27
Monday, tú y yo estamos sentados de lado en un sofá, comiendo Stroopwafels, en la inmaculada sala de estar del doctor Jota, que huele a albahaca y limón debido a la jardinera de albahaca que tiene en el alféizar de la ventana y al limonero de un rincón soleado. El perro está tumbado al sol, mirándonos perezosamente con ojos aburridos. No es la primera vez que estamos todos aquí, en realidad es el tercer sábado consecutivo que hemos estado presentes en sus entrevistas a posibles acompañantes para el día de Navidad.
No hemos sido tan crueles como para no invitarlo nosotros. Tú fuiste el primero en hacerlo, si bien es cierto que estás intentando ganar puntos delante de Amy, que sigue sin hablarte, a la espera de una señal de que has cambiado, de que efectivamente te las has compuesto. Según parece es una nota que ya ha escrito unas cuantas veces a lo largo de vuestra vida en común, siendo una de ellas cuando intentaste proponerle matrimonio por tercera vez pero te volviste a acobardar. Ves su nota como una intervención, una especie de círculo de apoyo para vuestro matrimonio. Lees entre las escasas líneas una pista oculta que indica que al final regresará contigo, pero estamos en agosto y sigue sin haber mucha comunicación entre vosotros. Creíste que Amy pensaría que tu invitación al doctor Jameson demostraba cuánto habías cambiado, y en cambio consideró que tu amabilidad era una falta de consideración, que, como de costumbre, eras incapaz de anteponer tu familia a tus propias necesidades y que no querías pasar el día de Navidad con ella. Tenía una buena lista de cosas que decirte, una noche oí como las detallaba a gritos, una noche en la que el ejecutivo se guardó mucho de quejarse. Seguro que el doctor Jameson también la oyó, cosa que hizo mucho más fácil, a la par que incómodo, rechazar tu ofrecimiento. Que su vecino y mejor amigo de la calle no pudiera invitarlo a comer el día de Navidad tuvo que ser otro duro golpe para el pobre doctor, a quien de pronto veo envejecido y cansado, por más que intente aparentar que lo pasa la mar de bien.
—Al menos le está hablando —dijo Monday, cuando estábamos tumbados en la cama, oyendo como discutíais en la mesa del jardín, pensando, con la petulancia de nuestra incipiente relación, que era imposible que nosotros alguna vez llegáramos a hablarnos de esa manera.
Pero es que abordaste el tema en un mal momento, tus travesuras en los premios radiofónicos te habían convertido en noticia otra vez y habías echado por tierra cualquier oportunidad de conseguir el gran empleo que esperabas conseguir en una de las pocas emisoras rivales que te tomarían en consideración. Eres un riesgo demasiado grande. En lugar de lo que esperabas, te han ofrecido trabajo en una emisora local poco conocida que transmite solo en Dublín, pero al menos tienes tu propio programa, «The Matt Marshall Show», de las doce a la tres de la tarde, para hablar de los temas del día. Tu comportamiento tendrá que ser intachable. Comenzaste hace dos semanas y has tenido la amabilidad de organizar que Heather trabaje en tu despacho un día cada semana, cuestión de la que hablamos cuando acudiste al círculo de apoyo de mi hermana. El nuevo programa significa que has sufrido un tremendo recorte salarial y que no cuentas con el mismo equipo que antes, de modo que te lo has replanteado todo desde cero y Amy va a volver a trabajar, pero creo que aunque haya sido forzoso, el cambio os hará bien a los dos. Si lo sabré yo.
He desconectado de lo que está diciendo la joven que tengo delante. Decir que es una hippy New Age sería grosero y desdeñoso, pero actualmente vive en un árbol a fin de evitar que unos promotores inmobiliarios lo talen porque es el hábitat de una especie poco común de caracol. Admiro sus firmes creencias: los caracoles necesitan personas como ella para protegerse de personas como yo, pero al hacerlo impide que los promotores construyan un hospital infantil sumamente necesario. Ojalá hubiera gente que luchara tanto por los niños como lo hacen por los caracoles. Dudo que el doctor Jameson tenga tanta empatía con los caracoles como ella espera: se comen las lechugas de su huerto. Esto no es lo que impide que me concentre, es tener a Monday al lado, tan cerca que noto el calor que irradia a través de su camiseta, que es suave y fina y casi traslúcida. Bajo la vista hacia la izquierda y lo miro de reojo. Me pesca y me lanza una mirada que ahora conozco bien, cargada de anhelo, y pienso que es un desperdicio desperdiciarlo. Me acaricia la palma de la mano con el pulgar, solo una vez, y con eso basta. Lo deseo. Me mira como si deseara tomarme aquí y ahora. Casi cedería si no fuese porque pienso que estarías haciendo la crónica durante todo el acto.
Es septiembre y el día es húmedo, bochornoso, como si anunciara tormenta; un tiempo que provoca dolor de cabeza, que vuelve locos a los animales y a ti. Espero que llueva porque mi jardín necesita riego. Al otro lado de la calle, el señor Malone lleva una hora sentado a solas en el banco de su jardín, con una taza de té en las manos. Si no pestañeara de vez en cuando, pensaría que está muerto, pero está así casi todos los días desde que murió la señora Malone, a quien un segundo derrame cerebral le quitó la vida hace ya tres semanas. Me la imagino sembrando en el jardín, a gatas con su falda de tweed, después la imagino tal como era después del primer derrame, sentada en el jardín mientras el señor Malone le leía, y ahora no veo nada, solo a él solo, y se me saltan las lágrimas.
Monday vuelve a mirarme, preocupado, me estrecha la mano y mi deseo aumenta todavía más. Oficialmente no se ha mudado a mi casa aunque bien podría hacerlo, pasa conmigo casi todas las noches, incluso tiene un espacio reservado en el armario y su cepillo de dientes y útiles de afeitar en el cuarto de baño. Las noches que no se queda conmigo —cuando nos decimos que debemos tomarnos las cosas con calma, ver a nuestros amigos, salir de noche por separado— son una tortura, miro sus cosas y deseo que estuviera conmigo. Tiene un perro, Madra, un labrador que se comporta como si fuese el amo del lugar y se ha adueñado de mi sillón favorito, cosa que no me importa puesto que ahora me tiendo con Monday en el sofá, e incluso se queda conmigo las noches que Monday no está, desbaratando así el propósito de mi sacrificio. A veces sigues necesitándome por la noche, pero nada que ver con antes. Algunas noches miro por la ventana y espero oír el ruido de tu jeep circulando a toda pastilla por la calle con los Guns N’ Roses a todo volumen, pero nada que ver con antes.
Invité al doctor Jameson a pasar el día de Navidad conmigo, aunque si pudiera ocupar mi sitio mientras yo me quedo en casa le estaría muy agradecida, pues pasaremos el día de Navidad con la excéntrica madre de Monday en Connemara y el de San Esteban en Dublín con mi familia. Esta semana nos hemos reunido para hablar de las ganas que tiene Heather de preparar la comida de Navidad dado que será la primera vez que Jonathan se una a nosotros. Las dos vamos a asistir a un curso de cocina para aprender a preparar la comida de Navidad perfecta. Ni Monday ni yo tenemos muchas ganas de celebrar la Navidad. Si pudiera tener a Heather para mí sola, por supuesto que sería una delicia, pero no puede ser. El doctor Jameson nos ha recordado que el acoso familiar es mejor que estar solo. Viendo por lo que está pasando a fin de tener un poco de compañía un día en el que tanta gente sostiene que desea estar sola, me inclino a estar de acuerdo con él.
—Muy bien. —Das una ruidosa palmada mientras ella está a media frase, incapaz de seguir soportando su cháchara. Monday y yo nos asustamos, estábamos absortos en nuestros respectivos mundos—. Me parece que ya basta de este rollo —dices, y Monday se ríe.
La señora te mira horrorizada y ofendida, y yo amortiguo el golpe mostrándome cortés cuando la acompaño a la puerta.
—Bien, ¿qué opináis? —pregunto al regresar.
El doctor Jameson me mira.
—Me parece… que olía a musgo.
Monday vuelve a reírse. Lo hace mucho, como si pensara que no nos damos cuenta, como si fuésemos un atajo de bichos raros de la tele y nos estuviera viendo y pasándolo en grande. Olvida que en realidad también lo vemos.
—Bueno, todavía queda una más —digo, tratando de levantar el ánimo a todos. El doctor Jameson parece estar más abatido que nunca.
—No. Ya basta —dice en voz baja para sus adentros—. Ya basta.
Se levanta y se dirige al teléfono de la cocina. La casa no es de planta abierta como la tuya y la mía, conserva la distribución original de los años setenta, con las baldosas originales y lo que parece el papel pintado original.
—No cancele la cita —digo, cuando descuelga el auricular y busca el número en un bloc de notas.
—¿Cómo se llama? —pregunta, leyendo los nombres y números—. ¿Rita? No, Renagh. ¿O es Elaine? No me acuerdo. —Pasa unas cuantas páginas—. Ha habido tantas…
—Son casi las tres, doctor Jota, no tardará en llegar. Ya habrá salido, no puede cancelar la cita.
—Llega un coche —dice Monday desde la sala de estar.
El doctor Jameson suspira cansado y cierra el bloc de notas. Me consta que se ha rendido y me parte el corazón. Se quita las gafas y las deja colgando de la cadena que lleva al cuello. Todos nos acercamos a la ventana, tal como hemos hecho con todas las visitas anteriores, y observamos. Hay un Mini Cooper amarillo aparcado delante de la casa. Una señora mayor con una chaqueta de punto y un sombrero lila pálido mira al frente fijamente. Es grande y adorable como un oso de peluche.
—Olive —dice de pronto el doctor—. Así se llama.
Lo miro, procurando disimular mi sonrisa.
Olive mira la casa y acto seguido pone en marcha el motor.
—Se va —dice Monday.
—No, no se va —dices tú, tras unos segundos sin que se haya movido.
—¿Qué hace ahí sentada? —pregunto.
—Me parece que se está rajando. Si la dejamos tranquila un momento, seguro que se asusta y se va —dices—. Eso la descarta por usted.
El doctor Jameson la observa un momento y sin decir palabra sale de la casa. Lo vemos bajar por el sendero de su jardín y aproximarse al coche.
—Va a decirle que se largue —dices—. Ya lo veréis.
Suspiro. Tu humor es deliberadamente inapropiado y, aunque estoy acostumbrada a ti y a tus sutilezas, sigo encontrándote agotador.
El doctor Jameson rodea el coche hasta la ventanilla de Olive y llama con delicadeza. Le dedica una dulce y alentadora sonrisa de bienvenida, una tierna mirada que no le había visto hasta ahora. Ella lo mira, agarrando el volante con tanta fuerza que tiene los nudillos blancos. Me fijo en cómo afloja las manos mientras examina el rostro del doctor Jameson. El motor se apaga.
—Creo que deberíamos dejar a solas a estos dos —digo, y tú y Monday me miráis confundidos—. Vámonos.
Mientras tiro de vosotros por la rampa del garaje, el doctor Jameson no pone objeciones a que nos vayamos. Nos despide alegremente con la mano mientras conduce a Olive hacia la casa. Sonrío al ver que estás un poco dolido.
El mismo día, entrada la tarde, me deslizo a un asiento contiguo al de mi padre en el centro cívico de nuestro barrio para ver cómo entregan a Heather su cinturón naranja de taekwondo. El cinturón naranja significa que el sol está empezando a salir y, tal como ocurre con el amanecer, solo se aprecia la belleza del sol naciente en lugar de su inmenso poder. Esto significa que el principiante solo ve la belleza del arte del taekwondo, pero que aún no ha experimentado el poder que le confiere su técnica. Tengo la sensación de que yo también merezco ese cinturón.
Zara está sentada en el regazo de Leilah al otro lado de papá, de modo que por una vez no actúa como puente entre nosotros.
Heather me ve, se le ilumina el semblante y saluda con la mano. Diríase que nunca se pone nerviosa ante los retos de la vida, los ve como una aventura, las más de las veces los provoca ella misma, cosa que no podría ser más inspiradora.
—Papá —digo—. En cuanto al trabajo…
—No te preocupes.
—Bueno, quería darte las gracias.
—No he hecho nada. Se acabó. Ya han cubierto la vacante.
—Ya lo sé. Pero gracias. Por pensar que habría sido capaz de hacerlo.
Me mira como si fuese tonta.
—Claro que habrías sido capaz de hacerlo. Y seguramente lo habrías hecho mejor que el tío que han contratado. Pero te negaste en redondo a ir a la entrevista. ¿Te suena de algo?
Sonrío para mis adentros. Es el mayor cumplido que alguna vez me haya hecho.
Heather comienza su demostración.
—Ahora que me acuerdo, encontré esto. —Mete la mano en el bolsillo de atrás y saca una foto, ligeramente arrugada en las esquinas y alabeada por su culo—. Estaba mirando fotos viejas de Zara y me topé con esta. Pensé que te gustaría.
Es una fotografía del abuelo Adalbert Mary conmigo. Estoy plantando semillas, muy concentrada, ninguno de nosotros mira a la cámara, en su jardín de atrás. Debo de tener cuatro años. En el reverso, con la letra de mi madre, pone: «Papá y Jasmine plantando girasoles, 4 de junio de 1984».
—Gracias —susurro, con un nudo en la garganta, y papá aparta la vista, incómodo ante mi súbita emoción. Leilah me alcanza un pañuelo de papel, parece contenta, y Heather comienza su demostración.
Al llegar a casa enmarco la foto y la pongo en el muro de recuerdos de mi cocina. Un momento capturado cuando mamá estaba viva, cuando no habían plantado al abuelo Adalbert Mary en la tierra y cuando yo no sabía que me iba a morir.