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—Es precioso —susurro, mirando el diminuto bebé que mi amiga Bianca tiene en brazos.

—Lo sé —dice sonriente, contemplándolo con adoración.

—¿No es increíble? —pregunto.

—Sí, es… increíble. —Aparta la mirada, la sonrisa un poco trémula, los ojos hundidos hasta el cogote tras dos noches sin apenas dormir—. Oye, ¿ya has comenzado a trabajar?

—No, no puedo; ya sabes, la baja por jardinería.

—Oh, claro —dice, entonces hace una mueca de dolor y se calla un momento. No me atrevo a interrumpir sus pensamientos—. Ya encontrarás algo —añade con una sonrisa comprensiva.

He terminado por odiar ese tipo de sonrisa. Estoy en el Hospital Rotunda, una vez más me encuentro visitando a alguien que está haciendo otra cosa. Hace poco se me ha ocurrido pensar que todas mis visitas han sido así. Pasar por el trabajo de una amiga, dejarme caer por una de las clases de mi hermana para observarla, ver a mi padre entretenido con Zara, charlar con las amigas mientras vigilan a sus hijos en la piscina o en el parque infantil. De un tiempo a esta parte, cada vez que veo a alguien soy yo quien interrumpe su vida, porque se trate de quien se trate siempre está atareado con algo —distraído, con un ojo puesto en mí y el otro en su tarea—, mientras permanezco quieta a su lado o frente a él, aguardando pacientemente a que termine lo que está haciendo para contestarme. Soy la persona que permanece quieta en todas las escenas de su vida y he comenzado a verme de lejos cada vez que sucede, como si estuviera fuera de mí, observándome quieta y callada mientras los demás se mueven, se ocupan de sus quehaceres, de sus hijos. Desde que me he dado cuenta de esto he intentado no quedar con nadie durante el día, cuando los demás están en medio de algo y yo no. He intentado fijar citas para salir de noche a cenar, a tomar copas, a horas en las que sé que podemos estar en el mismo terreno, cara a cara, en privado. Pero es difícil, todo el mundo está muy ocupado, hay quien no consigue a nadie que le cuide a los hijos, parecemos incapaces de ponernos de acuerdo en una noche que le vaya bien a todo el mundo, de modo que para coordinar cualquier encuentro hay que esforzarse mucho. Me costó semanas organizar una cena en mi casa el próximo fin de semana. Entonces seré yo quien estará ocupada y los demás podrán quedarse quietos. Entretanto, aquí estoy, en el hospital, sentada junto a la cama de una de mis amigas más queridas, que acaba de tener su primer hijo, y si bien me alegro por ella, faltaría más, y estuve encantada con los nueve meses de su baja por maternidad porque me garantizaban compañía durante el resto del año, sé que la realidad es que no la veré mucho y que, si la veo, ella estará atareada y yo quieta, me sentaré delante de ella o junto a su cama y aguardaré a que esté lista para prestarme atención, lo que siempre hará a medias.

—Tristan y yo hemos pensado…

Bianca irrumpe en mis pensamientos. Me pongo tensa y presiento lo que se avecina.

—No está aquí, pero seguro que no le importará que te pregunte…

Siento pavor, pero adopto una expresión que espero que refleje interés.

—¿Serías su madrina?

¡Anda! La tercera vez en dos meses, debe de ser un récord mundial.

—Oh, Bianca, me encantaría. —Sonrío—. Gracias, es todo un honor…

Corresponde a mi sonrisa, contenta por habérmelo pedido, uno de los momentos más importantes de su vida, mientras en mi fuero interno me siento como si fuese objeto de una obra de caridad. Es como si todos hubieran hecho un pacto para pedirme que sea madrina y así proporcionarme algo que hacer. ¿Y qué haré? Ir a la iglesia y ponerme a su lado mientras ellos sostienen a su bebé, mientras el cura vierte agua, mientras todo el mundo hace algo y yo permanezco ociosa.

—¿Te has enterado de lo que ha hecho el hijo de tu amigo?

—¿Qué amigo?

—Matt Marshall —responde Bianca.

—No es amigo mío —digo, molesta. A continuación, tras decidir que es mejor no discutir con alguien que acaba de dar a luz, pregunto—: ¿Qué ha hecho su hijo?

—Colgó un vídeo en YouTube diciéndole al mundo entero cuánto odia a su padre. Qué humillante, ¿no? Figúrate, hablar así de un miembro de tu familia.

El bebé de Bianca se pone a berrear.

—Este puñetero no para de morderme el pezón —dice ella entre dientes. Su cambio de humor me hace callar de inmediato y las tinieblas invaden la habitación del hospital.

Cambia de postura a su hijo de tres días, agarrándolo como si fuese una pelota de rugby; su enorme teta es más grande que la cabeza del crío y da la impresión de estar asfixiándolo. El bebé mama y vuelve a callar.

Sería un momento casi bonito si no fuese porque veo que a Bianca se le saltan las lágrimas.

La puerta se abre y Tristan, su pálido marido, asoma la cabeza. Ve a su primogénito y su rostro se ablanda, luego mira a su esposa y su rostro se tensa. Traga saliva.

—Hola, Jasmine —me saluda al entrar.

—Enhorabuena, papaíto —digo—. Es precioso.

—Tiene la boca llena de colmillos, eso es lo que tiene —dice Bianca, haciendo otra mueca de dolor.

El bebé berrea de nuevo cuando lo aparta de su agrietado y enrojecido pezón.

—En serio, Tristan —dice Bianca—. Esto es… No puedo… —Arruga el semblante.

Los dejo a solas.

Mientras conduzco me digo que no me interesa ver a tu hijo en YouTube. Me digo que no me rebajaré a tu nivel, que tengo cosas mucho más importantes que hacer que pensar en ti y sumergirme en tu mundo, pero en realidad lo único que tengo que hacer ese día es comprar la cena. Comprar para una persona no me deprime como deprime a algunas de mis amigas solteras. Estoy contenta de estar sola y todo el mundo necesita comer, pero al final se ha reducido a esto. Comer. Comer era algo a lo que tenía que hacer un hueco en mi apretada agenda porque tenía que hacerlo para seguir viva. Ahora es algo que puedo alargar hasta que me ocupa toda la tarde. Llevo unos días deleitándome con platos muy elaborados. Ayer pasé cincuenta y cinco minutos hojeando libros de recetas en Eason’s, pasé sesenta minutos comprando los ingredientes que tardé dos horas y media en preparar y cocinar, y luego cené en veinte minutos. En eso consistió toda mi jornada de ayer. Fue placentero, pero muchas de las cosas que tenía ganas de hacer en mi «tiempo libre» han dejado de ser novedad.

Cuando entro en el aparcamiento del supermercado hace un día sorprendentemente radiante y soleado por primera vez en semanas, aunque siga haciendo frío. Saco el teléfono del bolso y voy directa a YouTube. Tecleo Matt Marshall y de inmediato aparece la opción «Hijo de Matt Marshall». La selecciono. Publicado anoche, ya tiene treinta mil visualizaciones, algo impresionante.

Aunque nunca he visto a tu hijo de cerca, su imagen me resulta familiar enseguida. Es la que veo casi todos los días cuando sale camino del colegio, con la cabeza oculta bajo una capucha, mirando el suelo, con los cascos puestos y el pelo rojo asomando por debajo de la capucha mientras camina desde vuestra casa hasta la parada del autobús. He sido su vecina durante cuatro años y caigo en la cuenta de que ni siquiera sé cómo se llama, pero los comentarios que aparecen debajo del vídeo me dicen que se llama Fionn.

«¡Ánimo, Fionn!».

«Mi padre también es un fracasado, ¡sé cómo te sientes!».

«A tu padre tendrían que encerrarlo por las mierdas que dice».

«Soy psicólogo titulado y me preocupa tu estallido de rabia, ponte en contacto conmigo, por favor. Puedo ayudarte».

«Soy un gran fan de tu padre, ayudó a mi hijo cuando lo estaban acosando en el colegio, ayudó a esclarecer las leyes sobre acoso en Irlanda».

«Que los ángeles curen tu ira interior».

«Tu padre es un fracasado y tú un maricón».

Una pequeña muestra de los comentarios de apoyo que han dejado los espectadores.

Fionn tiene quince años y por su uniforme sé que va al Belvedere, un costoso colegio privado de Dublín. Aunque todavía no lo he visto, sé que esto no les gustará. En la pantalla veo que tiene los ojos pardos, las mejillas y la nariz ligeramente pecosas. Mira hacia la webcam bajando la cabeza, el portátil está inclinado para que se le vea bien y por eso las luces del techo deslumbran la cámara. Abre las ventanas de la nariz como si bufara enfadado. Hay música de fondo, supongo que está en una fiesta, me figuro que borracho. Tiene las pupilas dilatadas, aunque quizá sea a causa de la ira. Lo que sigue son cuatro minutos de bronca sobre lo mucho que le gustaría separarse oficialmente de su fracasado padre, o sea de ti, de quien opina que no es un verdadero padre. Dice que eres una vergüenza, un vago, que su madre es la única que hace que las cosas funcionen, que no tienes talento. Y continúa así, un chico de habla educada intentando mostrarse más duro de lo que es, en un ataque mal construido contra ti, subrayando por qué cree que deberían despedirte y no contratarte nunca más. Es una bronca bastante embarazosa que me hace sentir vergüenza ajena y que miro llevándome las manos a la cara. La música de fondo sube de volumen y también unas voces masculinas. Fionn se vuelve un momento y se termina el vídeo.

Pese a los sentimientos que me inspiras, el vídeo no me proporciona ninguna alegría ni entretenimiento. Me siento mal por haberlo visto, me siento mal por ti, por todos vosotros.

Hago la compra en un periquete, apesadumbrada mientras recorro los pasillos del supermercado. A ratos olvido por qué me siento así, por qué me invade esa sensación de que ha sucedido algo malo que ha afectado mi vida. Entonces recuerdo por qué estoy desanimada e intento quitármelo de encima puesto que no tiene nada que ver conmigo. El problema es que aunque sepa que es una tontería no puedo evitar sentirme vinculada con lo que ha sucedido.

Preparo una cena sencilla, berenjenas con parmesano, y me bebo la última copa de la botella de vino tinto de la noche anterior. Me pongo cómoda para ponderar tu problema como si fuese mío. ¿Qué deberíamos hacer con Fionn, Matt? En tu casa no hay actividad. No veo el coche de tu esposa, todos estáis fuera. Nada.

La luz del dormitorio del doctor Jameson se apaga. No tengo soluciones, Matt.

Me he quedado dormida en el sofá por primera vez en mi vida y en un momento dado me despierto. Por un instante, me siento confusa y no sé dónde estoy; la única luz de la habitación es el parpadeante y mudo televisor. Me levanto de un salto y sin querer tiro el plato y los cubiertos al suelo, rompiendo la copa de vino. Ahora estoy completamente alerta, con el pulso acelerado, y me doy cuenta de qué es lo que me ha despertado. Es el consabido ruido de tu jeep recorriendo la calle a toda velocidad. Evitando pisar los cristales, voy a la ventana y te veo conducir sin miramientos, dando un volantazo para enfilar la entrada a tu casa y, como de costumbre, frenando peligrosamente muy cerca de la puerta del garaje. Solo que esta vez no frenas y chocas de pleno contra ella. La puerta tiembla y vibra, el ruido resuena entre las casas dormidas. Me imagino al doctor Jameson despertándose con un sobresalto, quitándose a tientas el antifaz. Justo en ese momento se enciende la luz de su dormitorio.

La puerta del garaje permanece en pie, la casa no cae encima de tu coche. Mala suerte, la verdad. Durante un rato no ocurre nada. Paradise City sigue sonando a todo volumen. Te veo inmóvil en el asiento del conductor. Me pregunto si estás bien, si el airbag ha explotado y te ha dejado inconsciente. Pienso en llamar una ambulancia, pero no sé si es necesario y el servicio de urgencias podría considerarlo una pérdida de tiempo. Aunque por nada del mundo deseo abandonar el refugio seguro de mi hogar, considero que no puedo dejarte ahí fuera sin más.

Anoche dormiste en el coche sin siquiera molestarte en cumplir con tu rutina habitual de aporrear las puertas y ventanas de tu casa, pero en algún momento entre que me dormí y me desperté, te las arreglaste para entrar. Me pregunto si fue tu hijo quien abrió la puerta. Me pregunto si ya estaba harto y desobedeció las órdenes de su madre de no hacer caso y fue a abrir para enfrentarse a ti. Envalentonado por el vídeo que había hecho, te dijo lo que pensaba de ti. Aunque sé que es extraño, me habría gustado verlo.

Esta noche estás peor que de costumbre. Sospechaba que sería así. Seguro que estás al corriente del vídeo colgado en YouTube. He puesto la radio para ver si era verdad que te habían suspendido y había otro presentador sustituyéndoos a ti y a tu equipo. Tú y todo tu equipo estáis suspendidos por las picantes payasadas del programa de Nochevieja y veo que no has aprovechado el tiempo para pasar una inusual velada entre semana con tu familia o para reflexionar sobre tus actos, sino bebiendo para olvidar. Ha sido extraño no oír tu voz en la radio; te has convertido en sinónimo de esas horas de la noche en casi todas las casas, coches, lugares de trabajo, furgonetas y camiones que efectúan largos trayectos nocturnos. Constatar que te han suspendido no me pone tan contenta como hubiese imaginado, y entonces llego a la conclusión de que quizá sea algo positivo. Quizá te haga pensar en todas las bajezas que has dicho y debatido en tu programa, y en cómo han afectado a la gente y en cómo puedes mejorar para así mejorar la vida de tantas personas sobre las que ejerces tanta influencia. Y esto me lleva a recordar lo que hace que te odie, la verdadera razón de la ira que siento hacia ti.

Hace dieciséis años, en otra emisora y a otra hora, presentaste un debate sobre el síndrome de Down. Abordaba muchos aspectos del mismo y en parte fue informativo gracias a la airada y resuelta mujer que llamó desde Down Syndrome Ireland para explicar la realidad. Lamentablemente, fue considerada demasiado serena y paciente para tu programa y no tardaste en colgarle el teléfono. Los demás participantes fueron un atajo de repulsivos analfabetos ignorantes a quienes se les cedió demasiado tiempo de emisión. En buena medida el debate se centró en la biopsia de corion y la amniocentesis, que es un procedimiento utilizado en el diagnóstico prenatal de cromosomopatías e infecciones fetales. La razón más común para efectuar dichas pruebas es determinar si un bebé presenta ciertas afecciones genéticas o cromosomopatías como el síndrome de Down. Las mujeres que deciden someterse a esta prueba son principalmente las que tienen mayor riesgo de padecer problemas genéticos o cromosómicos, debido en buena medida a que dicha prueba es invasiva y conlleva un pequeño riesgo de provocar un aborto. Entiendo que quisieras mantener esta conversación; es una conversación que merece la pena, podría ayudar a las mujeres a tomar esa decisión si se abordara de una manera madura y honesta, pero no a tu manera, no de la manera en que tu programa trata los asuntos, intentando suscitar controversia y dramatismo. En lugar de tratarlo de una manera madura y honesta, invitaste a una panda de locos para que subrayaran los peores aspectos y expresaran sus opiniones infundadas sobre el síndrome de Down. Por ejemplo, un imbécil anónimo que acababa de descubrir que su novia iba a tener un bebé con síndrome de Down y que quería saber qué derechos lo amparaban para impedirlo.

Yo tenía diecisiete años por entonces, estaba en una fiesta con un tipo que me gustaba desde hacía siglos. Todo el mundo estaba borracho, los padres de alguien se habían ido fuera y en lugar de escuchar música resultó que era guay escuchar a Matt Marshall. Todavía no me importabas; de hecho, pensaba que eras enrollado porque era guay escuchar la clase de cosas que debatías cuando nosotros todavía intentábamos encontrar nuestra propia voz. Pero aquel debate me puso enferma, la conversación salía de los altavoces y llegaba hasta la habitación donde se celebraba la fiesta, y tuve que escuchar a mis amigos, que deberían haber sido más sensatos, y a personas que no conocía y al tipo que me gustaba dando sus opiniones sobre el asunto. Nadie quería tener un hijo con síndrome de Down. Alguien dijo que, puestos a elegir, preferiría a uno enfermo de sida. Lo que oía me asqueaba. Yo tenía una hermana muy guapa durmiendo en casa, con una madre sometida a tratamiento por un cáncer y que estaba más afligida por abandonar a mi hermana que por dejar todo lo demás que constituía su vida, y me resultaba imposible asimilar lo que estaba oyendo.

Me limité a levantarme y marcharme. Los guardias me recogieron en la carretera de la costa. No iba dando tumbos por ahí, pero estaba bastante afectada y el alcohol solo empeoraba las cosas, de modo que me llevaron a comisaría por mi propia seguridad y me amonestaron.

Mi madre estaba enferma, necesitaba descansar. No podía llamar a mi tía después de lo que había ocurrido en las últimas semanas entre su hijo Kevin y yo, de modo que telefonearon a mi padre. Había salido con su nueva novia y fueron a recogerme en taxi, papá de esmoquin y ella con un vestido de noche, y me llevaron al apartamento de él. Se estuvieron lanzando miradas y riendo tontamente durante todo el trayecto. Me di cuenta de que aquella situación les parecía la mar de divertida. Llegamos al apartamento y al cabo de un momento volvieron a salir, lo cual fue una bendición para mí.

Por eso ahora estoy junto a la ventana y observo tu cuerpo inmóvil dentro del jeep sin que me importe que me veas mirando, porque estoy preocupada. Cuando me decido a salir para ayudarte, la puerta del jeep se abre y caes hacia atrás, con el cuerpo boca arriba como si hubieras estado apoyado en la puerta. Te deslizas lentamente y tu cabeza golpea el suelo. Un pie se te ha enredado con el cinturón de seguridad sobre el asiento de cuero. No te mueves. Miro alrededor buscando el abrigo y entonces te oigo reír. Te esfuerzas en desenredar el cinturón de seguridad y tu risa se va desvaneciendo a medida que te irritas y necesitas concentrarte para liberarte mientras la sangre te sube a la cabeza.

Finalmente te liberas y das comienzo a tu numerito, consistente en gritar, pulsar el timbre y aporrear puertas y ventanas. Pero nadie reacciona en la casa. Haces sonar el claxon unas cuantas veces. Me sorprende que ningún vecino te haga callar. Quizás están dormidos y no te oyen. Tal vez tienen miedo, tal vez te observan igual que yo, aunque lo dudo. Los Murphy se acostaron temprano, los Malone nunca dan muestras de irritarse contigo y los Lennon, que viven en la casa contigua a la mía, son tan tímidos que me parece que les asusta enfrentarse a ti. Solo el doctor Jameson y yo parecemos estar molestos contigo. En tu casa reina un silencio absoluto y es justo entonces cuando reparo en que el coche de tu esposa no está aparcado en la calle como de costumbre. Las cortinas no están corridas en ninguna ventana. La casa parece vacía.

Desapareces rodeando la casa y poco después te oigo antes de verte. Reapareces tirando de una mesa de madera para seis. Las patas de la mesa destrozan el césped dejando profundos surcos, como si estuvieras arando. Logras subir con esfuerzo la mesa a la rampa de hormigón que conduce al garaje. La arrastras produciendo un chirrido espantoso que se prolonga casi un minuto. Sesenta segundos de ruido estridente, y veo que al fondo de la calle se encienden las luces de los Murphy. Una vez que has arrastrado la mesa hasta el césped del jardín delantero, desapareces de nuevo en el jardín trasero y haces tres viajes con las seis sillas a juego. En el último regresas con la sombrilla, que no consigues meter en el agujero del centro de la mesa. La arrojas al jardín con gesto de frustración y mientras vuela por los aires se abre como un paracaídas y va a estrellarse contra un árbol. Sin aliento, sacas una bolsa del jeep. La reconozco, es de la tienda de vinos y licores del barrio. Vacías la bolsa, alineas las latas encima de la mesa y después te sientas. Apoyas las botas sobre la mesa de madera y te instalas como si no pudieras estar más cómodo ni más a gusto. Invades mi cabeza con tu voz y ahora encima eres un adefesio, justo enfrente de mi casa.

Te observo un rato, pero finalmente pierdo interés, porque lo único que haces es beber y echar anillos de humo al sereno cielo nocturno.

Te miro mientras contemplas el firmamento, que esta noche es tan claro que se ve Júpiter al lado de la Luna, y me pregunto en qué estarás pensando. Qué hacer con Fionn. Qué hacer con tu trabajo. ¿Será que no somos tan distintos después de todo?