Capítulo XXXVII

Cuando José y Elías llegaron a aquel lugar, antes de encaminarse con las máscaras entre las antorchas, observaron a su alrededor. No vieron nada fuera de lo normal, pero sí lo fue lo que oyeron. Tanto Claudio como Julio, a los dos frailes les hizo gracia cuando se enteraron de que el cochero también tenía nombre de emperador, no pudieron callárselo por más tiempo, y les dijeron algo que sabían. Lo hicieron de forma inocente, buscando solo que sus idolatrados hermanos estuviesen a su lado un par de minutos más:

—Cuando acabéis…, ¿vais a llevaros vosotros dos a esas señoras?

—¿Cómo dices, hijo? —José no estaba seguro de lo que le había querido decir el joven Claudio.

—Verá, señor…, sé cómo funciona la hermandad… cuando se quiere premiar a un hermano con… ya sabe…, no todo es dinero… —Se giró, y tanto él como Julio se rieron un poco—. Le otorgan el favor de una serena… por sus servicios.

Sí, era cierto. Cuando un hermano cumplía alguna encomienda, además de su justo pago, recibía los favores sexuales de alguna mujer. No siempre era así, pero no era nada raro. Por lo general, se trataba de prostitutas. Una mujer de vida alegre cualquiera para calentar la cama del hermano de turno. Pero también había comenzado a suceder, con cierta costumbre, que los favores sexuales no venían solo de prostitutas desconocidas, pues muchas de las serenas que querían subir puestos, se prestaban a ser ellas las que premiasen con un buen revolcón a quien quiera que fuese el hermano que lo precisase, si la orden venía de arriba y se trataba de alguien con un puesto importante: de floreadores para abajo, no. Pero si era por encima, muchas de ellas lo hacían encantadas. Y José y Elías no eran precisamente unos hermanos cualquiera.

José miró confundido a Claudio.

—Hijo, no hemos solicitado tal cosa… ni nos la han ofrecido…

—Bueno…, pues casi me apena, porque esas dos son muy guapas… y se conoce que llevan en la… profesión… bastante tiempo…, creo…, pues las han traído con sus hijos…, uno parece un monstruo… —Claudio se volvió a girar hacia Julio, riéndose.

Elías, en apenas tres o cuatro segundos, se quitó el hábito y cogió a Claudio por el cuello, lo empujó hacia la carreta hasta que la espalda golpeó con fuerza la puerta, su cuchillo apuntó directamente a sus testículos. Julio observaba con pavor aquello sin decir ni pío. José se acercó hasta Claudio y le preguntó mirándole con ira a los ojos:

—¡¿Cómo has dicho?!

—Arrrggghhh… grrrr…

—¡Elías…! ¡Deja que hable…!

Elías aflojó un poco el cuello del joven. Segundos después, habló de nuevo, muy asustado esta vez:

—¡Señor…! ¡Solo le he dicho que les han traído unas serenas para esta noche! —El muchacho miraba de manera alternativa a José y a Elías con pavor—… y… y…

—¡¿Y…?! ¡Vamos! ¡Termina de una vez!

—Y… y unos niños…, uno de ellos es muy feo…, señor, ¡no entiendo nada, señor! ¡No… no sé por qué han traído a los niños…! ¡No sé… no sé… por qué se han enfadado conmigo…! ¡No… no… no entiendo nada, señor…!

¡Maldita sea! Pero ¿cómo habían podido ser tan inocentes? José y Elías, tras las palabras del muchacho, se dieron cuenta de que habían jugado con ellos. Les habían citado en la Cola del Diablo para que llegar hasta la casa abandonada les llevase más tiempo. El tiempo necesario para que algunos hermanos fuesen a La Paloma, y se llevasen a Irene, Eva y los niños. Lo habrían hecho sin ningún problema, pues más de uno y de dos sabían dónde vivían, pues les habían estado protegiendo en la sombra desde que lo hablaron con Portocarreño.

¿Un momento?... ¿Estaba él detrás de esto? No…, ¿o sí…? No. No era probable. La serena destripada en la casita, no le habría animado a volver a intentarlo. Además, al haber hecho un pacto con él, el papa por el rey, a los dos les quedó bastante claro que Portocarreño había quedado conforme con ellos. Sí, les había querido quitar de en medio, pero eso fue antes del pacto. Tras este, miradas frías, conversaciones huidizas, y un trato cada vez más tenue. Pero él no había sido. Ni una sola vez intentó arrebatarle la vida a alguna de las mujeres o a los niños. Entonces…, ¿quién? La respuesta era sencilla: si debían de portar las máscaras de la plaga, en aquella cuadra se encontraría lo más granado de la hermandad. O al menos, una buena parte.

Como una manera de simplificar el trabajo al hermano mayor, pensaron que este no debía de hablar con todos los capataces de España. Dependiendo de cómo eran de grandes las ciudades, en más de una había varios de ellos, así que tomaron una decisión: dividirían España en doce zonas, y en cada una de ellas, el capataz más longevo o el que más méritos había cosechado, estaría por encima de los demás capataces del lugar y, a su vez, solo estaría por encima suyo el hermano mayor. La medida no fue muy aplaudida por los capataces más jóvenes, pero tuvo una gran acogida entre los que más años llevaban en la hermandad: les otorgaba más poder. De esos doce, seis ejercían en la piel de toro y el resto controlaban las diferentes zonas del Imperio. Como la reunión de aquella noche se había hecho de una forma muy precipitada, solo acudieron los capataces que se encontraban en la vieja madre patria, y no en el resto del mundo. De esos seis capataces, el que sin duda tenía, tal vez no más poder pero sí más prestigio, era el capataz al que le asignaban el sillón de la sede: Sevilla. Y se sabía de sobra que postularse a su favor, era siempre bien recompensado. A la fuerza: Sevilla era una mina.

Por lo tanto, él había sido el causante de aquello. Él había sido el que con toda probabilidad había concertado aquella reunión. Él sería quien, sin lugar a error, querría quitarlos de en medio. Con los otros cinco capataces en el bolsillo, habría obligado a Portocarreño a enviar la nota, y este habría tenido que tragar para evitar un cisma, con devastadoras consecuencias, en la cúpula de la hermandad.

Engañarles para matarles, por no cumplir su palabra, lo hubiesen entendido. Quitarles la vida, aun con el pacto con Portocarreño, también. Hubiesen hecho lo imposible para sobrevivir, por supuesto, pero se lo habrían tomado de otra forma.

Faltar a la novena regla, no.

¡Qué era… en el nombre de Dios! ¿Qué era aquello que cualquier hombre que se preciara de ser tal, había de tener siempre por encima, incluso, del Altísimo? ¿Qué era aquello que le otorgaba al hombre la verdadera naturaleza de ser lo que era? ¿Qué era… lo que hacía al hombre… un hombre? Solo una cosa. Ninguna otra.

La sangre. La familia.

Todo hombre en el mundo que se preciara de serlo lo sabía desde siempre. Ese sentimiento no se enseñaba: ese sentimiento formaba parte del alma. Obviarlo o negarlo implicaba no ser un hombre. Ni siquiera un animal. Un hombre que no antepusiese la sangre a absolutamente todo lo demás, no era un hombre: no era nada.

Era cierto que ni las mujeres ni los niños tenían su misma sangre…, pero sí que eran su familia. Y si un hombre consideraba que, aún, cuando por las venas no corriera la misma sangre, otra persona, quien fuera, era su familia… el sentimiento era exactamente el mismo.

Si era sangre, era familia. Si era familia, era sangre.

Querer acabar con ellos utilizando a Irene y a Eva…, utilizando a los niños… Esa noche sí que iba a correr la sangre… aunque fuese la suya propia… No había precio, ni grande ni pequeño, si tu familia estaba amenazada. Ni siquiera la muerte. Eso era ser un hombre. Eso era lo que no hacía falta recordar a ningún hombre del mundo. Eso era lo que todo hombre sabía. Eso era lo que no hacía falta escribir en un libro para seguirlo como una doctrina.

Esa era la novena regla: la regla no escrita.

—Está bien…, Elías, suéltale…

—Gracias…, señor… —Claudio estaba muy nervioso.

—Dime…, ¿dónde los tienen?

—Allí… —Julio apuntó con el dedo hacia un cuchitril un tanto alejado de la cuadra.

Según lo hizo, Elías se perdió en la oscuridad pensando en mandar a la mierda la tercera posibilidad que había pensado: acabar con Portocarreño si las cosas se hubiesen torcido durante la conversación que, sin duda, tendrían. Luego, José se dirigió a los muchachos. Los hizo ponerse juntos y les puso las manos en los hombros:

—¿Queréis tener algo que contar a vuestros nietos?... —No esperó su respuesta—. Julio… en cuanto venga Elías con ellos, los sacas de aquí y los llevas a casa. No te preocupes, ellas te indicarán dónde está una vez llegues a la ciudad… Ni se te ocurra moverte de su lado hasta que lleguemos nosotros. Respondes con tu vida… —Julio asentía nervioso—. Claudio… ponte el hábito de Elías y la máscara… y sígueme… No abras la boca veas lo que veas…, oigas lo que oigas. —Claudio también asintió.

Ambos muchachos hicieron lo que les dijo José sin decir ni pío. Cuando llegaban a la cuadra, el fraile distinguió claramente un magnífico ejemplar que dormía en las caballerizas del rey. No importaba que no llevara la silla de costumbre.

«Pero mira tú por dónde…», pensó José.

Una vez en la calle, todos se veían de sobra las caras, a pesar de la oscuridad. Elías había hecho arder la cuadra con los cuerpos sin vida que dejó atrás aquella noche.

—¿Cómo estaban…? Asustados, pero… bien…, ¿no?

Elías asintió a su hermano. Cuando este vio a Mariana de Neoburgo se sorprendió un poco, pero ni siquiera pensó qué hacía ella allí. Mientras miraban los cinco el fuego, José sí que quería aclarar por qué la reina había acudido esa noche allí. Y cómo demonios era una hermana, y él no lo sabía. Se dirigió a Portocarreño:

—¿Y cómo…?

Portocarreño miró a la reina, y luego habló:

—Verás, José, es un poco difícil de explicar…

—No, es muy fácil… —interrumpió Mariana—, pura supervivencia.

Mariana contó que cuando se vio envuelta en la vorágine de nobles que deseaban ver a su marido muerto, todos comiendo en su mesa para más inri, buscó la forma de tratar de protegerlo… de otra manera. Con sus métodos, los que poseen las mujeres, trató de obtener información sobre cómo entrar en la hermandad: una vez dentro, pediría a los hermanos que la ayudaran. El dinero no sería un problema y seguro que ellos podrían hacer algo más que exorcizar los espíritus de su interior.

Se acostó con su confesor, un hombre con tanto poder entre los miembros del clero y dentro de palacio, seguro que sabía cómo entrar en ella. Sin embargo, no tuvo mucha suerte, pues Portocarreño la dijo, tras acostarse con ella, que no poseía tal información. De modo, que decidió atacar por otro frente: Rocabertí.

Con él, ni siquiera tuvo que acostarse, pues cuando le contó lo que quería, con el inquisidor real directamente enfrentado a Portocarreño, este la contó que su confesor era el mismísimo hermano mayor. Ni qué decir tiene que tras esta información, la reina obligó a su confesor a que la permitiera la entrada en la hermandad, y bajo su protección.

Cuando supo que las verdaderas intenciones de los hermanos eran las de acabar con su marido, y que los encargados de hacer aquello habían de ser los dos frailes, Mariana de Neoburgo estalló de risa en las mismas narices de Portocarreño. Decía que aquello era imposible, que Elías y José eran dos hombres que supuraban bondad por los cuatro costados. Se convenció cuando Portocarreño la dijo que en el último momento se habían negado, que consideraban un despropósito matar a aquel hombre, y que lo cuidarían a su manera hasta que le llegase la hora.

A partir de entonces, los vigiló en la sombra. Lo que les veía hacer, cómo se comportaban con su marido y cómo trataban de esquivar a todo el mundo dentro de la corte, afianzó en su mente la idea de que aquellos hombres, hubiesen venido en un principio a matarle o no, eran dos hombres de bien. Hasta aquella noche, no supo que eran la pareja de hermanos más temida de todas: el Hechicero y el Segador. Que José fuese conocido como el Hechicero… bueno, no la pareció nada extraño. La realidad era que le denominaban así desde hacía solo un par de años. La parecía que pasaba más tiempo en la cocina, preparando cosas para su marido, que con él…, pero que Elías fuese el Segador…, eso no lo habría creído jamás… ni en sueños. Elías…, ¿el Segador? Había oído historias sobre él. Cuando bajaba a la cuadra, algunas veces oía hablar a los jóvenes de un hombre que era la Muerte sobre la Tierra. Uno contó una vez que su padre había luchado en Flandes, y que durante un tiempo, allí no se hablaba de otra cosa: un hombre que había matado a cuatro hombres, en el tiempo de partir la cáscara de un huevo. Dijeron que dejó el ejército y la Garduña lo reclamó.

Una vez muerto Carlos II, Portocarreño la dio a conocer el propósito de los capataces: matar a los frailes. Ya lo habían intentado, pero de manera obvia, sin resultados. Ella estaría presente para comprobar si lo que decían de ellos era o no cierto: quería ver con sus propios ojos si aquellos hombres podrían haber realmente matado a su marido, o si su confesor la había engañado. Cuando supo que habían traído a los niños, y a aquellas dos mujeres, para obligarles a aceptar su propia muerte, quiso tomar parte: se raspó las uñas durante todo el día y echó la raspadura resultante, un polvillo fino que habría cabido en menos de medio dedal pequeño, en el vino que beberían los capataces aquella noche. Casi medio dedal… más que suficiente para hacerles perder la noción del tiempo y del lugar durante horas. Del resto, que se encargaran los frailes, si realmente eran aquellos que decían.

José sonrió meneando la cabeza.

—Vaya…, pues no parece tan sencillo…

Mariana sonrió.

—Hemos de irnos, José…, Elías…

Elías asintió. Portocarreño y Mariana de Neoburgo se fueron de allí. De lejos, vieron cómo caminaban de la mano, casi a la altura de los caballos. Los demás les miraban y, José, riéndose ante Elías, le dijo:

—¡Dios los cría… y… en fin…! Claudio, llévanos a casa.

Una hora después, estaban de nuevo en La Paloma.

Su bienvenida allí fue de todo, menos calurosa. Al menos, nada más llegar. Los niños no habían entendido nada, y estaban en la cama al cuidado de Eva. Gemían de forma entrecortada y balbuceaban preguntando, una y otra vez, si aquellos hombres iban a venir de nuevo. Eva trataba de consolarlos mintiéndoles: les decía que estaba segura de que no volverían a verlos. Bueno, ella creía que verlos de nuevo en el futuro, no sería raro si José y Elías seguían con sus quehaceres entre esas sabandijas. Pero mientras les hablaba, no pensó en la posibilidad de que, realmente, no los volverían a ver.

Sin saberlo aún, todos podían estar bien tranquilos.

Irene se encontraba abajo. Sentada en la mesa, tomaba infusiones con miel sin parar. Estaba muy nerviosa. Nerviosa y cabreada. La posibilidad de que los frailes no volvieran a casa aquella noche, ni nunca, la martilleaba la cabeza sin descanso. Por no hablar de que a ellas dos y a los niños les habían querido quitar los mocos para siempre. Pero… ¿en qué demonios habían estado metidos ahora esos dos? ¡Ahora…! ¡Precisamente ahora que se iban por fin a casa!

Decidió no enfadarse más. Lo hizo casi sin darse cuenta, cuando por su cabeza solo pasaba la idea de qué sería de ella, Eva y los niños, si los frailes no volvían nunca más. En esas estaba, cuando oyó un carruaje llegar a la puerta. Al querer salir rápidamente a la calle, la taza vacía se la cayó al suelo, haciéndose añicos. Allí vio a José y a Elías. Se quedó en la puerta sin salir. Comenzó a gemir. Después, abrazada a sí misma, empezó a llorar. Cuando los frailes llegaron a su altura, se arrojó a los brazos de José. Unos segundos después se soltó de él, y comenzó a pegarle sin parar mientras gritaba histérica:

—Pero ¡qué… qué habéis hecho! ¿Se puede saber qué demonios habéis hecho?...

Ambos frailes, cabizbajos, aguantaban estoicamente los puñetazos de Irene en el pecho, y su reprimenda. Les pegaba una… y otra… y otra vez, mientras les seguía increpando:

—¿Tenéis idea del miedo que hemos pasado…? ¿Sabéis lo mal que lo han pasado los niños? ¡Si les hubiera pasado algo…!

Luego se dio cuenta de que Elías y su ropa estaban bastante manchados de sangre, y se preocupó por él:

—¡Oh! Dios santo…, ¿estás bien? ¿Te han hecho algo?

José la contestó en el momento justo que Eva salía a la calle:

—No te preocupes…, Irene, está bien… —Elías asentía las palabras de José, mirando de manera alternativa a Irene y al suelo—. Ya pasó…

Eva se acercó y les dio un tremendo tortazo con su mano. Ninguno de los dos movió un solo dedo. Lo merecían, estaban seguros: merecían aquello y más. Tras los tortazos, abrazó a Elías sin importarla lo más mínimo que su ropa se manchara de sangre. Miraba a José de arriba abajo para convencerse de que estaba bien. Luego se separó de Elías e hizo lo mismo, mientras les palpaba a los dos por el cuerpo buscando alguna herida.

—Será mejor que entremos…

Los cuatro hicieron caso a José y pasaron dentro. En la entrada se dio la vuelta, y les dijo a Claudio y a Julio que se podían marchar. Los pobres muchachos habían visto todo aquello sin comprender por qué aquellas mujeres vivían allí con ellos.

Una vez dentro, lo primero que hicieron fue subir a ver a los niños. Dormían, al fin. Eva les dijo que seguramente habrían caído rendidos, después de más de dos horas sin parar de llorar. Eso sin contar las horas que estuvieron retenidos. Los frailes se lavaron un poco y las invitaron a sentarse a la mesa. José tenía que hablar con ellas. Tras más de una hora de conversación, José las contó absolutamente todo lo que había pasado aquella noche y por qué.

Las mujeres no pensaron en ningún momento que la noche acabara así, y con ella su estancia en Madrid, pues José puso punto y final a la conversación, contestando a una pregunta de Irene y otra de Eva:

—O sea… que ¿ahora eres el hermano mayor…?

—Sí…, así es…

A Elías, que se lo había explicado en el carruaje al volver a casa, le pareció tan estupenda noticia, que le dio un abrazo tremendo. Luego le sujetó la cabeza con las dos manos mientras le asentía sonriendo, muy contento.

—Y como le he dicho a Elías cuando veníamos, él, y no yo, debería de serlo.

La mirada de Elías, negando con la cabeza, contestó de sobra aquellas palabras.

«De eso nada».

—Eso quiere decir —siguió Eva—… que ¿ahora…?

—Quiere decir… que nos vamos a casa.

Al día siguiente decidieron aplazar su partida. Ninguno había pasado una buena noche y prefirieron esperar un nuevo amanecer. Ninguno salió de La Paloma. José y Elías intentaban comportarse como unos buenos padres con Dimas y Gestas. Jugaron, leyeron y comieron los cuatro juntos. Los niños, un poco más calmados gracias a los juegos, olvidaron de manera momentánea lo sucedido. Las mujeres no, pero ambas creyeron que lo que estaba hecho, hecho estaba ya… y no podían hacer nada para cambiarlo. De modo que rieron abiertamente al ver a los cuatro jugar, y comprobar que los niños no estaban tan asustados. Ellas tampoco, ya que si tenían a aquellos hombres a su lado, el miedo se alejaba un poquito más cada minuto.

La mañana siguiente madrugaron para el viaje. Elías llevaba el carruaje. Partieron al alba. Ni siquiera miraron atrás. Irene cogió a Gestas y le puso en su regazo, como cuando era un bebé. Eva hizo lo mismo con Dimas. Ambos niños estaban un poco adormilados todavía. Cuando los caballos comenzaron a andar, se dieron cuenta de que sí, que de verdad regresaban a casa. Gracias a Dios que todos, absolutamente todos, estaban bien.

Irene miró a Gestas cuando abrió los ojos un poco, asustado al sentir moverse el carruaje.

—Shhhh… tranquilo, cariño, tranquilo…

—¿Dónde…? ¿Dónde vamos…?

El pobre niño se había desvelado un poco. Irene trató de calmarle en voz baja para no despertar a su hermano:

—Duerme, mi vida, duerme…

—Pero… pero ¿dónde vamos?

Irene le pasó la mano con ternura por la cabeza. Le besó en la frente mientras le acariciaba el pelo.

—Vamos a casa.

—¿A casa?

—Sí, hijo…, a casa.

Luego, volvió a pasarle la mano por la cabeza. Elevó la vista, y vio que José y Eva la estaban mirando. Volvió a mirar a Gestas, y comenzó a cantar:

Cuando el viajero sienta miedo,

cuando el camino llegue a su fin,

cuando percibas temor en tus sueños,

olvídalo todo y ven hasta mí.

Si estás lejos y la penumbra

el mundo del hombre no te deja ver,

cierra los ojos y vislumbra

el lugar que te vio nacer.

Vuelve al hogar, vuelve conmigo,

ven hasta mí, soy tu destino.

Vuelve al hogar, vuelve conmigo,

inicio y final de tu camino.

Si los hombres siembran tu duda

o si temes su oscuridad,

volver a casa será tu cura,

ahora y siempre en la eternidad.

Donde la tierra se une al mar,

donde tu gente te recibirá,

donde tus hijos han de medrar,

montes y pastos te esperarán.

Vuelve al hogar, vuelve conmigo,

ven hasta mí, soy tu destino,

vuelve al hogar, vuelve conmigo,

inicio y final de tu camino.

Si un hijo de Mari vaga sin rumbo

perdido en la vasta inmensidad,

que recuerde que hay en el mundo

un lugar al que regresar.

Bella tierra que no olvidará

a los hijos que han de partir,

madre Mari no sufrirá

si tu camino acaba aquí.

Vuelve al hogar, vuelve conmigo,

ven hasta mí, soy tu destino,

vuelve al hogar, vuelve conmigo,

inicio y final de tu camino.

Inicio y final de tu camino…

inicio y final… de tu camino…

Gestas se había dormido. Elías, que también la había oído cantar, y José, lloraban. Eva, sin ser su hogar, también: ver a todos llorando, llenos de dicha por regresar, hizo que se la escapasen las lágrimas. Además…, ahora también iba a serlo.

Volvían a casa.