CAPÍTULO DOCE

LA mañana siguiente se convierte en un espectáculo de lo más extravagante. Al funeral de mi hermana acude un público muy variopinto. Por un lado, se encuentran los antiguos compañeros del conservatorio de mi hermana. Es irónico, porque yo recuerdo con total exactitud las palabras con las que mi hermana los describió el último día que la vi con vida. Fue algo así como “estúpido grupo de gilipollas sin talento”. A mi derecha se encuentra toda mi familia. Mi tía Luisa, que se aferra a mi brazo y no me suelta en ningún momento, la hermana de mi padre, el innombrable que nos abandonó siendo unas niñas, y otros parientes con los que tengo poca relación. Colgada de mi otro brazo está Marta. A mi alrededor se agrupa parte de la gente del pueblo. A algunos los conozco de vista, con otros ya he hablado anteriormente. Está el policía y su familia, el dueño de la cafetería que se parece a papá Noel y su sobrina. Reparo en Adriana con un deje de recelo. Tengo que hablar con ella, si bien, el funeral de mi hermana no es el momento idóneo.

La presencia de dos personas es la que más llama mi atención. Por un lado está Diana, la mujer del centro que había sido la amiga de mi hermana. Viste un sencillo vestido negro que se ciñe a su delgada figura y contempla la misa con gesto distante. Al final de la sala se encuentra Héctor.

Mi tía me da un apretón en el brazo para captar mi atención.

—¿Quién es ese?—me pregunta.

Yo ya sé a quién se refería. No h ay en la sala ninguna otra persona que pueda captar la atención de aquella manera.

—¿Quién?

—No te hagas la tonta. El hombre con traje. Ése tan atractivo.

Marta abre los ojos de par en par.

—Es...es Héctor Brown, ¿Qué hace Héctor Brown en el funeral de tu hermana?

Yo trato de mantener la compostura.

—¿Quién es Héctor Brown?

—El multimillonario famoso en los círculos de sociedad. Está más bueno en persona.

—Es el funeral de mi hermana—las amonesto, muy indignada.

Ambas se callan de inmediato.

El funeral termina y yo me dirijo a saludar a todas las personas que acuden a darme el pésame. Es la primera vez que lo hago, y la experiencia no me gusta en absoluto. Se supone que el abrazo de aquellas personas debe recomponerme pero la sensación de las manos consoladoras apretando mis hombros se me antoja como la sensación de agujas aguijoneándome lenta y dolorosamente.

La hermana de mi padre se acerca a mí y me ofrece un abrazo que yo recibo con indiferencia . Detesto a esa mujer desde el momento en que comprendí que sus continuas visitas eran una manera de reprochar a mi madre que no hubiera sabido encontrar la manera de que mi padre se quedara en casa.

—Sara...—murmura, con unas lágrimas en los ojos que se me antojan tan falsas como su fingido dolor—a tu padre le hubiera gustado estar hoy aquí.

—Igual que en todos nuestros cumpleaños—mascullo.

Mi tía Luisa me aprieta el brazo para que me calle.

La hermana de mi padre se marcha con un rictus de molestia en sus labios.

Espero a que todo el mundo que se me acerca me dé el pésame y desaparezco antes de que cualquier otro reclame mi atención. Voy hasta la puerta de salida y me siento liberada al aspirar el aire de la calle. Diana está justo a mi lado, fumando un cigarrillo. Tiene su habitual actitud distante y altiva, pero algo ha cambiado. Había dolor en sus ojos, que parecen haber llorado.

—No te esperaba aquí—le digo.

Ella se encoge de hombros, restándole importancia.

—Venía a disculparme por mi comportamiento del otro día.

—Estás disculpada—respondo fríamente.

—Eres muy distinta a tu hermana. Tú y yo nunca seremos amigas.

No sé si es a causa de sus palabras o del tono en el que las dice, pero el caso es que Diana produce sentimientos nefastos en mí.

—¿Pero sí eras amiga de mi hermana?

—Sí, por eso me veo en la obligación de contarte algo.

—Te escucho.

—Erika estaba metida en algo gordo. No sé lo que era. Últimamente faltaba al centro y estaba nerviosa.

—¿No tienes ni idea de qué podía ser?—pregunto, más interesada ahora en lo que tiene que contarme.

—No—asegura—pero estaba asustada. Siempre salía del centro antes de que anocheciera.

—Tal vez su ex marido la encontró.

—Erika había roto todo contacto con él. Según me contó era muy peligroso, pero me parece improbable que él la hubiera encontrado si ella decía la verdad.

—¿Qué te contó de él?

—Que lo había conocido poco antes de fugarse de casa. A ella le pareció que el amaba su espíritu libre y su manera de ver la vida. Los primeros años fueron buenos. El la dejaba ir y venir. Pero luego la cosa cambió. Se dio cuenta de que él se había encaprichado, y peor aún, obsesionado con ella. Empezó a meterse lo que vendía y se volvió loco. Un celoso compulsivo que no la dejaba hacer nada. Ella se marcho un día en que estaba dormido.

—¿Mi hermana era drogadicta?—pregunto asustada de saber la respuesta.

—No lo era. Nunca se metió nada. Ni siquiera fumaba, no le iba ese rollo. Y al principio él tampoco, solo vendía. Luego entró en el mundo de las agujas y las tarjetas de crédito, las palizas, los insultos, los celos enfermizos.

Yo no necesito saber nada más.

—Ella te quería—comenta—hablaba de ti con orgullo. Decía que te habías metido a periodista y que algún día serías una gran escritora. Pensé que querrías saberlo.

—Parece que eres la única a la que habló de mí.

—No hablaba de su pasado con nadie—me asegura.

Me fijo en que una desconocida nos contempla desde el otro lado de la acera. Su cara me resulta familiar, pero no entiendo donde puedo haberla visto antes. Cuando me vuelvo para hablar con Diana, la desconocida ya se ha marchado.

Al final del funeral voy a recoger las cenizas. Yo sostengo a mi hermana con las dos manos. Bueno, más bien, cojo la urna con los restos de mi hermana. No tengo ni idea de qué hacer con ella. No es algo de lo que hubiéramos hablado cuando éramos pequeñas. Y supongo que no es un tema habitual de conversación para adultos.

Sé que mi hermana no era creyente y que detestaba la idea de pasar la eternidad confinada en un ataúd a varios metros bajo tierra. También sé que a mi hermana no le hubiera gustado que la colocara en la repisa del salón mientras yo veo mi película favorita.

Miro a la urna con gesto ufano.

—¿Y bien, qué voy a hacer contigo?

Como es normal, la urna no me responde. Suelto una risilla amarga.

¿Por qué los muertos no se aparecen cuando más los necesitas?

—Sara, he pensado que podría llevarte de vuelta.

Me vuelvo hacia Héctor. Está más guapo de cómo yo lo recordaba.

—Bueno...si no te importa llevar compañía.

A veces, mi sentido del humor puede ser muy macabro. Héctor frunce el ceño al percatarse de lo que me refiero.

—No me importa.

—¿Estás bien?—me pregunta, una vez que estamos en el coche.

—No, pero gracias por preguntar.

Héctor se queda en silencio, quizás intentando sacar algún tema de conversación que me distraiga.

—No es necesario que digas nada. La gente suele hacerlo en los funerales por cortesía, pero no ayuda en absoluto.

—Tampoco es necesario que te hagas la dura. Podrías aceptar la ayuda de los demás.

—A mi hermana no la ayudó nadie cuando la asesinaron. Ella merece mi ayuda—me trago el dolor que siento, negándome el derecho a llorar delante de Héctor.

Héctor me mira extrañamente cuando yo hablo, y su rostro se tensa. De nuevo, vuelvo a ver la peligrosidad que emana de cada poro de su piel. Es un hombre con muchos secretos, y creo que voy a acabar quemándome si continúo jugando a este juego tan peligroso.

—Sara, no te metas donde no me llaman—me dice, ciertamente de manera imperativa y en un tono de voz oscuro.

¿Acaso él tiene algo que ocultar?

Me tenso sobre el asiento al escuchar sus palabras.

—¿Por qué no?—titubeo.

Él me mira a la cara.

—Porque alguien podría hacerte daño—la amenaza indirecta de sus palabras me pone los pelos de punta.

—Sé cómo protegerme—replico, haciéndome la dura.

Héctor detiene el coche a un lado del arcén. Me pone una mano en la rodilla y me mira a los ojos.

—No lo creo, tu hermana está muerta. Dices que necesita tu ayuda, ¿Y a ti quién te ayuda?

—¿A mí?—pregunto desconcertada—yo no necesito ayuda. Estoy viva, pero mi hermana no.

—A eso me refiero. Los que nos quedamos sufrimos más que los que se van. Te mereces ser feliz.

Libre. Permítete serlo y deja que los demás te ayuden a sobrellevarlo.

La crudeza de sus palabras me trastoca y me niego a aceptar lo que él me dice.

—No quiero sobrellevarlo, quiero encontrar al asesino de mi hermana. Ella estaría viva de no ser por él.

—Y tú podrías recuperar el tiempo perdido.

Le echo una mirada furiosa.

—Pon el coche en marcha.

Él no lo hace.

—Sara...

—¡Pon el puto coche en marcha!—estallo.

—No.

Un monosílabo. Una orden cortante que no deja lugar a dudas. La mandíbula de Héctor se tensa y sus ojos no vacilan en su decisión. Se desabrocha el cinturón con una mano y luego desabrocha el mío.

Acto seguido sale del coche, se dirige a la puerta del copiloto la abre y me saca del vehículo.

—¿Qué haces? Quiero volver a la cabaña—protesto irritada.

Héctor no me deja continuar. Me rodea de la cintura y me besa posesivamente. Yo intento resistirme a su beso, pero Héctor hace caso omiso a mi rechazo. Me besa cuánto quiere y como le da la gana, y para mi mortificación eso me gusta. Se separa de mí y me mira a los ojos.

—Punto número uno: no me des órdenes. Nunca. Punto número dos: no digas tacos—me advierte.

—Tú tampoco.

—Evidentemente no te refieres a decir tacos—bromea.

Bufo y abro la puerta del coche pero la mano de Héctor me retiene.

—Siempre habrá alguien que quiera ayudarte. Si tú lo dejas.

—Tú no tienes ni idea de mi vida...

Me cruzo de brazos para alejarme de todos los años de dolora soledad, como si al abrazarme a mí misma, pudiese consolarme.

—No—acepta—pero te ofrezco mi ayuda, y antes de que digas que no la quieres, te advierto que no acepto un no por respuesta.

—Eres un...

—No digas tacos—me advierte.

Yo me muero el labio, y por alguna razón que no logro entender, su forma de actuar me ha borrado de un plumazo el sentimiento de congoja.

—Bésame—le pido.

Él lo hace sin dudar. Me besa de manera urgente, como si quisiera grabar ese momento para siempre.

Yo me deshago en sus brazos y me doy cuenta de una cosa: estoy perdida.

Media hora más tarde llego a la cabaña del lago y le aseguro a Héctor que me vendrá bien estar un tiempo a solas. En verdad, yo quiero pasar todo el tiempo del mundo con el señor Brown, a poder ser en una isla desierta. Pero necesito tiempo para hablar con el escritor y con Adriana.

Al llegar a la cabaña me encuentro con que Erik, quien me está esperando a la entrada.

—Tengo noticias para ti. He estado llamándote y tenías el móvil apagado. Ah—dice al ver la urna—ya veo.

—Si no te importa voy a colocarla antes de que hablemos.

Erik se sienta en el banco del porche.

—¿Qué tal ha ido?—pregunta.

—Ya sabes, un entierro. Gente que nunca quiso a mi hermana pero se ve en la obligación de darme el pésame.

—Quería decir cómo estás.

Aquello me pilla de improviso.

—Supongo que todavía estoy haciéndome a la idea... ¿Qué es lo que sabes?

—Han visto al marido de tu hermana cruzando la frontera hacia Portugal.

—¿Eso es todo? ¿Sabes algo del escritor de la segunda cabaña?

—He ido a verlo pero no estaba en la cabaña. Hablé con un hombre que suele venir a pescar al lago y dice que los vio hablando una vez.

—Quizá vio algo la noche del crimen.

—No lo sé, pero voy a ir a averiguarlo ahora. Pensé que te gustaría saber las últimas novedades.

—Quiero ir contigo.

Me pongo de pie. Erik coloca una mano en alto para impedirme el paso.

—De ningún modo. Es mi trabajo.

—Era mi hermana—lo reto.

—Lo sé. Y créeme, sé lo duro que resulta.

—No, no lo sabes—replico.

Mi respuesta no conmueve al inspector de policía, por lo que me decido por la compasión.

—Por favor...—suplico, poniendo las manos entrelazadas y ojitos de cordero.

Erik suspira.

—¿Te quedarás calladita y no interferirás en la investigación?

—¡Claro!—aseguro convincentemente.

Él no parece muy seguro.

—¡Qué Dios se apiade de mí por tener que aguantarte!

Camino con autosuficiencia antes de que él pueda arrepentirse de la decisión que ha tomado.

—Te aseguro que nunca tendrás una ayudante mejor que yo.

—Dejémoslo en que nunca tendré una ayudante como tú.