15
Es sábado y tan pronto como abro los ojos a la luz dorada que inunda mi habitación salto de la cama, me pongo un chándal y salgo corriendo al jardín, como el chico de The Snowman que apenas puede contenerse de tantas ganas que tiene de ver a su nuevo amigo. Por supuesto, en mi caso no se trata de un muñeco de nieve, sino de un montón de piedras que tengo que colocar en la pendiente de mi jardín.
Mientras estoy fuera mirando las piedras, llega Amy con los niños. Bajan del coche y, lentos y tristes, se separan de ella cansinamente. Abres la puerta principal, pero se larga antes de que llegues a la acera para saludarla. Te quedas mirando cómo se aleja. No es una buen señal. Los niños te abrazan, excepto Fionn, que sigue arrastrando los pies por la rampa hasta que entra en la casa.
Finalmente hay silencio y eso me gusta, solo que no dura mucho rato. El señor Malone vuelve a estar en su jardín y oigo cómo friega sus losas.
—No hay que limpiarlas con agua a presión —dice al reparar en que lo estoy observando. Está de rodillas, fregando las losas a mano—. Destroza el aspecto de la piedra. Tengo que mantener esto bien cuidado para cuando venga Elsa. Regresa mañana.
—Me alegra oírlo, Jimmy.
—No será lo mismo —dice, poniéndose trabajosamente de pie y caminando para reunirse conmigo en el linde de nuestros jardines, donde terminan su césped y sus arbustos y empieza el enlosado donde aparco el coche.
—¿Sin ella?
—Con ella, sin ella. No es la misma. El derrame… —Asiente para sí mismo, como si terminara la frase mentalmente y estuviera de acuerdo con ella—. No es la misma. Aun así, Marjorie se alegrará de verla. También limpiaré dentro, aunque no sé si se dará mucha cuenta.
Mi compromiso de dar de comer a Marjorie terminó en cuanto el doctor Jameson regresó de sus vacaciones, pero tuve ocasión de reparar en que Jimmy no se ha estado apañando muy bien sin su esposa. En el fregadero de la cocina había un montón de platos sucios y el frigorífico emanaba un olor nauseabundo. No era muy fuerte ni ofensivo, pero fregué los platos y tiré a la basura las verduras mohosas y la leche que se había agriado en el frigorífico, por lo demás vacío. Está tan acostumbrado a que lo cuiden en casa que no se fijó, o al menos no lo comentó. Aun así, una vez que el doctor Jameson retomó su práctico papel de buen vecino, dudé que sus deberes incluyeran el fregar los platos. Aunque anoche sus deberes para contigo, si eso es lo que eran, se prolongaron hasta las tres y media. De qué estuvisteis hablando hasta entonces —tú borracho como una cuba, cantando y gritando, y el doctor Jameson con su chaqueta North Face y su bronceado— sigue siendo un misterio para mí.
Guardo un respetuoso silencio, aunque me consta que no está esperando una respuesta. Después pregunto:
—Jimmy, ¿cuál es la mejor época para plantar un árbol?
De pronto, sale de su ensimismamiento sensiblero, espabilándose al oír la pregunta.
—La mejor época para plantar un árbol, ¿eh?
Asiento, y de inmediato me arrepiento de haberlo preguntado. Probablemente me aguarda una respuesta interminable.
—Ayer —dice, y entonces se ríe por lo bajo, con la mirada todavía triste—. Como todo lo demás. Como eso no es posible, ahora.
Dicho esto, vuelve a irse para seguir limpiando sus losas.
Tu puerta se abre y sale Fionn, vestido de negro de la cabeza a los pies, con la capucha tapándole casi toda la cara, pero los granos de adolescente y las pecas contradicen su elección de atuendo. Viene derecho hacia mí.
—Papá me ha dicho que te ayude —dice.
—Oh. —No sé bien cómo reaccionar—. Yo, esto, no necesito ayuda. Ya me las arreglo, de verdad. Pero gracias de todos modos.
Me gusta la paz que conlleva trabajar a solas. No quiero tener que charlar de trivialidades ni explicar qué es lo que quiero hacer. Preferiría seguir haciéndolo a mi manera.
Mira fijamente las piedras con anhelo.
—Parecen pesadas.
Desde luego, parecen pesadas. Me recuerdo a mí misma que no necesito ayuda, nunca pido ayuda. Prefiero hacer las cosas yo misma.
—No quiero volver a casa —dice en voz tan baja que cuando lo miro observando las piedras es como si no hubiese hablado y me cuestiono si realmente lo he oído. ¿Cómo puedo decirle que no, después de esto? Y me pregunto de quién ha sido la idea de venir a ayudarme. Dudo que fuese tuya.
—Empecemos por esta —digo—. Quiero ponerla allí.
Tener a Fionn conmigo me hace ir más deprisa, me hace tomar decisiones menos meditadas de lo que habrían sido de haber estado sola. Al principio me esfuerzo en encontrar cosas que decirle —cosas guais, cosas ingeniosas, cosas de jóvenes—, pero al cabo de un rato, viendo que insiste en sus respuestas monosilábicas, me doy cuenta de que tiene tan pocas ganas de charlar como yo. De modo que trabajamos en silencio, comenzando por la parte baja de la pendiente, y la única comunicación son palabras ocasionales para mover una piedra hacia la derecha o hacia la izquierda, ese tipo de cosas. A medida que pasan las horas comienza a hacer sugerencias sobre dónde situar algunas cosas.
Finalmente nos apartamos, sudorosos y jadeantes, y examinamos las piedras. Contentos con su ubicación, nos ponemos a incrustar a conciencia cada piedra para que quede bien sujeta en su sitio, dejando al menos la mitad de la piedra enterrada. Mezclamos tierra abonada y arena para asegurarnos de que las piedras no se muevan. En el siguiente nivel colocamos las piedras más pequeñas, dejando muchos huecos para las plantas. Tras terminar cada hilera nos apartamos y echamos un vistazo al resultado desde distintos puntos.
Fionn está callado.
—Tendrá mejor aspecto con las plantas y las flores —digo un poco cohibida, protectora de mi obra.
—Claro —dice en un tono que no logro interpretar. Su voz es monótona, inexpresiva, parece que le importe y que no le importe al mismo tiempo.
—Estoy pensando en instalar una fuente —digo. Lo he investigado y estoy entusiasmada porque he encontrado un vídeo que muestra cómo construir una fuente en ocho horas. Todavía me entusiasma más ver que puedo usar mis losas de arenisca india para construirla.
Ambos guardamos silencio mientras inspeccionamos el jardín en busca de un buen emplazamiento.
—Podrías ponerla aquí —dice Fionn.
—Tenía pensado ponerla más hacia allá.
Se queda un momento callado y después pregunta:
—¿Dónde está el enchufe más cercano?
Encojo los hombros.
—Lo vas a necesitar para la bomba. Mira, tienes luces. —Se pone a deambular por el jardín, buscando la fuente de electricidad de mis luces de jardín—. Aquí. Sería mejor ponerla cerca de aquí.
—Ya —digo, con una voz tan flemática como la suya; no lo hago adrede, pero es adictivo. Es mucho más fácil no esforzarse, puedo entender por qué habla así—. Voy a poner un caño en medio de las piedras; así, mira. —Apilo las piedras para mostrárselo—. El agua saldrá por el medio.
—¿Como explotando?
—No, como… borboteando.
Asiente una vez, poco convencido.
—¿Vas a hacerlo ahora?
—Mañana.
Parece decepcionado, aunque es difícil estar segura habida cuenta de su constante deriva entre la despreocupación y la amargura. No lo invito a regresar mañana. No me ha importunado su compañía, pero prefiero hacer esto yo sola, sobre todo porque no sé lo que estoy haciendo. Quiero encontrar mi camino por mi cuenta sin tener que discutirlo ni explicarlo. Aunque tampoco es que Fionn dé mucho pie a discutir.
—¿Vas a usarlas todas?
—La mitad.
—¿Puedo quedarme la otra mitad?
—¿Para qué?
Se encoge de hombros, pero está claro que tiene algo en mente.
—Para romperlas.
—Vaya.
—¿Me prestas esto? —pregunta, señalando mi mazo de goma.
Es la primera vez que lo veo tan esperanzado.
—De acuerdo —digo, un tanto vacilante.
Carga las losas en la carretilla y cruza la calle con ella hacia tu mesa. Luego regresa a por más. Mientras está haciendo esto sales a ver qué hace. De hecho, le preguntas qué está haciendo, pero te ignora y regresa a mi jardín para cargar más losas. Te quedas observándolo un momento y después lo sigues.
—Hola —dices, subiendo por la rampa hacia mí con las manos metidas en los bolsillos. Miras la rocalla—. Ha quedado muy bien.
—Gracias. Maldita sea —espeto de pronto, al ver que mi primo Kevin dobla la esquina de la calle, caminando tan pancho, mirando a izquierda y derecha en busca de mi casa—. No estoy aquí —digo, lo suelto todo y salgo disparada hacia mi casa.
—¿Cómo dices?
—No estoy aquí —repito, señalando a Kevin mientras cierro la puerta. Dejo una rendija abierta, quiero oír lo que dirá.
Kevin sube tan tranquilo por la rampa.
—Hola —os dice a ti y a Fionn, que está cargando losas en la carretilla con mucho cuidado pese a que aparentemente tiene intención de romperlas.
—Hola, ¿qué hay? —contestas. Suenas más como un disc jockey cuando no puedo verte, como si tuvieras una voz telefónica reservada para los desconocidos. Voy hasta la ventana y me asomo por encima del alféizar. Kevin tiene una pinta sacerdotal, tieso como un palo de escoba, pantalones de pana marrón, gabardina. Todo es preciso, pulcro, en tonos tierra. Me lo imagino calzando sandalias en verano.
—Jasmine no está en casa —dices.
—Vaya. —Kevin mira hacia la casa y me agacho—. Es una lástima. ¿Está seguro? Parece que… Bueno, la puerta está abierta.
Por un momento temo que vaya a venir en mi busca, como cuando éramos niños y no quería que Kevin me encontrara de ninguna de las maneras. Aquel juego en el que quien te encuentra tiene que esconderse contigo y los dos aguardáis a que los demás os encuentren. Kevin siempre se las arreglaba para encontrarme el primero y arrimaba su cuerpo al mío, apretujándose en el pequeño escondite de tal manera que notaba su aliento en el cogote y su corazón latiendo en mi piel. Incluso de niños me violentaba.
Te has quedado callado. Me sorprende que no se te ocurra una mentira. No es que tenga prueba alguna de que seas mentiroso, pero a veces tengo tan pobre opinión de ti que he supuesto que te sería innato. Es Fionn quien acude en mi auxilio.
—La ha dejado abierta para nosotros. Somos sus jardineros —dice, y la impasibilidad y la despreocupación hacen que resulte enteramente creíble. Lo miras con lo que parece ser admiración.
—Qué mala suerte. De acuerdo, probaré a encontrarla en su móvil —dice Kevin, comenzando a marcharse—. Por si no la encontrara, ¿pueden decirle que ha venido Kevin? Kevin —repite.
—Kevin, muy bien —dices, claramente incómodo de verte en esta situación.
—Claro, Kieran —dice Fionn, enfilando el sendero con la carretilla.
—No, Kevin —insiste, con cordialidad pero un tanto preocupado.
—Entendido —contestas, y Kevin se marcha sin prisas por donde ha venido, volviendo la mirada hacia la casa cada dos por tres para asegurarse de que no salgo de repente. Ni siquiera cuando se pierde de vista me siento segura.
—Se ha ido —dices, y llamas a la puerta con los nudillos.
Abro la puerta despacio y me deslizo a tu lado, confiando en que me tapes en caso de que regrese.
—Gracias.
—¿Novio?
—Dios, no. Quiere serlo.
—Y tú no.
—No.
—Parece buen tío.
Tengo que darle una colleja a esta charla tan franca de inmediato. No quiero hablar de mi vida amorosa contigo.
—Es mi primo —espeto, confiando en poner fin a la conversación sobre Kevin.
Abres los ojos como platos.
—¡Jesús!
—Lo adoptaron.
—Ah.
—Aun así —digo en mi defensa. Siempre me ha repugnado y me repugnará.
Silencio.
—Tengo una prima: Eileen —dices de pronto—. Tenía un par de tetas inmensas, incluso cuando éramos niños. Lo único que recuerdo cuando pienso en ella son… —Pones las manos abiertas encima de tus pectorales y agarras dos grandes jarras de aire—. Siempre estuve chiflado por ella. La llamábamos Tetas Migas porque todo le caía justo ahí, ¿sabes? ¿Como un estante?
Ambos miramos a Fionn mientras hablas, no nos miramos el uno al otro. Estamos de espaldas a la pared de mi casa, de cara a la calle.
—Ahora tiene varios hijos. Las tiene más bien por aquí, actualmente… —Bajas las manos de modo que los pechos imaginarios queden a la altura de tu cintura—. Pero si mañana me dijera que es adoptada… Lo haría, ¿sabes?
—Matt —suspiro.
Te miro y veo esa mirada pícara en tu semblante. Niego con la cabeza. Tanto si tu relato es verdad como si no, me estás toreando adrede. No pico el anzuelo.
—Tu hermana…
—Tiene síndrome de Down —me adelanto, y cruzo los brazos, lista para pelear. Siempre lista: ¿qué has dicho sobre mi hermana? La causa de casi todas mis peleas en la adolescencia. Hay cosas que nunca cambian.
Pareces desconcertado y relajo un poco mi postura.
—Iba a decir que tu hermana es una gran fan de la música.
Entorno los ojos con recelo y saco la conclusión de que eres sincero.
—Oh. —Pausa—. Sí. Lo es.
—Seguramente sabe más que yo.
—Eso es pan comido.
Sonríes.
—He organizado algo para la semana que viene. Una visita a la emisora. ¿Crees que le interesará? Pensé que a lo mejor sí; lo he hecho para otras personas, pero nunca para alguien como ella, que me parece que realmente lo apreciará, que le sacará el máximo provecho. ¿Qué opinas?
Te miro, impresionada, y me las arreglo para asentir.
—Bien. Espero que sea correcto preguntarlo, pero es que quiero saber cuál es la manera apropiada de proceder. ¿La llevo yo a la emisora o prefieres acompañarla tú? ¿O irá por su cuenta?
Sigo mirándote sin salir de mi asombro. No te reconozco. No alcanzo a comprender que hayas organizado una visita para mi hermana y que seas tan considerado de preocuparte por la logística.
—¿Has organizado una visita para Heather?
Te quedas perplejo.
—Dije que lo haría. ¿Algún problema? ¿Debería cancelarla?
—No, no —digo enseguida—. Se pondrá muy contenta. —Elijo con cuidado las palabras siguientes—. Toma el autobús por su cuenta —digo, de nuevo a la defensiva—. Es perfectamente capaz de hacerlo, ¿sabes?
—Bien.
Tus ojos me examinan, y eso me saca de quicio.
—Pero podría llevarla yo —digo—. Si no hay inconveniente.
—Por supuesto. —Sonríes—. Eres una hermana mayor muy protectora.
—Pequeña —respondo. Frunces el ceño—. Es mayor que yo.
Caes en la cuenta, pones esa cara tan tuya de comprender. Pero es sarcástica.
—Tiene todo el sentido. Es más madura.
Una sonrisa me hace cosquillas en la comisura de los labios, pero me niego a sonreír. Aparto la vista hacia Fionn. Tú sigues mi mirada. Vemos que Fionn coge el mazo.
—¿Seguro que no te importa que haga eso? —preguntas.
—¿Te importa a ti?
—No son mis losas.
—Una esquirla podría darle en el ojo —digo.
Silencio.
—Podría cortarle el brazo. Alcanzar una arteria.
Sales disparado hacia él, cruzando la calle.
No sé qué le dices a tu hijo, pero no has manejado bien la situación. Antes de que termines tu frase, Fionn está haciendo añicos mis carísimas losas de arenisca encima de tu mesa de jardín. Das un salto para atrás para que los fragmentos no te alcancen. Es como si para él no estuvieras presente.
Durante veinte minutos lo hace todo añicos, con las mejillas coloradas por el esfuerzo, torciendo el gesto con enojo. Tu hija, la rubita que va a todas partes bailando en lugar de caminar, lo observa desde el interior del jeep, que es lo más cerca que la dejas ir, y tú te quedas plantado en la puerta de la casa, con los brazos cruzados, observando con menos vergüenza que preocupación cómo aporrea mis losas. Cuando termina, inspecciona su trabajo con los brazos caídos y desgarbados y libres de toda tensión. Entonces levanta la vista y mira en derredor, súbitamente consciente de dónde está y de que hay personas mirándolo, como si saliera de un coma. Vuelve a ponerse tenso, se cubre de nuevo con la capucha, la tortuga desaparece en su caparazón. Suelta el mazo en la carretilla y la empuja a través de la calle hacia mí.
—Gracias —masculla, antes de marcharse otra vez arrastrando los pies, con la cabeza gacha cuando pasa junto a su familia y te aparta de un empujón para entrar en la casa. Desde el otro lado de la calle oigo un portazo en el piso de arriba.
Me hace pensar que debería llamar a mi padre.
Debería, pero no lo hago. Unos pocos meses de baja por jardinería me han llevado a comprender que di un portazo hace mucho tiempo. No sé cuándo ocurrió —cuándo di el portazo y en qué momento me di cuenta—, pero ahora me resulta evidente y todavía no estoy dispuesta a salir de mi habitación.