CAPÍTULO TREINTA Y DOS
EN el centro hay una quietud inmensa que contrarresta con el nerviosismo inquieto que bulle en mi interior. Tal calma, dada la situación, me causa la impresión de que no es la primera vez que una situación como esta se produce en el centro. Imagino que debe ser difícil enfrentarse a una vida bajo el yugo del miedo por las constantes amenazas y golpes, recuerdos que no te dejan seguir adelante.
Una de las mujeres de bata blanca nos conduce hacia la segunda planta, donde para mi sorpresa, los pasillos están vacíos. La mujer comenta que han desplazado a las internas hacia la primera planta para evitar que observen algo tan trágico. Héctor asiente y comenta algo sobre el protocolo. Entramos en una amplia sala donde hay varias enfermeras y un solo médico. Allí, sin embargo, todos murmuran por lo bajo y parecen seriamente alarmados. Miguel, el jefe de médicos, se acerca a nosotros en cuanto nos ve.
—Señor Brown, Sara—nos saluda.
—¿Cómo está la chica?
—Está bien, hemos logrado tranquilizarla.
—Déjeme que lo dude—replica Héctor enfadado—alguien que se acaba de intentar suicidar no está bien. Me ha explicado por teléfono que la chica estaba a punto de salir del centro en un par de días.
Había encontrado un trabajo cerca del domicilio de su madre, con la que viviría durante unos meses hasta ahorrar lo suficiente para independizarse. Se supone que en estos casos debemos seguir un protocolo suficientemente estricto, y la paciente debe ser vigilada de manera exhaustiva para observar si existen cambios en ella. Muchas de estas mujeres vuelven a recaer cuando se enfrentan a salir al exterior. Tienen miedo. ¿Por qué diablos no se ha seguido el protocolo en este caso?
Miguel parece bastante molesto por la réplica de Héctor, pero aún así, tal vez por no morder la mano que le da de comer, se contiene y responde en un tono profesional.
—Señor Brown, conozco el protocolo y le aseguro que lo hemos cumplido a la perfección. Diana ha estado bajo nuestra constante atención, pero esta tarde, ha manifestado que se sentía indispuesta y que prefería dormir un par de horas. Una enfermera la ha acompañado hasta su habitación. Evidentemente, ninguno de nosotros sabíamos que había robado un utensilio afilado de la sala de curas.
—¿Diana?—pregunto sorprendida.
—Sí, la amiga de su hermana tenía tendencias autodestructivas desde su juventud. El psicólogo dictaminó que ella ya las había superado, y que con una vida sana y alejada de las frivolidades de su vida anterior, ella llevaría una vida completamente normal.
—Completamente normal...—desdeña Héctor—permítame que lo dude, doctor. No es muy normal que una chica se intente suicidar pocas horas antes de comenzar una nueva vida. De ahí nuestro protocolo. Estas mujeres han sufrido tanto que una reacción como esta es previsible.
—Si hubiera sido previsible nosotros...esto no habría sucedido.
—¿Y a qué cree que se debe, doctor?—discute Héctor, quien parece tener una opinión totalmente opuesta a la del médico.
—Bueno...no estamos muy seguros...recibió una llamada telefónica de su casa y después manifestó que se encontraba indispuesta. Lo que le dijeron en esa llamada pudo ser un desencadenante.
—Desencadenante o no, doctor, me temo que mi confianza en usted se ha visto seriamente mermada —explica Héctor, con la voz seria y el semblante tenso—no quiero que esto vuelva a suceder. De lo contrario, me veré en la obligación de despedirlo.
—Entiendo—responde el médico, con la mirada cabizbaja.
—¿Puedo hablar con ella?—los interrumpo.
—¡De ninguna manera!—exclama—la enfermera que los ha llamado es manifiestamente incompetente. Diana estaba nerviosa, y mezclaba cosas de la realidad con las meramente ficticias.
Además, hablar con ella sólo podría tener consecuencias negativas que la alterarían.
Yo me quedo sin saber qué decir. Evidentemente, quiero y necesito hablar con Diana. Pero no soy tan egoísta como para poner en peligro la salud de una mujer indefensa. Héctor, sin embargo, sale en mi defensa.
—Miguel, su criterio, en mi opinión, sobra en estos momentos. Ya ha sido usted lo bastante incompetente como para tenerlo en cuenta en una situación tan delicada. La señorita Diana ha expresado su deseo de hablar con Sara y así será.
El médico abre la boca para protestar, pero Héctor le echa una mirada glacial que lo amenaza con que no lo haga, por lo que termina por echarse a un lado para permitirnos el paso. Nos adentramos en una habitación impoluta y formal, con paredes blancas y escaso mobiliario. Hay un par de butacones junto a la ventana, una mesilla redonda en la que yace un jarrón de cristal con unas rosas blancas y una cama justo en el centro de la habitación. Puedo oír el sonido de la respiración a través del monitor. Es lenta y acompasada.
Una figura frágil y pálida parpadea cuando nos ve entrar. Sus ojos celestes y fríos se clavan en los míos, y no dejan de mirarme, como si quisiera decirme algo a través de su intensa mirada. Por un momento siento un miedo irracional y deseo escapar de allí, pero el deseo de saber lo que ella tiene que contarme me retiene. Me acerco a la cama y me detengo a unos escasos centímetros. Sin saber qué hacer ni cómo debo actuar, me quedo allí plantada esperando a que Diana responda de alguna manera.
Ella se quita la mascarilla y la deja sobre su barbilla.
—Sara—me saluda con su frialdad habitual. Luego echa una mirada hacia Héctor y asiente con un brillo malicioso en los ojos—Héctor Brown, creo que no nos conocemos.
—Encantado de conocerla.
Para mi sorpresa, el hombre preocupado y alterado ha desaparecido, y en su lugar, vuelvo a ver al impoluto ejecutivo tan formal y distante. Parece como si esa situación no fuera con él, y eso me confunde.
—Mmm...extraña pareja—comenta Diana, con una sonrisilla de lo más siniestra que me pone los pelos de punta.
No sé qué está sucediendo en esa habitación, pero es de lo más extraño. En lugar de la mujer enferma e indefensa que he esperado encontrar, observo a una cazadora en ataque de su presa.
—¿Por qué querías hablar conmigo?—le pregunto en el mismo tono lleno de frialdad que ella suele utilizar. En mis labios, no obstante, las palabras suenan poco convincentes.
—¿Por qué no os sentáis?
Héctor ocupa la silla que hay junto a la ventana. Yo me quedo de pie.
—Estoy bien así.
—Como prefieras...es una historia larga.
—Diana, no quiero hacerte perder el tiempo. Pareces débil. Cuanto antes me cuentes lo que querías decirme, antes podremos marcharnos y dejarte descansar.
Diana estalla en una risilla maliciosa.
—¡Cuánto te pareces a tu hermana!—exclama satisfecha—recuerdo haber dicho lo contrario, pero estaba equivocada. Eres igual de inocente y confiada que Erika.
—Sinceramente, no entiendo a qué viene esto—replico molesta—y si no tienes nada mejor que decirme, me marcho.
Estoy a punto de darme la vuelta, pero unos dedos alargados y fríos me agarran el brazo con una fuerza inusual.
—Detente.
Me vuelvo a observar la mano de Diana, aferrada a mi antebrazo. Su muñeca está vendada de manera que es imposible ver, pero sí intuir, la herida que la ha llevado a ese estado. Yo me deshago de ese abrazo sin demasiado miramiento y me cruzo de brazos, a una distancia prudencial.
Diana me observa como un espectro, con una expresión siniestra en los ojos.
—¿Crees que eres mejor que yo?—pregunta asqueada.
—Yo no he dicho tal cosa.
Héctor aparece detrás de mí, y me coge por la cintura. Me susurra al oído que será mejor que nos vayamos, pues esa mujer está muy alterada.
—Le aseguro que estoy muy tranquila—replica ella. Señala hacia las dos butacas para que las acerquemos hacia donde ella se encuentra—hagan el favor de sentarse. Voy a contarles una historia.
Sólo así entenderéis.
Héctor busca mi mirada y yo asiento. Unos segundos más tarde, ambos estamos sentados frente a la cama, y Diana comienza a narrar su historia.
—Hace veintisiete años, nació una niña que parecía tenerlo todo para ser feliz. Era hermosa y tenía el cariño de una familia que la adoraba. Esa niña se convirtió en una adolescente de dieciocho años. Una joven alta, delgada y guapa que tenía la ambición de ser modelo. Llegó a lo más alto, desfiló para los mejores diseñadores y en las más exclusivas pasarelas. Era la envidia del resto de chicas de su edad.
Llegó un hombre, un roquero exitoso que le prometió amor eterno. Su amor, sin embargo, se basó en las palizas provocadas por el exceso de alcohol y cocaína. Ella se hacía mayor, ahora tenía veinticinco años y había chicas mucho más jóvenes. Así que tuvo que adelgazar para seguir desfilando. Su novio le dijo que era un saco de huesos. Los diseñadores que era una gorda.
—Yo no entiendo que tiene esto que ver...
—Silencio—gruñe Diana—Un día esa chica no puede más. Nadie la quiere. Así que entra en un bucle pernicioso de alcohol, cocaína y autodestrucción. La chica sigue con ese roquero, porque en el fondo, ella sabe que él la ama. Un día, él roquero le dice que se está haciendo vieja, y que quiere tener un hijo con ella. La chica cree que un hijo es todo lo que necesita para que la relación funcione. Sin embargo, el hijo no llega. Ella va a visitar a un doctor, y el doctor le dice que ella está seca por dentro. Su útero no es fértil. La mujer no es una verdadera mujer. Ella no podrá tener hijos. En su trabajo ya no la quieren, porque ha perdido el encanto de la adolescencia, y su novio, su jodido novio la ha cambiado por una chica más joven—Diana se coloca la mascarilla sobre la boca para tomar aire, descansa y vuelve a quitársela—la chica está destrozada, así que decide acabar con todo. La vida no merece la pena. Pero su madre la encuentra y la manda a un centro de desintoxicación, con unas mujeres que parecen fantasmas y que se dan pena a sí mismas. La chica es ahora una de ellas. Un día llega a ese lugar una joven distinta al resto. Ella es fuerte y lo tiene todo para ser feliz. ¡Incluso tiene una hija!
Una hija, todo lo que la chica siempre ha deseado. Esa joven confía en la chica. Erika y Diana se hacen amigas, o al menos, eso es lo que cree Erika. Diana ya no es capaz de querer a nadie. La vida le ha hecho mucho daño. Pero Erika no es capaz de ver tal cosa. Ella tiene miedo por su hija, y decide esconderla hasta que ambas puedan escapar juntas. Le pide a Diana que cuide de su hija. Diana tiene una madre, y le encarga el cuidado de esa niña. A Diana le quedan pocos meses para salir del centro, y ella quiere quedarse con la niña. Un día, Erika desaparece. Y Diana se alegra. Su hermana gemela no sabe nada de la niña. Nadie sabe que la niña existe. Diana puede ser madre.
Yo me quedo sin aliento ante ese relato macabro y lleno de celos, odio y venganza. Diana continúa.
—Hoy, Diana iba a salir del centro. Pero su madre la llama. La niña ha desaparecido. Erika tenía miedo de que se la llevaran, y la niña, al final, no será para ninguna de las dos. Diana no será madre.
Diana se detiene. Esa es su historia.
—¿Cómo puedes haber hecho tal cosa?—la increpo, llena de dolor.
Diana se encoge de hombros.
—Tú no sabes lo que es no tener nada.
—¡Era su hija!—protesto. Me levanto del sofá y me acerco hacia la cama, llena de ira. Héctor me detiene, y me agarra para que no golpee a Diana.—¡Mi sobrina!
—Tu sobrina—escupe Diana—tú no sabes nada de ella. No tienes derecho a nada. Ella dijo que te avisara si no lograba a escapar.
—¿Ella?
—Erika me pidió que si no lograba escapar, yo debía avisarte para que te quedaras con la niña. ¡¡¡Yo tenía que quedarme con ella, no tu!!! Tú no eres nada, sólo eres una mocosa que lo tiene todo.
Yo intento zafarme del agarre de Héctor, quien me susurra palabras tranquilizadoras al oído y me promete que encontraremos a mi sobrina.
—¡Y tú eres una maldita bruja, no te mereces nada! ¡Por eso estás sola!
Diana emite un sonido áspero, parecido a una risa helada ,de su garganta.
—¡Siempre estarás sola!
De repente comienza a gritar, histérica. Trata de levantarse y golpearme, pero está tan débil que todo lo que consigue hacer es alargar la mano hacia mí en una súplica desesperada.
Héctor me saca a trompicones de la sala, mientras yo sigo maldiciendo a Diana.
Media hora más tarde me encuentro en la habitación de Héctor con una infusión en mis manos.
Desdeño la tila y vuelvo a colocarla sobre la mesa.
—Tienes que beber algo, te tranquilizará.
Yo bufo.
—No quiero una jodida infusión, quiero a la niña. Encontrarla será lo único que me tranquilice.
—Y lo harás. Te juro que la encontrarás.
Yo me levanto y camino por la habitación de un lado a otro, tratando de buscar una solución.
Entonces, una lucecilla se enciende en mi cabeza.
—Necesito la dirección de la madre de Diana, ella sabrá algo. La niña estaba con ella.
—Sara, ¿Por qué no tratas de calmarte? La policía hará ese trabajo. No te preocupes.
—¿La policía? ¿Te crees que me voy a quedar aquí tranquila mientras la policía, la misma que no logra encontrar al asesino de mi hermana, está buscando a mi sobrina?
—No te queda otra—explica con simpleza.
—¿Cómo dices?
Héctor se acerca a mi lado y me echa una mirada cargada de tensión.
—No vas a ir a ningún lado. No permitiré que cometas ninguna locura. Te quedas aquí—resuelve de manera tajante.
—¿Qué?
Lo señalo con un dedo sobre el pecho y lo golpeo repetidas veces.
—Tú...no...eres...nadie...para...ordenarme...nada—lee digo lentamente.
Héctor me aparta el dedo y me sujeta por los hombros, con delicadeza pero en un agarre autoritario.
—Quiero que te quedes aquí.
Él me mira con sus ojos verdes quemando los míos. Tiene la mandíbula tensa, el entrecejo fruncido y los ojos fijos en los míos. Enfadado aún me gusta más, pero en este momento, juro que voy a golpearlo si no se aparta y me deja salir por la puerta.
—Y yo quiero que me dejes marchar.
Héctor no me suelta.
—No te lo estoy pidiendo—le explico.
Él sigue sin soltarme.
—Sara...—comienza, aflojando su agarre pero sin dejarme ir.
—¡No hay Sara que valga!—yo me escapo de sus brazos y me dirijo hacia la puerta. Héctor me sigue —no sé quién te has creído. Tal vez, en tu mundo jerárquico de ser todopoderoso todo el jodido planeta te haga caso, pero yo soy esa minoría no silenciosa a la que no puedes dar órdenes. Encontraré la dirección, con o sin tu ayuda.
Héctor se interpone entre mí y la puerta. Yo intento pasar, pero apenas le llego a la cabeza, por lo que es difícil esquivarlo. Ambos nos desafiamos con la mirada.
—Te juro que si no me dejas pasar tú y yo hemos acabado. No quiero formar parte de una relación en la que un hombre de las cavernas se crea con el derecho a darme órdenes—le digo.
Puedo observar como todas las líneas de su rostro se tensan. Sus ojos se oscurecen y cierra los puños, tratando de contenerse.
—Sara, no me provoques.
Doy un paso hacia delante, envalentonada por la rabia que siento.
—¿Por qué eres peligroso? ¿Vas a hacerme daño?
Héctor da dos pasos hacia mí, me coge de las muñecas y me da la vuelta, colocándome de cara a la puerta. Su cuerpo se pega al mío, y mientras una mano sujeta mis muñecas, la otra va directa a mi nuca. La agarra y me gira la cabeza, hasta que mi oído se coloca sobre sus labios. Su voz me habla, cargada de tensión.
—En estos momentos debería de darte unos azotes.
Voy a gritarle cuatro cosas cuando él, repentinamente, me suelta un azote en el culo. Aún cubierta por los vaqueros, la tela no impide que mi piel me escueza. El dolor da paso a una mezcla de excitación y miedo.
—Héctor—me quejo, sintiendo todo su peso sobre mí, sin poder moverme.
—Cállate.
Me coge de los hombros y me vuelve hacia él, besándome antes de que yo pueda replicar nada. Se quita la corbata y me ata las muñecas por encima de mi cabeza. Sin dudarlo me rasga la camisa y ésta queda abierta ante él, mostrándole mi sujetador de encaje. Suelto un grito por la sorpresa.
Abro los labios para protestar por la forma brusca y violenta con la que él me está tratando, pero Héctor coloca un dedo sobre mis labios.
—Mando yo, Sara. Sé buena y yo seré bueno contigo. Pero si eres mala...
Él agarra mis glúteos y los pellizca.
—¿Entendido?—me pregunta, calcinándome con los ojos.
Yo asiento con la cabeza. Estoy excitada y asustada. Confundida. Debería odiarlo por lo que me está haciendo, pero lo único que siento es una mezcla de deseo y temor hacia él. Con las muñecas atadas por encima de mi cabeza y ante un hombre que me saca varias cabezas, entiendo que estoy expuesta ante él. Empiezo a respirar entrecortadamente.
Héctor se da cuenta de lo que me pasa y sonríe satisfecho. Me abre las piernas, me sube la falda y se agacha, enterrando su boca en mi sexo. Yo grito, sin contenerme. Me retuerzo de placer y él se detiene. Se baja los pantalones, y sin esperar respuesta, me penetra contra la puerta. Se entierra dentro de mí, y comienza a follarme salvajemente, hasta que yo no puedo más y estallo en un increíble orgasmo que me deja exhausta. Héctor se separa de mí, me desata las muñecas y me deja que me vista.
Extrañamente, no estoy molesta por lo que acaba de suceder. Debería estar asustada, porque acabo de conocer a la bestia que esconde Héctor Brown...y sin embargo, deseo pedirle que lo repita.
Héctor, por el contrario, se muestra distante. Me mira de reojo antes de hablar.
—¿Todavía sigues queriendo ir a visitar a la madre de Diana?
—Sí, y para tu información, no es algo sobre lo que vaya a discutir. Iré y punto. Aunque te empeñes en atarme—le digo, algo más calmada.
Héctor posa sus ojos verdes en mí, da dos pasos y me coge la barbilla.
—Si te atará no irías a ningún lado.
Luego abre la puerta, y me indica que lo acompañe.
—Iremos juntos.