CAPÍTULO TRES
LLEGO al centro en el que se encuentra mi madre, un sitio bastante caro y que por suerte paga mi tía . Si yo hubiera tenido que ocuparme, y detesto admitirlo, mi madre no podría estar atendida por médicos que la cuidasen como merece.
La enfermedad comenzó a hacerse notar hace dos años. No obstante, empezó a hacer estragos en este último año. El Alzheimer comienza por hacerte olvidar las cosas más triviales, luego, las personas y los recuerdos van desapareciendo progresivamente de tu mente. Mi madre está en la fase en la que los recuerdos se han hecho más difusos pero las personas siguen existiendo. Es difícil imaginar que mi madre algún día no pueda llegar a reconocerme.
El médico de mi madre, un atractivo sanitario de treinta y cuatro años, me conduce hasta la sala en la que se encuentran todos los internos. Mi madre está jugando a las cartas con la que se ha convertido en su mejor amiga, la señora Lola.
—¡Mamá!—la saludo con dos efusivos besos en cada mejilla y me siento a su lado—¿Cómo te encuentras?
—Hoy he almorzado sopa de pollo, tortilla de patatas y natillas.
Es un juego nemotécnico que los médicos le han obligado a repetir cada vez que nos vemos. Mi madre tiene una rutina en aquel centro; se levanta, asiste a todas las comidas, tiene tiempo libre y un par de horas en las que la someten a una terapia consistente en juegos de memoria. Yo me alegro, pues sé que si cada vez que voy a visitarla ella logra asociar mi visita con lo que ha almorzado esa día, aquello implica que no ha olvidado ninguna de las dos cosas; ni a mí ni a la comida. Es difícil aceptar que algún día iré a visitarla y ella me preguntará: ¿Quién eres?.
Por suerte, la enfermedad de mi madre no tiene un proceso degenerativo tan rápido como otros pacientes de aquel centro. Personas que hace dos años trabajaban y cuidaban de sus nietos han pasado a un estado en el que no son capaces de atarse los cordones, andar con los pantalones puestos o comer por sí solos.
Es una estampa triste y desoladora.
—¿Quién va ganando?—pregunto, señalando las cartas.
Mi madre sonríe con orgullo.
—Le estoy dando una paliza—me responde.
Sonrío al ver como Lola se pone ceñuda.
—¿Y tu hermana, ha venido a verme?—pregunta mi madre con naturalidad.
Me pongo tensa al oír como la nombra. Mi hermana se volvió un tema tabú en casa cuando ella se marchó sin dejar señal alguna. Todas las navidades recibimos una postal navideña de su parte. Es su forma de decir que está bien. De todas formas, a mí no me asombra. Ese es el estilo Santana. Mi padre nos abandonó cuando teníamos diez años. Mi hermana hizo lo mismo cuando cumplió los veinte.
Todo el mundo habla del vínculo que existe entre las gemelas. De la capacidad que tienen los hermanos gemelos para sentir cuando el otro está en peligro. Pues bien, si durante estos cuatro años mi hermana ha estado alguna vez en problemas, yo no me he enterado.
De hecho, todo alrededor de mi hermana siempre ha sido un misterio para mí. Ella es poco habladora, reservada y talentosa. Yo hablo por los codos, soy extrovertida y torpe. Jamás he llegado a comprender su constante malhumor. Tampoco el porqué dejó los estudios. Nunca la razón por la que se largó de casa.
Durante mucho tiempo pensé que si ella hubiera sabido de la enfermedad de nuestra madre, la cual descubrí poco después de que ella se largara, ella se habría quedado en casa. No obstante, mi hermana es un espécimen de lo más extraño. Nunca supe lo que pasaba por su cabeza.
He dicho que mi hermana se convirtió en un tema tabú cuando se marchó. Sin embargo, cuando el Alzheimer comenzó a apoderarse de la mente de mi madre y a borrar algunos de sus recuerdos, ella volvió a preguntar dónde estaba mi hermana. Es curioso como la mente, de entre todos los recuerdos, opta por borrar los más dolorosos.
Yo no tengo valor para decirle a mi madre la verdad, que Érika, mi hermana, nos abandonó hace cuatro años. Y siendo honesta, ¿Para qué voy a contárselo cuando ella volverá a olvidarlo?
—Está trabajando—miento.
Mi madre asiente comprensiva.
—Su trabajo es muy importante, los niños del hospital necesitan mucha atención.
Trato de comprender el acertijo que supone la mente de mi madre. No es que olvide ciertas cosas sino que además se inventa otras. En este caso, mi hermana es la doctora Santana, una conocida oncóloga de la planta infantil del hospital más importante de Sevilla.
En mi fuero interno yo sé que ella siempre ha sido su preferida, pero eso nunca se lo dicho, claro.
Erika era la niña especial. La chica introvertida y problemática. La niña inteligente que odiaba estudiar. La que requería mayor atención.
Yo era la que se esforzaba por sacar buenas notas y la que tropezaba en las clases de gimnasia.
—Claro mamá, ya sabes que ella tiene mucho trabajo—decido cambiar de tema— ¿Qué hay del señor Javier, sigue insistiendo en ser tu pareja en las clases de baile?
Mi madre pone cara de tener una hija chiflada.
—¿Qué señor Javier, qué dices?
El que lleva cortejándote desde hace seis meses.
—Nada mamá—respondo.
Le doy un abrazo y me dejo llevar por el perfume de su pelo y sus brazos acogedores. Aquellos brazos en los que siempre me sentí segura cuando yo era una niña.
Siento unas irresistibles ganas de llorar que oculto en su mullido pelo rizado. Pero los espasmos de las lágrimas contenidas comienzan a sacudirme.
—¿Por qué llora mi niña, has suspendido en la universidad?—me pregunta con ternura, tratando de consolarme.
Las lágrimas comienzan a rodar por mi mejilla sin que yo pueda hacer algo por contenerlas. Unas manos cálidas me apartan de mi madre y me conducen fuera del reciento, hacia el pasillo solitario.
Manuel es el médico jefe del centro.
—¿Qué dijimos de llorar delante de tu madre?—me pregunta con amabilidad.
—Lo sé—respondo arrepentida, como una niña pequeña a la que acaban de pillar en plena travesura— no he podido evitarlo, ella ha olvidado a uno de los pacientes y luego ha creído que yo seguía en la universidad, ¡La acabé hace dos años!
—Ya hablamos de esto y sabes que es un proceso duro. Tu madre irá olvidando paulatinamente ciertas cosas, pero lo importante es que intentemos conservar sus recuerdos más importantes.
Sé a lo que él se refiere. Menos del tres por ciento de los pacientes viven más de catorce años después del diagnóstico, y la mayoría fallece al perder las funciones biológicas, lo que acaba por producirles la muerte. Es egoísta por mi parte preocuparme de que ella pueda olvidarme, pero no puedo evitarlo.
—¿Y si no lo logramos?—le pregunto, temerosa de conocer la respuesta.
—El Alzheimer es una enfermedad incurable. Al menos no hay tratamiento conocido por ahora. Todo lo que podemos hacer por ella es que se sienta segura y querida. Así que nada de llorar. Eso la desestabilizará emocionalmente y la dejará confundida, ¿Y sabes por qué?
—Porque ella no entiende porque lloro—respondo con un hilo de voz Manuel me mira comprensivamente. Para un hijo que ha perdido a su padre a causa del Alzheimer y que se ha dedicado en cuerpo y alma a esa enfermedad, en recuerdo del padre que ha perdido, es fácil comprender por lo que yo estoy pasando.
—Vuelve dentro de un par de días—me aconseja—ella está respondiendo bien al tratamiento, mejor que la mayoría de nuestros pacientes. Sé que eso no es suficiente, pero es una mujer fuerte.
Me despido de Manuel y me marcho hacia mi casa.
Aquel ha sido otro día de mierda dentro de la larga lista de días miserables de Sara Santana. Todo lo que deseo es llegar a mi piso, beber una cerveza bien fría y verme la última temporada de Gossip Girl.
Llego a mi casa con los pies doloridos. Vivir a las afueras de la ciudad, donde los servicios de transporte no llegan, es lo que tiene. Que se te estropee el viejo Supercinco también influye.
—Tienes que cambiar de coche—me sugiere Marta.
Está tumbada sobre nuestro sofá de dos plazas con los pies en alto del taburete. En ese momento debo admitir que la odio un poquito.
—¿Con qué dinero?—bufo.
Ella se encoge de hombros y sigue concentrada en la televisión. Es una especie de reality en el que un agente inmobiliario y una atractiva decoradora luchan entre sí para convencer a una familia de vender la casa o de quedarse con su nueva casa decorada. A menudo los inquilinos se quejan de cosas así como tener sólo tres baños o la falta de espacio. Si yo doy un vistazo rápido a las dos habitaciones de mi piso, la cocinasalón-comedor y nuestro ridículo cuadrado véase baño, me entra la risa tonta.
¿A quién le interesan esos programas de televisión basura? A mí, desde luego.
Me siento al lado de Marta con la cerveza en la mano y postergo Gossip Girl para otro momento.
—David ha llamado—anuncia, disfrutando con mi mala cara.
Mi amiga tiene un peculiar sentido del humor que se basa, principalmente, en reírse de mí.
—Qué bien.
—¿No vas a devolverle la llamada?—me pregunta en tono jocoso—parecía desesperado.
—Yo también lo estoy—replico de mala gana—y no por eso voy a tirarme al primero que pase delante de mis narices.
—Pues deberías—apunta mi amiga.
—¿Y eso por qué?—pregunto con un repentino malhumor, al acordarme que soy una negada para las artes amorosas.
—Porque el sexo mejora el cutis, y en este momento te vendría muy bien—señala con un dedo mi cara.
Yo me la palpo tratando de buscar un alíen o algo por el estilo.
—¿Qué pasa, qué tengo?
Me incorporo como si tratara de llegar la primera a un bolso de Prada rebajado y me acerco al espejo.
Descubro dos cosas: Que los vaqueros se me han quedado sospechosamente pequeños, y que tengo un grano del tamaño de un cacahuete en la barbilla.
Como soy una persona bastante pragmática, decido de inmediato que debo hacer dos cosas. La primera, apuntarme al gimnasio si no quiero que las antiestéticas cartucheras aparezcan de nuevo a los lados de mi cadera. No es justo. Yo hago dieta y camino mucho (porque mi coche me deja tirada constantemente). De todas formas he asimilado desde la adolescencia que tener el pecho y el culo grande supone esfuerzos dietéticos si quiero parecerme a la ejecutiva impecable que concilia la vida familiar y laboral. Sólo que yo no tengo ni lo uno ni lo otro. La segunda cosa es bañarme en crema anti acné, un caprichito de cuarenta euros que la vendedora de cosméticos me aseguró que hacía maravillas en la piel. Si maravillas en la piel son granos del tamaño de un cacahuete ella tenía razón.
Me voy a la cama tras la promesa de que al día siguiente me apuntaré a un gimnasio y haré sesión doble de spinning. Me conozco tan bien que sé que aquello no es verdad, lo cual no impide que me sienta un poquito mejor después de hacerme aquella promesa. Con la cara verde y un antifaz rojo me voy a dormir. Estas son las cosas por las que no consigo novio.
A la mañana siguiente mi grano ha pasado del nivel cacahuete vistoso al nivel “se disimula con corrector”. Así que, corrector en mano, me afano por ocultar a aquel rebelde. He acabado de darle las últimas pinceladas a mi maquillaje cuando mi móvil suena —¿Sara Santana?—pregunta una voz áspera.
—Sí, soy yo.
—Le llamo de la comisaría de policía, tengo malas noticias.
Me pongo lívida.
—¿Han encontrado a Budy?
Budy era mi perro salchicha. Un desobediente amigo canino que se escapó cuando yo tenía quince años, al soltar la correa para atarme los cordones. Me extraña que la policía llame para decirme que lo han encontrado. Ya han transcurrido unos añitos y el pobre Budy habrá pasado a mejor vida.
Se hace un tenso silencio en el que sólo escucho la respiración ronca de mi interlocutor. Parece que aquel hombre fuma bastante.
—No sé quién es Budy—responde al final—pero le llamo por otro asunto.
—¿De qué se trata?—pregunto nerviosa.
Oigo como la voz suspira.
—Lamento comunicarle que su hermana ha fallecido. Lo siento.
Me derrumbo sobre el mueble del baño donde se apilan las toallas y me dejo caer despacio hasta el suelo. Me quedo allí sentada, de rodillas, incapaz de reaccionar. Al otro lado del teléfono pasan varios segundos, o minutos, sin que nadie diga nada.
—¿Se encuentra usted bien?—pregunta la voz, reanudando la comunicación.
Mi hermana ha muerto.
Me miro las manos tratando de buscar un punto claro en el que fijar mi atención.
Llevo cuatro años sin verla, sabiendo de ella a raíz de las postales navideñas que envía cada año desde distintas partes del país.
En mi fuero interno siempre albergué la esperanza de que ella volviera algún día. Ahora, ella está muerta.
Trato de recordar la última vez que la vi y lo que viene a mi mente me entristece.
—¿Se encuentra bien?—repite la voz.
—No—respondo al final—¿Qué le ha pasado?
—Estamos investigándolo, pero todo señala a un suicidio.
Me quedo de piedra, tratando de asimilar lo que acaba de contarme. No lo entiendo. Mi hermana era una chica joven con toda la vida por delante, ¿Por qué iba a suicidarse?
—Tiene usted que venir a reconocer el cuerpo. Se trata de un procedimiento rutinario—me informa el policía.
—Sí, lo sé.
Apunto en un papel la dirección que el hombre me comunica y cuelgo el teléfono, todavía en estado de shock para reaccionar.
Paso una hora hasta que consigo adueñarme de nuevo del control sobre mí misma. Me ducho a pesar de que acabo de hacerlo hace menos de dos horas, vuelvo a maquillarme, meto varias mudas en una bolsa de viaje y cojo suficiente dinero.
Voy a salir por la puerta cuando Marta me detiene.
—¿Estás enferma? Estás muy pálida—se preocupa al percatarse de mi estado.
—No, no lo estoy—le respondo consternada—mi hermana a muerto.
Marta palidece.
—¿Qué ha pasado?
—No lo sé, dicen que se ha suicidado.
Me da un abrazo ante el que no me opongo, pero tampoco respondo.
—Tengo que ir a reconocer el cuerpo—le informo.
—Puedo ir contigo. Deja que llame al trabajo y pida el día libre.
Coge el teléfono de manera decidida pero yo se lo arrebato.
—No, sólo te queda un día libre y es para la comunión de tu hermana.
—Intentaré hacer horas extras o algo.
—Sabes que no te lo concederían. No pasa nada, iré yo sola.
—¿Dónde es?
—Eso es lo peor de todo. Estaba justo aquí, en un pueblo cercano. No lo entiendo.
—Ella era así, por lo que tú me contaste, trataba de alejarse de todo el mundo. Para eso no importa la distancia.
Ella tiene razón, pero yo me niego a admitir que mi hermana estuviera atravesando por algún problema, estuviera cerca de mí y no contara con mi ayuda.
—Tengo que irme.
—Llámame tan pronto llegues—me pide.
Asiento con un vago gesto de cabeza y salgo de allí.
Saco el arrugado papel del bolsillo de mi pantalón y vuelvo a mirar la dirección.
“Villanueva del lago”