9

Una semana más tarde de lo prometido Johnny y Eddie por fin terminan de levantar el enlosado. Ponen tantas excusas y motivos técnicos que no sé por dónde comenzar a discutir con ellos, pero al menos cien metros cuadrados han quedado despejados para plantar césped, mientras que el resto del jardín sigue siendo de mi amado pavimento. Mi padre me dice que me quede con las losas que han arrancado del suelo porque cree que tienen valor, de modo que las guardo en un pequeño contenedor para escombros en el acceso al garaje. Sus creencias las confirma el repentino afán de Johnny por ayudarme a deshacerme de ellas. Intento pensar para qué podría utilizarlas, pero en realidad no tengo ni idea y sospecho que acabaré tirándolas.

El jueves papá y Leilah nos invitan a almorzar a Heather y a mí. Los lunes Heather trabaja en un restaurante, limpiando mesas y llenando el lavavajillas; los miércoles trabaja en el cine, acompañando a los espectadores a sus asientos y limpiando los restos de palomitas y demás porquería después de cada sesión, y los viernes trabaja en el bufete de un abogado, donde se encarga de echar el correo, destruir documentos y hacer fotocopias. Le encantan sus tres empleos. Los sábados por la mañana asiste a su clase de música y arte dramático y los jueves acude a un centro de día donde pasa el rato con sus amigos. Solo tiene libres los jueves y los domingos, y, habida cuenta de mi horario de trabajo, el domingo era nuestro día. Así ha sido durante los últimos diez años. Iría hasta el fin del mundo con tal de no perderme ese día con ella. Nuestras actividades varían; a veces tiene en mente propósitos muy concretos, otras veces está muy callada y deja que decida yo. Vamos mucho al cine, le gustan mucho las películas de animación y sabe de memoria todas las frases de La sirenita. A veces lo único que quiere hacer es sentarse ante el televisor y verla una vez tras otra. Mi regalo de Navidad fue ir a ver Disney on Ice. El primer acto estaba dedicado por entero a La sirenita y nunca he visto a Heather tan callada, tan absorta en algo. Fue estupendo; estar con ella siempre es estupendo. Cuando Úrsula, la Bruja del Mar, salió al escenario, un enorme pulpo hinchable se deslizó por el hielo y sonaron música maligna y risas socarronas. Mucho niños rompieron a llorar y me preocupó que Heather se asustara, pero me estrechó la mano y me susurró «Todo acaba bien, Jasmine», y así supe que estaba cuidando de mí, que le preocupaba que yo tuviera miedo. Es mi hermana mayor y me protege constantemente aunque yo crea que soy quien la protege a ella. Cuando terminó el espectáculo y se encendieron las luces y se vio el revoltijo de palomitas y granizados Slush Puppie que cubría el suelo y se acabó la magia, me miró, con las manos en el pecho, encima del corazón, los ojos arrasados en lágrimas, enormes detrás de sus gruesas gafas, y me dijo: «Estoy emocionada, Jasmine. Estoy muy emocionada».

La adoro, me encanta todo lo que tiene que ver con ella. Lo único que cambiaría de ella es el desasosiego que siente a menudo debido a su hipertiroidismo, que a veces se le manifiesta en forma de fatiga, pereza e irritabilidad. No le quitaría los ojos de encima, pero no me lo permite. Tras años de intentar enseñarle cosas de manera que pudiera entenderlas, lo que finalmente he aprendido acerca de mi hermana es que ella siempre ha sido y siempre será la maestra y que yo soy su discípula. A menudo se expresa con poca claridad, aunque por lo general la entiendo, y tiene problemas de audición y dificultades con las habilidades motoras, es capaz de decir el nombre de cada uno de los personajes de cada una de las película de Disney, así como de los autores y cantantes de cada canción. Le encanta la música. Tiene una buena colección de vinilos; pese a que sabe lo que es un iPod y un iPad, sigue siendo una chica de la vieja escuela y prefiere sus discos. Es capaz de decirte los músicos que tocan los instrumentos, quién ha producido y quién ha hecho los arreglos de cada canción. Lee la letra pequeña de todos los álbumes y ofrece esa información a la primera de cambio. En cuanto advertí que tenía esta afición, se la fomenté, y sigo fomentándosela comprándole música y llevándola a conciertos. Cuando yo tenía catorce años le presenté a Eddie, un niño con síndrome de Down. A Eddie también le encantaba la música, sobre todo la canción Blue Suede Shoes, de Elvis. Mientras hablaba con su hermana me enteré de que, como le gustaba tanto esa canción, le dejaban ponerla una y otra vez, lo cual molestaba al resto de la familia. Pero ninguno de ellos podía estar tan molesto como yo; me enfureció que fueran incapaces de entender que a aquel niño le gustaba la música, no solo esa canción. No estaban ayudándolo a sacar lo mejor de sí mismo. Cuando Heather comparte las cosas que sabe, la gente siempre se queda sorprendida e impresionada. ¿Y qué sucede cuando ve que los demás están impresionados con ella? Como todos nosotros, florece.

Lo más admirable, casi mágico de Heather, es su percepción de la gente, más concretamente su percepción del modo en que los demás la perciben. Por el modo en que Heather se comporta sé lo que piensan de ella. Puede leer el pensamiento de los desconocidos como ninguna otra persona que yo haya conocido en mi vida. Cuando habla con alguien que le tiene lástima o que quiere eludirla, se encoge, casi desaparece, se convierte en una persona con síndrome de Down porque sabe que es lo único que ven en ella. Cuando está en compañía de alguien a quien le tiene sin cuidado el síndrome de Down, como los niños antes de que aprendan a burlarse, o de alguien que tiene experiencia con la enfermedad, resplandece totalmente, alcanza su plenitud, se convierte en Heather, la persona. A menudo se percata de estas cosas antes que yo, y he aprendido a entender a los desconocidos, o al menos sus opiniones, a través de Heather. Tiene la habilidad de ir directa a la verdad. Muchos niños poseen esta virtud, pero tal vez la perdemos a medida que crecemos. Heather, en cambio, la ha ido puliendo con la edad y, como resultado, tiene un sentido del bien y el mal muy afinado.

Llevo a Heather en coche a casa de papá, Leilah y Zara, un apartamento de tres habitaciones en Sutton Castle. Construido en 1880 por la familia Jameson —ningún parentesco con el doctor Jameson, que yo sepa—, el castillo se encuentra entre tres hectáreas y media de jardines con vistas a la bahía de Dublín. Antes era un hotel al que solíamos ir a almorzar en familia los domingos. Lo reformaron en la época del boom inmobiliario y el edificio principal se dividió en siete apartamentos. Es una casa impresionante que Leilah, con su estilo bohemio, cuida a las mil maravillas. Con treinta y cinco años, Leilah es poco más o menos de la misma edad que Heather y yo. Sin embargo, dista mucho de ser amiga mía. Es una mujer joven que se casó con mi padre y por eso siempre me preguntaré qué le pasa. No tengo problemas con Leilah, pero la distancia es mi amiga y ahí es donde la mantengo. A Heather, en cambio, le resultó simpática de inmediato, y la cogió de la mano en su primer encuentro, lo cual provocó que Leilah se ruborizara. Ni Leilah ni papá sabían que ese gesto era el mayor cumplido que habría podido hacerle. Heather ha percibido mis sentimientos hacia Leilah a la perfección y, aunque nunca lo hemos hablado, intenta buscar cosas que esta y yo tengamos en común, como una madre que intentara que dos niñas se hicieran amigas en una fiesta. Resulta adorable y enternecedor, y es un rasgo suyo que me encanta. A pesar de que nosotras dos lo aceptamos por Heather, curiosamente nos ayuda bastante a comunicarnos.

Zara abre la puerta disfrazada de pirata. Agita un puño en alto con un garfio en una mano y grita:

—¡Qué tal, colegas!

Advierto que Heather saca pecho a mi lado. Heather le tiene cariño a Zara, aunque le provoca cierta inseguridad. Zara, a sus tres años, tiende a ser temperamental. Sus ruidosas protestas, sus llantos repentinos o incluso su entusiasmo pueden perturbar mucho a mi hermana.

—¡Bien! ¿Qué tal tú?

Me arrodillo para abrazarla, a pesar de sus reproches de pirata y sus amenazas de obligarme a saltar por la borda, y termino tendida en el suelo con ella a horcajadas sobre mí y la punta del garfio en el cuello. Heather nos esquiva con rapidez y se dirige por el pasillo hacia la sala de estar.

Zara aprieta el garfio de plástico contra mi piel y arrima su cara a la mía.

—Dile a Peter Pan que lo busco, y también al hada pequeñita que va con él.

Me fulmina con una mirada aviesa, se levanta de un salto y echa a correr por el pasillo.

Me quedo sola, tendida en el suelo, riendo.

En esta ocasión he traído un kit de hacer pulseras para Heather, que se sienta a la mesa y se concentra en ensartar las cuentas. Zara tiene ganas de jugar a lo mismo, y aunque le explicamos con calma que no es un juguete, que es de Heather, que ella ya tiene sus juguetes —y el nuevo equipo de veterinaria que le regalé—, le da un berrinche, lo que pone a Heather sumamente tensa. Veo que encoge los hombros mientras continúa ensartando cuentas, y las mejillas se le encienden a medida que los gemidos de Zara aumentan de volumen. La voz de Leilah es serena y firme, y se lleva a la pequeña de la habitación. Me quedo junto a Heather, con un codo en la mesa, y la miro fijamente.

—¿Qué estás haciendo, Jasmine? —pregunta.

—Mirarte.

Sonríe.

—¿Por qué me miras?

—Porque eres guapa —contesto.

Sonríe con timidez, negando con la cabeza.

—¡Jasmine!

Me río y sigo mirándola. Suelta una risita nerviosa, pero finalmente vuelve a concentrarse en la pulsera que está haciendo. Zara regresa sin hacer ruido; se ha quitado el parche y veo una expresión de tristeza en sus ojos enrojecidos. Con una piruleta en la mano, se sienta en su rincón de la habitación y juega con el equipo de veterinaria que le regalé, hablando consigo misma en frases mal construidas en las que emplea al azar palabras que nos ha oído decir. Heather le echa un vistazo rápido y se concentra en sus cuentas. Hacerles compañía es grato durante veinte minutos mientras las dos están concentradas, mientras Leilah prepara el almuerzo. No estoy siendo perezosa, ambas sabemos que lo mejor es que me quede en la sala con Zara y Heather por si surge un nuevo conflicto.

Llega olor a ajo desde la cocina, donde Leilah está condimentando el cordero. Corta unas ramitas de romero de las macetas de hierbas de la terraza, hace agujeritos en la carne y le clava el romero. Mi padre no se encuentra en casa; está jugando a golf y regresará a la hora de almorzar, de modo que pongo Enredados, la única película que Zara consentirá ver, y me acomodo en el sofá para pasar una hora sin hacer nada. Me despierto al notar que alguien me da besitos en la cara. Heather me está sonriendo, y verla es la manera más bonita de despertar.

—Ha llegado papá, Jasmine —anuncia.

Estoy grogui, descalza y con el vestido subido hasta la cintura, ¿y quién entra detrás de papá en la sala de estar sino el mismísimo Ted Clifford? Ted mide más de un metro noventa y es ancho de espaldas. Llena el vano de la puerta y noto que Heather, a mi lado, se pone tensa. En realidad, todo el mundo se pone tenso, incluso Leilah, que pierde la compostura por un instante para demostrar que no sabía que Ted nos visitaría.

—Ted —dice, sin disimular su sorpresa—. Bienvenido.

—Hola, Leilah —contesta él, y acto seguido le da un beso húmedo y un abrazo demasiado familiar—. Espero que no te importe que me sume a vuestro almuerzo. ¡Peter ha perdido y eso significaba que tenía que invitarme! —Suelta una carcajada.

Leilah sonríe, pero me percato de lo que oculta su sonrisa por la tirantez de los labios, las señales de advertencia en sus ojos. Papá se enoja un poco.

—Esta debe de ser Zara —añade Ted, bajando la vista hacia la pequeña. Desde su posición en el suelo, esta lo observa como si estuviese ante el gigante de Las habichuelas mágicas. Luego mira a Leilah con una expresión de inseguridad a medio camino del llanto y la risa, pero Ted hace caso omiso y la coge en brazos para plantarle un beso en la cara. Leilah se la quita de los brazos diplomáticamente y Zara envuelve con fuerza la cintura de Leilah con sus piernas y entierra el rostro en el cuello de su madre para esconderse del gigante. Entretanto, papá luce una sonrisa radiante y yo estoy furiosa porque esto no ha sido una coincidencia: Ted y yo en la misma habitación apenas dos semanas después de que papá planteara la cuestión de pedirle que me buscara un empleo. Leilah trabaja dos medias jornadas cada semana para poder pasar esas tardes con Zara, papá está jubilado, yo estoy desempleada, Heather tiene un día libre: es lógico que nosotros almorcemos juntos un jueves, pero no tiene sentido que Ted esté aquí. Debería estar trabajando. En cambio, ha hecho acto de presencia para hablar conmigo. Noto que estoy montando en cólera y a duras penas soy capaz de mirar a papá a los ojos.

—Ya conoces a mi hija, Jasmine —dice, haciendo un ademán para señalarme.

Ted me da un repaso y comenta lo mucho que he crecido desde la última vez que nos vimos. Ted tiene sesenta y cinco años, no tiene excusa para tratar a una mujer a la que dobla la edad como si acabara de llegar a la pubertad y, encima, para su propio regocijo. Es evidente que no lo sorprende que esté aquí. En cuanto a esto, o estoy paranoica o tengo razón. Nos damos la mano y procuro no pasar de ahí, pero él tira de mí para darme un beso húmedo y acto seguido me encuentro secándome la mejilla. Leilah me mira, comprensiva.

—Y esta es Heather —dice papá.

Como en un aparte. No dice esta es mi hija Heather, nada de señalarla extendiendo el brazo, ningún gesto grandilocuente. Soy muy susceptible en lo que atañe a Heather, mucho. Creo que está claro por la manera en que te trato a ti. De modo que no siempre sé si lo que siento sobre el trato que le dispensan otras personas es real o está agudizado, o si simplemente estoy proyectando mis temores. Es probable que en mi opinión todo el mundo cometa errores al tratar con ella. No obstante, considero que en treinta y cuatro años papá ha hecho muy poco por superar el embarazo que siente al presentar a Heather a desconocidos, sobre todo a los que admira y respeta, personas como Ted, por el que siempre ha tenido una vergonzante devoción de colegial, constantemente tratando de complacerlo, de venderle su empresa para terminar malvendiéndosela porque se trata de Ted y no querría que Ted pensara que no está en onda. No significa forzosamente que se avergüence de Heather porque no es tan insensible, pero es consciente del hecho de que hay quien se incomoda en presencia de Heather. Lo resuelve prestándole la menor atención posible, restándole toda importancia, como si así todo el mundo fuera a estar más cómodo. Por descontado, su aparente falta de cariño por su hija surte el efecto contrario. Se lo he planteado en un sinfín de ocasiones, pero piensa que soy demasiado emotiva e irracional.

—Ah —dice Ted, impostando la voz—. Bueno, no voy a dejarte al margen, ¿verdad? —añade, y alarga el brazo para darle la mano.

Es un gesto arriesgado.

Estudiando a Heather he aprendido que todos los individuos, aun teniendo alguna discapacidad, son seres sexuales. Asegurarme de que Heather, cuyo desarrollo físico sobrepasa con creces su desarrollo emocional, entienda los aspectos físicos y, más todavía, los psicológicos de la sexualidad siempre me ha preocupado. Es un aprendizaje continuo, ahora más que nunca, puesto que desea tener novio. Lo último que quiero es que la rechacen o se burlen de ella, por no mencionar cualquier clase de maltrato.

Para ocuparnos de esto, desde pequeñas aprendimos el concepto de los Círculos, un sistema que permite categorizar los distintos niveles de relación personal e intimidad física. El motivo por el que alguien como Ted me preocupa es que tiene una idea equivocada de la intimidad, visto cómo ha cogido a una niña de tres años, ha estrujado a la esposa de su amigo y me ha dado un repaso, y ahora no quiere que Heather se sienta marginada. Me parece que en esta ocasión mi querida hermana estaría encantada de quedar al margen.

El Círculo Púrpura Privado representa al individuo; en este caso, Heather. El Círculo Azul de los Abrazos es el siguiente. Representa a la gente más próxima a la persona del Círculo Púrpura, tanto física como emocionalmente, y es donde los abrazos son la norma; este círculo nos incluye a mí, a papá, a Zara y a Leilah. A continuación viene el Círculo Verde del Abrazo Distante, al que pertenecen los amigos íntimos y los parientes en general. A veces los amigos querrán estar más cerca, pero Heather debe indicarles, con toda exactitud, el lugar que ocupan. Después viene el Círculo Amarillo del Apretón de Manos, para amigos y conocidos cuyo nombre sabemos, seguido del Círculo Naranja del Saludo con la Mano, que corresponde a conocidos más distantes, como los niños que quieran abrazar y besar a Heather, que sabe que no debe permitirlo y a los que, en cambio, debe saludar con la mano. En este nivel de intimidad no existe ningún contacto físico ni emocional. Finalmente está el Círculo Rojo de los Desconocidos. No se intercambia ningún contacto físico o conversación con las personas de esta categoría, excepto si se identifican mediante una insignia o un uniforme reconocibles. Si alguien intenta tocarla cuando no quiere que la toquen, Heather debe decir «basta». Hay personas que siempre serán desconocidas.

Heather y yo somos muy estrictas en este aspecto, por muy incómoda que pueda sentirse la gente. Aunque papá sabe que el código de círculos existe, fue mamá quien nos lo enseñó. Papá nunca se implicaba en esta clase de cosas.

Observo el modo en que Heather contempla la mano que le tiende Ted. Parece un tanto confusa. Me consta que sabe lo que debe hacer, pero me mira en busca de apoyo.

—Naranja, Heather.

Aunque personalmente preferiría mantenerlo en la zona roja.

Heather asiente, se vuelve hacia él y lo saluda con la mano.

—¿Solo un saludo con la mano? —dice Ted, como si hablara con una niña y no con una mujer de treinta y cuatro años.

Ted se aproxima y estoy a punto de interponerme entre ellos cuando Heather levanta la mano.

—Párate. No estás en mi Círculo Azul de los Abrazos.

Ted, sin embargo, no se lo toma en serio. Se ríe entre dientes sin tener en cuenta lo que ha dicho Heather y la envuelve en un abrazo de oso. Heather se pone a gritar en el acto y a intentar apartarlo de sí.

—¡Jasmine! —exclama papá mientras intento liberarla de los brazos de Ted. Leilah reprende a papá. Zara rompe a llorar y Heather sigue gritando como una loca.

Ted retrocede con las manos en alto como si fuese la víctima de un atraco, diciendo por encima del alboroto:

—Vale, vale, solo quería ser simpático.

Papá se deshace en disculpas con Ted, procurando que se siente a la mesa, ladrando a Leilah que le sirva algo de beber y lo ponga cómodo, pero Leilah no le hace caso.

—¿Está bien Heather? —pregunta Leilah a mi lado.

Heather sigue gritando, acurrucada entre mis brazos, y sé que lo mejor que podemos hacer es marcharnos. No querrá sentarse a la mesa estando él aquí, después de que haya roto una regla tan importante.

—Tampoco hay que exagerar —dice papá, siguiéndonos al recibidor.

Heather esconde la cabeza en mi pecho, abrazada a mí, y me digo que ojalá papá se callara. Me está hablando a mí, pero quizá piense que es a ella a quien se lo dice.

—Papá, Heather le ha dicho que no.

—Solo ha sido un abrazo, caray.

Me muerdo la lengua. No sé ni por dónde empezar a regañarlo y, antes de que se me ocurra qué decir, estalla.

—¡Es la última vez que organizo algo! No voy a hacerlo nunca más. Estoy harto —dice, montando en cólera de una manera que no había visto en años—. ¡Se acabó!

Nos señala a Heather y a mí y después la mesa del comedor, como si todo este episodio hubiese ocurrido otras veces y fuese culpa nuestra.

—Bonita excusa —replico, y salgo.

Le propongo a Heather que venga a pasar la noche en mi casa, pero rehúsa la invitación, dándome una maternal palmadita en la cara antes de bajar del coche, como si lamentara que el incidente haya sido demasiado para mí. Es más feliz en su propia casa, rodeada de sus cosas.

Yo, por mi parte, regreso a casa sola.