CAPÍTULO VEINTICUATRO
POR la mañana, después de llegar a las tantas de la madrugada con la cogorza del siglo, paso todo el día tratando de recobrar mi integridad física. Pero es como si alguien me hubiera metido en un jarrón con la tapa cerrada y hubiera empezado a agitarlo. Yo estoy mareada, tengo dolor de cabeza y por si fuera poco, tengo agujetas.
Paso todo el día tirada en el sofá y regodeándome en el ser tan patético que soy.
Mi discusión con Erik me ha llevado a un punto de amargura del que me niego a salir aquel día. No tengo ni idea de por qué, pero sus palabras me han herido hasta el punto de convertirme en un ser andrajoso que se da pena a sí mismo. Tal vez, el hecho de que aquel policía haya dejado caer lo que yo me niego a afrontar, es la causa de mi malestar. Porque, seamos sinceros, ¿Qué ve en mi Héctor Brown, el gran multimillonario, mujeriego y exitoso hombre de negocios?
Yo sólo soy una chica. Una que esporádicamente se emborracha los fines de semana para olvidar sus problemas. Cosas sin importancia. Que no tengo trabajo, que su hermana ha sido asesinada, que su madre tenía Alzheimer...
Erik tiene razón. No hay nada en mí que pueda interesar a Héctor. Pero yo me niego a aceptarlo. Y
luego estaban las rosas.
¿Quién envía rosas a una mujer por la que no está interesado?
Enciendo el portátil dispuesta a ver un maratón de películas clásicas con final feliz. Y juro que yo no tengo intención de teclear las dos palabras mágicas en Google. Es inconscientemente que yo escribo “Héctor Brown”, pulso entre y una galería de imágenes de una fiesta en los Hampton asaltan la pantalla.
Miles de imágenes de Héctor rodeado de hombres de negocios y mujeres que se cuelgan de su brazo en un intento por ser captadas el mayor número de veces por los focos de la prensa. No le doy importancia hasta que me fijo en dos fotografías.
La primera, Héctor posando junto a una esbelta y hermosa rubia colgada de su brazo con una radiante sonrisa que parecía decir “Te lo dije” en la cara. Ver a Héctor y a Linda juntos hace que mi estómago se revolviera.
Calma. Calma.
Pero todo lo que yo puedo sentir es un creciente malestar estomacal.
La segunda, Héctor hablando con un hombre cuyo nombre, en el pie de la foto, se me antoja familiar.
Podría haber sido el semblante de su cara lo que me hubiera asombrado en primer lugar, pero hasta que no caigo en la cuenta de lo que significa aquel nombre no recaigo en el horror que aquello me produce. Michael Smith, el marido de Claudia, la amiga de mi hermana.
En la fotografía, Héctor y Michael, lucen algo distantes. O al menos, es lo que puedo distinguir en una simple imagen. Pero la expresión de Héctor ya se me ha grabado en la mente, y yo sé distinguir cuando él está molesto y cuando está alegre. En aquella fotografía, sus ojos se han oscurecido, tiene el entrecejo fruncido y la mandíbula apretada
Luego están Héctor y Linda; Linda y Héctor. Héctor. El mismo que me ha mandado flores hace unas horas.
Linda no mintió. Ha estado con Héctor en la fiesta. Lo cual, tampoco es de extrañar. Por lo que puedo leer en el titular, se trata de una fiesta benéfica a la que asisten las figuras más célebres de la sociedad americana. Y Linda, tal y como explican en la fotografía, es una cotizada modelo neoyorkina.
Bien, de ser así, ¿Por qué él no me ha explicado que iba a una fiesta?
“Te dijo que fueras con él” apun ta mi subconsciente, que está disfrutando de lo lindo al ver como yo hiperventilo.
Sí, me pidió que fuera con él. Pero yo no he ido. Y se ha encontrado con Linda. Y sólo Dios sabe lo que ha pasado entre ellos. Aunque yo también quiero saberlo.
Calma. Calma.
Pero yo no estoy calmada. Estoy furiosa. Estoy celosa, y entonces hago lo único que no hay que hacer cuando te encuentras en una situación tan confusa; actuar sin pensar.
Llamo al número de mi vecino, el escritor ambicioso que sólo piensa en sí mismo y sueña con que todos sus libros sean un best seller. Soy breve. Le anuncio que investigaré a Héctor Brown y trabajaré en su periódico local como tapadera.
Julio Mendoza es el tipo de persona que saborea las mieles del éxito a kilómetros de distancia, por eso, cuando a poco de que hubieran transcurrido diez minutos de mi llamada se presenta en el umbral de mi puerta, yo no me sorprendo en absoluto.
Como escritor de misterio, Julio está acostumbrado a escribir el desenlace de la historia aún a sabiendas de que lo único que posee en aquel instante son meras sospechas. No tengo ni idea de por qué, pero lo cierto es que el famoso escritor parece guardar cierta inquina hacia Héctor Brown. Se refiere a él como el “tipo encantador”, el “conquistador de mujeres” y el “chico que se ha hecho a sí mismo proviniendo de una familia multimillonaria”; cada frase, remarcada con un tono de sarcástico desprecio. Y seamos sinceros, si hay alguien que debe detestar a Héctor Brown esa soy yo. En fin, él es el presunto asesino de mi gemela. Lo cual, si te ponías a meditarlo, es un pelín escalofriante. Yo debería desear estrangularlo o golpearlo. En cambio, se me ocurren mil formas para que el me folle salvajemente.
Soy una mujer de principios, ¿Sabes?
En un turbulento pensamiento mío acerca de una cama, esposas y un atractivo señor Brown vestido sólo con unos vaqueros que caen sobre sus caderas, Julio Mendoza atrae mi atención al llamarme.
—¿Sara, me estás escuchando?
—Sí—miento.
—Decía que sería conveniente que te colaras en el despacho de Héctor y echaras un vistazo a los cajones de su escritorio.
Escupo el café que acababa de meterme en la boca.
—¿Me estás pidiendo que espíe sus cosas? ¡Eso es...una especie de delito contra su intimidad!—me quejo.
Yo no sé mucho de leyes, pero estoy segura de que hurgar en las cosas ajenas infringe algún que otro artículo del código penal.
—Dije echar un vistazo. Un vistazo, cuando no se tiene nada que esconder, no tiene importancia.
—No creo que Héctor estuviera de acuerdo en eso.
—No tiene que enterarse. De eso se trata. Además, sois como novios, ¿No? Es como si le miraras los mensajes de teléfono o algo así. Muchas parejas lo hacen.
—¡Yo no soy la novia de Héctor Brown!—grito, y por alguna razón, aquella verdad me molesta.
Mucho—y si fuera la novia de alguien, estoy segura de que no sería la clase de chica que desconfía de su pareja y hurga en sus cosas.
—Entonces hazlo. No eres su novia.
—Ni hablar.
—Te lo pido como tu socio en esta investigación.
—Yo no soy tu socia.
—Entonces te lo pido como tu jefe—me ordena, muy serio.
—Bien, de ahora en adelante, tendremos una relación puramente laboral. Y ahora, sal de mi casa— camino hacia la puerta y la abro de par en par, invitándolo a que se marche.
Julio Mendoza no parece ofendido. Todo lo contrario, él parece estar disfrutando con aquella escena.
Camina con las manos metidas en los bolsillos y la seguridad innata de un hombre que está a punto de conseguir lo que quería. Se para a mi lado, y esboza una media sonrisa. Una sonrisa que no me gusta.
No es como la sonrisa de Héctor; amplia y que otorga un brillo magnifico a su rostro. Aquella es una sonrisa podrida.
—Necesito un reportaje acerca de la nueva construcción junto al lago. Para mañana. Y no lo olvides, hurga en sus cajones, espía su móvil...lo que sea. Hazlo y descubrirás la verdad.
Cierro la puerta y me meto en la ducha, dispuesta a limpiar con agua los remordimientos que empiezo a sentir por algo que todavía no ha comenzado.
El día siguiente transcurre con mayor normalidad de la que yo he imaginado. Termino mi reportaje acerca de la construcción masiva de viviendas de lujo alrededor del lago. Tengo claro que aquella es una estratagema barata de Julio para ganarse la amistad del pueblo. Un pueblo que no desea ver superpoblado su hermoso lago, al que la nueva construcción amenaza la fauna que lo rodea. A Julio Mendoza hay pocas cosas que le importen. Primero está él, luego estaba él y finalmente estaba él. El pueblo, el lago y sus vecinos se las traen al pairo. Pero el periódico no deja de ser una manera de ganarse el cariño de la gente del lugar, así como de formar parte de las causas “altruistas” que él lleva agenciadas en sus carrera como escritor. Causas que lo retratan como un exitoso escritor de misterios reales, máximo defensor de la justicia y de los más necesitados.
Es una tapadera perfecta para un hombre que solo se preocupaba por sí mismo.
El morbo en sus novelas, en la que los personajes (personas reales que han sido asesinadas de una manera brutal), son tratadas con la menor de las dignidades, alimentando así la morbosidad de sus lectores, a los que ofrece todo lujo de detalles acerca de cómo se ha producido el crimen y cuánto dolor ha soportado la víctima.
Tengo que admitir que Julio Mendoza ha sido uno de mis escritores favoritos. Pero cuando las cosas te suceden a ti, y en mayor medida, a personas a las que quieres, la perspectiva que tienes cambia. Y lo hace dando un giro de trescientos sesenta grados. Por eso tengo claro que tan pronto como averigüe algo acerca del asesinato de mi hermana, Julio será el último en ser informado. Pondré mis averiguaciones en conocimiento de la policía y ellos arrebatarán las mieles de su ansiado éxito al escritor. Así, él no podrá escribir acerca de un misterio que ya no lo es. Pues todos los cabos sueltos estarán atados.
Estoy en la cafetería del pueblo, con una humeante taza de café entre mis manos. Julio está sentado frente a mí, y lee mi reportaje con atención.
—Tienes talento—comenta con aprobación.
Le dedico una sonrisa helada.
—Seguro que tú sabrás aprovecharlo.
—No te quepa la menor duda.
Vuelvo la atención a la ventana, contando los minutos para terminar mi café y alejarme de mi jefe, al que he empezado a odiar en mi primer día de trabajo. Al fijarme en el coche que acaba de aparcar frente a la cafetería, me quedo de piedra. El hombre que sale del coche viste un abrigo gris que llega hasta sus rodillas y unas botas de cuero negro. El cabello negro azabache está perfectamente peinado, y sus ojos destellan como dos esmeraldas candentes.
Sonrío sin poder evitarlo.
—Actúa con normalidad—me dice Julio—no debe notar nada raro en ti.
Acto seguido se levanta y me deja sola. Cuando vuelvo a mirar por la ventana, Héctor se ha movido de su sitio y camina hacia la entrada de la cafetería. Sostiene la mirada de Julio y ambos hombres se miden durante un momento.
¿Qué era eso? ¿Acaso se conocen?
Julio no ha comentado nada al respecto, pero de ser así, su animadversión hacia Héctor tiene más sentido. Debe haber pasado algo entre ellos para que se lleven mal. Porque aquella mirada que ambos se han intercambiado no evidencia una buena relación.
Héctor camina hacia mí y a medida que se acerca hacia donde estoy, no puedo evitar sonreír y alegrarme de inmediato. No esperaba verlo después de tres días, y la dicha que siento recorre todo mi cuerpo, como un destello de excitación que me anuncia lo que va a suceder dentro de un momento.
El supuesto asesino de mi hermana....
Sin decir nada, me levanta del asiento, me estrecha entre sus brazos fuertes y cálidos y me besa en los labios. En cuanto sus labios tocan los míos, olvido todo lo que he descubierto. Héctor me besa ferozmente, y cuando lo hace todo a nuestro alrededor desaparece. Solo nosotros. Él y yo.
Me aprieto contra su cuerpo duro y musculoso, sintiéndome como en casa, ese lugar que nunca quieres abandonar. Beso sus labios y le muerdo el labio inferior, casi haciéndole daño. Tal y como a mí me gusta. Lo nuestro es instintivo, animal y primitivo.
Él deja de besarme y baja hacia mi cuello, subiendo con su lengua hasta mi oído. Muerdo el lóbulo de mi oreja y me habla con voz ronca.
—Te he echado de menos
Me estremezco ante el calor de su aliento sobre mi oreja.
Me separo de él y lo contemplo fascinada. No hay derecho a ser tan atractivo.
—No te esperaba—le digo, un poco nerviosa.
Él no parece notarlo.
—Me moría de ganas de verte—responde, como si aquello fuera tan natural.
Se sienta en el lugar que antes había ocupado Julio y me coge la mano, acariciando la palma con sus dedos. Yo también me siento, con mis piernas rozando las suyas. El calor me sobreviene ante el ligero contacto, y me doy cuenta de que tengo un serio problema. Cada vez que él me toca, cada vez que él me besa, cada vez que él me habla...yo pierdo todo control sobre mí misma.
Yo no puedo dejar que mis bragas caigan al suelo, metafóricamente hablando, cada vez que lo tengo cerca.
No puedo dejar soñar mi imaginación, sobre todo cuando soñar significa imaginarme en la cama de Héctor Brown, follando como si no hubiera un mañana.
Y sin embargo....
—¿Qué hacías con el escritor?—pregunta, dejando entrever la incomodidad que aquello le suponía.
Decidí ser sincera. Bueno, hasta donde la sinceridad me permite.
—Es mi nuevo jefe. Trabajo para él en el periódico local.
Héctor me suelta la mano de inmediato.
—¿Ah, sí?
—Sí.
—No me gusta ese tipo—responde furioso, a pesar de que yo podía notar los esfuerzos que hacía para contenerse.
—¿Por qué no?—quiero saber.
Él no me responde a la pregunta.
—Yo podría encontrarte otro empleo. Tengo varias empresas dedicadas al mundo editorial.
—Ni hablar—resuelvo tajante.
Mi orgullo me impide trabajar para él.
—No tendrías que trabajar para ese impresentable—masculla, con la mandíbula apretada.
—¿Qué ha pasado entre él y tú? Sé que os conocéis, pero él no me ha contada nada.
—Claro que no—replica, y suspira hastiado. Se echa el pelo hacia atrás incómodo y me contempla con los ojos cargados de angustia. Por primera vez en mi vida, observo una faceta de Héctor que no he visto antes. Un Héctor desolado.
Ha dejado de ser el hombre seguro de sí mismo que lo tiene todo bajo control.
—Si me dices lo que pasó entre vosotros...
—Sara, no quiero que trabajes con él.
El Héctor autoritario que yo conozco volvía a aparecer.
—No sé si sabes que el trabajo en España está fatal—replico.
—Trabaja para mí.
—Ya te he dicho que no. Quiero valerme por mí misma. Y si no vas a decirme qué demonios sucedió entre él y tú, tendré otra razón para trabajar con él.
Me levanto dispuesta a marcharme, justo cuando Héctor está a punto de decirme algo. Lo dejo con la palabra en la boca y camino apresurada hacia la salida. Héctor me alcanza justo cuando comienzo a descender por el camino de grava. Me agarra del brazo y me hace girar hacia él.
Su rostro está agitado a causa del esfuerzo y sus ojos arden a punto de abrasarme. Durante unos segundos, con mi brazo aún sujeto, parece debatirse acerca de lo que va a decirme. Me suelto de su agarre, me cruzo de brazos y enarco una ceja, expectante.
Al final, su rostro se relaja.
—¿Puedes...no trabajar a solas con él?—me ruega.
Dejo caer los brazos a ambos lados, con incredulidad. Nunca lo he visto tan desesperado, y que él me ruegue algo....bueno, sobra decir que yo estoy disfrutando. Un poquito.
—Supongo... —respondo distante.
—Te prometo que te contaré lo que sucedió entre él y yo. Pero es algo que no depende sólo de mí.
Necesito tiempo.
No entiendo a lo que él se refiere pero acepto. A mí tampoco me agrada la idea de trabajar a solas con Julio, y ya he decido de antemano que nuestras reuniones serán en la cafetería, a la vista de todos.
Héctor alcanza un mechón de mi cabello que colgaba sobre mi frente y lo coloca tras mi oreja.
—¿Quieres dar un paseo?—pregunta.
—Héctor, llevamos tres días sin vernos, en este momento lo que necesito es...
Él no me deja acabar, me agarra de la muñeca y me lleva con él, adentrándonos en el bosque.