CAPÍTULO VEINTIUNO
HÉCTOR y yo no nos dirigimos la palabra tras lo sucedido. Volvemos al hotel sin apenas mirarnos, y e n la habitación nos duchamos por separado. No me extraña que sobre la cama haya un vestido de mi misma talla, pues mi ropa está húmeda y arenosa. Me coloco el vestido y salgo de la habitación. En la recepción del hotel Héctor ya me espera, vestido con un traje limpio para marcharnos.
Mi orgullo se monta en el coche y pasa todo el camino de regreso esperando una disculpa que no llega.
Mi intuición me dice que me estoy adentrando en un terreno peligroso. Muy peligroso.
Sus palabras acuden a mi memoria para atormentarme.
Soy peligroso si me provocan.
Peligroso. Sí. Exactamente la palabra con la que yo describiría a Héctor Brown.
¿Y si él tiene algo que ver con Erika? Mi hermana solía provocar a la gente. Yo soy una experta en provocar a todo el mundo. Soy desquiciante. Lo sé y lo asumo.
Héctor Brown es peligroso cuando lo provocan...
Mi cerebro martillea avisándome de que me estoy metiendo en un buen lío. De que debo alejarme de él antes de que sea demasiado tarde. Por desgracia para mí, ya es demasiado tarde. Estoy dispuesta a llegar al final, pues nunca fui de esas que dejan las cosas a medias.
Al pasar por una feria de libros ambulantes, Héctor habla por primera vez y rompe el silencio.
—Eso me recuerda a una jovencita con tendencia a no aceptar regalos.
Yo tuerzo el gesto.
—Estaba enfada—respondo.
—¿Eso significa que ahora si vas a aceptarlos?
—Sigo enfadada—digo secamente.
—¿Qué hay de malo en un regalo?—quiere saber.
—Nada. Pero yo no pienso hacerte uno.
Está de más decir que tampoco tengo dinero con que pagarlo.
—No quiero un regalo, Sara. Te quiero a ti, en mi cama.
Hubiera sido romántico de no haber sido por aquel “en mi cama”.
—Yo también te quiero a ti, en mi cama—aclaro cortante—no a tus libros, ni a tus regalitos.
—Te quedarás con los libros—sentencia, como si no me hubiera escuchado.
—Y no te olvides del televisor—añado con ironía.
—Con el televisor también.
—¡No!
—Sí.
—No quiero.
—Yo sí, ¿Qué problema tienes con los regalos? Y sea cual sea, será mejor que lo superes. Pienso hacerte regalos siempre que me venga en gana. Muchos regalos. Tal vez, incluso, llegue el momento en el que no quepan en la cabaña.
Mi rostro se pone rojo de rabia, aprieto los puños y alzo la voz.
—¡El problema es que no quiero que gastes dinero en mí...como...como!—trato de encontrar las palabras correctas—¡Como si se tratara de una remuneración por los favores sexuales!
—Favores sexuales mutuos—aclara cabreado—no seas estúpida. Te hago regalos porque me da la gana.
—A mí también me da la gana no aceptarlos.
Él aprieta los puños en torno al volante.
—Si quiero hacerte un regalo te lo hago. Y punto.
—Si yo no quiero aceptarlo, no lo acepto. Y punto.
—Sara, vete haciendo a la idea de que soy un hombre muy rico. Yo decido en qué gasto mi dinero.
Yo sé que la discusión ha finalizado. Y tampoco voy a seguir montando el numerito por unos regalos.
Al fin y al cabo, en mi tierra hay un dicho que dice: “a caballo regalado no le mires el diente”
El mal rollo entre nosotros desaparece tras veinte minutos de tenso silencio. He de admitir que la mano de Héctor descansando sobre mi rodilla y subiendo hacia mi muslo me ayuda a olvidar lo sucedido. Yo vuelvo a mi común estado de ánimo; hablo, bromeo, río y de vez en cuando enciendo la radio y tarareo una canción de Britney sólo para martirizarlo. Aunque el recelo y la desconfianza no se disipan.
A la hora y media llegamos a la cabaña, y para mi sorpresa, una visita inesperada me está esperando en la entrada. Me saluda desde lejos, y yo le devuelvo el saludo sin ganas. No lo soporto, y él a mí tampoco, para qué engañarnos.
—¿Quién es?—me pregunta Héctor.
Puedo sentir que se pone tenso, lo cual no tiene sentido. Entre él y yo hay..., no sé lo que hay. Nada serio, desde luego.
—El inspector de policía.
Él estudia a Erik con detenimiento.
—Lo recuerdo. Puedo hablar con él para que deje de molestarte.
No sé por qué, se me antoja que su manera de “hablar” no va a agradarme.
—No—niego—me guste o no, él es el único que puede ayudarme.
Adivino por su expresión que mi decisión no le ha gustado, pero aún así, él trata de aparentar una sonrisa.
—No tienes de qué preocuparte, en el fondo es un buen tipo—digo, sin sonar demasiado convincente.
Héctor hace ademán de bajar, pero yo lo detengo.
—¿Cuánto estarás en Nueva York?
—Una semana—responde, sin apartar la mirada de Eric.
Una semana sin Héctor Brown. Una semana para pensar con mayor claridad.
—¿Tanto?—pregunto, sin poder ocultar mi decepción.
Héctor me agarra por la nuca y me da un beso cálido en los labios.
—Voy a echarte de menos.
Yo suspiro.
Él no sabe cuánto voy a echarlo de menos yo. Pese a todo, voy a echarlo de menos. Aunque sé que lo mejor para mí es que estemos separados.
—Sara—me dice, más serio—no quiero que ningún hombre te toque en mi ausencia.
Le doy un empujón y me separo de él.
—¿Pero tú que te crees?—replico alterada—mira chaval, puedo pasar una semana sin sexo. Otra cosa es que no me dé la gana. Soy una mujer libre y hago con mi vida lo que quiero. Además, tú mismo has dicho que no me enamore de ti, así que esos instintos de posesividad conmigo no valen.
Héctor me mira con la expresión cargada de tensión.
—No soportaría saber que has estado con otro.
¿Está Héctor Brown celoso?
Ver para creer.
—¿Por qué no?
—Porque no, Sara. Me gustas y quiero que estés solo conmigo. Que seas solo para mí.
—Pues yo tampoco quiero que tú toques a nadie más.
Me cruzo de brazos y cierro mis labios en una tensa línea, y sin saber por qué, aquello lo hace reír.
—Oh, Sara, yo sería incapaz de estar con nadie. Pienso en ti noche y día, ¿Para qué iba a buscar a otra?
Aquellas palabras me derriten. Lo agarro de las solapas de la camisa y lo acerco hacia mí, besándolo con furia. Él responde a mi beso, y ambos nos fundimos en un cálido beso primitivo y salvaje. Cuando nos separamos, abro la puerta del coche.
—No lo olvides Sara. No me gusta que toquen lo que es mío.
—Tienes una habilidad especial para cargarte los momentos especiales—le espeto.
Dicho lo cual, cierro la puerta con un sonoro portazo y me alejo caminando. Lo oigo reírse dentro del coche.
¿De qué se ríe?
No entiendo por qué le divierte verme siempre enfadada.
Héctor arranca el coche, me dedica una mirada que me hace arder por dentro y se marcha.
—¿Has acabado?—el tono jocoso de Erik me despierta de mi sueño de amor y rosas.
Me vuelvo hacia él con una sonrisa glacial en los labios y cara de pocos amigos.
—¿Qué haces aquí?—le pregunto, cruzada de brazos y con una mala leche palpable.
—Recibí tu mensaje. He descubierto algo—me detiene con una mano en alta cuando yo hablo para preguntar—y antes de que preguntes nada, invítame a una cerveza. Estoy sediento y llevo esperando una hora aquí sentado. Del numerito empalagoso no diré nada, sobran las palabras.
Suspiro, suspiro y suspiro.
Ya está aquel idiota poniéndome de mal humor.
Entramos a la cabaña y me sobreviene un olor asqueroso. Eric también lo siente, y se tapa la nariz. No me hace falta andar mucho para encontrar al culpable de aquel hedor, que tumbado sobre el mullido sofá duerme apaciblemente.
Una caca de perro está escondida bajo la mesa.
Me había olvidado del perro, vale. Pero no dispuesta a admitir mi error, pongo el grito en el cielo.
—¡Joder Leo, no hace ni veinticuatro horas que te dejé sólo!
—¿Veinticuatro horas?—exclama Erik, incrédulo—¿Sabes cada cuanto tienen que hacer los perros sus necesidades?
—Se me ha pasado—acepto de mala gana.
Recojo aquella mierda tan apestosa y me lavo las manos.
—Claro que se te ha pasado, estabas demasiado ocupada con ese tipo, ¡No mereces tener un animal!
Me giro y lo encaro, sin saber muy bien a qué viene aquella pullita hacia mis dotes caninas.
—Tómate la maldita cerveza, dime lo que hayas venido a decir y lárgate—le espeto de mal humor.
Eric se sirve una cerveza del frigorífico y se apoya en la encimera.
—Lo que vas a oír no te va a gustar.
—Todo lo que tú me dices no me gusta.
Él se encoge de hombros.
—Yo ya te he advertido. Lo que no entiendo es que haces con ese tipo, por dios, no tienes sentido común.
Agarro la cerveza de su mano y la coloco en la encimera.
—Vamos a ver, ¿Pero tú qué coño has venido a hacer aquí? ¿Vienes para criticarme o decirme algo importante?
Él me reta con la mirada, coge la cerveza y da un trago.
—A eso iba, así que tranquilízate. Tu vida privada no me interesa.
Yo le hago un gesto para que hable.
—He conseguido hablar con el escritor.
—¿Y?
—Conocía a tu hermana.
—¿La conocía?
—Eso he dicho. Tenía miedo de hablar porque la había visto el último día de su muerte—mi cara de espanto va creciendo por momentos—dice que ella y él se conocieron cuando empezaron a investigar el centro de mujeres maltratadas. Será mejor que te sientes.
Acerca una silla hacia mí pero yo no me muevo
—¿De qué va todo esto, por qué investigaban el centro?
—Sara, siéntate. Te he visto con ese tipo, y lo que voy a decirte no te va a gustar.
Me agarra por los hombros y me obliga a sentarme. Se pone de rodillas hasta estar a mi altura y comienza a hablar, con la voz más suave que yo le he escuchado nunca.
—Una amiga de tu hermana llego al centro pocos meses después de ella. Era la esposa de un amigo de su ex marido. De buenas a primeras desapareció sin dejar rastro, y tu hermana creía que eso era muy extraño. Así que decidió investigarlo.
Mi cara se queda blanca.
Él continuó hablando.
—Tu hermana conoció al escritor por casualidad, un día que ambos coincidieron en el bosque. Ambos hablaron y ella, al saber que era escritor de misterio y que basaba sus novelas en casos reales, le dijo que si quería ayudarla. Pocos días después murió. Ambos creían que Claudia había sido asesinada.
—Joder...
—Sara, aquí no viene lo peor. Héctor Brown estaba en el centro el día que desapareció Claudia.
También llegó al centro el día en que murió tu hermana. Y ahora, por si fuera poco sospechoso, está contigo.
Palidezco.
—Pero él me ha dicho que no conocía a mi hermana—digo confusa—y además... no ha hablado nada acerca de la tal Claudia.
—Las investigaciones acerca de su desaparición se llevaron a cabo cuando él estaba lejos.
Comprenderás que nadie se iba a esmerar en buscar a una joven que parecía haber querido desaparecer porque su marido le pegaba. Nadie en el centro vio nada, pero tu hermana estaba convencida de que le había pasado algo. Y luego ella murió.
—¿Estás tratando de decir que Héctor puede tener algo que ver?
—No lo sé. Pude haber sido él, u otra persona. Es sospechoso, sobre todo, después de que salga contigo, ¿No crees?
Me enseñó una fotografía de la tal Claudia. Al igual que yo y mi hermana, es morena y voluptuosa. En efecto, las tres nos parecemos.
Palidezco aún más.
Me levanto de la silla y lo miro a la cara.
—¿Qué estás tratando de decirme? ¿Qué Héctor Brown está interesado en mí porque tiene algún tipo de extraña fijación con las morenas?
Eric se apoya en la barra de la cocina y se pasa la mano por el pelo, en un gesto que denotaba incomodidad.
—Yo no he dicho eso. Sólo son suposiciones.
—Lo estás acusando—lo contradigo.
—Sí—admite él—pero no tengo pruebas. De todas formas, Sara, él es un hombre poderoso. No puedo abrir una investigación contra Héctor Brown cuando carezco de pruebas suficientes para culparlo.
—¡Por que no es culpable!
—Eso no lo sabemos ni tú ni yo.
—Yo sí lo sé—digo con la voz baja.
—No, tú tampoco lo sabes. Puede que el lujo que ese hombre te dé te nuble el juicio, pero, en el fondo, quieres saber lo que le sucedió a tu hermana, ¿O para ti es menos importante?
Me tensé al oír aquellas palabras. ¿Cómo se atreve aquel idiota a creer que yo soy la clase de mujer aprovechada que intenta hacer todo lo posible por ganarse el aprecio de un hombre rico?
Ando hacia la puerta con paso firme y la abro, señalándole que ya puede marcharse.
Eric se quedó allí parado, sin hacer nada.
—Sara, mantente alejada de Héctor Brown, puede ser peligroso—me aconseja. Comienza a andar y se detiene frente a mí—no quiero meterme en tu vida, pero tu seguridad me importa.
Después de aquello la cabeza me da vueltas, y un torrente de emociones sacude mi cuerpo. Yo no puedo creer que el hombre que me he hecho el amor y con el que he pasado uno de los mejores días de mi vida sea un asesino. No, no y no. Me niego. Y, sin embargo, allí está la urna de mi hermana, justo encima de una estantería, obligándome a hacer caso a mi conciencia. Y lo que ella me dice no me gustaba.
Héctor Brown estuvo en el centro el día que desapareció la tal Claudia. Había regresado al centro el mismo día en el que mi hermana murió asesinada. Unos días antes, nos habíamos conocido en el tren y había dicho, con toda convicción, que volveríamos a vernos. Y el collar, el maldito collar...
Ahora, mi corazón se debate entre la lealtad que debo a mi hermana y los sentimientos que albergo hacia Héctor Brown. Y entre ellos, solo hay una cosa; la verdad.
Yo necesito la verdad. Anhelo la verdad por encima de mi hermana y Héctor Brown. Una verdad, sin la cual, no podré seguir viviendo. Tengo que saber la verdad, y en aquel momento, sólo una persona puede ayudarme a descubrirla. Él mismo hombre que había ayudado a mi hermana.
Por cierto, no está de más decir que yo necesito un empleo.