12

La tormenta que se desencadenó aquella noche alcanzó niveles de huracán, con vientos rayanos en los ciento setenta kilómetros por hora en algunas zonas del país. Según las noticias, hay doscientas sesenta mil personas sin electricidad. Se informa de accidentes en la autopista, camiones que vuelcan, árboles que caen aplastando coches, casas destruidas, tejados arrancados de cuajo, ventanas hechas añicos por escombros voladores. La costa este no ha resultado tan afectada. Veo ramas desparramadas por la calle, hojas, contenedores de basura volcados y juguetes donde no debería haberlos, pero en comparación con aquellos cuyos hogares están bajo las aguas, somos increíblemente afortunados. No obstante, nuestra calle ha vivido una noche de locos, y por muchas razones.

Mientras intento leer mi folleto para dilucidar qué relación guardan los derechos humanos y el cambio climático, me interrumpes. Es una interrupción diferente de las habituales. No llegas a casa en coche con la música a todo volumen, sino que ya estás en casa, y completamente sobrio. Esto no es del todo insólito, no armas un escándalo cada noche y, cuando lo haces, no siempre es del mismo nivel. Desde que tu esposa te abandonó has estado más tranquilo; no ha habido a quien gritarle y, aunque algunas noches lo has olvidado y has gritado como si ella estuviera en casa, enseguida has recordado que nadie te oye y te has puesto a dormir en el coche o en la mesa del jardín. Mientras todos los demás muebles de jardín del barrio han estado volando a merced de las tormentas —los Malone perdieron a su enanito preferido cuando se cayó y se destrozó la cara—, los tuyos han permanecido arraigados en el barrizal de tu jardín delantero. Están inclinados hacia un mismo lado, con las patas de la derecha más hundidas en la hierba que las de la izquierda, y de noche te he observado hacer lo único que parece ayudarte a concentrarte en lo que sea que cavilas: una y otra vez pones tu mechero en el borde más alto de la mesa inclinada y miras cómo baja rodando hasta tu palma de la mano abierta junto al borde inferior. No sé si siquiera eres consciente de que lo haces; la expresión de tu rostro sugiere que estás enteramente en la luna.

La mayoría de noches recuerdas que tienes tu propia llave o te vas a otro sitio cuando no la encuentras, pero he tenido que abrir la puerta de tu casa con la llave de repuesto tres veces en total. Cada vez has entrado a trompicones en la casa y me has cerrado la puerta en las narices, y me consta que al día siguiente no lo recordarás. Es irónico, al menos para mí, que precisamente aquello por lo que te odio sea algo de lo que probablemente no guardes recuerdo alguno, y que las mismas cosas que alimentan ese odio las olvides cada vez que te despiertas.

A las tres de esta madrugada no es tu coche lo que me distrae de la lectura, es tu hijo Fionn. El viento hace tanto ruido que no entiendo lo que dice, pero el aire fustiga sus gritos y de vez en cuando los lanza en dirección a mí: palabras sueltas que no bastan para revelar el motivo de la pelea. Miro por la ventana de mi dormitorio y os veo a Fionn y a ti en el jardín, ambos gritando y agitando los brazos. Veo tu rostro, pero no el de Fionn. Ni tú ni él lleváis abrigo, cosa que me indica que no habíais planeado esta discusión bajo las estrellas. Fionn es como un galgo inglés, un quinceañero alto y delgado que se zarandea cada vez que sopla una racha de viento; o eso parece hasta que me doy cuenta de que no tiene nada que ver con el viento: no se tiene de pie de borracho que está. Tú eres fuerte, eres alto, eres ancho de espaldas, tienes las zapatillas de deporte bien plantadas en el suelo; tu cuerpo es grande y parece que no hace mucho estabas en forma aunque se te haya ablandado un poco la silueta. Veo un indicio de lorzas y la barriga te ha crecido un poco desde que tu esposa se marchó, o quizá solo sea que el viento te pega la camisa a la cintura, revelando un cuerpo que normalmente no vería. Tratas de sujetar los brazos de Fionn cuando los agita cerca de ti, pero cada vez que alargas la mano hacia él, los mueve como aspas de molino, con los puños cerrados, intentando golpearte.

Consigues agarrarlo de la cintura y tiras de él hacia la casa, pero se inclina y se retuerce para liberarse de ti. Te da un puñetazo en alguna parte del cuerpo y retrocedes como si te hubiese hecho daño, pero no es eso lo que me lleva a intervenir, son los dos niños que están en el umbral de la puerta abierta, en pijama y aterrorizados, uno estrujando un oso de peluche contra el pecho, los que me hacen saltar de la cama y ponerme un chándal sin detenerme a pensarlo dos veces. Cuando giro el pomo de la puerta de entrada casi me derriba la fuerza con la que se abre de golpe, tan fuerte es el viento. Todo lo que hay en el recibidor —el bloc de notas en la mesa del teléfono, sombreros, abrigos— emprende el vuelo y sale disparado hacia los rincones más lejanos de la casa como ratones correteando cuando se enciende la luz. Tengo que batallar para cerrar la puerta a mis espaldas; sirviéndome de las dos manos, tiro con todas mis fuerzas. El viento es glacial, furioso, indómito. Ruge, y al otro lado de la calle vosotros dos os increpáis como posesos, como azuzando el enojo de la Madre Naturaleza.

Veo cómo sucede lo que nunca te perdonarás y aunque no soy tu mayor fan, sé que no ha sido intencionado. No quieres pegar a tu hijo, pero eso es lo que haces. Mientras intentas alcanzarlo y protegerte de sus puños, de un modo u otro le tocas la cara. Resulta que en ese momento estoy mirando tu rostro y, antes de saber qué has hecho, tu expresión me lo dice. Alguien que no hubiese visto tu rostro quizá no habría entendido que haya sido accidental, pero yo lo he visto. De pronto tus ojos están angustiados, asustados, consternados. La repugnancia es tan grande que parece que estés a punto de vomitar. Tratas de alcanzar a Fionn a la desesperada para protegerlo, pero él chilla y te aparta, tapándose la nariz ensangrentada, acusándote, gritándote unos insultos que un padre nunca querría oír en boca de su hijo. Los niños de la puerta se han echado a llorar y procuras calmarlos, y mientras tanto la tormenta sigue rugiendo; las pesadas sillas de jardín, que hasta ahora parecían estar incrustadas en el suelo, de repente salen volando como si quisieran sumarse al drama familiar. Una silla se vuelca hacia atrás, otra la levanta el viento y se desliza por el suelo como si no pesara, aterrizando peligrosamente cerca de la ventana. Mi intención es proteger a los pequeños, hacerlos entrar en casa y distraerlos. No tengo planes de interferir en la pelea a puñetazos entre padre e hijo, sé que saldré mal parada, pero mientras me dirijo hacia vosotros dos, tu hijo anuncia que no quiere volver a poner un pie en tu casa y enfila calle abajo solo, sin abrigo, borracho, contra un viento de ciento y pico kilómetros, con el rostro ensangrentado. Y eso cambia las cosas.

Y así es como tu hijo termina durmiendo en la habitación de invitados de mi casa la noche más tormentosa que haya conocido este país. No quiere hablar y me parece bien, yo tampoco estoy de humor. Le limpio la cara, agradeciendo que tu mamporro no le haya roto la nariz. Le doy toallas limpias, una jarra de agua y una pastilla para el dolor de cabeza, una camiseta XL del Departamento de Policía de Nueva York que alguien me regaló hace años y lo dejo solo. Después paso la noche en vela, bebiendo té verde y oyéndole hacer viajes del dormitorio al cuarto de baño, donde vomita implacablemente.

Poco antes de las cuatro de la madrugada me despierta el canto de un pájaro. Me quedo confundida; estoy segura de que el pájaro pasa alguna clase de apuro y se ha escabullido de su nido. Pero no; al escuchar me doy cuenta de que simplemente está cantando. Parece cosa de otra vida oír el canto de los pájaros a las cuatro de la madrugada. A las siete es de día, el aire está quieto, no hace viento, no llueve, es agradable, la Madre Naturaleza pone cara de no haber roto un plato mientras por todo el país mis paisanos se enfrentan a la devastación y la destrucción que les ha echado encima durante la noche.

Con una taza de café en la mano inspecciono mi jardín delantero, contenta de haber puesto casi todo el césped cuando lo hice. Los rollos que quedan están destrozados, rotos y desgarrados, atrapados bajo las ruedas de mi coche.

En cuanto me ves, tu puerta se abre y cruzas la calle como si hubieras estado aguardándome toda la noche para abrirla.

—¿Está bien? —preguntas, con el rostro transido de preocupación. Lo lamento sinceramente por ti.

—Está durmiendo. Ha pasado la noche en vela, con náuseas.

Asientes mientras lo asimilas, con la mirada perdida.

—Bien. Bien.

—¿Bien?

—Significa que tendrá menos ganas de hacerlo otra vez.

Examino el césped roto esparcido por el suelo.

—Con lo mucho que has trabajado —dices.

Me encojo de hombros como si no tuviera importancia, todavía avergonzada de que hayas presenciado mi duro trabajo, que también podría haberse descrito como una absoluta rabieta. Mi jardín es liso pero desciende hacia un nivel inferior que se extiende por el lado y la parte trasera de la casa. El segundo nivel está pavimentado con las mismas losas que la rampa para el coche, pero la pendiente presenta un aspecto lamentable, desprovista de hierba. No llegué a hacer esa parte. Otro trabajo inacabado. Pienso en Larry y me sulfuro para mis adentros.

—Podrías hacer una rocalla con eso —dices, señalando las losas rotas del contenedor—. Mis abuelos tenían un montículo en su jardín. Lo convirtieron en una rocalla, con plantas entre las piedras. Podría hacer que Fionn te ayudara. Seguramente pesan.

Me pasan por la cabeza montones de cosas ingratas que decir ante esa idea francamente absurda, pero me muerdo la lengua.

Sigues mirando hacia mi casa, esperando que te invite a entrar.

—Deberías dejar que duerma la mona —digo.

—Ya lo sé. Lo haría, pero su madre no tardará en venir.

—Oh. ¿Cuándo?

Consultas tu reloj.

—En un cuarto de hora. Tiene un partido de rugby.

—Un mal día para tener resaca. —Una cosa más que no gustará en el Belvedere—. ¿Qué ocurrió?

No quiero saberlo pero al mismo tiempo sí quiero.

—Tenía que recogerlo después del partido de rugby. Cuando llegué, no estaba allí. Había salido con sus amigos. Llegó a casa por la noche, más ciego que una rata camboyana. Bueno, ciego no, borracho. O eso creo. —Vuelves a fruncir el ceño, mirando hacia mi casa—. Empezó a meterse conmigo.

—Oye, todos hemos pasado por eso —digo, recordando las veces que me pasé de la raya siendo adolescente. Que te ofrezca consuelo me resulta incomprensible. Precisamente a ti, el hombre que ha llegado tambaleándose a casa después de haber bebido demasiado más veces de las que se ha preparado el desayuno, pero al parecer aprecias el gesto—. Oye —carraspeo—, todavía tengo la carta…

De repente el coche de Amy frena delante de tu casa. Te pones tenso.

—Está en la habitación de invitados, arriba a la izquierda.

—Gracias.

Entras en mi casa. La veo entrar en la vuestra, la puerta se cierra y todo es silencio. Momentos después, bajas la escalera seguido de cerca por Fionn, que tiene un aspecto impresionante. Un cardenal negro y marrón en la nariz, sangre seca alrededor. Pese a mis esfuerzos por limpiarlo, debe de haber sangrado durante la noche. Se le ve pálido y demacrado, agotado y resacoso. En cuanto la luz de la puerta abierta lo alcanza, hace una mueca. Lleva la ropa arrugada y estoy segura de que encontraré la camiseta del Departamento de Policía de Nueva York sin usar. Arrastra los pies detrás de ti. Tu esposa aparece en la puerta principal de vuestra casa con los brazos en jarras.

No quiero ver más. No quiero verme obligada a dar mi versión de los hechos, quiero quedarme al margen de tu vida, pero de un modo u otro no dejo de sentirme atraída. Una vez dentro de mi casa, aguardo nerviosa a que suene el timbre, temiendo que vengas para continuar la batalla aquí, pero entonces veo una imagen en la tele que me deja helada.

Es la niña. La del hotel de ayer. La rubita de cuatro años con su rostro de duendecillo, los ojos azules y la nariz chata que quería hacer un brindis. El televisor está en silencio para poder escuchar a Fionn, de modo que no sé lo que dicen, pero no puede ser bueno. A su foto sigue una imagen de su madre. Radiantes sonrisas de ambas, la niña —Lily, recuerdo— está sentada en el regazo de su madre, que la rodea con sus brazos; miran a la cámara como si alguien hubiese dicho algo divertido. Detrás de ellas un árbol de Navidad de unas pocas semanas antes. Y luego aparecen imágenes de un coche y un camión en la autopista, el coche aplastado, el camión volcado, y tengo que sentarme. Subo el volumen y escucho los hechos —ambas muertas, el conductor del camión en estado crítico— y se me parte el corazón.

Cuando el timbre suena no le hago caso y sigo escuchando las noticias. Suena otra vez. Y otra. Todavía llorando, y enojada por la intromisión, me abalanzo al recibidor y abro la puerta de golpe. Me veo enfrentada a tres rostros sobresaltados.

—Perdón —dice Amy, tu esposa—. Creo que he venido en mal momento.

El enojo que percibo en ella se disipa de inmediato.

—No… solo es… acabo de ver una mala noticia.

Miran por encima de mi hombro. He dejado abierta la puerta de la sala de estar y en el televisor todavía están dando las noticias.

—Ay, sí, ya lo sé. ¿No es espantoso? Viven justo a la vuelta de la esquina; es la esposa de Steven Warren. —Te mira—. ¿Te has enterado? Rebecca ha muerto. Y la niña…

—No lo sabía —dices.

Todos nos quedamos un momento absortos en nuestros silenciosos pensamientos. Fionn, creyendo que significa que le toca hablar, suelta con voz ronca:

—Esto… gracias por anoche.

—No hay de qué —le contesto, ignorando lo que Amy cree que ocurrió exactamente.

Aliviado de no estar en la línea de fuego, Fionn cruza la calle de regreso a vuestra casa arrastrando los pies, con los vaqueros arrugados caídos por debajo de los calzoncillos. Tú y tu esposa seguís mirando la televisión. Amy le presta verdadera atención, tú estás intentando entender algo completamente distinto.

—Las vi ayer por la tarde; Rebecca y Lily.

Digo sus nombres como si las conociera, cosa que suena a mentira aunque es la pura verdad.

—Ocurrió ayer por la tarde. Debiste ser una de las últimas personas que las vio con vida —dice Amy, y esa afirmación me afecta. No es una acusación, eso está claro, en realidad no es nada, simplemente está pensando en voz alta, pero me infunde una sensación de responsabilidad. No sé muy bien qué hacer al respecto. Es como si tuviera algún derecho de propiedad sobre ellas, sobre el último momento de sus vidas. ¿Debería contarlo para que las personas interesadas vivieran el momento que yo pasé con ellas? ¿Devolverlo al curso que deberían haber tomado los acontecimientos? Estoy analizando esto en demasía, lo sé, mientras tú estás ahí de pie, mirándome, pero supongo que es fruto de la impresión. Y estoy cansada puesto que he dormido poco por miedo a que Fionn sufriera un colapso, se diera un golpe en la cabeza, se asfixiara en su propio vómito o se levantara y se marchara en plena noche, cosa que me habría causado problemas por haber perdido a un menor.

—Matt, tú también los conoces —dice Amy, y se vuelve hacia ti.

—En realidad no…

—Claro que sí, solías jugar a bádminton con él.

—De eso hace mucho tiempo.

—Siempre pregunta por ti. —Se vuelve hacia mí—. Matt irá a verlo contigo —propone.

—¿Cómo?

—Irá contigo. A presentarle sus respetos. ¿Tú no? Te hará bien —dice, y no con mucha amabilidad—. En fin, siento haberte molestado, solo quería darte las gracias por ocuparte de Fionn.

Se retira. Tú te quedas en la puerta, mirándome como si aguardaras instrucciones, haciendo lo que te ha dicho que hicieras la esposa que acaba de abandonarte, como si esperaras que obedeciéndola fueras a complacerla. Entonces se me ocurre que estás intentado decirme algo. Me estás transmitiendo un mensaje. Te miro a los ojos con más detenimiento. Intento averiguar qué piensas. Quieres que te defienda. Que le diga lo que vi. La llamo.

—Amy, en cuanto a lo de anoche. El golpe fue un accidente. Matt no quería…

Me callo porque al ver cómo te fulmina con la mirada, con cuánto odio y repugnancia te mira, me doy cuenta de que he metido la pata. Amy no sabía que tú habías golpeado a Fionn.

Amy comienza a meter a los niños en el coche y tú corres a despedirte. El motor está en marcha, está lista para marcharse, los cinturones de seguridad abrochados, las puertas cerradas. Tienes que tirar del picaporte, obligándola a quitar el seguro para que puedas abrirla y meter la cabeza en el coche para besar a los niños en el asiento trasero. A Fionn le das una desmañada palmada en la espalda, pero él no te mira. Cierras la puerta, das dos golpes al techo del coche y dices adiós con la mano. Nadie corresponde a tu gesto de despedida; de hecho, nadie se vuelve siquiera para mirarte. Te compadezco y no sé por qué lo hago puesto que he sido testigo de todo lo que tu esposa ha soportado, al menos desde fuera: las madrugadas, tu conducta de borracho… No entiendo por qué no te ha abandonado antes y, sin embargo, te veo delante de tu casa, con las manos en los bolsillos, observando cómo se aleja tu familia, dejándote solo en la gran casa donde seguramente deberían quedarse ellos y no tú, y mi corazón se entristece por ti.

—Vamos —digo, levantando la voz.

Me miras.

—Vayamos a casa de Steven.

Sospecho que es lo último que tienes ganas de hacer, pero necesitas distraerte. Yo tengo claro que es lo último que tengo ganas de hacer, pero un poco de distracción también me vendrá bien.

Vas a buscar tu abrigo, yo cojo el mío y nos encontramos en medio de la calle.

—Lamento lo que he dicho antes —digo—. No tendría que haberlo hecho. Solo quería…

—No te apures, Amy lo habría averiguado de todas formas. Mejor que se haya enterado por mí.

En realidad no ha sido así, pero creo que lo que quieres decir es que se lo han dicho desde tu bando y no estoy segura de por qué me he puesto de tu parte cuando cada noche que te veía aporrear las puertas, sin llaves, deseaba con toda mi alma que no te dejara entrar.

—¿Dónde se han instalado Amy y los niños? —pregunto, mientras caminamos calle abajo.

—En casa de sus padres.

—¿Regresará?

—No lo sé. No me habla. Las frases que has oído es lo único que me ha dicho en días.

—Te escribió la carta.

—Ya lo sé.

—Deberías leerla.

—Eso es lo que ella dice.

—¿Por qué no la lees?

No contestas.

—Toma.

Te entrego la carta. La miras sorprendido un momento, luego la coges y la metes en un bolsillo. Dudo mucho que vayas a leerla, pero al menos te la he dado. He cumplido con mi parte. Ni siquiera la has abierto.

—¿Vas a leerla?

—¡Por Dios! ¿Qué tiene que ver contigo esta carta?

—Si me dieran una carta de mi esposa cuando acaba de abandonarme, querría saber lo que dice.

—¿Eres lesbiana?

Pongo los ojos en blanco.

—No.

Te ríes por lo bajo.

—Me he fijado en que no estás trabajando —dices—. ¿Vacaciones o…?

—Estoy de baja por jardinería —te interrumpo, antes de oír cualquier término ofensivo que estés a punto de utilizar.

—Ajá. —Sonríes—. Sabrás que en realidad no significa que tengas que dedicarte al jardín.

—Claro que lo sé. ¿Y tú qué tal? Leí que habías perdido tu empleo.

Lo digo sin rodeos, con dureza, y me miras y me estudias de esa manera confundida, intrigada, ofendida que adoptas cuando te hablo bruscamente, que a menudo es cuando recuerdo que no me caes bien.

—No perdí el empleo —dices—. Estoy de baja; también de baja por jardinería, en realidad. Solo que, a diferencia de ti, he decidido sentarme en el mío.

—A tomar la luna —digo.

Te ríes.

—Pues sí.

Heather y yo siempre lo decíamos así cuando éramos más jóvenes y nos tendíamos bajo la luna. Pensar en Heather hace que recuerde lo que opino de ti y me cierro como una almeja.

—Aunque solo es temporal, la baja. A la espera de una investigación sobre mi conducta —explicas, en un tono formal.

Leo entre líneas.

—Te han suspendido.

—Oficialmente lo llaman baja por jardinería.

—¿Por cuánto tiempo?

—Un mes. ¿Y tú?

—Un año.

Tomas aire.

—¿Qué hiciste para merecerlo?

—No es una sentencia de cárcel. No hice nada. Es para impedir que trabaje para la competencia.

Me estudias durante el largo silencio que necesito para recobrar la compostura.

—¿Y qué piensas hacer?

—Tengo unas cuantas ideas —digo—. Es bueno disponer de un año para madurarlas. —No me creo una palabra de lo que acabo de decir—. ¿Y tú?

—Regresaré cuando me den luz verde. Tengo un programa de radio.

Te miro para ver si me estás vacilando, pero constato que no. Hubiese dicho que dabas por sentado que todo el mundo sabe quién eres, que llevas tu nombre en el pecho como una distinción honorífica —aunque no sé muy bien dónde residiría el honor—, pero no estás bromeando. No has dado por sentado que sé quién eres. Eso me gusta, y hace que te deteste todavía más. No permitiré que ganes.

—Conozco tu programa.

Lo digo con una voz tan desaprobadora que te ríes por lo bajo con tu risa sibilante de fumador.

—¡Lo sabía!

—¿Qué sabías?

—Que por eso eres como eres conmigo. Envarada. Picajosa. Siempre a la defensiva.

Si mis amigos tuvieran que describirme, no son estas las palabras que usarían. Me desconcierta oír que se me describa así. No me gusta que alguien pueda pensar eso de mí y, por alguna razón, no quiero que tú pienses eso de mí aunque sea exactamente la imagen que he dado de mí. Había olvidado que tú no puedes saber que no siempre soy así; no entenderías el esfuerzo que tengo que hacer para apartarme de mi verdadero yo a fin de ser verdaderamente grosera contigo. Mis amigos dirían que soy un espíritu libre; siempre hago las cosas a mi manera, nunca bailo al son de los demás, nunca lo he hecho. Quizá dirían que soy obstinada o terca, en el peor de los casos, pero también conocerían mi faceta tolerante y desenfadada, mientras que tú me haces sacar lo peor de mí misma.

—No eres fan del programa.

—Haces bien en pensarlo —digo, impulsiva otra vez.

—¿Cuál te ofendió?

Te metes un chicle de nicotina en la boca.

—¿Qué quieres decir?

El corazón me palpita. Después de todos estos años, realmente estamos aquí, en el punto en el que puedo explicarme. Ha llegado la hora. Mi mente trabaja a toda máquina buscando las palabras apropiadas para explicar cómo me has lastimado.

—¿Qué emisión? ¿Qué tema? ¿Qué dije con lo que no estuvieras de acuerdo? Verás, tengo instinto para detectar a los oyentes que odian el programa. En cuanto entro en una habitación, sé si alguien es fan del programa o no. Tengo un sexto sentido. Lo sé por cómo me miran.

Tu arrogancia me molesta. Desde luego sabes cómo convertir algo negativo —que la gente te odie— en algo positivo.

—Quizás el problema seas tú, no el programa —digo.

—¿Ves?, eso es a lo que me refiero. —Sonríes y chasqueas los dedos—. Ese tipo de comentario solapado. No soy yo, Jasmine. Es el programa. Dirijo la discusión. Lo que hago no representa mi opinión personal. Invito a los oyentes a participar en el debate.

—Lo enciendes.

—Tengo que hacerlo. Es lo que hace que sigan llamando. Eso mantiene vivo el debate.

—¿Y crees que esos debates son necesarios? —pregunto. He dejado de caminar y estamos cara a cara delante de la casa de Steven, donde el césped ha desaparecido bajo un montón de flores y regalos, osos de peluche, velas y tarjetas manuscritas—. No puede decirse que tu programa contribuya a concienciar a la gente sobre la realidad. Lo único que haces es invitar a un puñado de lunáticos para que den rienda suelta a sus opiniones incultas, opresivas y racistas.

Me miras muy serio.

—Cada persona, cada voz que se oye, es real. Representan lo que piensa la gente real de este país. Creo que la gente tiene que oírlo. No es bueno que pases todo tu tiempo con tus amigos políticamente correctos, pensando que el mundo es un lugar maravilloso, abierto y tolerante, para luego ir a votar y de repente descubrir que no lo es. Nuestro programa da voz a todo el mundo. Gracias a nuestro programa, algunos de estos asuntos se han debatido en el Dáil: acoso escolar, matrimonio homosexual, hemos cerrado residencias de ancianos y guarderías peligrosas…

Vas pasando lista, contando con los dedos.

—¿De verdad piensas que prestas un servicio al país? —pregunto, estupefacta—. Sin duda solo es así si se trata de un debate digno. No cuando consiste en un hatajo de idiotas medio borrachos, o colocados, o que han escapado de un manicomio. ¿Es bueno dejar que esas personas aireen sus opiniones? Habría que hacerlas callar, en todo caso.

—Buena idea, Kim Jong-un. La libertad de expresión es nociva —dices, a todas luces irritado.

—A lo mejor tendrías que invitarlo a tu programa; darle una oportunidad de compartir sus opiniones. De todos modos, según dicen los periódicos, parece ser que tu programa no volverá a emitirse —digo, levantando la barbilla y enfilando el sendero hacia la puerta de la casa, esperando que esto te haga callar, que sea yo quien diga la última palabra. Mi malicioso, defensivo, atrevido y repelente comentario final.

—Claro que se emitirá. Bob y yo estamos así de unidos. —Levantas dos dedos cruzados—. Bob es productor de radio, ha estado conmigo desde el principio. Solo hace esto por pura fórmula. Quedaría feo que no lo hiciera. Cuando un programa recibe tantas quejas como ha recibido el nuestro, hay que seguir el procedimiento.

—Estarás orgulloso —digo, pulsando el timbre.

—Sin duda debo haberte cabreado de mala manera —dices, tu aliento cerca de mi oreja. Cuando te miro, tus ojos chispean con picardía. Se me ocurre que te gusta caerme mal y, de una forma enfermiza, a mí también me gusta. Tenerte aversión me ha dado algo en lo que centrarme. Tenerte aversión se ha convertido en mi trabajo a jornada completa.

De repente abre la puerta una mujer con la nariz y los ojos enrojecidos y pañuelos de papel arrugados en la mano. Te reconoce en el acto, parece encantada y honrada de encontrarte en su puerta y enseguida te hace pasar. Me quedo perpleja. ¿Acaso la gente no oye lo mismo que yo? Eres lo bastante caballeroso para dejarme entrar primera.

Dentro, la cocina está llena de gente de pie que guarda prolongados silencios que de vez en cuando rompen breves charlas triviales, reminiscencias y risas nerviosas. La mesa rebosa de comida: lasaña, tartas y emparedados que han traído los vecinos. Nos conducen a través de la sala de estar, donde un hombre está sentado a solas en un sillón, mirando por la ventana. Las paredes están llenas de fotografías de la joven familia, realizadas en un estudio profesional: retratos en blanco y negro de Steven, Rebecca y Lily. Mamá y papá con polos negros sobre un fondo blanco, la pequeña Lily con un lindo vestido blanco, resplandeciendo bajo los focos como un ángel, mostrando unos dientes diminutos al sonreír. Una de Lily con una piruleta, una de Lily haciendo una pirueta, una de Lily riendo, una de Lily sacando la lengua mientras mamá y papá la miran sonriendo de oreja a oreja.

Gracias a las fotos reconozco a Steven como alguien a quien veo regularmente por el barrio, en el supermercado, en la carnicería, corriendo a lo largo de la bahía…

—Matt —dice, levantándose y haciendo ademán de abrazarte.

—Lo siento mucho, Steven —dices tú, y os quedáis abrazados un buen rato. Buenos compañeros de bádminton. Miro a mi alrededor y luego bajo la vista al suelo, incómoda mientras aguardo.

—Te presento a mi vecina Jasmine. Vive en mi calle, a la vuelta de la esquina.

—Lamento mucho tu pérdida —digo, tendiéndole la mano, y me la estrecha.

—Gracias —dice con solemnidad—. ¿Eres amiga de Rebecca?

—Bueno… No… En realidad… —No sé por dónde empezar. Tal vez esto haya sido una equivocación. No estoy segura. La responsabilidad que sentía antes ha disminuido y ahora me siento una intrusa. La mujer que ha abierto la puerta también está en la sala y todos los ojos están puestos en mí—. Ayer las vi a las dos a la tres de la tarde. En el Marine Hotel.

Steven parece confundido. Se vuelve hacia la mujer. Ella también parece confundida.

Ambos me miran. No me creen.

—Dudo que estuvieran allí… —dice Steven, frunciendo el ceño.

—Lily estaba tomando chocolate a la taza. Lo llamó choco deshecho.

Steven sonríe, se tapa la boca y el mentón con la mano y se sienta en el brazo del sillón.

—Estaba de muy buen humor. Rebecca no podía parar de reír. La oí en cuanto entré en el vestíbulo. Lily intentaba hacer un brindis.

Mira a la mujer, y ahora comprendo que es su hermana; reparo en su parecido.

—Por la fiesta de la semana pasada, Beth —dice Steven, y ella asiente contenta, con los ojos llenos de lágrimas. Steven me mira de nuevo a mí, su rostro abierto y amable, anhelando que diga más cosas. Tú también me observas, y resulta ligeramente molesto, no sé por qué me pones tan nerviosa, pero intento ignorar tu presencia y hablarle solo a Steven. Cuanto más lo miro, más veo el parecido con Lily en sus pestañas rubias y su rostro de facciones delicadas. De modo que aquí estoy yo, una perfecta desconocida en su casa, y le hablo del brindis, de los múltiples brindis, de la conversación que ella y su madre estaban manteniendo, de la conversación que mantuve con Rebecca. Le cuento todos los detalles que recuerdo. Hago hincapié en la risa, la alegría, la pura dicha de su última hora juntas antes de que subieran al coche y comenzaran el viaje para visitar a los padres de Rebecca aquel día tan tormentoso. Se lo cuento porque a mí me habría gustado saberlo. Steven lo asimila todo, casi como si estuviera en trance pero sin perder una sola palabra de lo que digo, estudiándome mientras le hablo, seguramente tratando de discernir si soy sincera, esperando que lo sea y, finalmente, aceptando que lo soy. Observa mis ojos, mis labios y, cuando cree que no lo veo, me echa un repaso de la cabeza a los pies. Cuando termino se hace el silencio y Steven seguramente tiene la sensación de que ellas vuelven a morir mientras pasan del presente a desaparecer de repente. Tuerce el gesto y pierde la compostura. Me quedo paralizada, sin saber qué hacer, deseosa de consolarlo pero sabedora de que no me corresponde a mí hacerlo. Su hermana se acerca. Tú le das una palmada en el hombro y sales de la sala. Te sigo, sintiéndome como una pieza de repuesto, sintiéndome torpe; todos mis movimientos son mecánicos, estoy convencida de que he cometido un error al venir aquí y decir lo que he dicho, pero no estoy segura. Quiero que me tranquilices, pero al mismo tiempo no quiero que mi consuelo venga de ti.

Una vez fuera, te deshaces del chicle de nicotina y enciendes un cigarrillo. Estoy roja como un tomate y tú no dices palabra en todo el camino de regreso. Cuando nos detenemos delante de mi casa, me miras y quizá percibes mi confusión, o quizá ves mi incomodidad, o quizá mi cara es la viva imagen de la desesperación que padezco, porque tus ojos se demoran un momento, tu atractivo rostro estudia el mío con dulzura, comprensivo, tan curioso y estudioso como siempre, tratando de entender las cosas, como si yo fuese un rompecabezas, aunque un rompecabezas gracioso.

Apagas el cigarrillo.

—A mí me habría gustado saberlo —dices—. Ha sido bonito.

Alargas la mano y me aprietas el hombro.

Me doy cuenta de que he estado conteniendo el aliento todo el camino y finalmente suelto el aire. El alivio que siento me sorprende; tú has sido el artífice de esto, tú cuentas para mí, pero esto no se ajusta a lo que siempre he sentido por ti.

—¡Jasmine!

Una voz que conozco interrumpe mis pensamientos y al dar media vuelta veo a Heather sentada en el porche. Se levanta y viene hacia nosotros.

La cabeza me da vueltas cuando me doy cuenta de que estás a punto de ver cara a cara a la persona que he intentado proteger de ti durante toda mi vida.