23
Mientras caminaba de regreso a casa después de acompañar a Heather a la parada del autobús, debido a su insistencia en que no condujera porque, en su opinión, estaba alterada, ha sido cuando he cobrado consciencia de lo que has dicho. Finalmente, al disponer de un momento para pensar a solas, te oigo dándome las gracias por haberte dado la carta anoche. Se disparan todas las alarmas y me paro en seco. Hay algo realmente aterrador en que te digan que has hecho algo que no has hecho. Primero pienso que te equivocas, sé que te equivocas. He intentado darte la carta de tu esposa muchas veces y me la has devuelto o me has pedido que te la leyera. Está en el cuenco de los limones porque tú eres un limón, ambos estuvimos de acuerdo en este punto. Pero… Pero… Has dicho anoche. Me has dado las gracias por haberte dado la carta anoche.
Por eso pienso que no pude ser yo puesto que anoche estaba hecha un guiñapo, bebiendo para encontrar el genio oculto en el fondo de una botella de vodka. Tal vez tu esposa te haya entregado otra carta y tú creas que te la di yo, pero no lo comentaste cuando anoche estuvimos sentados a la mesa de tu jardín, cosa que me lleva a creer que te fue entregada después de nuestro encuentro. Y si tu esposa fuese la responsable lo sabría porque estuve despierta hasta las seis de la madrugada, bebiendo, y la habría oído, la habría visto. Demonios, habría cruzado la calle a la carrera para invitarla a hacer galletas.
—Buenos días, Jasmine —saluda el doctor Jameson, irradiando jovialidad—. Oye, estoy pensando en organizar una pequeña velada la noche de San Juan. Una barbacoa en mi casa para celebrar este verano tan bueno que estamos teniendo. ¿Qué te parece? El tipo del número seis no me ha contestado, ahora voy a probar suerte otra vez.
Me mira y se produce una prolongada pausa.
Mi mente trabaja a toda máquina, haciendo tictac mientras repasa lo acontecido.
—¿Estás bien, Jasmine?
De repente salgo disparada, corriendo como una loca, salto por encima de los aspersores del señor Malone hasta mi casa. Una vez dentro me detengo, jadeando, y miro en derredor en busca de pistas. La sala de estar sigue siendo el escenario del crimen de la desastrosa reunión de hace un rato, la cocina es la versión infantil del escenario del crimen con marcas de ceras de la sesión de coloreado y plastilina seca pegada a la mesa, a las sillas y al suelo. El cuenco de los limones. El cuenco de los limones está vacío. No faltan limones ni las llaves de tu casa, sino la carta. Pista número uno.
Subo corriendo e inspecciono mi dormitorio como es debido por primera vez. La cama está hecha deprisa, pero parece normal. El armario de la mesita de noche contiene la botella de vodka vacía y… la carta que te escribió Amy, abierta. Me tiro en plancha a la cama y la cojo. La he leído en algún momento entre las dos y las seis de la madrugada. Seguramente cerca de las seis. El lapso de tiempo del que no guardo recuerdo alguno. Buscaba algo que me orientara. Había esperado encontrar inspiración, palabras de aliento y amor. Aunque estuvieran dirigidas a otra persona, y cuando he abierto la carta que Amy te escribió con pluma he encontrado lo siguiente:
Matt:
Compóntelas como puedas.
Amy
Me enfurecí. De eso me acuerdo. Lloré decepcionada con Amy, con el mundo. ¿Y? No recuerdo qué hice a continuación. Creía que me había dormido, pero ¿por qué está aquí y no en tu casa la carta que dices tener?
Entorno los ojos, recorro la habitación con la vista. Tiene que haber alguna pista. Debajo del tocador veo una bola de papel arrugado. Veo una papelera llena a rebosar de bolas de papel arrugado. Y de pronto tengo miedo de mirar más de cerca. Pero tengo que hacerlo.
Me pongo a gatas y, gimiendo, abro la bola de papel.
Querido Matt:
No puedo decirte cara a cara por qué te abandono. He pensado que no me escucharías…
—Oh, no —gimoteo—. Jasmine, eres idiota.
Abro un papel tras otro, leyendo distintas versiones del mismo comienzo, algunas completamente diferentes, todas ellas horriblemente inapropiadas, garabateadas bajo el efecto del alcohol, que reflejan lo que pienso que Amy debería haberte dicho, lo que creo que te habría motivado, avergonzada de mi sentimiento de odio hacia ti. No tengo la menor idea sobre qué versión ha cruzado la calle, pero me alegra que al menos ninguna de las que acabo de leer en diagonal haya salido de este dormitorio. Tengo ganas de tirarme en la cama histriónicamente y aullar. Lo que debería hacer es cruzar corriendo la calle, admitir la estupidez que cometí mientras estaba borracha. Lo comprenderás. Pero no me veo capaz de hacerlo y no lo hago. Creía que el día de hoy no podía caer más bajo; resulta que sí que podía y lo ha hecho. Tengo que recuperar esa carta, deshacer esta tontería, conseguir un empleo, dejar de comportarme como una loca.
Suena el timbre y me llevo tal susto que sigo oyendo su ruido estridente y los latidos de mi corazón durante un buen rato. Me siento como si me hubiesen pillado con las manos en la masa. Paralizada como un ciervo ante los faros de un coche, permanezco en mi dormitorio sin saber qué hacer. Has leído la carta. Me has pillado.
Miro por la ventana y veo tu cabeza. Me abrazo y bajo a la entrada. Lo admitiré todo. Haré lo que es debido. Abro la puerta y te sonrío nerviosa. Tienes los brazos en jarras y tuerces el gesto. Cambias de expresión un momento.
—¿Vuelves a estar borracha? —preguntas.
—No.
Silencio.
—¿Lo estás?
—No.
Convencido, vuelves a torcer el gesto.
—¿Has visto gente entrando y saliendo de casa del doctor Jota?
Me dejas confundida. ¿Qué tiene que ver él con la carta? Trato de encontrar una conexión.
—Si estás borracha, dilo y ya está —dices.
—No lo estoy.
—No me importará. Solo me será más fácil comunicarme contigo. Puedo decir las cosas de otra manera. Hablar más despacio.
—No he bebido una puñetera copa —te espeto.
—Mejor. Bien, ¿has visto a esa gente entrando y saliendo?
—¿Por qué? ¿Está dando una fiesta y no te ha invitado? —respondo, más relajada al saber que no me has pillado… todavía.
—Algo está haciendo, desde luego. Cada media hora. Desde las doce.
—Por Dios, realmente necesitas encontrar un empleo —digo, dándome cuenta de que ahora te pareces a mí.
—Una mujer ha llegado a las tres. Se ha quedado media hora. Cuando se ha ido ha llegado un hombre a las tres media y se ha ido justo antes de las cuatro, y una pareja ha llegado a las cuatro y media. Después…
—Sí, creo que capto lo de las medias horas.
Ambos cruzamos los brazos y observamos la casa del doctor Jota. En la casa de al lado, el señor Malone está leyendo The Field de John B. Keane a la señora Malone, que está sentada en una tumbona con una manta sobre las rodillas. Interpreta muy bien a los personajes de la obra. Cada día le lee un cuarto de hora, reanuda sus tareas en el jardín y después regresa y retoma la lectura donde la ha interrumpido. Lee con una voz que da gusto oír. La señora Malone siempre mira al infinito con los ojos perdidos, pero el señor Malone no se achanta y le habla con su voz bondadosa, comentando el tiempo y el jardín y sus propias cavilaciones, como si estuvieran manteniendo una animada conversación. Es bonito ver cómo lo sobrelleva, pero a mí me entristece.
Un coche dobla la esquina, entra en nuestra calle sin salida y el corazón me palpita y se me encoge el vientre incluso antes de verlo. Pero sé que es él. O presiento que es él. O espero que sea él. Monday baja del coche.
—Bueno, si lo de esta mañana no lo ha desalentado, nada lo hará —dices, y sonrío.
Monday camina a largas zancadas, haciendo girar las llaves del coche con un dedo.
Espero que captes la indirecta cuando te fulmino con la mirada para que te vayas, pero no lo haces, o lo haces pero no te vas. Tienes algo que verificar.
—Hola —dice Monday, acercándose a nosotros.
—¿Olvidaste algo? —preguntas a bocajarro pero sin malicia, más bien travieso.
Monday sonríe y me mira directamente a los ojos, de nuevo con dulzura, con ternura, y el estómago me da volteretas.
—En realidad, sí.
—Estamos vigilando la casa del doctor Jota —dices, y explicas el asunto de las visitas cada media hora que tan preocupado te tiene. Monday se pone a mi lado y también observa la casa, la piel de su brazo roza la del mío, olvido por qué demonios estamos vigilando esa casa y en cambio me concentro en la electricidad que me recorre el cuerpo entero debido a ese leve contacto. Monday observa la casa y yo combato contra el impulso de mirarlo, pero pierdo, le lanzo miradas furtivas cada vez que puedo, sus ojos avellana con motas verdes observan la casa del doctor Jota. Entonces, justo cuando creo que puedo mirarlo con más detenimiento sin ponerme en evidencia, se vuelve de súbito y esos ojos se posan en los míos. Me mira con picardía como si supiera que me ha pillado, después te dirige una mueca, mofándose de la intensidad con la que vigilas la casa.
—Allí abajo. ¡Mirad! —dices, volviendo a la vida de repente, rompiendo nuestro momento, y te alejas de la pared—. ¿La veis?
—Mmm —dice Monday, bajando por la rampa del garaje para ver mejor a la mujer de aspecto sospechoso que se aproxima por la calle—. Esto pinta mal.
—Lo que yo decía —dices, aliviado al tener a alguien de tu parte—. Ha pasado gente de todo tipo —agregas—. Casi todos de aspecto muy raro.
—A lo mejor está entrevistando a asistentas —digo.
—¿Querrías que esa mujer limpiara tu casa? —preguntas.
—La limpiaría a fondo, dejándote desplumada —dice Monday, y tengo que sonreír al ver cómo os asociáis para convertiros en los Turner y Hooch del vecindario. Por cierto, tú eres Hooch[10].
—Quizá no venga a ver al doctor Jota —digo, observándola. Lleva un chándal Adidas y zapatillas de deporte nuevas. Está borracha o drogada. Supongo que drogada; tiene pinta de heroinómana.
—Podría ser una fan de tu programa —digo.
La mujer estudia las casas, mirando los números, y entra en el jardín del doctor Jameson. Monday se echa a correr hacia la acera para verla de cerca. Tú lo sigues. Me pego como una lapa a vosotros. ¿Qué otra cosa puedo hacer? Cruzamos la calle y decidimos sentarnos a la mesa de tu jardín, desde donde veremos mejor la casa del doctor Jameson y podremos oír si se arma alboroto dentro. Al menos esto es lo que decidís tras una breve discusión sobre si irrumpir en la casa o no. Urdís la excusa que contaréis si tenéis que llamar a su puerta. Un plan de evacuación que os llena de entusiasmo a los dos.
—¿Ya has leído la carta? —te pregunto con fingida indiferencia.
—¿Qué carta?
—La que te di.
—No. Todavía no.
—He estado pensando. Quiero leértela, después de todo. Siempre que tú quieras, claro.
Me miras pensativo, receloso. Monday también.
—Será mejor que no estés solo. Quién sabe cómo reaccionarás. Lo estás llevando muy bien, no quiero que te vayas de cabeza al pub, eso es todo. Deberías tener compañía al leerla, si no la mía, la de cualquier otra persona.
Me consta que no se lo pedirías a nadie más, pero lo que he dicho te vuelve menos suspicaz y pareces estar sinceramente agradecido.
—Gracias, Jasmine.
—¿Por qué no me la das ahora?
—¿Ahora?
—Claro. —Encojo los hombros con desenfado—. Cuanto antes te la quites de en medio, mejor. —Miro a Monday para explicarle la situación—. Su esposa lo abandonó. Dejó una nota. No quiere leerla. Cosa muy acertada. —Te miro otra vez a ti—. Debería leerla yo. Deberías dármela.
Monday disimula una sonrisa, tapándose la boca con la mano. Tiene dedos largos y bonitos. Dedos de pianista.
—Bueno, no sé —dices, asustándote un poco que precipite las cosas.
—¿Por qué no?
—Estoy pendiente del doctor Jota.
—La leeré mientras vigilas.
No lo haré. La quemaré en cuanto me la entregues. La cambiaré astutamente por la auténtica. Prefiero salvarme que preocuparme porque vayas a leer la espantosa carta de tu esposa.
—Los niños. No quiero que lo oigan.
Estoy a punto de decir que los niños no andan cerca, pero me chafan el plan. Los dos rubiales vienen del jardín del número seis con el ceño fruncido.
—¿Qué ocurre? —preguntas, yendo a su encuentro.
—¿Qué has hecho? —me pregunta Monday, con una expresión divertida.
—Nada —contesto, con cara de póquer.
Monday se ríe y niega con la cabeza, chasquea la lengua como si yo fuera una niña traviesa. Me gusta y no puedo evitar reírme con él. Me conoce bien, y eso me gusta. Hacía tiempo que nadie me conocía de esta manera. Aparte de ti, claro, que arrancaste mi cartel de no molesten aprovechando que estaba distraída.
—No ha comprado ninguno —dice Kris.
—Es el único de la calle —dice Kylie.
—¿Qué no ha comprado? —pregunto.
—Nuestro perfume. Lo hicimos con pétalos y agua.
—Y hierba.
—Y una araña muerta.
—Excelente —digo.
—Compraste dos frascos —me dices—. Me debes cinco euros.
Entonces es cuando me doy cuenta de que han montado un tenderete en la rampa del garaje, consistente en una mesa plegable cubierta con un mantel de papel a cuadros rojos y una silla. Hay frascos de una sustancia marrón con cosas flotando dentro y un cartel anuncia que cada frasco vale cincuenta céntimos. Que te deba cinco euros es un misterio, pero habida cuenta de que he falsificado una carta de tu esposa que te ha abandonado, te perdono.
—¿Qué os ha dicho? —les preguntas, enojado.
—¿Quién? —me pregunta Monday en voz baja, de modo que le pueda leer los labios.
—Número seis. Ejecutivo. Inquilino —contesto, y después me vuelvo hacia los niños, plenamente involucrada.
—En realidad, nada. Estaba al teléfono. Ha dicho no, gracias, y ha cerrado la puerta.
—Menudo descarado —dices, y los niños ríen con regocijo—. Ese tipo me está empezando a reventar —sueltas con rabia, y veo que cierras los puños con fuerza.
—A mí también. Lo he saludado con la mano cada mañana desde que se mudó y ni siquiera se ha molestado en mirarme —digo.
Monday se ríe.
—Desde luego, los dos necesitáis un empleo con urgencia. Estáis dejando que todo os afecte más de la cuenta.
—Pues consíguele trabajo, Monday —dices, con ese brillo travieso tan tuyo en los ojos.
—Esa es la idea, Matt —contesta, sosteniéndote la mirada.
—Quizá deberías llevarla a cenar. Por lo del empleo —dices, y sé lo que estás dando a entender, igual que Monday, pero él no se inmuta.
—Si va a dar resultado… —dice, algo menos confiado.
No quiero que se marche por culpa de tu insistencia. Me vuelvo hacia ti y sigo defendiendo mi causa.
—Y lo único que tenía que hacer era aflojar un poco de dinero a los niños que han trabajado tan duro para hacer su perfume. ¿Ni siquiera os ha pedido olerlo?
—No —contesta Kris, enfurruñado.
—Vaya, qué mezquino —digo.
Esto te enciende aún más, cosa que sabía que ocurriría puesto que era mi intención.
—Voy a hablar con él —dices.
—¿Qué vas a decirle? —pregunta Monday, sonriendo de oreja a oreja, mientras cruza las piernas, con los bajos de los vaqueros deshilachados y un agujero en un muslo revelando su piel.
—Pues que debería plantearse ser un vecino más amable si pretende vivir en un vecindario. Solo tienen siete años —dices.
—Me parece que te importa más a ti que a ellos —dice Monday.
—Y no responde a la invitación del doctor Jota a la barbacoa del día de San Juan —agrego—. Y el doctor Jota está siendo muy cortés.
Monday me mira frunciendo el ceño y sonriendo a la vez, tratando de calarme.
Eso basta para convencerte de que debes ir.
Estoy encantada. Has dejado abierta la puerta de tu casa. Mientras discutas con el ejecutivo del número seis, podré colarme, buscar la carta que escribí y destruirla. Es un plan perfecto.
—Tú, ven conmigo —dices de pronto.
—¿Yo?
—Sí, tú.
—Claro, Jasmine —tercia Monday, inclinándose sobre la mesa, el mentón apoyado en la mano, mirándome con indolencia y malicia, sabedor de que está arruinando lo que sea que estoy tramando. Está jugando conmigo, y no me importaría si lo hiciera de otra manera. Se me ocurren muchas maneras en las que Monday podría juguetear conmigo, pero desde luego no es esta.
—No necesitas mi ayuda —te digo, haciendo caso omiso de Monday—. Se trata de tus hijos. Puedes hablar en su nombre sin mí.
—Ve con él, Jasmine —insiste Monday.
Acabo de perder la oportunidad de destruir la carta. Lanzo a Monday una mirada de sincera indignación y se echa a reír, y aunque me dé rabia todavía me gusta más al ver que está dispuesto a plantarme cara. No se andará con chiquitas para intentar complacerme. Me pondrá a prueba, me tratará de igual a igual. Monday tiene ganas de jugar.
—No perderé de vista la casa del doctor Jota —dice, y me guiña el ojo.
—¿Qué vas a decirle? —pregunto nerviosa, delante de la puerta del número seis.
—Vamos a decirle exactamente lo que hemos dicho que le diríamos. Sobre la amabilidad entre vecinos.
—De acuerdo.
Trago saliva. Ninguno de los dos es el mejor candidato para predicar tales cosas.
Le oímos hablar por teléfono. Pulsas el timbre otra vez, ahora con insistencia. No es una llamada de trabajo. Está riendo, suena desenfadado. Ni siquiera es sobre algo importante. Menciona el rugby. Unos cuantos apodos. Liggo y Spidey, y los muchachos. Me vienen ganas de vomitar. Está comentando un partido. Te estás enojando por momentos y yo no te voy a la zaga. Veo que se asoma a la ventana y continúa hablando.
—Otra vez uno de mis vecinos —dice, y sus palabras salen por la ventana abierta.
Vas hacia la ventana echando chispas y cuando parece que estás a punto de trepar, el ejecutivo se salva porque oímos gritar a Monday.
—¡Eh!
Levantamos la vista y vemos que Monday se echa a correr calle abajo en pos de la mujer que acaba de salir de casa del doctor Jameson.
Corremos detrás de él.
—¡Quítame las manos de encima! —chilla la mujer a Monday, que se agacha y esquiva los puñetazos que intenta propinarle, agitando los brazos como aspas de molino.
—¡Ay! ¡Rediez! —chilla Monday cuando ella lo alcanza unas cuantas veces seguidas—. ¡Cálmate! —le grita, y ella se calma y deja de golpearlo. Se aparta un paso de él, lo mira con recelo, mueve la mandíbula sin cesar, como una vaca mascando hierba.
—Me parece que debajo del suéter llevas algo que podría ser de mi amigo —dice Monday.
—No llevo nada.
—Creo que sí —insiste Monday. Sonríe, con sus ojos avellana y verde chispeantes.
—Estoy embarazada.
—¿Quién es el afortunado papá? ¿Apple? ¿Dell? —dice Monday, y por fin tengo ocasión de verle la barriga y me muerdo el labio para procurar no reír. Hay un bulto rectangular debajo de su suéter.
—Aguarda un momento —dices de repente entre dientes—. Quizá no deberíamos comprobarlo.
—¿Por qué no? —pregunto.
—Porque a lo mejor… —Das la espalda a la mujer, que parece estar planteándose darse a la fuga, y hablas por la comisura de la boca—. A lo mejor se lo ha dado el doctor Jota. ¿Entiendes lo que quiero decir?
—¿Piensas que el doctor Jota le ha pasado un alijo de droga con forma de portátil? —pregunto, y Monday tose para disimular su risa mientras tú lo fulminas con la mirada.
Aparece el doctor Jameson, con un plato y una taza de té en la mano.
—¡Yuju!
—¡Hombre! El capo de la droga en persona —dice Monday con complicidad, y se me escapa la risa.
La mujer comienza a alejarse enseguida, caminando como un pato. Monday la alcanza, la agarra del brazo mientras ella le grita insultos y lo acusa de acoso sexual y de violación. El doctor Jameson se dirige hacia ellos, con el plato y la taza de té todavía en la mano.
—¡Mags! Solo he ido a prepararle una taza de té. ¿Ya se marcha?
Monday y Mags siguen forcejeando y de repente algo cae con estrépito entre las piernas de Mags.
—Me parece que ha roto aguas —digo, mientras todos bajamos la vista y vemos el portátil del doctor Jameson en el suelo.
Tú, yo y el doctor Jameson estamos sentados a la mesa de tu jardín delantero, observando a Monday mientras arregla el portátil, que ha sufrido daños menores, y escuchando al doctor explicar el anuncio que ha puesto en el periódico local. Cuando oigo su explicación, se me parte el alma; ha puesto un anuncio en el periódico buscando compañía para el día de Navidad.
—Carol murió a los sesenta y uno; demasiado joven. Demasiado joven. No tuvimos hijos; como ya sabéis, no fui capaz de sentar cabeza hasta que fue demasiado tarde. Nunca me lo perdonaré.
Tiene los ojos llorosos y aprieta la mandíbula para controlar la emoción. Monday deja de trabajar en el portátil y le presta toda su atención.
—Tengo ochenta y uno —prosigue el doctor Jameson—. Significa que llevo veinte años sin ella. Diecisiete Navidades a solas. Antes iba a casa de mi hermana, pero falleció, Dios la tenga en su gloria. No quería pasar otro día de Navidad a solas. Me enteré de que un muchacho de mi club de golf había puesto un anuncio en el periódico local para encontrar asistenta; ahora son prácticamente inseparables. No de esa manera, por supuesto, pero al menos tiene a alguien. Cada día. Bien, yo no quiero a alguien cada día, no es necesario, pero pensé que tal vez para el único día en que no soporto la soledad, tal vez podría encontrar compañía, algún otro que se sintiera como yo. Tiene que haber gente que no quiera estar sola el día de Navidad.
Es inconcebiblemente triste y ninguno de los que estamos sentados a la mesa tiene un comentario inteligente que hacer o intenta siquiera quitárselo de la cabeza. Este hombre está solo, desea compañía, dejemos que la encuentre.
Reparo en que esto te toca la fibra sensible. Es normal. Tu esposa te ha abandonado, se ha llevado a vuestros hijos, y si no consigues reconquistarla de alguna manera, te enfrentas a tu primera Navidad a solas. Tal vez no estarás físicamente solo, no como el doctor Jameson. Alguien, un amigo, te invitará a su casa, pero incluso en compañía de amigos seguramente te sentirás más solo que nunca. Veo que lo estás meditando. Tal vez os juntéis tú y el doctor Jameson, sentados en las cabeceras de la bruñida mesa de caoba de su comedor, conversando forzadamente o, peor aún, con bandejas de comida preparada en el regazo, viendo programas especiales de Navidad en la tele.
Amy no podría haber sido más oportuna. Llega para recoger a los niños. Como de costumbre, no baja del coche para hablar contigo, se queda dentro, con las gafas de sol puestas, mirando al frente, aguardando a que los niños suban al coche. Fionn va a su lado; tampoco te saluda. Intentas hablar con ella, pero ella no abre la puerta. Tus insistentes llamadas con los nudillos y tu rostro suplicante la llevan a bajar la ventanilla unos centímetros. Da pena veros. No sé qué le estás diciendo, pero no es fluido. Es un intento deshilvanado de entablar conversación. Conversación educada con la mujer a la que amas. Los niños bajan corriendo hacia la acera entusiasmados, con bolsas en las manos. Te dan un breve abrazo y mientras suben al coche anuncian que han atrapado a una heroinómana. Te veo afligido. La ventanilla se cierra. Amy arranca a toda pastilla.
Intento persuadirte de que vayas a buscar la carta para que vuelva a mis manos, pero no lo consigo. Estás demasiado dolorido para hacerme caso. Urdo un plan. La operación Cuenco de Limones se activará en cuanto apagues la luz esta noche.