CAPÍTULO DIECISIETE

PARPADEO un par de veces para observar bien lo que Héctor me muestra. Es un barco. Un yate enorme de un blanco inmaculado, de esos que sólo se ven en las películas. Miro al yate y a Héctor respectivamente.

Él me tiende una mano desde el yate. Yo aún estoy con los pies en tierra, sin saber qué hacer.

—Soy más de secano—me excuso.

—Sara, a no ser que pienses que voy a tirarte al mar cuando zarpemos, sube al puñetero barco.

—Señor Brown, no diga usted tacos—me burlo, para distender la tensión.

Él me fulmina con la mirada.

Yo sigo contemplándolo con reticencia y un creciente nerviosismo.

—¿Confías en mí?

Su mano sigue tendida hacia mí. La cicatriz comienza a escocer, y el fantasma de mi hermana aparece difuminado en el mar.

—Sí—decido.

Agarro su mano y subo al barco.

—¿Es tuyo?—le pregunto, cuando comenzamos a alejarnos del puerto.

—No lo utilizo mucho. Siempre navego solo cuando estoy de vacaciones. No suelo tener vacaciones.

—Ahora no estás solo—le digo, sin dejar entrever la emoción que siento.

—No—él me rodea por la espalda y besa mi cuello—es bueno hacer excepciones.

En mi cara se planta una enorme sonrisa de boba. Por suerte, estoy de espaldas a él y no puede verme.

—¿Vamos a alejarnos mucho?—me preocupo.

Héctor pone los ojos en blanco.

—Es un barco. Lo raro sería que no nos alejáramos.

Yo siento un creciente nerviosismo y Héctor lo nota. Me coge la mano para transmitirme seguridad.

—¿Nunca has viajado en barco?

Reprimo una risilla nerviosa.

—¿Las barquitas a pedales cuentan?

—No te preocupes. A veces puedes marearte un poco, pero a ti no te pasará.

Media hora más tarde yo estoy vomitando por la borda. Tengo la cara blanca y un sudor frío recorre mi frente. Ni la brisa del mar ni las olas que chocan contra el barco hacen que yo me sienta mejor.

—Pensé que eras de estómago fuerte, media botella de whisky no consiguió tumbarte.

Lo fulmino con la mirada.

—Ven, vamos al servicio. Te vendrá bien un poco de agua.

—¿Más?—protesto.

Héctor me conduce escaleras abajo hacia un impresionante camarote. Una amplia cama está colocada en el centro y todos los muebles son de una lustrosa y brillante madera de pino. Me siento mejor sólo de pensar en la infinidad de posibilidades que ofrece aquel colchón. Héctor abre una puerta y me señala el baño, con un gran plato de ducha con hidromasaje.

Todo lo que hay allí debe costar una fortuna.

Me mojo la cara y me limpio el sabor a vomito de mi boca. Al salir, Héctor me espera con unos ojos llenos de culpabilidad.

—¿Mejor?

Asiento.

—Si lo hubiera sabido habría elegido otro plan.

Me abrazo a él, sintiendo su calor.

—Gracias por traerme aquí—le digo.

Permanezco sentada durante el resto del trayecto hasta que el yate se detiene, anclado en la inmensidad del vasto océano. El mareo y la fatiga ya han pasado, y en su lugar, una inmensa dicha recorre todo mi cuerpo.

Me levanté cuando unas gotas de agua caen sobre mi pelo. Me apoyé sobre la barandilla y contemplo maravillada aquel espectáculo.

—¡Delfines!—exclamo ilusionada.

Saltan sobre el mar para volver a escabullirse dentro del agua, con aquel sonido tan característico de ellos. No sé cuánto tiempo paso allí parada, contemplando a aquellos animales tan hermosos.

—Son preciosos.

Héctor no dice nada, sólo me mira. Me mira y me mira. Me mira y sonríe, como si acaso él disfrutara viéndome feliz.

—¿En qué piensas?—me pregunta, cuando ya ha pasado un buen rato.

—Pensaba en que no sabes nada de mí, ni yo de ti. En realidad, no sabemos nada el uno del otro.

—¿Y eso importa?

—Podrías llevarte más de una sorpresa conmigo—bromeo.

Él se recuesta sobre la valla. Está perfecto con unos simples vaqueros y una camisa blanca.

—Sorpréndeme—me pide.

—Bueno, mmm...por las mañanas tengo la voz tan ronca que parezco un camionero y tengo muy mal humor. Además, detesto a la gente que va andando por el carril bici, pero yo siempre lo hago cuando nadie me ve. Lloro con las películas de dibujos animados, riego con café la planta de mi compañera de piso porque ella nunca friega los platos, y me inventé que tenía un hijo cuando Javi Pérez me invitó a salir en octavo.

Héctor me mira fascinado.

—¿Hay algo más que yo tenga que saber?—pregunta, muy divertido por lo que acabo de contarle.

—No. Bueno, quizá un par de cosillas, ¡Pero no pienso contártelas!

—¿Entonces es mi turno?

Asiento, deseando saber más cosas sobre este hombre.

—Soy un adicto al trabajo y no tomo vacaciones por más de una semana al año.

—Si yo fuera tú lo raro es que trabajara más de una semana al año, eres inmensamente rico...

Él se encoge de hombros.

—Desde que te conocí no tengo ganas de volver al trabajo—me dedica una sonrisa perfecta que hace que mi corazón lata más deprisa—mi madre era española y mi padre americano, tengo una hermana a la que adoro.

—¿Y qué más?

—No hay nada más. Ese soy yo—me acerca hacia él y me da un cálido beso en los labios.

—¿Y qué hay del Héctor Brown que sale en las noticias rodeado de mujeres hermosas y gente importante?

—¿Me has buscado en Google?—adivina.

—¡Como si no tuviera otras cosas que hacer!—me enfado.

Voy a apartarme de él, pero Héctor me abraza más fuerte y se ríe, como si le divirtiese lo que acaba de descubrir. Sí, lo he buscado en Google, ¿Qué pasa?

—Ese es el hombre al que todos creen que conocer—comenta de manera distante.

—¿Y quién eres en realidad?

—Sólo yo.

Me besa, con sus manos rodeando mis caderas. Nuestros alientos se mezclan, y yo me siento plena a su lado. Se separa de mí y me mira a los ojos.

—Me gusta tenerlo todo bajo control. Entonces llegas tú y perturbas mi calma.

—¿Y en qué lugar me deja eso a mí?—le pregunto.

—Todavía estoy tratando de averiguarlo.

Héctor vuelve a besarme, esta vez con mayor urgencia que la vez anterior. Me coge en brazos y me lleva directamente hacia el camarote. Yo sé lo que va a pasar. Lo mismo que he estado imaginando desde que lo he conocido, y sólo puedo pensar:

¡Joder, sí!

Héctor me deja de pie, a escasos centímetros de la cama. Yo apenas le llego a la barbilla, y tengo que mirar hacia arriba para contemplar la belleza de su rostro. Sus rasgos afilados están trazados por curvas duras y masculinas. Tiene una barbilla cuadrada que contrarresta con las líneas angulosas y bien perfiladas de su rostro. Sus ojos brillan como dos gemas verdes y poderosas, que consiguen tragarse todo lo que observaban a su paso. Son ligeramente felinos e intimidatorios, lo que provoca que el deseo que yo siento por aquel hombre se acreciente en mi interior aún más. Está bronceado, de una manera en la que su piel morena y su cabello negro azabache hacen sobresalir más aquellos hermosos ojos. Y su cuerpo, oh, su cuerpo es una mezcla gloriosa de músculos y complexión atlética.

Es de figura alta y estilizada, espalda ancha, bíceps marcados y abdomen plano. Cada parte de su cuerpo que yo toco se muestra dura, cálida y receptiva ante mis caricias. Y me encanta.

Sus manos comienzan a desvestirme lentamente, reparando en cada trozo de mi piel. Me quita la chaqueta, y sus dedos expertos desabrochan uno a uno los botones de mi blusa. Puedo sentir la piel caliente donde él me toca. No me cabe la menor duda de que a él le gusta dominar, y en este momento, es quien lleva las riendas de la situación.

El último botón de mi blusa se libera, y Héctor me la quita con suma lentitud, como si quisiera grabar este momento en el tiempo para siempre.

Baja la hebilla de mi pantalón, e introduce la palma de su mano dentro, sobre la ropa interior. Yo gimo, y me abrazo inconscientemente a él, necesitando que sus caricias sean más profundas. Su otra mano desabrocha por completo mis vaqueros, y él se tumba sobre mí, apoyando todo su peso en los codos. Tira de mis pantalones hasta que estos se liberan de mis piernas y caen a la pila de ropa que ya yace sobre el suelo.

Yo, mientras tanto, voy desabrochando su camisa con dedos ansiosos y temblorosos. Mis manos aferran sus brazos, sintiendo lo increíblemente duros y cálidos que son. Héctor echa la cabeza hacia atrás cuando paso los dedos por su cuello, y los hundo en su cabello.

Él me incorpora, con sus ojos oscurecidos devorando cada parte de mi cuerpo. Se fija en mi sujetador, y niega con la cabeza manteniendo una sonrisa lujuriosa en los labios.

—Apuesto a que deben ser hermosos—dice roncamente, refiriéndose a mis pechos.

Me da la vuelta y desabrocha el cierre de mi sujetador...con su boca.

Cierro los ojos y me concentro en la sensación que provocan sus labios sobre mi espalda, que se ciernen alrededor del cierre. Lo apresa entre los dientes, y lo desabrocha con facilidad, lo que me hace entender que no es la primera vez que hace una cosa así. Su lengua recorre la parte baja de mi espalda.

Vuelve a darme la vuelta, esta vez de cara a él. Mi sujetador ha desaparecido, y en su lugar, mis pechos son el objeto de deseo de Héctor. Es imposible no sentirse hermosa ante aquellos ojos verdes que me miran con ardor.

Héctor pasa sus manos por mis pechos, acariciándolos primero levemente. Luego acunándolos con las palmas de sus manos, y finalmente pellizcando mis pezones, que se vuelven duros ante el contacto.

—Preciosos...—murmura.

Su lengua lame el borde de mi pezón, y sus labios se ciernen alrededor de él, succionándolo y arañando mi piel con sus dientes, de manera superficial. Gimo de placer.

Su boca sigue besando mis pechos, dejando besos cortos, húmedos y calientes.

Sus besos comienzan a descender. Bajan hacia mis costillas, y realizan un recorrido por mi vientre. Yo puedo imaginar lo que él va a hacer, y una oleada de expectante excitación me invade.

Sus besos llegan a la parte baja de mi vientre, y sus manos pasan por encima de mi ropa interior. Él deja caer su mejilla sobre el encaje de la tela, y puedo sentir bajo mi piel como su boca se curva en una sonrisa. Una de esas que a mí me encantan.

—Hoy no son de lunares...—murmura, con una mezcla de diversión y lujuria en su voz.

Una risilla nerviosa sale de mi garganta, y se apagó cuando él agarra mis braguitas de encaje y tira de ellas. La tela se rasga y él la tira al suelo.

Adiós a mis bragas de la perla.

—Eres preciosa—me dice, estudiándome de arriba abajo, para acabar en la zona en la que mis muslos se cierran.

Yo puedo sentir como el aire me falta. Él va a besarme, ahí. La sola imagen de la boca de él, en esa zona, hace que una oleada de placer recorriera mi piel.

Sus labios comienzan a dejar besos cortos por la zona interior del muslo, y se acercan más, y más. Yo me aferro a ambos lados de la cama con las manos, tratando de encontrar un punto estable que pueda sostenerme.

Y entonces caigo.

Su lengua besa mi sexo. En mi parte más íntima, dándome más placer del que yo podría haber imaginado en toda mi vida.

No puedo reprimir un grito ahogado cuando él comienza a tomarme de una forma desesperada. Deja besos sobre mi carne, pasa sus dedos alrededor de mis labios vaginales e introduce su lengua dentro de mí. Me penetra con un dedo, mientras su lengua sigue provocándome envites de placer que hace que unos leves temblores se apoderen de todo mi cuerpo. Introduce otro dedo más en mí, y yo arqueo mis caderas instintivamente hacia él. Sus labios siguen dándome besos, y su lengua encuentra el sensible botón de placer que crece con las acometidas de la lengua de Héctor. Sus dedos se arquen en mi interior, mientras su lengua sigue desesperada por activar aquel punto.

Hundo mis manos en su cabello, acompañando los movimientos de su cabeza con mis manos.

Gimo, arqueando aún más la pelvis hacia los dedos que hay en mi interior y la lengua que me posee de manera furiosa, y mis manos se entierran más en su cabello. Pidiendo más. Exigiéndolo todo.

Echo la cabeza hacia atrás y grito.

Una oleada de placer incontenible me sobreviene, y unos ligeros espasmos me recorren todo el cuerpo, haciéndome temblar. Su lengua tomó toda mi esencia, mientras las últimas oleadas de placer me abandonan y él sigue aún junto a mí, con sus labios alargando aquella exquisita sensación que comienza a abandonarme.

Respiro agitada. Mi piel está sudorosa y brillante, como el rocío de una mañana fresca sobre las hojas de las flores.

Lo contemplo fascinada. Sus músculos, su piel morena, su sonrisa tierna.

—Eres maravillosa—me dice al oído.

—Pues anda que tú...

Lo atraigo hacia mí, apremiándolo, haciéndolo saber lo que yo necesito. Lo quiero dentro de mí, ahora, allí. En aquel instante, en un barco que se mece con las olas del mar.

Héctor acuna mi rostro entre las manos, y me besa, compartiendo mi propio sabor entre los labios de ambos. Agarra mi cabello, echando mi cabeza hacia atrás, y obligándome a abrir más los labios, haciendo aquel beso más exigente. Es primitivo, salvaje y me encanta.

Mis brazos rodean su espalda, y mis uñas lo arañan suavemente. Apremiándolo.

—No tienes ni idea de todo lo que he imaginado que te hacía desde que te vi en el tren —Con aquella bufanda tan ridícula—comento yo, y no puedo evitar reír, presa de sus labios.

Héctor me muerde el cuello, y luego el hombro.

Joder...todo lo que me hace me vuelve loca.

Sus labios bajan a mi cuello, y sus dientes me arañan de manera placentera la piel.

Siento como saca algo del bolsillo de su pantalón, y coloca el preservativo sobre su pene erecto. Él no se hace de rogar, me coge por las caderas y penetró de un solo movimiento. Mis caderas se acercan hacia él, y puedo sentir como me llena por completo. Me adapto a él enseguida.

—Joder Sara...—dice, con los dientes apretados.

Héctor entra y sale de mí, en movimientos lentos y acompasados. Yo alzo mis caderas hacia él de nuevo, sintiendo aquella deliciosa tortura. Rodeo sus caderas con mis piernas.

Sus movimientos se hacen más rápidos y sus embestidas más duras. Yo sólo puedo pedir más. Nunca me han tomado de aquella forma, con una mezcla perfecta de ternura y rudeza.

Sin pensarlo dos veces, lo hago rodar y lo coloco de espaldas a la cama. Me siento a horcajas sobre él y comienzo a moverme.

Él me contempla fascinado.

—Joder Sara...sí...justo así—murmura con voz ronca.

Sus manos se colocan sobre mis pechos, y yo lo dirijo como si me tratara de una experta amazona.

Montándolo, sintiéndome presa de aquella pasión que me embarga.

Lo cabalgo, con movimientos rápidos e intensos. Dejando que él se agarre a mis pechos y arquee su pelvis hacia mí cada vez que yo bajo hacia él. Hemos encontrado la sintonía y nos movemos al unísono. Desesperados. Sintiendo al otro. Compartiendo una intimidad que yo no he sentido en mi vida.

Héctor deja escapar un gemido gutural. Yo grito, incapaz de mantener aquel placer acallado por mis labios. Héctor se agarra a mis caderas, me empuja sobre el colchón y se corre.

Me levanto de él, recordando que sólo hay algo que nos separa.

Héctor también lo recuerda, y cuando nos separamos, se quita el preservativo con un gruñido de disgusto.

—Dime que de ahora en adelante tomarás anticonceptivos—me dice, con voz poderosa y autoritaria.

Yo lo contemplo con ojos nublados y una sonrisa pícara. Su autoridad me molesta un poco, y decido bromear.

—Sólo si volvemos a repetirlo.

Y lo beso.

Cinco minutos más tarde estamos en la ducha del camarote. El agua resbala por nuestros cuerpos, y las manos de Héctor se deslizan con total facilidad por mi cuerpo. Me muerde en el cuello, y va dejando la marca de sus dientes alrededor de toda mi piel, hasta llegar a la clavícula.

Yo coloco la cabeza hacia atrás y apoyo la espalda en la ducha. Héctor sigue mordiéndome, con una mezcla de lujuria y autoridad que me vuelve loca. Me agarra del cabello y tira de mi cabeza hacia atrás, teniendo un total acceso a la base de mi garganta. Rodea su lengua hasta el centro de mis pechos y vuelve a iniciar el recorrido. Una mano se cuela por el interior de mi muslo y coloca mi pie en el borde de la bañera.

—Ábrete para mí—me ordena.

Yo lo hago sin vergüenza alguna, y me expongo ante él. Su mano toma mi vulva y me masturba, mientras su otra mano va directa a mis pechos. Pellizca mis pezones hasta que éstos se tornan rosados y duros. Yo le muerdo el hombro, y Héctor me lanza una mirada de advertencia.

—Soy yo el que manda—me advierte.

Suspiro. Eso ya lo veremos.

Para demostrármelo, Héctor muerde mi cuello con mayor fuerza, hasta el punto de hacerme aullar de dolor. Cierro los ojos, conteniendo la sensación de dolor y placer. Él me penetra sin aviso alguno, y yo vuelvo a gritar, esta vez de pura sorpresa.

—¡Héctor!—le clavo las uñas en los hombros.

Él se detiene, aún dentro de mí.

—No quieres que pare—me dice, mirándome a los ojos—¿O sí?

Maldito sea.

Yo cierro los ojos y niego con la cabeza. No, por nada del mundo quiero que pare.

Lo noto sonreír, satisfecho de haber conseguido lo que quiere. Héctor empuja dentro de mí, y bombea con fuerza, follándome de una manera salvaje que no da lugar a dudas: él manda y yo obedezco.

Lo odio por hacerme sentir tanto placer. Lo odio por mandar sobre mí. Por lograr este efecto devastador sobre mi cuerpo.

Y sin embargo, está dándome mayor placer del que yo he experimentado nunca.

—Mírame—me ordena.

Héctor me agarra de la nuca y me obliga a mirarlo. Sus ojos emanan fuego, y sin palabras, entiendo la amenaza latente de su silencio. Bombea dentro de mí, sin dejar de mirarme a los ojos. Empuja una última vez, sale de mí y se corre fuera.

Yo apoyo la espalda en la fría pared de la ducha y cierro los ojos, dejando que el agua resbale por mi piel. Sin decir nada, Héctor sale de la ducha y me deja sola.