Capítulo LIII

Gabriel comenzó de nuevo a hablar. Les dijo que había sentido durante un tiempo cierta apatía. Consideró que vagar por Europa, siguiendo la promesa hecha a su madre muerta, era algo que le llenaba de satisfacción, sí, pero que bien se merecía un pequeño descanso. Llegó a la conclusión de que parar los asesinatos de los hermanos Hurtado de Ametzaga podía incluso venirle bien, pues no quería que se comenzase a unir el hecho de que en varios sitios donde se le había visto, acabase muriendo uno de ellos. Intentó, o quiso creer que así intentaba, que bajaran la guardia de manera considerable ante la posibilidad de que el temido Fantasma estuviese persiguiéndoles a ellos. Buscaba la perfección, y si para lograrla tenía que pasar toda una vida, si con ello vengaba a Urbana, bien merecía la pena.

En 1707 se fundó el Reino Unido de Gran Bretaña. El Acta de Unión arrebataba a Caledonia, Escocia, lo poco que aún conservaba de autonomía; su parlamento quedó disuelto. El reino surgido en el año 840 con la unión de los clanes pictos, sus antiguos habitantes, y los escotos, procedentes de Irlanda, ponía así punto y final a la larga travesía que los habitantes de aquel lugar habían hecho en su tierra y con sus propias creencias, a espaldas de sus vecinos del sur de la isla. A partir de entonces deberían de caminar de la mano con sus adorados ingleses, los cuales traían de muy atrás las ganas de dominar a su antojo aquella zona.

A finales del siglo XIII, Escocia vivió inmersa en una interminable lucha interna de poder entre los diferentes clanes. La nobleza buscaba enfrentamientos constantes para dirimir quién sería el nuevo rey. No se ponían de acuerdo sobre quién debía de ser el que los gobernara y, en ese río revuelto, quisieron pescar los ingleses. Metieron el hocico durante las rencillas internas con la intención de dominar el país. En 1297, en Stirling, el caudillo William Wallace derrotó a las tropas inglesas, asegurando con ello, teóricamente, la independencia. A pesar de los intentos de resistencia a la dominación, las pretensiones inglesas continuarían y, por lo tanto, los problemas entre ambos países, también.

En 1603 la corona de Inglaterra pasaba a ceñir la cabeza de Jacobo VI, rey de Escocia, el pariente más cercano de la fallecida reina Isabel. Sobre el papel eran dos naciones distintas, pero en la práctica, el rey vivía en Londres y la hegemonía que Inglaterra ejercía sobre Escocia era cada vez mayor.

En 1715, tras un levantamiento armado contra la dominación inglesa por parte del pretendiente a la corona escocesa, Jacobo Estuardo, las gentes que había conocido Gabriel durante su anterior estancia, le hicieron llegar una nota. Le pedían encarecidamente que volviese a su lado, pues la guerra había hecho que varios de los hombres a los que conoció, entre ellos el hijo del criador de palomas, pereciesen en los encarnizados combates. Gabriel ayudó como pudo a varias viudas y niños hasta que la situación se le hizo insostenible: era como amansar a un perro rabioso acariciándole la cabeza. Los ingleses no tuvieron piedad de nadie que cayese en sus manos. Tras la derrota, los nobles escoceses que habían apoyado a los jacobitas, vieron cómo sus tierras y títulos pasaban a manos de nobles ingleses. Pero, como en todas las guerras, los pobres se llevaron la peor parte, pues fueron desplazados de sus tierras a otras mucho más improductivas, marginándolos y condenándolos con ello a malvivir… y apenas subsistir.

Un grupo de más de treinta ingleses, que querían acabar de una vez con ese al que llamaban el Fantasma, que según contaban había acabado con más de sesenta ingleses en la toma de Perth, llegó casi a punto de acabar con él. Afortunadamente pudo huir en barco, llegando así hasta Francia, que había apoyado tímidamente aquel levantamiento escocés, a pesar de que con el final de la guerra de Sucesión quisieran que comenzase un período de paz para Francia.

En la travesía, a principios de febrero de 1716, despotricaba de manera constante contra los ingleses, igualando su aprecio por ellos con un gusano despachurrado en el suelo. Aquello le hizo gracia a un oficial y le dijo que si quería, le conseguiría la posibilidad de trabajar con él, ya que tampoco tenía en alta estima a los ingleses. Le siguió y terminaron juntos en el Concord, un buque mercante construido en Gran Bretaña, en 1710, y tomado prestado por los franceses, en 1712, al cual rebautizaron como La Concorde.

Cuál no sería su sorpresa cuando fue informado de que surcarían los mares entre Martinica y África. Aceptó encantado, pensó que un cambio de aires le vendría bien. Pero lo que no le dijeron fue el comercio que iba a realizar aquel barco: esclavos.

Pero sin dinero ni para comer, había gastado todo lo que tenía tratando de evitar penurias a los escoceses, tragó con aquellos malditos y se prometió a sí mismo que abandonaría el barco en cuanto pudiese. Y que mandaría a alguno bajo tierra, o por la borda, también.

La visión de lo que hacían los esclavistas con aquella gente le llenaba el alma de bilis. Los encadenaban en la panza del buque, desnudos, mientras varios de ellos bajaban por la noche a, como decían jocosos, clavarla en un agujero negro. Asistía atónito a las continuas palizas a las que les sometían, cada día crecía, un poco más, su odio por esos hombres. Los habría matado a todos como a perros, pero estaba solo y pensó que lo mejor sería esperar su oportunidad.

Pero la paciencia de cualquier hombre tiene un límite.

La mañana del 28 de noviembre de 1717, una mujer bastante joven dio a luz un hijo en el barco. Había presenciado cosas realmente horribles desde que formaba parte de la tripulación, y aquello fue, de manera definitiva, la gota que colmó el vaso: llevaron a aquel pobre niño, arrugado y oscuro, a la cubierta, arrebatándole de las manos de su madre. La mujer murió en el parto. Casi mejor. Un oficial tiró al niño al suelo y le comenzó a pisar con saña, esparciendo sus tripas y sesos por la cubierta del buque. Todos los hombres rieron aquello, divertidos. Gabriel, incapaz de seguir soportando ni un solo minuto más, bajó hasta un tonel donde guardaba su ropa. Se la puso y cogió varias pistolas y cuchillos.

En ningún momento pasó por su mente que podría morir, y con ello faltar a la promesa que le hizo a su madre. Antes de subir, se arrodilló y la pidió que le diese fuerzas para lo que iba a hacer: encender una mecha que haría volar un pequeño barril de pólvora, volando con él gran parte del propio cascarón del barco. Miró por última vez a los esclavos encadenados, y le pareció ver incluso, en alguno de ellos, que le animaban a que la encendiera de una vez, y acabar así con su sufrimiento.

Sin embargo, parece ser que allá arriba, alguien le echó una mano.

Comenzó a escuchar cañonazos y mucho revuelo en la cubierta. Subió presuroso. Al llegar, sonrió, cogió dos cuchillos de su cinto… y se unió a la masacre: un barco pirata les estaba abordando. Armado con esos dos cuchillos, y bajo su querida capucha de lana, comenzó a rebanar cuellos y a destripar a cuantos negreros pudo.

Benjamin Hornigold, el nuevo capitán, le hizo llevar a su presencia en cuanto terminó el combate. Le había visto pelear, dejándole asombrado. No formaba parte de su tripulación, pero luchó a su lado, de modo que le propuso formar parte de ella y seguir con él hasta que Dios reclamase sus almas.

«Puede creerme…, Dios no querrá la mía…».

Tras las palabras de Gabriel, Benjamin soltó una enorme risotada, y le dijo que era el hombre perfecto para llevar aquella vida. Llevarían los esclavos vivos a puerto, invitarían a alguno de ellos a unírseles, y volverían, tras unos días perdidos en burdeles, a abastecer de nuevo el barco con las ganancias de lo pirateado y a llenar en la mar sus bolsas con todo el oro que pudiesen robar.

El lugar elegido para pisar tierra fue la isla de La Tortuga. Allí, Gabriel fue el encargado de hacerse con carne ahumada para la tripulación. Si bien es cierto que los españoles trataron de acabar con el comercio de la carne ahumada, por no querer pagar los impuestos que les correspondían a los habitantes de la Española, la técnica de ahumar la carne de cerdos salvajes seguía vigente. Era, sencillamente, una de las mejores formas de asegurarse comida en buen estado tras meses en la mar. Y cuando a los bucaneros que comerciaban con esa carne, la carne del bucan, el cerdo salvaje, les echaron de la Española, se trasladaron a Tortuga a proseguir con su negocio.

Allí, en Tortuga, todo aquel hombre dispuesto a ganarse la vida en la mar, y no precisamente de buenas maneras, encontraba todo lo que pudiese desear. Bastante frecuentada por filibusteros, los hombres que se dedicaban a la piratería sin abandonar prácticamente la costa, solían parar a abastecerse tras dar una vuelta completa a la Española. Y también, como es lógico, paraban allí a menudo los piratas. Entre toda esta gente, también había hombres que se ganaban la vida de forma honrada, como el caso de un par de bucaneros de los que le informaron a Gabriel. Ante ellos se presentó, con la intención de comparar carne.

Existe un dicho: el mundo es un pañuelo. Para unos, por poder estar lleno de mierda; para otros, por caber en un bolsillo, mierda incluida. Aquel día y en su caso, el mundo era un pañuelo finamente bordado.

Tras cerrar el trato de la carne con ellos, fueron los tres juntos a beber. Gabriel era bastante comedido a la hora de mojar el gaznate, pero ello no le impidió ponerse un tanto eufórico, más por ganas de divertirse sin más, que por el alcohol consumido, y a los bucaneros les pasó un tanto de lo mismo. Siguieron bebiendo… y uno de ellos dos, un francés llamado Jean Baptiste, cayó redondo sobre la mesa sobre la cual bebían. En ese momento, Gabriel le dijo al otro bucanero que se llamaba igual que un niño que había sido vecino suyo: Dimas. Tras aquella charla sin importancia comenzaron a hablar… y en la conversación, entraron sin malicia los nombres de Elías y José.

No podía ser casualidad. Gabriel se dio cuenta de quién era: el hijo de Ángela, la ramera.

El resto de la noche, con Jean Baptiste en los brazos de Dioniso y Morpheo, Dimas y Gabriel se conocieron el uno al otro. Se contaron muchas cosas, casi todas las que en una noche puede dar tiempo a comentar. De entre todas ellas, saber que ambos veían en José y Elías a sus padres, algo que les llamó poderosamente la atención, como no podía ser de otra forma, les hizo querer llegar a intimar de verdad, con la finalidad de saber todo lo que pudiesen del hombre que tenían enfrente, y al cual podrían considerar como su hermano. Por edad, Gabriel podría haber sido perfectamente el padre de Dimas, pero lo que les hizo sonreír a ambos, mirándose a los ojos, era el acabar de descubrir a un hermano, en un lugar donde un hombre estaba etílico perdido sobre su misma mesa, y en la de al lado una mujer cabalgaba alegremente sobre otro, jaleada por todo el local, mientras volaban jarras vacías y trozos de carne asada.

Poco tiempo después, Jean Baptiste y Dimas dejaban su anterior oficio para unirse a Gabriel. Para su sorpresa, no lo harían a las órdenes directas de Benjamin, sino de Edward, un hombre bastante grande, tosco, recio… y bastante cerdo y maloliente. Les recibió en su barco, Le Concorde, al cual le habían equipado con veinte cañones para su nuevo cometido. Las diferencias entre Benjamin y Edward fueron aumentando con el tiempo y, al final, al único que le tenían que rendir cuentas era al señor Drummond, el apellido de Edward. Su primera orden mostraba a las claras las intenciones de su nuevo capitán: aumentar hasta sesenta el número de los cañones que debía de poseer el barco. Dimas miraba las hileras de cañones casi riéndose: ninguno era igual que el de al lado, pues todos habían sido arrebatados a otros buques. Además, cambió de nombre el barco y lo llamó La Venganza de la Reina Ana.

Llegados a este punto, Gabriel omitió contarles a los oyentes algunos de los hechos que se produjeron durante los meses siguientes, más por no incomodar a Eva e Irene que otra cosa, pero lo cierto es que merecen especial mención, pues lo que ocurrió fue lo siguiente:

Edward Dummond había seguido, con especial atención, los movimientos de dos hombres durante los diferentes combates que se produjeron a bordo del barco. Gabriel y Dimas habían sobresalido de entre todos los demás, según el criterio del capitán. Gustaba este, de acometer los abordajes necesarios para conseguir un botín lo mayor posible, y Dimas se reveló como un experto en la materia. El tiempo pasado con Blas no fue en balde ni mucho menos. Pero Dimas y Gabriel habían hablado mucho y muy profundamente sobre los motivos que acabaron con ellos allí, de modo que sincerados ya de sus primigenios deseos, hacerse ricos y volver a Europa a seguir con sus quehaceres, Gabriel a su personal venganza y Dimas al Valle del Salcedón, se pusieron de acuerdo y decidieron que abandonarían a aquel personaje cuanto antes. No les inspiraba confianza un hombre que se comportaba como aquel.

Si bien los motivos de ambos eran amasar dinero, para evitar futuros problemas a lo largo de sus vidas, con la lógica gloria que perseguía Dimas, para Gabriel se había convertido en una forma de poder seguir adelante con lo suyo y punto. Ya tenían oro suficiente ambos como para poder vivir diez vidas sin problemas, Jean Baptiste, también, y comenzaron a darle vueltas a la idea de abandonar a aquel capitán. La piratería les había proporcionado acción, aventuras, peligro, tremendas juergas y borracheras, y se habían hecho ricos. El siguiente paso era lógico: a pesar de acabar con todos aquellos perros ingleses y franceses, y que a buen seguro, echarían de menos el seguir borrándolos del mapa, debían de abandonar aquello.

Gabriel estaba convencido de que si lo hacía cuanto antes, no se alejaría demasiado del cometido principal de su vida, y decidió marcharse, tanto si le seguía Dimas como si no. Tras unos años liquidando ingleses por el mundo, debía volver a lo suyo.

Dimas estuvo de acuerdo, pero hubo algo que le hizo cambiar de opinión.

El capitán Drummond era el hombre más despreciable que nadie pudiera querer llegar a conocer. Pero lo era dentro y fuera del barco. Con sus enemigos y con sus hombres. Si se aburría, disparaba una bala hacia sus propios hombres para divertirse, diese a quien diese, alegando que así no se olvidarían de quién era él. Enterraba gran parte de los botines en tierra, llevándose siempre a dos de sus hombres para cavar, y volviendo siempre solo. Según él, montaban guardia. Dimas y Gabriel le contaron no menos de una docena de mujeres en diferentes puertos, y le daba exactamente lo mismo lo que todo el mundo pensara de él.

En eso estaban de acuerdo Dimas y Gabriel, pero Edward vestía siempre con unas ropas que podían parecerse a cualquier andrajo encontrado en la basura. No se lavaba nunca y estaba lleno de sangre seca, grasa de comida, restos de pólvora y licores de lo más variado. Tenía hasta la forma hecha en la barba de unos canutillos de cáñamo, que se ataba siempre que entraba en combate, luego los prendía fuego y se quemaban poco a poco. También se colocaba alguno en el sombrero.

Con lo enorme que era, lleno de mierda hasta en el cielo de la boca, y con esos canutillos encendidos, no era de extrañar que sus oponentes en la mar sintieran bastante pavor: al verle, fiero y despiadado, luchando entre el humo y el fuego que se desprendía de su boca, más de uno pensó que era el mismo Diablo en persona.

Pero no fue así con el gobernador de Carolina del Norte, Charles Eden, quien le otorgó un Acta de Gracia, por el cual podía piratear sin miedo a represalias por aquella zona. A cambio, claro está, el señor Eden recibiría una generosa retribución, tras cada uno de sus ataques. La mayoría de los hombres con poder, desde siempre, habían tratado de aumentar su fortuna de cualquier forma, y hacer la vista gorda, a cambio de dinero, era algo ligado a la forma de ser de la mayoría. Si les ponías oro delante de las narices, solo veían eso: oro. No importaba lo que ocurriera detrás de él. Y mucho menos importaba lo que la gente, que había confiado en ellos, pudiera pensar.

Tras el pacto de Edward con Eden, Gabriel dejó la piratería. Se marchó dejando muy claro al capitán, que hasta en los piratas existían códigos de conducta que debían de ser respetados. Y pactar con el enemigo, para ganar dinero, le pareció poco menos que una broma. Cogió su parte de oro y le dejó claro a Dimas que se encontrarían en una pequeña casita que poseía en el sur de Francia. Le dijo que les esperaba hacia el verano del año siguiente, pues no pensaba volver a su tierra sin antes acabar con algún otro de los hermanos Ametzaga. Esto ocurría en enero de 1718.

A partir del pacto de Edward con Eden, los barcos abordados se multiplicaron de una manera asombrosa. Tomaron nada menos que 40 navíos. A la par que el gobernador Spotwood puso precio a la cabeza de Edward. Dimas se había convertido en la mano derecha de su capitán.

A partir de este punto, fue Dimas quien siguió el relato. Les contó a grandes rasgos que Gabriel volvió a Europa y que él siguió en el Caribe.

—Perdona…, pero ¿por qué seguiste con él si tu hermano ya se había ido?

—Verá, madre… —contestó Dimas a Irene—, tres días antes de que Gabriel se marchara, Edward mató de un disparo a Jean Baptiste.

—…

—Quería probar su pistola una vez de haberla limpiado. Juré matarlo por ello.

—Entiendo…

Dimas continuó hablando mientras los demás le miraban con cierta pena. Pena que se reflejaba en sus ojos mientras les contaba aquello, pues, al final, Jean Baptiste había acabado siendo un buen amigo suyo. ¡Quién se lo iba a decir! ¡De un francés! Si se lo hubiesen dicho unos años antes le habría dicho a su interlocutor que estaba loco.

El gobernador Spotswood no solo puso precio a la cabeza de Edward, sino que también ordenó al teniente Maynard su captura. Le dio el mando de un navío de guerra llamado Pearl y, tras varios días de búsqueda infructuosa, tuvo a la vista el Adventure, el nuevo barco de Edward. A parte del propio capitán y de Dimas, había otros diecisiete hombres en él.

La mañana del 22 de noviembre de 1718, se inició un feroz y despiadado abordaje. En él, al igual que Gabriel vio la oportunidad de acabar con los negreros, Dimas se relamía ante la posibilidad de vengar a Jean Baptiste. Sin embargo, en el combate bastante hizo con tratar de acabar con cuantos hombres de Maynard se le abalanzaban, pues eran tres veces más.

Entre humo y sangre, vio que Maynard y Edward habían estado manteniendo un enfrentamiento cara a cara. Durante el mismo, al teniente se le había acabado por romper su sable y, en el momento que aprovechando esto, Edward quiso abalanzarse sobre Maynard para ensartarlo, Dimas apareció por detrás como una exhalación, le quiso matar como le había enseñado Elías: clavándole un pequeño cuchillo por la parte de atrás de la nuca, por la ventana del viento. El caso es que, fuere porque no acertó a clavárselo bien, fuere porque el capitán se revolvió un poco, en ese momento, Edward siguió peleando encolerizado tratando de matar a Maynard. Dimas, tras haber quitado de en medio a otros dos hombres, se pudo volver a acercar al capitán y le asestó esta vez varias puñaladas con el cuchillo que le hizo el padre de Jean Baptiste. Edward, tembloroso y furioso, se intentó girar para acabar con él, cuando un certero disparo de Maynard lo consiguió, por fin, matar.

Una vez terminado el combate, contaron, en el cadáver de Edward, veinticinco heridas por arma blanca y cinco de fuego. Le cortaron la cabeza; el teniente pidió ver a aquel que le había ayudado.

Robert Maynard estaba tan agradecido a Dimas por haberle salvado la vida que no solo le permitió seguir viviendo, sino que le dejó libre y con un par de saquitos de oro. Cualquier cosa era poco. No solo por haberle evitado una segura muerte, sino por haberle ayudado a terminar de una vez con el temido pirata.

Maynard colocó en lo alto de un mástil la cabeza de Edward Dummond, conocido ya como Barbanegra, como advertencia a los demás piratas de la zona. Dimas embarcó rumbo a España, dando así por finalizado su periplo en el Caribe. Al menos, eso quiso pensar. Volvió a España y se acercó hasta la casita de Gabriel en el sur de Francia. En 1719, pasado el verano, decidieron que ya era hora de volver al Valle del Salcedón y ver a sus padres.

Concluida ya la narración de Dimas y Gabriel sobre sus andanzas todos esos años, las mujeres se miraron entre ellas sin saber si abrazar a Dimas o darle un tortazo. O mejor aún, dárselo a Gabriel, aunque no le conocían, por no haber traído a Europa a Dimas cuando se vino él. Pero…, en fin…, también habían aplaudido el hecho de que se marchara del valle a hacer justicia por la muerte de su hermano Gestas, y si se había quedado durante más tiempo en el Caribe, había sido también para ajustar las cuentas con el asesino de su amigo Jean Baptiste. Quisieron pensar que todo aquello tenía solo cosas positivas: el regreso de ambos a casa, aunque las importaba más, por supuesto, Dimas, y que lo hiciera además, hecho ya todo un hombre.

Los frailes, sin embargo, les miraban pensando que sin ser hijos suyos, o… como le gustaba decir al difunto Nemesio: «Porque no han salido de mis cojones», se les parecían más de lo que ninguno de los dos pudo pensar jamás.

Ambos habían traído unos saquitos de oro de sus anteriores… aventuras, y se lo dieron a los frailes para que hicieran con ello lo que les viniese en gana, pues sin importarles en qué lo gastasen, seguro que sería en algo que merecería la pena de verdad.

Tras una noche que se había alargado demasiado, decidieron ir todos a dormir. Cuando se levantaron de sus asientos, Dimas quiso preguntarles algo a sus padres, a los frailes:

—Sé… que tal vez no hicimos lo correcto durante un tiempo…, piratear…, pero… creo…

—Dimas… —le interrumpió José—, algún día… y puede que ese día no tarde mucho… —miró a Elías, que sonreía un poco—, tal vez te cuente una pequeña historia…

Elías se fue a dormir pasándose las yemas de los dedos por la ternilla de sus orejas. Y sonrió recordando su pensamiento de hacía solo un rato:

«Estos cabrones se parecen más a nosotros que un reflejo…».