Capítulo XXXVI
Sobre una mesa de piedra que hacía las veces de altar, una improvisada rueda de molino, se situaba un cuadro no muy grande de la Virgen del Carmen, la abogada de las ánimas del Purgatorio. Se encontraba al fondo, perfectamente iluminada por grandes cirios. Era lo más vistoso del lugar, pues el resto se encontraba iluminado de manera tenue por varias antorchas situadas en la pared, y unos candelabros llenos de telarañas que, sobre una mesa de madera llena de fruta fresca y copas de cristal, portaban unas velas que parpadeaban al más mínimo movimiento de los hombres apostados en ella. Las vigas del lugar tampoco estaban precisamente vacías de inquilinas de ocho patas y sus telares.
Seis hombres con máscaras esperaban su llegada. Todos vestían túnicas moradas con un emblema en el pecho: un triángulo equilátero con las letras O, M y C en sus vértices. Al llegar los frailes, les invitaron a esperar la entrada del hermano mayor. Una vez todos dentro, se sentaron a la espera de acontecimientos. Se oía un ligero murmullo entre alguno de ellos. Uno giró su desafiante pico de nuevo en dirección a la entrada: los dos hombres de la puerta, que estaban husmeando, se estorbaron de nuevo al tratar de volver a salir.
Entró un nuevo miembro. Se quedó al lado del altar y golpeó con un bastón en el suelo. Los golpes se oyeron perfectamente desde fuera.
—¡Hermanos…, en pie!
Todos obedecieron al unísono. Pero… ¿qué raro…? A alguno de los hermanos le pareció que era la voz de una mujer…, sin embargo, no lo pudieron asegurar. La voz, tras la máscara, sonaba siempre muy gutural, casi de ultratumba.
De un lateral, entró Portocarreño. Llegó, con su máscara puesta, hasta la mesa y se sentó. Los demás se sentaron tras él. Su túnica no era morada, era roja, pero tenía el mismo triángulo con las mismas letras en el pecho. Comenzó a hablar con el hermano del bastón, de pie, a su diestra:
—Hermanos…, en primer lugar, bienvenidos seáis todos, no os pediré perdón por el lugar y por lo precipitado de esta reunión, pues no soy yo el convocante…, pero la palabra de cualquier capataz siempre ha sido oída y respetada en el consejo… de modo que… adelante…
—Bien, empezaré yo… —un hermano se puso en pie y comenzó a hablar—, pues yo soy el convocante.
El hermano del bastón comenzó a repartir vino en las finísimas copas de cristal que había en la mesa. Resultaba cómico, pues con las máscaras puestas ni lo podrían beber, ni podrían degustar la fruta de la mesa. Lo hacía para que, al final, tras la toma de una decisión, y sin las máscaras, pudiesen sellar el acuerdo.
—En primer lugar, quisiera pedir perdón por el recinto en el que nos reunimos. Espero que entendáis que la capital es estos días… un avispero.
Varios hombres asintieron aquel hecho. Luego, continuó:
—En nuestra sede, no estamos nada contentos con la negativa de los guapos de no acatar las órdenes…
—Hermano…, verá… —Portocarreño había comenzado a hablar interrumpiéndole.
—Maestre…, por favor, yo he solicitado la palabra…
—Sí, es cierto, le pido disculpas…, continúe…
—Como venía diciendo, en Sevilla no estamos nada contentos con la decisión tomada desde la cúpula. Hemos de preservar nuestra palabra…, es lo único que tenemos…
—Bueno… —interrumpió José, tímidamente—, si me lo permite, hermano, los pedruscos que portan en sus manos y sus ropas…, no me dicen que sea lo único que poseen…, y ya no me refiero a compararles a la gente…, sino entre los demás hermanos…
Unos de pie, y otros sentados, protestaron enérgicamente por las palabras de José. Golpeaban en la mesa con los puños, apuntaban con el dedo a José y gritaban todos a la vez:
—¡No consiento tal insulto…!
—Pero ¿quién se ha creído que es…?
—¡Qué desfachatez… dirigirse así a un superior…!
—¡Y en un consejo…!
—¡Este hombre está loco…!
—Hermanos… hermanos…, por favor, por favor… —Portocarreño trataba de poner un poco de cordura.
Un minuto después, algo más calmados, comenzaron de nuevo a hablar. Lo hizo el que tenía el turno:
—Considerando que estamos entre iguales… o casi… —giró su pico hacia José—, y que todos conocemos muy bien las reglas…, creo que deberíamos de condenar a muerte a los guapos.
—El trabajo ha concluido… —contestó José—. Carlos II ha muerto…, se ha cumplido lo que se prometió…
—¡No! ¡No se ha cumplido! ¡El rey ha muerto de agotamiento, no porque le arrebatarais la vida!
—¿Hemos recibido el dinero? —dijo José.
Los hombres comenzaron a mirarse entre sí un tanto desconcertados, incluso alguno chocó su pico con el de al lado. José, viendo ciertas dudas entre los reunidos, elevó la voz para afianzar su argumento. Continuó:
—Porque se trata de eso…, ¿no? De dinero.
—Sí, hermano… —Portocarreño entró de nuevo en la conversación—. Vuestra parte os será reembolsada de forma inmediata, tenéis mi palabra…
—¡No es solo dinero! Hay algo más aquí que dinero en juego…, ¡nuestra reputación! Somos la última pica. A nosotros recurren cuando no saben a quién más acudir, hacemos nuestro trabajo y desaparecemos sin dejar rastro, ¡por eso nos necesitan, por eso nos necesitarán en el futuro, por eso nos contrataron con tanta asiduidad en el pasado! —El hombre de Sevilla estaba encolerizándose de verdad.
—Hermano, yo lo único que digo… es que hay otras formas de acometer los encargos… y pienso… —José intentaba realmente dialogar.
—¡Tú no estás aquí para pensar! ¡Las normas son claras! ¡Y para todos!... —Le enseñó la palma de la mano derecha—. Y si no estás dispuesto a acatar las reglas…, si crees que puedes cambiar la estructura de la hermandad…, si crees que hay algo más por encima de ella…, ¡es que no mereces ser un hermano!
—Pues entonces…, tal vez…, la estructura deba cambiar…
Ahora sí que los hombres se pusieron a blasfemar en arameo. Incluso alguna copa de vino cayó en la mesa vertiendo vino…, una señal nada buena…
—¡Ja…! ¿Y cómo pretendes hacerlo…?
—¡Somos miles de hombres y mujeres dentro de una estructura perfecta! ¡No se puede cambiar! ¡Eso solo lo puede pensar una persona con la cabeza hueca!
—¿Cambiarás a los hermanos españoles…?
—¡No se puede permitir tal injuria!
—¿Cómo se lo explicarás a los centenares de hermanos allende el océano…?
—Algo tan ancestral no puede ser modificado…, ¡pensar eso es una blasfemia!
—¿Y qué hay de los hermanos de Italia? ¿Cómo… cómo verán ellos una… nueva estructura…? Tú estructura…
—¡Un simple fraile diciéndonos qué hay que hacer!
Mientras protestaban, a José le vino a la mente la estructura de la Garduña y sus reglas. Si bien estaba todo así estipulado desde hacía muchos años, eso no implicaba, para él, que siempre debiera de ser así. En sus inicios habían sido unos simples bandidos. Cuando después se empezaron a solicitar sus formas, en encargos cada vez más importantes, hubo que adoptar medidas conforme a los cambios lógicos que estaba teniendo la hermandad.
Con el paso del tiempo, respetando escrupulosamente las ocho reglas, se comenzaron a prodigar esos cambios, normales en una estructura tan amplia y sofisticada. Y surgieron figuras dentro de la hermandad que no estaban en sus inicios, como los guapos, los puntuadores que habían obtenido por sus acciones un prestigio tal, que se situaron solo por debajo de los capataces y el hermano mayor. Las coberteras, que hacían la función de cebo para propiciar los ataques. Se acercaban a los caminantes solitarios y, tras tontear con ellos, estos bajaban la guardia, haciendo que entrase en acción el resto del grupo. Las serenas pronto despabilaron y, además de prostituirse, consiguiendo muchas veces con ello la posibilidad de chantajear a nobles y clérigos, se hacían pasar por doncellas y criadas para introducirse en las casas de familias importantes. El munidor, encargado de desplumar al payo en timbas de cartas. En la hermandad se veía la posibilidad de desplumar a los campesinos que poseyeran una buena cantidad de dinero. Estos campesinos, por lo general ignorantes y rudos, eran presa fácil. Se les denominaba payos.
Tras la apertura de las rutas de la Corona con las Indias, la hermandad trasladó su sede a Sevilla. Aquellos barcos que llegaban llenos de tesoros eran un caramelo al alcance de un niño. Allí, en Sevilla, a tan solo unos minutos andando de la Casa de la Contratación, fijaron su nueva sede. Surgieron entonces dos nuevas figuras dentro del organigrama: el disciplinante de la luz, que era un reo rescatado de la vergüenza pública, y el cofrade de la pala, los que se ponían delante de la persona que iba a ser atacada, para que no viera venir a sus asaltantes.
A estas alturas y con un prestigio más que de sobra reconocido, pues jamás dejaron un papel o documento que pudiera incriminar a nadie en sus innumerables trabajos, decidieron crear un saludo sencillo que distinguiese a los hermanos entre sí. Una presentación, un apretón de manos sin serlo. Los floreadores se habían encargado desde el principio de trabajos de pequeña cuantía, pero muy numerosos, y cuando querían dejar su marca en la gente que no estaba dispuesta a colaborar, le daban un pequeño corte en la mejilla con un cuchillo: quedaba marcado así de por vida. Se trataba, desde entonces, a los ojos de todos, de una persona que no había seguido las normas impuestas por la Garduña. Si todo el mundo sabía de aquello, y todo el mundo había tomado aquello como la marca de la Garduña, decidieron que su presentación personal entre hermanos, su saludo, sería pasarse la uña del pulgar por la mejilla. Nada más fácil y más sencillo, pero que cohibía mucho a la gente cuando veía a dos hombres saludarse así.
Una vez ya en Sevilla, la estructura económica se debía de amoldar a las exigencias de principios del siglo XVI. De modo que para intentar facilitar los pagos a aquellas personas que no pudiesen hacer frente de una vez al mismo, pero que estaban seguros que pagarían, comenzaron a aceptar la mitad del dinero antes de actuar y el resto al finalizar su trabajo. Una vez reunido todo el dinero de una actuación, el total era dividido en tres partes iguales: la primera para los miembros que lo habían llevado a cabo, la segunda para los gastos generales de la hermandad, y la tercera para los fondos generales de la organización, que no podían ser tocados salvo en caso excepcional y por orden expresa del hermano mayor. Por supuesto, una parte de todo esto iba destinada a las ánimas del Purgatorio.
Como todos suponían que, al morir, ellos mismos irían al Purgatorio, ya que consideraban que no debían de ir al Infierno por sus actos, pues habían estado amparados muchos de estos por la Iglesia, jamás dejaron de apoyar económicamente a las ánimas. Se sabían y reconocían a sí mismos como pecadores, pero a la espera del perdón que les permitiese acabar en el cielo.
También pensaron en la forma de poseer un emblema. Algo que les distinguiese de otras cofradías o grupos de gente. La Iglesia tenía la cruz. El rey tenía la corona. Los judíos, la estrella de David. Los musulmanes, la media luna. Si todas las agrupaciones o creencias en algo, de los grandes grupos de hombres del mundo, tenían un emblema que los distinguiese, a los ojos de los demás, ellos también debían de tenerlo. Bastaba ver una corona para saber que aquello significaba que detrás había un rey. Bastaba ver la media luna para saber que detrás de ella había un musulmán, aunque fuese un símbolo usado solo en las guerras y adoptado por los otomanos. Y con la cruz o con la estrella de David, pasaba igual: verlas significaba saber de inmediato de qué se podía tratar. Y no solo eso, sino que además, todos estos símbolos hacían mención al inicio, al comienzo mismo de aquellas creencias. Pues bien, la hermandad haría lo mismo: adoptaría un símbolo que no solo hiciese que, al verlo, todo el mundo los reconociese al instante, sino que también sería algo ligado a sus comienzos. Y en sus comienzos hubo algo que todo hermano sabía de sobra. Y muchos que no lo eran también.
Durante un tiempo, lo consideraron una leyenda. Tras contar entre sus filas con miembros importantes de la Santa Inquisición, pues no solo les servían, sino que muchos se unieron a ellos, encontraron los documentos que corroboraban que tal leyenda tenía de verdad todo lo que de ella se decía. Lo más curioso del asunto es que en la ciudad de Toledo, todo el mundo, vulgo y nobleza, había aceptado desde siempre aquello como algo tan cierto como que el sol saldría al día siguiente.
Aquella historia solía contarse en las mesas de las tabernas de Toledo, frente a una buena jarra de vino. Cuando los que no la sabían, generalmente foráneos, la oían, les parecía tan inverosímil que incluso se reían. Esas risas terminaban justo en el momento en el que los hombres elevaban sus vasos de vino por encima de sus cabezas y, de manera muy respetuosa, brindaban. Era un brindis dividido por lo general en tres partes. Cuando lo iniciaba uno, seguido lo completaban otros dos. Cualquiera que estuviese cerca y lo oyera, dejaba lo que estaba haciendo y se unía al brindis con su vino. Tras él, todo el mundo apuraba su vino casi hasta el final. Las últimas gotas se tiraban al suelo:
«Por los tres hermanos…».
«…por el honor…».
«…por la sangre…».
Aquí bebían hasta dejar un poco y derramarlo en el suelo mientras decían:
«Por las ánimas…».
Luego se santiguaban y, tras un silencio sepulcral, continuaban con lo que estaban haciendo.
Antes de trasladar su sede a Sevilla, la cúpula de la hermandad se reunía en Toledo, el lugar que los vio nacer como tal. En aquel entonces, y con las bases ya sentadas, tres caballeros españoles pertenecientes a la Garduña, vengaron con sangre el honor de su hermana. Algo muy normal, ya que en la piel de toro el ultraje al honor solo se lavaba con una cosa: sangre. Los tres caballeros en cuestión, Osso, Mastrosso y Carcagnosso, se refugiaron, tras aquello, en la antigua Aegusa. Desde tiempos inmemoriales se había denominado así a la isla de Favignana, por tener la forma de una mariposa. Esta isla, cercana a Sicilia, fue su hogar durante veintinueve años, once meses y veintinueve días. Durante este tiempo, adoptaron las normas de la Garduña, y las trasladaron posteriormente a tres lugares distintos, los tres lugares a los que se fueron después los tres hermanos españoles, para proseguir con la actividad que habían venido desarrollando en Toledo.
Osso las difundió en Sicilia.
Mastrosso las difundió en Calabria.
Carcagnosso las difundió en Campania.
En memoria de los tres caballeros españoles, el símbolo adoptado desde entonces por los miembros de la Garduña fueron tres puntos negros formando un triángulo equilátero.
José ya empezaba a estar harto de tanta charlatanería. Los hermanos no dejaban de discutir que era imposible acabar con unas normas y unas directrices tan arraigadas. Que José siquiera hubiese propuesto aquello, les había sacado de sus casillas. Se puso de pie y golpeó la mesa con tanta fuerza con su puño, que varias copas de vino volcaron. Todo el mundo se le quedó mirando sin decir nada.
—¡Hermanos! ¡No me están entendiendo! ¡La estructura de la hermandad es imperfecta, porque los hombres que la dirigen son imperfectos!
Aquello ya fue el colmo. Bajo un silencio sepulcral propiciado por su anterior golpe en la mesa, uno a uno se fueron quitando sus máscaras. Le miraban con un odio que traspasaba la suya propia, clavándosele en la carne. El hermano de Sevilla, sin duda, tras el hermano mayor, quien más peso tenía allí, comenzó de nuevo a hablar en voz baja:
—¿Insinúas que no somos válidos para este trabajo…? ¿Crees que me vas a arrebatar aquello por lo que tanto he luchado…? Maldito seas…
Se levantó y se dirigió rápidamente a la entrada, incluso se tropezó un poco con la túnica, y la abrió gritando furioso a la calle, mientras los demás hermanos agarraban de los brazos a los dos frailes para quitarles las máscaras de la plaga. Estos apenas opusieron resistencia, solo unos leves forcejeos.
—¡Prendedlos! ¡Entrad y sujetadlos! ¡Yo mismo acabaré con ellos!... —Se giró hacia ellos y les vio la cara—. Será mi mano la que… la que…, ¡un momento!… pero ¿qué está pasando aquí?
Cuando los demás hermanos de la mesa les quitaron las máscaras, lo que vieron les dejó realmente desconcertados. Los demás les miraban sin comprender. Portocarreño y el hermano de su derecha, no daban crédito, tampoco, a lo que sus ojos veían. Bajo las máscaras de la plaga había dos hombres: uno, José…, el otro… Claudio…
Por encima del silencio de incomprensión que se creó, comenzaron a oír unos pasos en la puerta. Miraron todos hacia ella. La negrura de la noche no les dejaba distinguir nada. Supusieron que se había parado en la entrada, cuando dejaron de oír los pasos. Después… las cabezas de los diez hombres apostados en la entrada cayeron a sus pies. Estaban atadas en dos grupos de cinco, por el pelo y con una cuerda. Les parecía que incluso alguna les estaba mirando. Ninguno supo cómo reaccionar. Ninguno supo qué hacer. El terror les inundó tanto que les llegó a faltar el aire. Cuando soltaban a José y a Claudio, este sin poder dejar de mirar las cabezas, entró Elías. Ni la mismísima muerte con su guadaña hubiese impactado tanto a aquellos hombres, como la visión de Elías con el cuchillo colgando de su muñeca derecha. Una franja transversal de sangre le cubría parte del rostro. A cada paso dejaba gotitas rojas en el sucio suelo de la cuadra. Dos de los hermanos se arrodillaron y suplicaron tímidamente por sus vidas.
Dio un rodeo a toda la estancia. Al pasar al lado de los hombres que suplicaban, se callaron y no volvieron a abrir la boca. Se situó detrás de José. Este miraba con cara de pocos amigos al hermano de Sevilla. José se le acercó, y susurró al oído de aquel hombre. Bajo un imperante silencio, los demás lo oyeron:
—Novena regla, la regla no escrita.
—Hermano… hermanos… —el hermano de Sevilla empezó a balbucear y a sudar como un cerdo—, tenéis que comprender que…
Ahora fue José quien le enseñó la palma de la mano derecha, haciendo caso omiso a las disculpas de aquel hombre. Si una mirada hubiese sido capaz alguna vez de matar a un hombre, la que salía de los ojos de José habría acabado con el hermano de Sevilla diez veces. Sin apartar la vista de él, e ignorando las súplicas de los demás, José se dirigió a su hermano:
—Elías…
Un minuto después, en la cuadra solo quedaban con vida Portocarreño y el hermano que había estado a su lado. El Segador no acabó con él, gracias a una sola mirada de José.
Elías los miraba con rabia, pero no los hizo nada. José trataba de atender a Claudio, que había sufrido un pequeño ataque de ansiedad. Cuando se le pasó un poco, le dijo que fuese a tomar el aire a la calle, para que se tranquilizara.
José miró a Portocarreño. Este le habló:
—Te juro José, que yo no he tenido nada que ver con esto. Elías…
Elías le miró, un poco más tranquilo y, tras unos segundos, asintió con la cabeza. Luego salió de allí. Portocarreño siguió hablando:
—No soy el mejor hombre del mundo, José, pero soy un hombre de palabra. Te lo dije en su momento, y te lo repito ahora: para mí, el papa por el rey, es un cambio justo… —miró los cadáveres en el suelo—, pero ellos no lo vieron así…
—Lo sé. Por eso sigues vivo. Por eso, y por no saltarte la novena regla… —miró hacia el suelo, lleno de muerte—, y… como espero que hayas comprendido… todo, a partir de ahora… va a cambiar…
Tras las últimas palabras de José, el hermano del bastón se le acercó. Se quitó la máscara. Mariana de Neoburgo se inclinó respetuosa, y le besó la mano derecha. Portocarreño la imitó.
La hermandad tenía un nuevo hermano mayor.