24

Vigilo tu casa toda la noche. Vigilo tu casa como un halcón, más de cuanto lo haya hecho hasta ahora, y eso es decir mucho. Te veo en la sala de estar con todas las luces encendidas mientras ves la televisión. Algún tipo de encuentro deportivo dominical, según deduzco por la manera en que te yergues en el sillón a la expectativa para después desplomarte decepcionado. Cada vez que te levantas y te mueves por la casa, temo que vayas a buscar la carta, pero no, haces honor a tu palabra y te respeto por ello, a pesar de que lo que he hecho y lo que voy a hacer no merecen ese respeto. Pero tú no lo sabes.

Aunque estoy tensa solo de pensar lo que voy a hacer, como ayer me acosté tarde y bebida me cuesta mantener los ojos abiertos, mantenerme alerta. La pastilla para el dolor de cabeza me provoca somnolencia y las cinco tazas de café me espabilan al mismo tiempo que me causan una especie de mareo. Finalmente, cerca de la medianoche, se apagan las luces de la sala de estar y veo que subes a acostarte. Estoy lista para ponerme en acción, pero la luz del dormitorio se enciende y permanece encendida, igual que el televisor, y comprendo que me aguarda otra noche en vela. Me quedo dormida. A las tres de la madrugada me despierto, vestida, y me asomo para ver qué ocurre en tu casa. Todas las luces están apagadas.

Ha llegado la hora.

La calle entera está silenciosa, todo el mundo duerme profundamente, incluso el ejecutivo, especialmente el ejecutivo con la importante y ajetreada mañana de lunes que le aguarda. Cruzo la calle con sigilo y voy derecha a la puerta principal de tu casa con la carta original en la mano, ahora manchada de vodka con Coca-Cola, y las llaves que guardo en el cuenco de los limones. He pensado en la posibilidad de que hubiera un sistema de alarma, pero en los ocho meses largos que he estado viéndote entrar y salir no he visto el menor indicio y, además, el código seguramente estaría en el llavero. Meto la llave en la cerradura sin hacer ruido y gira suavemente. Estoy dentro. Me quito los zapatos y me detengo en la entrada, adaptando la vista a la oscuridad, mientras el corazón me palpita desbocado en el pecho. No solo he irrumpido en una casa a tontas y a locas, sino que tengo un plan, he dispuesto de toda la noche para trazar un plan. Y llevo una linterna.

Empiezo por la mesa de la entrada. Encima hay sobres, facturas abiertas y sin abrir, y una postal de tía Nellie, que está de vacaciones en Malta. Abro el cajón, ni un sobre.

Paso a la cocina, que está sorprendentemente limpia y ordenada. En el fregadero hay unos vasos y platos que has dejado para mañana, pero nada que resulte ofensivo. En el frutero hay tres plátanos negruzcos y un aguacate verde. Ni una carta. Me tomo mi tiempo para registrar los cajones de la cocina. Todo el mundo tiene un cajón de sastre en la cocina y lo encuentro: individuales, pilas, menús de comida para llevar, facturas nuevas y viejas, la garantía de un televisor, tarjetas de felicitación, dibujos de los niños. Ni una carta. Hay una pizarra blanca sin una sola anotación; seguramente no se usa desde que Amy se fue de casa. Ni un recordatorio, ni una lista de la compra, ninguna comunicación necesaria en una casa ajetreada porque ahora solo estás tú. De repente te compadezco, viviendo solo en este hogar familiar vacío que antes estaba tan lleno de vida. Pienso en el hombre al que abandonó Amy y no me da lástima, se lo merecía, pero a ti, a ti te compadezco. Eso me estimula para seguir buscando la carta.

Paso al cuarto de la tele. Huele a café y a vinagre, olores que explican las bolsas de comida para llevar que te vi traer a casa a las ocho de la tarde, antes de que me dispusiera a entrar por primera vez. Ha sido una buena lección. Me ha enseñado a aguardar, a ser paciente. Dirijo la linterna hacia la estantería. Libros, DVDs; te gustan los thrillers policíacos. Veo que incluso tienes Turner and Hooch. Hay fotos enmarcadas en los estantes, fotos de familia, bebés, vacaciones, excursiones de pesca, excursiones a la playa, primeros días de colegio. Me pregunto por qué Amy no se las ha llevado y lo considero una prueba de que regresará hasta que la linterna ilumina las paredes desnudas, salpicadas de alcayatas, y me doy cuenta de que esas fotos son lo único que ha abandonado, aparte de a ti. Me sorprende ver un diploma de psicología a tu nombre y una foto enmarcada de ti con la toga de licenciado y el pergamino en la mano, pero entonces recuerdo cómo me miras a veces, cómo intentas leerme el pensamiento como si me vieras el alma y cómo te gusta analizarme, igual que analizas a los demás, y todo cobra sentido. Tu rostro me sonríe desde debajo del birrete, como si acabaras de decir una grosería. Ya eras descarado, por aquel entonces.

Creo oír movimiento arriba y me paralizo, apago la linterna, contengo la respiración en el oscuro silencio y escucho. La casa está silenciosa. Vuelvo a encender la linterna y sigo hurgando en los compartimentos del escritorio que hay en el rincón, de cara al patio trasero. Fotos viejas, el seguro del coche, comprobantes, llaves sueltas, ni una carta. Estoy evitando ir arriba por razones obvias. Es mi último recurso, el peor de los casos, pero para tratarse de una casa familiar, el escritorio está sorprendentemente ordenado, sin papeles amontonados ni correo acumulado. Tal vez no tenga más remedio que subir. Intento imaginar dónde guardarías algo como esto. En un archivo, no; demasiado aséptico, demasiado impersonal. Has tenido ganas de leerla y eso significa que la has tenido a mano, donde puedas comprobar regularmente que la tienes, tocarla, volver a mirarla. Si no está en el bolsillo del abrigo que hay colgado en la barandilla, tendré que subir.

No está en el bolsillo de tu abrigo.

Tomo aire profundamente y entonces creo oír otro ruido en la parte trasera de la casa, en la cocina, y aguanto la respiración, temerosa de que alguien me oiga exhalar. Me está entrando pánico, necesito exhalar y el pulso en mis oídos suena tan fuerte que me impide escuchar y oír lo que ocurre en la habitación contigua, de modo que exhalo lenta y entrecortadamente. Esto es ridículo, me consta. Debería estar durmiendo en mi casa, no fisgando en la tuya. Haberte observado durante tantas noches me ha llevado a creer que tenía derecho a hacerlo; quizá sea una acosadora, quizá sea esto lo que sienten los acosadores, que sus actos son completamente normales. Pero entonces pienso en tener que explicarte que he escrito la carta y me veo incapaz, de modo que tomo la determinación de subir por la escalera. Cruje en cuanto piso el primer peldaño y me quedo paralizada. Doy marcha atrás. Tiene que haber algún lugar aquí abajo donde pueda encontrar la carta sin tener que entrar sigilosamente en tu habitación mientras duermes, cosa de por sí escalofriante. Y entonces tengo un pensamiento, un recuerdo lejano de algo que dijiste sobre cómo dejaste la bebida.

—Tengo una foto de mi padre en el frigorífico. Eso me ayuda cada vez que lo abro para coger una bebida.

—Qué bonito.

—En realidad, no. Era un alcohólico empedernido. La foto está ahí para recordarme que no quiero ser como él.

Dirijo la linterna hacia el pasillo y avanzo deprisa y segura hasta la cocina. Creo que el frigorífico es la solución. Estaba lleno de dibujos y diplomas de gimnasia, pero no he comprobado si estaba la carta. Levanto la linterna para iluminar la puerta del frigorífico y veo el sobre, el sobre auténtico con la carta falsa, y sonrío feliz, pero ¡bum! Algo duro me golpea un lado de la cabeza, lo noto sobre todo en el oído, me atiza en la cara y me caigo al suelo como un saco de patatas, las piernas inertes debajo de mí, gritando de dolor. Oigo pasos en la escalera y lo único que se me ocurre es que me ha atacado un ladrón. He sorprendido a un ladrón y ahora tú estás bajando hacia el peligro y la confusión y tengo que avisarte, pero antes tengo que coger la carta del frigorífico y cambiarla por la original, y podría hacerlo si no fuese por el daño que me hace la cabeza y la sustancia pegajosa que me cubre la cara.

—¡Te dije que aguardaras! —te oigo susurrar, y me quedo perpleja. ¿Tú también andas metido en esto? ¿El robo de tu propia casa? Pienso en un fraude a la aseguradora y que he entrado en territorio hostil, y, si no estás implicado (aunque sin duda lo estás puesto que le susurras cosas a tu cómplice, que me ha aporreado y al parecer ha entrado en la casa por la puerta de la cocina), significa que corro un gran peligro. Tendría que huir. Pero antes tendría que cambiar la carta de la puerta del frigorífico. Levanto la cabeza del suelo y tengo la sensación de que todo se mueve debajo de mí. Aunque la habitación sigue estando a oscuras, la luz de la luna entra por la ventana hasta el suelo embaldosado. Su reflejo ilumina la puerta del frigorífico y vivo un momento surrealista en el que creo que la luna y el universo entero están de mi parte, alumbrándome el camino, guiándome. Pero no puedo moverme.

Gimoteo.

—¿Quién es? —preguntas.

—No lo sé, solo lo he golpeado.

—Encendamos la luz.

—Primero tendríamos que llamar a la policía.

—No. Podemos encargarnos de esto nosotros mismos, enseñarle un par de cosas a este tipo.

—Yo no apruebo…

—Vamos, doctor Jota, qué sentido tiene un servicio de vigilancia del barrio si no podemos…

—Vigilar, no maniatar y torturar.

—¿Con qué le ha golpeado? ¡Por Dios! ¿Con una sartén? Le dije que cogiera un palo de golf.

—Me atacó antes de lo que esperaba.

—Un momento, intenta largarse. Se está arrastrando…

De repente se enciende la luz.

—¡Jasmine! —exclamas.

—Oh, Dios mío; oh, Dios mío —dice el doctor Jameson.

La luz es tan intensa que no veo nada y mi cabeza… ¡Jesús, mi cabeza!

—¿Ha golpeado a Jasmine?

—¿Cómo iba a saber que era ella? Dios bendito.

—No pasa nada, cariño —dices, y entre los dos intentáis levantarme y alejarme del frigorífico, cosa que me hace gemir, y no solo de dolor. Veo la carta que se va alejando de mí mientras me lleváis de la cocina al sofá. Estaba tan cerca…

—¿Qué está diciendo? —pregunta el doctor Jameson, arrimando su oreja sobredimensionada a mi boca.

—Dice algo sobre el frigorífico —contestas, poniéndome la cabeza encima de un cojín, todo tu rostro transido de preocupación.

—El frigorífico no es mala idea, Jasmine. Traeré hielo.

El doctor Jameson se va corriendo.

—¿Habrá que ponerle puntos?

¿Puntos?

Me examinas la cabeza y veo los pelos rubios de tu nariz. Hay uno blanco e hirsuto y tengo ganas de arrancarlo.

—¿Qué sartén ha utilizado? —preguntas al doctor Jameson.

—Antiadherente, aluminio Tefal —dice, regresando con provisiones para mi cabeza—. Tengo el juego completo. Cinco cupones SuperValu y solo tienes que añadir quince euros. Hago unas tostadas francesas de muerte con ella —dice, arrimando su cara a la mía, concentrado en lo que hace. Huele a azúcar cande.

—Jasmine, ¿qué demonios estabas haciendo? —preguntas, sin salir de tu asombro.

Carraspeo para aclararme la garganta.

—He usado mis llaves, pensaba que había un intruso. Debía de ser el doctor Jota —digo con un hilo de voz, cerrando los ojos mientras él me va dando toques en la cabeza—. ¡Au!

—Lo siento, querida. No era yo porque me he puesto en contacto con Matt en cuanto he visto tu linterna —dice el doctor Jameson.

—Jasmine —dices en un tono grave de advertencia—. Escúpelo.

Suspiro.

—Me equivoqué al darte la carta. La de Amy. La que te di la había escrito yo. Para otra persona. Las confundí. Me confundí de sobre.

Abro un ojo para ver si te lo tragas.

Tienes los brazos cruzados sobre el pecho, me estás mirando, formándote un juicio sobre mí. Llevas una camiseta descolorida de los Juegos Olímpicos de Barcelona 92 y calzoncillos a rayas. Pareces desconfiar de mi historia, pero no del todo. Todavía podría dar resultado. De repente das media vuelta y te vas a la cocina.

—No la abras —chillo, y el grito empeora mi dolor de cabeza.

—Un momento, no te muevas —dice el doctor Jameson—. Ya casi he terminado.

Traes el sobre. No me gusta tu mirada. Es esa mirada pícara de niño travieso. Vas dando golpecitos con el sobre contra la palma de la mano, despacio, rítmicamente, mientras caminas de un lado a otro delante de mí. Vas a jugar conmigo.

—Bien, Jasmine. Has entrado en mi casa a escondidas…

—Tenía la llave.

—… para recuperar una carta que dices que escribiste para otra persona. ¿Por qué no me lo dijiste sin más?

—Porque tenía miedo de que la abrieras. Es muy personal y no me fío de ti.

Levantas un dedo.

—Plausible. Bien hecho. La habría leído.

El doctor Jameson me indica que sostenga la bolsa de guisantes congelados encima de mi cabeza cuando me incorporo para enfrentarme a ti. Se sienta a mi lado.

—A mí también me parece plausible —dice. Lleva el pelo revuelto, las cejas sin cepillar, unos zapatos de cuero muy elegantes y un chándal que no le había visto hasta ahora; obviamente, lo primero que ha encontrado al levantarse de la cama.

—¿Qué pasa, esto es un juicio?

—Sí —dices, mirándome con los ojos entornados mientras vas de acá para allá.

Eres un histrión.

—¿Seguro que no me he lesionado la cabeza? —pregunto al doctor Jameson.

—¿Te duele el cuello?

Lo muevo.

—Sí.

Se acerca y se pone a palparme el cuello.

—¿Te duele aquí?

—Sí.

—¿Te duele aquí?

—Sí.

—¿Te duele aquí?

—Sí.

Te detienes y me miras.

—¿A quién va dirigida tu carta?

Me quedo helada. Analizo la situación. Seguro que lo comprobarás.

—A Matt —contesto.

Te ríes.

—Matt —repites.

—Sí.

—Menuda coincidencia.

—De ahí la confusión.

Me acercas el sobre y alargo el brazo. Queda justo fuera de mi alcance, a milímetros de las puntas de mis dedos cuando lo retiras y lo abres.

—¡No! —rezongo, y me tapo la cara con un cojín.

—Léela en voz alta —dice el doctor Jameson, y le tiro el cojín y agarro otro para esconderme.

—«Querido Matt» —dices, de nuevo con descarada picardía, una voz que rezuma sarcasmo, pero a medida que lees en silencio para ver lo que sigue, el sarcasmo se esfuma. Haces una pausa. Levantas la vista hacia mí y después sigues leyendo con tu voz normal.

—«Todos tenemos momentos significativos en nuestra vida, períodos que han influido sobre cambios pequeños o grandes en nuestro carácter. En mi caso se me ocurren cuatro momentos destacados: el año en que nací, el año en que me enteré de que moriría, el año en que murió mi madre y ahora tengo uno nuevo, el año en que te conocí».

Me cubro la cara. Me está volviendo todo a la memoria.

—«He oído tu voz cada día, escuchado las palabras sucias con las que expresas tus pensamientos desabridos y me he formado un juicio sobre ti. No me gustas. Pero me demuestras que puedes creer que conoces a alguien y, sin embargo, no conocerlo en absoluto.

»Lo que he aprendido es que tú eres más, más de lo que finges ser, más de lo que crees que eres. Eres menos buena parte del tiempo, pero al ser menos, los demás se han alejado de ti. A veces pienso que te gusta hacerlo y eso también lo entiendo. Las personas heridas hacen daño a los demás».

Carraspeas y te miro entre los dedos de mis manos, pensando que quizá te pondrás a llorar.

—«Pero cuando piensas que nadie te escucha o que nadie te presta atención, eres mucho más. Es una pena que tú no lo creas o no se lo demuestres a las personas que amas».

El resto lo lees con voz temblorosa y sigo mirándote a hurtadillas. Estás sinceramente conmovido y me alegro, aunque paso una vergüenza tremenda. Te observo leer.

—«El año en que te conocí, me encontré a mí misma. Deberías hacer lo mismo, pues creo que encontrarás a un buen hombre».

Dejas de leer y reina un prolongado silencio en la sala.

—Vaya, vaya —dice el doctor Jameson con los ojos brillantes.

Carraspeas de nuevo.

—Bueno, seguro que quien sea este Matt apreciará mucho lo que le has dicho.

—Gracias —susurro—. Eso espero.

Me levanto para cogerte la carta de la mano, pero te niegas a soltarla. Pienso que estás jugando conmigo, pero cuando mis ojos se encuentran con los tuyos me doy cuenta de que estás serio. Me rozas la mano. Asientes con agradecimiento, un sincero y conmovido agradecimiento.

Correspondo con una sonrisa.