CAPÍTULO TREINTA Y CUATRO
LLEGAMOS a la cabaña cuando el sol está a punto de ponerse. No ha habido almuerzo ni cena para celebrar nuestro noviazgo, y sé que hoy ni siquiera vamos a tener una fugaz velada de madrugada.
Héctor me acompaña hacia la entrada pero no entra conmigo cuando yo abro la puerta. Lo miro sin saber qué decir. Debatiéndome entre el tumulto de sentimientos que me invaden. Quiero golpearlo, besarlo, gritarle y hacer el amor.
—Tengo que marcharme por trabajo durante el resto de la semana—me explica de manera distante.
Sus palabras, inesperadas, son recibidas por mí como un jarro de agua fría cayendo sobre mi cabeza.
Estoy dolida.
¿Acaso tiene que marcharse cuando más lo necesito?
En el fondo, sé que ser el propietario de varias empresas con proyección internacional y facturación de miles de millones de euros al año tiene como consecuencia una serie de obligaciones: reuniones imprevistas de última hora, eventos sociales, comunicados con la prensa...
Pero yo no estoy dispuesta a comprenderlo en este preciso momento. No me da la gana. No ahora.
Dispuesta a tratarlo con la misma indiferencia, le respondo con frialdad.
—Que tengas un buen viaje.
Héctor me contempla con los ojos fríos como el hielo. Por un momento, siento la imperiosa necesidad de que me abrace y me prometa que estará conmigo lo más pronto posible. Pero nuestro distanciamiento es palpable. Se ha creado entre nosotros una tensión, apenas sostenida por un delgado hilo invisible que puede cortarse si uno de los dos da un minúsculo paso en otra dirección.
—Vendré a recogerte dentro de cinco días para viajar a París—me informa.
En ese momento yo ya no puedo más.
¿Cómo se atreve a hablar de París tal y como están las cosas entre los dos?
No puedo evitar que la rabia salga por cada poro de mi piel cuando le hablo.
—Sinceramente, no sé para qué quieres que te acompañe—le suelto.
La cara de Héctor se contrae por la sorpresa. No está acostumbrado a que cuestionen sus órdenes, y eso, evidentemente, lo sorprende y lo molesta.
Yo continúo antes de que él pueda replicar.
—Tal y como están las cosas, sería mejor que aproveches esta distancia para darte cuenta de lo cretino que puedes llegar a ser cuando manejas la vida de tu novia como si te creyeras con todo el derecho del mundo para hacerlo—le digo de manera hiriente.
Me he quedado tan a gusto al decirlo que un escalofrío de placer recorre todo mi cuerpo. Héctor, por el contrario, echa chispas por los ojos. Numerosas arrugas cruzan su entrecejo fruncido y tiene la mandíbula tan apretada que creo que puedo escuchar rechinar sus dientes.
Su enfado se borra de un plumazo cuando muestra una sonrisa torcida. Sé que está herido.
Me mira a los ojos antes de hablar.
—La distancia sólo me haría sentir más ganas de verte. Estaría enfadado durante todo el tiempo, y cuando volviéramos a vernos, te cogería en brazos, te desnudaría y te mostraría lo mucho que te deseo.
Porque te deseo tanto que soy incapaz de dejarte cometer locuras y de permitir que te pongas en peligro.
Yo me cruzo de brazos, tratando de recuperar parte de mi entereza que se ha derrumbado tras escucharlo. Su voz ronca, cálida y poderosa me ha desnudado.
No estoy dispuesta a perder esta batalla, así que contraataco.
—Entonces tienes un problema. Cuando volvieras, yo querría que me pidieses perdón y tú sólo querrías llevarme a la cama—bufo antes de continuar—me temo que un polvo sólo calmaría mi enfado durante unos minutos.
—Horas—me corrige con descaro.
—Horas o minutos seguirías siendo un completo cretino.
Héctor se tensa al escuchar mi insulto. Me dedica una sonrisa cargada de frialdad y se da la vuelta, hablando por encima del hombro.
—Volveré a buscarte dentro de dos días, aunque no quieras verme.
Lo veo caminar hacia su coche y por un momento tengo la esperanza de que se vuelva. No puedo creer que esto vaya a acabar así. Esto no puede terminar de esta forma. Pero cuando lo veo montarse en el coche y el vehículo desaparece de mi vista, toda esperanza desaparece.
Cierro la puerta de un portazo.
Entro en la casa echando chispas. En mi mente sólo hay un pensamiento: “capullo, capullo y capullo”
—Es un capullo—les explico a los peces.
Los peces nadan en el acuario sin prestarme atención.
Necesito hablar con alguien de mi misma especie. Alguien como mi amiga Marta que me diga lo neandertal que es Héctor Brown, ¿Pero de qué me serviría? ¿Acaso el volvería?
Me siento en el sofá con los brazos cruzados. Leo dormita a mi lado boca arriba. Su estomago suave y rosado sube y baja acompañado con unos ronquidos plácidos. Yo lo miro enojada.
Lo único que sabe hacer ese perro es dormir.
En este momento, sé que hasta el canto de los pájaros podría sacarme de quicio. No estoy de buen humor, para qué engañarnos. Enciendo mi mp3 y me pongo a escuchar música. Pero la voz melancólica de Kurt Cobain no me ayuda a sentirme mejor. Todo lo contrario, empeora la situación.
Los peces, Leo y Kurt Cobain no están hoy de mi parte. En realidad, ¡El mundo entero ha conspirado para que yo tenga un día de perros!
Conocer que tengo una sobrina y que ha desaparecido no ayuda a completar el día, qué quieres que te diga. Y luego está ese jodido y atractivo cabrón que va a volverme loca Llaman a la puerta.
Una sonrisita malévola cruza mi rostro.
Seguro que es Julio, quien aparece con la excusa de que le entregue mi próximo reportaje para seguir inculpando a Héctor.
Me levanto con la firme convicción de meterle el reportaje, pulcramente enrollado, por el culo.
Eso me hace sentir mejor.
La puerta vuelve a sonar.
Abro la puerta con un movimiento tan brusco que tengo que sujetarme al pomo para no caerme.
Cuando veo la figura al otro lado, me alegro de haberme agarrado.
Héctor está allí.
Su rostro tiene una expresión inescrutable.
Da un paso hacia delante y se detiene a escasos centímetros de mí. Echa los dos brazos hacia los lados en actitud derrotada y habla.
Tan sólo dos palabras.
—Lo siento.
Yo parpadeo un par de veces, tratando de asimilarlas.
—Pensé que no ibas a volver—admito.
Héctor se encoge de hombros, restándole importancia. Pero en su rostro se refleja que lo está pasando mal.
—Me he dado cuenta de mi error en cuanto me he marchado. No quería irme sin despedirme, ni dejarte sola con lo que estás pasando.
Yo me muerdo el labio. Tengo que admitir que esto me ha gustado. Sí, me ha gustado mucho. Ver a Héctor Brown arrepentido es algo tan tierno como sexy.
Lo invito a pasar, echándome a un lado. Él no se mueve. Yo lo miro sin comprender.
—Aún no me has dicho que me perdonas—murmura con voz ronca. Me pasa una mano por el cabello hasta llegar a la garganta—este cretino lo necesita.
Yo sonrío, tragándome la risa.
Lo cojo de la corbata y lo acerco hasta mis labios.
—Perdonado—le digo, dibujando cada letra sobre sus labios.
Héctor se abalanza sobre mí, entrando a la cabaña y cerrando la puerta tras de sí. Devora mi boca con ansiedad, y yo lo correspondo. Su beso me posee con ferocidad. Justo como lo necesito. Me sujeta por la cintura y yo enrollo mis piernas en sus caderas. Él me lleva con facilidad hacia la cama y me tira sobre ella. Ambos nos quitamos la ropa el uno al otro. Desnudándonos mutuamente sin perder el tiempo. Nos necesitamos de manera inmediata. Lo puedo sentir en la manera en la que él arranca cada trozo de tela de mi piel y la besa.
Cuando estoy desnuda, Héctor acaricia mi piel, deleitándose con la calidez que yo le ofrezco. Acaricia la curva de mis pechos y desciende por el sendero de mi estómago. Mientras sus manos me acarician en la zona más sensible y me arrancan suspiros de placer, su boca besa mis pechos. Mis pezones se tensan ante el paso de su lengua. Yo acaricio su espalda y me maravillo con la dureza de cada parte de su cuerpo.
Arqueo todo mi cuerpo, pidiendo más. Héctor no se hace de rogar y sus caricias en mi zona más íntima se hacen más intensas. Introduce un dedo en mi vagina y lo mueve dentro de mí, al tiempo que su lengua sigue besando mis pechos y arrancándome gemidos de placer. Luego introduce un segundo dedo y gime roncamente de satisfacción cuando observa lo preparada que estoy para él.
Yo susurro su nombre y lo insto a seguir. Él, satisfecho, desciende co n sus labios hacia mi mente de Venus, completamente depilado. Lo acaricia con la palma de la mano y deja besos cortos y cálidos sobre él. Yo enrollo mis dedos en su cabello, desesperada porque me dé lo que tanto necesito. Él sigue descendiendo, y deja besos provocativos a lo largo del interior de mi muslo. Sus dedos dentro de mí siguen moviéndose, y esta vez, se arquean hasta tocar mi punto más débil. Yo me muerdo el labio, incapaz de contener lo que está a punto de adueñarse de todo mi cuerpo. Entonces sus labios llegan hasta mi tenso botón, succionándolo y apremiándolo. Yo grito, mientras oleadas de intenso placer recorren mi cuerpo al tiempo que su lengua recoge todo mi orgasmo.
Respiro entrecortadamente, recuperándome del intenso placer que acaba de darme. Pero necesito más.
Héctor me da la vuelta y masajea mis glúteos de una manera tan sensual que hace que me recupere al instante y vuelve a querer más. Sus caricias son tan provocadoras que yo aprieto mis glúteos contra su potente erección, una y otra vez, hasta que puedo escuchar su risa ronca contra mi nuca. Su aliento cálido hace que el vello de mi piel se erice.
Héctor me tumba sobre la cama, acaricia la curva de mi espalda y susurra en mi oído.
—Algún día esta parte de tu cuerpo será mía. Te quiero toda para mí. Lo quiero toda de ti.
Sus palabras me intoxican de una manera que me nublan el juicio. Antes de que pueda recapacitar sobre lo que ha dicho y sienta cierto temor a que él tome mis glúteos, pues nunca he utilizado esa parte de mí, me penetra por la vagina.
Yo gimo, y Héctor me besa en la espalda. Me coge de las caderas y me empuja hacia su erección, haciendo la penetración mucho más intensa. Yo arqueó mis glúteos hacia él, haciendo que no haya ningún espacio entre ambos. Puedo sentir como me completa de una manera en la que todo lo demás me sobra.
Héctor entra y sale de mí, provocándome de manera lenta y sensual. Acariciando el bamboleo de mis pechos y pellizcando mis pezones. Rodeándome con su musculoso brazo a la altura del vientre, acompañando de esa manera el movimiento. Está haciendo de este momento algo tan tierno y sensual...una experiencia maravillosamente íntima.
No hay nada apresurado en sus movimientos. Todo es pausado, como si quisiera prolongar este momento en el tiempo. Para siempre.
Él se deja ir, susurrando mi nombre y besando cada parte de mi espalda que encuentran sus labios. Yo me agarro a las sábanas, gimiendo y llorando de placer.
Caemos derrotados sobre la cama, y yo, con una sonrisa, sé que ambos hemos perdido esta batalla.
Contemplo a Héctor vestirse con mala cara.
¿Enserio tiene que irse después de esto?
Héctor me responde, y yo me doy cuenta de que he vuelto a pensar en voz alta.
—Me temo que sí. Esto me molesta más que a ti—me contempla con sus ojos verdes de una manera tan intensa que vuelve a hacerme el amor tan sólo con la mirada—por mí me quedaría toda la noche en esta cama, sólo contigo, haciéndote el amor una y otra vez hasta que el amanecer se colara por la ventana.
Sonrió.
—Suena bien—le digo.
Él también sonríe. Con la camisa blanca desabrochada y los pantalones oscuros está tremendamente sexy.
—Contigo todo suena bien—responde.
Me besa en los labios y termina de vestirse.
Héctor acaricia a Leo cuando éste se acerca a él y se pone panza arriba. Durante unos segundos, se queda en silencio, pensativo. Al final, se vuelve hacia mí con un gesto extraño en la cara.
—No quiero que te quedes aquí sola—vuelve a quedarse callado y parece recapacitar—preferiría que no te quedaras aquí sola. He estado haciendo una serie de averiguaciones sobre el apache, y lo que he descubierto no es esperanzador. Aparentemente eres igual que tu hermana, y si él no sabe que ella ha muerto podría confundiros.
Es algo que no se me había pasado por la cabeza.
—No quiero marcharme a la ciudad, tengo bastante trabajo que hacer.
—Puedes quedarte en el centro. Allí estarás protegida. Le he pedido a María que te prepare mi habitación para que estés cómoda.
—¿Le has pedido?—enarco una ceja—otra vez decidiendo por mí.
Él mira hacia el techo, buscando ayuda divina.
—Sí, lo programé todo tras la conversación con Matilde. Me llamaron para que estuviera en una reunión urgente esta mañana y no quería dejarte sola después de todo lo que habíamos descubierto.
Yo me quedo callada. Recuerdo la llamada de teléfono poco des pués de salir de casa de Matilde. La mala cara de Héctor avecinaba que le habían dado malas noticias.
Al menos, ahora sé que su viaje ha sido algo completamente inesperado para él.
—Sara, no te estoy obligando. Te lo pido por favor. Estaré más tranquilo si te quedas en el centro y sé que no puede pasarte nada.
Yo lo miro con dulzura. Verlo preocupado por mí me gusta.
—Si me lo pides por favor....—ronroneo.
Héctor suspira.
—Por favor, Sara, hazme caso por una puñetera vez en tu vida.