba muy mal hecho y que tenía que hablar seriamente con Dios sobre ello.

Ancianos y enfermos eran visitados con frecuencia por José, siempre y cuando no lo hicieran sus hermanos. Y entre sus enfermos hubo varias mujeres, como es normal. Lo que no le pareció tan normal fue que Irene no había sido, ni mucho menos, la primera mujer que le había visto de otra manera que no fuese la de un fraile atento, cariñoso y servicial. Era, por lo menos, la sexta mujer en la que vio algo que iba más allá del mero agradecimiento por haberlas ayudado. Incluso le pareció verlo en los ojos de Ángela. Igual que si hubiesen sido hombres, las atendía, las limpiaba, las cuidaba, las escuchaba…, en definitiva, se intentaba mostrar cariñoso y afable con ellas. Pero hete aquí, que algunas de ellas veían, en ese cariño y en esos cuidados, algo más de lo que realmente era. ¿Amarlas? A todas. Sin distinción. Igual que a ellos. Igual que a los niños. Lo hacía, además, fuertemente convencido de ello. Pero no como alguna de ellas creyó ver.

En los difíciles tiempos que les había tocado vivir, muchos hombres, al igual que muchas mujeres, se dedicaban a trabajar como animales de sol a sol, y cuando llegaban a casa buscaban comida y cama caliente, no tenían, o no pensaban ellos, en realidad, que tenían que atender a sus respectivas mujeres. ¿Cuidarlas? ¿No las cuidaban ya bastante trayendo el sustento a casa? ¿No las alimentaban y vestían, al igual que a sus hijos? ¿Qué más podían querer las mujeres?

José llegó a la conclusión de que lo que las mujeres deseaban, era un hombre que las tratase cada día como cuando las cortejaban de jóvenes. Un hombre que se esforzara a diario en demostrarlas que, para ellos, eran únicas. Ellas sabían de sobra cómo estaba el mundo. Había que sudar durante horas para comer un plato de habas. Sabían de sobra que sus hombres llegaban a casa tan cansados, que solo pensaban en comer y dormir. Y por la noche, algún que otro revolcón. Pero era entonces, en la cama, cuando ellos buscaban el calor de una mujer, cuando volvían a esa manera de tratarlas de jóvenes. Y las gustaba, por supuesto. Las gustaba mucho. Pero… ¿y cuando estaban fuera de la cama? Fuera de ella se mostraban bastos, rudos y muy hombres…, pero muy hombres… ¿para quién? ¿Para demostrarle al vecino que levantaban un saco de harina más pesado que el suyo? ¿Para que los parroquianos de turno se enteraran de quién era más hombre que los demás, bebiendo una jarra tras otra de vino?

Las mujeres sabían de sobra si su hombre era de verdad un hombre o no. Eso, las mujeres, lo han sabido siempre. Detrás de un buen hombre siempre hay una mujer extraordinaria. Pero ellas no buscaban un hombre extraordinario. Ellas buscaban un hombre de verdad. Y para ellas, ser un hombre de verdad, no solo implicaba que fueran capaces de llevar el sustento a casa. Ellas buscaban un hombre que las cuidara y que las quisiera como el primer día. Y rudos o no, que las dijeran que las querían y las trajeran, después de arar como cabrones de sol a sol, una margarita cogida en el campo, y al dársela… las miraran a los ojos… y las susurraran:

«Hoy ha sido un día horrible…, pero al ver esta florecilla en el campo, me acordé de que en casa te tenía esperándome… y el resto del día…, bueno…, fue un poco mejor…».

Y luego, mientras cenaran, recordarlas cada día lo bien que cocinan. Y preguntarlas qué tal había sido su día.

Y escucharlas.

José pensaba todo esto y pensaba en lo que le acababa de ocurrir con Irene.

«Pero ¿qué les pasaba a los hombres?».

A José le dolía que las mujeres no se sintieran lo suficientemente amadas por sus maridos. Entendía que alguna sintiera por él lo que sentía. De entre todas las que se lo habían transmitido, de una u otra forma, Irene tenía un lugar especial dentro de él. Irene no tenía marido. Irene no podía llegar a casa y encontrar esperanzada que un hombre la dijera que la quería. Para ellos era carne fresca. Para José, no. Para José era una mujer que merecía tanto o más respeto que cualquiera. José la respetaba. José la escuchaba. José la amaba, a su manera…, sí…, pero la amaba.

Por eso ella se había enamorado de él.

En estas estaba José, cuando entró Manuel a la habitación. Le llevaba el hábito, secado al fuego.

—Pad… ddre… su… roppp… pa.

—Gracias, Manuel.

—¿Le passs… sss… sssa algo a… Ir… Irere… Irene?

—¿Por qué lo dices, Manuel?

—Essss… t… t… ta… llor… rando en … la call… ll… lle.

—Está preocupada por las desapariciones de dos amigas suyas. Y por las muertes.

El porquero dejó el hábito sobre la cama, sin mirar al fraile, mientras le decía:

—No…, pa… dre…, no ll… ll… llo… llora por… esss… essso…

José se quedó mirando, sin saber muy bien qué decir, al tartamudo.

—Me… g… g… gus… t… ta… essss… esa… muj… jjjjj… jer…

Manuel se marchó sin esperar un comentario del fraile.

Muchas veces, no hace falta hablar para decirlo todo.