6
Son las ocho y media de la mañana y estoy en el jardín con un albañil que se llama Johnny, un hombretón de mejillas coloradas que se comporta como si me detestara. Nadie dice nada; él y su compañero, Eddie, que se apoya en el martillo neumático, se limitan a mirarme. Johnny se vuelve hacia ti, que estás dormido en tu silla de jardín con las botas encima de la mesa, y me mira otra vez.
—¿Y ahora qué hacemos? —pregunta—. ¿Aguardar a que se despierte?
—¡No! Yo…
—Bueno, es lo que usted ha dicho.
Es exactamente lo que he dicho.
—No es lo que he dicho —replico con firmeza—. ¿Las ocho y media no es demasiado temprano para hacer tanto ruido? Creía que la hora oficial para empezar a hacer obras eran las nueve.
Johnny echa un vistazo alrededor.
—Casi todo el mundo está trabajando.
—En esta calle no —contesto—. En esta calle ya nadie trabaja.
Resulta insólito, pero es la pura verdad. Me mira perplejo y después mira al tipo del martillo neumático como si estuviera loca.
—Vamos a ver, usted ha dicho que necesitaba que esto se hiciera de inmediato. Tengo dos días para terminar este trabajo y luego me espera otro encargo, de modo que empezamos ahora o…
—De acuerdo, de acuerdo. Comiencen ahora.
—Volveré a las seis a echar una ojeada —dice Johnny.
—¿Adónde va?
—A otra obra —responde—. Eddie se las puede arreglar solo.
Sin pronunciar palabra, Eddie, que aparenta unos diecisiete años, se pone los protectores auditivos. Entro corriendo en casa. Me quedo junto a la ventana del cuarto de la televisión, que da a tu casa, y te observo sentado a la mesa, con la cabeza echada hacia atrás, sumido en un pacífico sueño después de tu estupor etílico. Estás envuelto en una manta. Me pregunto si te la ha puesto tu esposa o si la has sacado del coche durante la noche, al despertarte muerto de frío. El sentido común debería haberte indicado que lo mejor era quedarse en el coche y poner la calefacción, pero tú no estás para hacer caso al sentido común.
Indudablemente, esta mañana hay algo que falta. Dejando a un lado que estás durmiendo en medio de tu jardín destrozado, en unos muebles de jardín torcidos y mal ubicados, a la vista de todo el mundo, a estas horas tendría que haber actividad en tu casa. Tu esposa debería estar yendo y viniendo para acompañar a tus hijos al colegio y luego hacer sus recados, pero esta mañana no sucede nada. Sigue sin haber señales de vida en la casa, las cortinas están exactamente igual que ayer por la mañana. El coche de tu esposa no está en la calle. La sombrilla sigue al pie del árbol. No hay señal alguna de tu familia.
De repente se pone en marcha el martillo neumático e incluso dentro de la casa el ruido es tan alto que noto las vibraciones en el pecho. Por primera vez pienso que tendría que haber avisado a los vecinos del alboroto que habrá los próximos días mientras arrancan mi magnífico enlosado para hacer sitio a un poco de hierba. Lo habrían comprendido, estoy convencida.
Te pones de pie de un salto, agitando brazos y piernas en todas las direcciones, y miras alrededor como si alguien te atacase. Tardas un poco en comprender dónde te encuentras, qué es lo que ocurre y qué has hecho. Y entonces reparas en el albañil que está trabajando en mi jardín. Acto seguido echas a correr hacia mi casa. Se me acelera el pulso y no sé exactamente por qué. Nunca hemos hablado, ni siquiera nos hemos dicho hola o nos hemos saludado con la mano. Aparte de cuando me pillaste observándote desde la ventana de mi dormitorio en Nochevieja, nunca has reconocido mi existencia ni yo la tuya, porque os detesto a ti y a lo que representas, porque serías incapaz de entender que a mi madre, siendo una madre agonizante, la entristeciera tanto abandonar a su hija con síndrome de Down. Revivo los comentarios que hicisteis tú y los oyentes que llamaron aquella noche en que nació mi odio hacia ti, y cuando llegas a mi jardín estoy preparada para pelear.
Te veo gritándole a Eddie. Entre el ruido y los protectores auditivos es imposible que Eddie te oiga, pero ve al hombre que tiene delante, que abre y cierra la boca con expresión de enfado, una mano en la cadera y con la otra señalando una casa, exigiendo ser escuchado. Eddie no te hace caso y sigue destrozando mi costoso enlosado. Voy al vestíbulo y camino de un lado a otro delante de la puerta, aguardando a que llames. Doy un respingo cuando suena el timbre. Solo una vez. Sin señal de impaciencia alguna. Un solo toque, todo lo contrario de lo que sueles hacerle a tu esposa.
Abro la puerta y nos encontramos cara a cara por primera vez. Esto va por mi hermana, va por ti, Heather, va por mi madre, por la injusticia de tener que abandonar a la hija que no quería abandonar. Me lo repito unas cuantas veces, abriendo y cerrando los puños, lista para pelear.
—¿Sí? —digo, y mi actitud ya es beligerante.
Te sorprende mi tono de voz.
—Buenos días —dices con condescendencia, como si quisieras indicarme que ese es el modo de iniciar una conversación, como si tuvieras la más remota idea de lo que es conversar educadamente. Me tiendes la mano—. Soy Matt, vivo enfrente.
Esto me resulta muy difícil. No soy descortés por naturaleza, pero miro tu mano y luego tu rostro sin afeitar, tus ojos inyectados en sangre, percibo el olor a alcohol que emana cada poro de tu cuerpo, observo esa boca que tanto me desagrada por las palabras que salen de ella, y meto las manos en los bolsillos de los vaqueros. El corazón se me dispara al hacerlo. Por ti, Heather; por ti, mamá.
Me miras con expresión de incredulidad. Metes en el bolsillo del abrigo la mano que tendías hacia mí.
—¿Me he perdido algo? ¡Son las ocho y media y está perforando el suelo! ¿Hay algo que los demás deberíamos saber? ¿Un pozo de petróleo, quizá, cuya explotación podríamos compartir todos?
Todavía estás borracho, salta a la vista. A pesar de tener los pies bien plantados en el suelo, tu cuerpo se balancea con un movimiento circular que me recuerda el paso de baile inclinado de Michael Jackson.
—Si tanto le molesta, quizá le resultaría más grato acampar en su jardín trasero estos próximos días.
Me miras como si fuese una bruja chiflada y te marchas.
Hay muchas cosas que podría haber dicho. Muchísimas maneras de expresar mi decepción por el modo en que condujiste el debate sobre el síndrome de Down. Una carta. Una invitación a tomar café. Una conversación propia de una persona madura. En cambio, he dicho eso en nuestro primer encuentro. Me arrepiento en el acto, no porque quizás haya herido tus sentimientos, sino porque pienso que tal vez he desperdiciado una ocasión para hacer algo realmente importante como era debido. Y entonces se me ocurre pensar, por primera vez, que seguramente ni siquiera recuerdas ese programa en concreto. Has hecho tantos que es muy probable que no signifiquen nada para ti. No soy más que una vecina insoportable que no te ha avisado de que iba a hacer obras.
Te miro mientras cruzas la calle hacia tu casa. Eddie sigue sin hacer caso del mundo y levantando el suelo, y el ruido que produce retumba en mi cabeza. Caminas arriba y abajo ante la fachada de tu casa y luego rodeas esta estudiando las ventanas, buscando la manera de entrar. Te tambaleas un poco, todavía borracho. De pronto te diriges a la mesa y pienso que vas a sentarte, pero, en cambio, coges por el respaldo una silla de jardín y te acercas con ella a la puerta principal. La echas hacia atrás con todas tus fuerzas y la estampas una, dos, tres veces contra la ventana que hay al lado de la puerta, rompiendo el cristal. El ruido del martillo neumático impide que nada de esto se oiga. Te pones de lado, eres tan fornido que te cuesta deslizarte a través del estrecho espacio que has abierto, pero finalmente logras entrar en tu casa.
Pese a que lo he presenciado todo, una vez más haces que me sienta como si la irracional fuera yo.