CAPÍTULO TREINTA Y OCHO

LLEVO dos noches durmiendo en el sofá cama del salón del policía que lleva la investigación acerca del asesinato de mi hermana. Tengo que admitir que Erik se está comportando como un buen amigo.

Salimos a correr juntos, jugamos a la Play y vemos el canal de deportes hasta las tantas. Para mi sorpresa, me doy cuenta de que necesitaba alejarme de todo durante unos días. Alejarme de todo lo relacionado con Erika para no volverme loca. Al menos durante un tiempo.

Ahora que he completado mi ritual de desintoxicación estoy renovada para volver a la cabaña y observarlo todo desde otra perspectiva. Además, tras dos días de incomunicación, el enfado con Héctor se me ha pasado. En el fondo sé que soy una exagerada por comportarme de una manera tan infantil. Incluso Erik está de acuerdo en que él se habría comportado de la misma forma que Héctor de haber creído que su novia estaba en peligro. No quiero ni pensar en lo furioso que estará cuando volvamos a vernos.

Erik llega del trabajo y se dirige inmediatamente hasta la cocina, donde yo devoro unos espaguetis a la carbonara. Algo tiene que ir mal porque tan solo son las cuatro y él acostumbra a llegar al final de la tarde.

—¿Qué pasa?

—No dijiste que estabas incomunicada—me acusa severamente.

—¿Incomunicada?

—Sí. Héctor me ha llamado hace unos minutos. Joder, parecía un hombre completamente fuera de sí.

¿No se te ha ocurrido que mantenerlo sin saber nada de ti es bastante cruel por tu parte?

Suelto el tenedor y me levanto de la silla, indignadísima.

—¿Ahora estás de su parte?

—¡Joder Sara, deberías haberlo escuchado! Lleva dos días tratando de localizarte y llamando a todos tus conocidos, tratando de saber si te había pasado algo. Tiene a la mitad de su personal buscándote.

Estaba tan preocupado que ha llamado a la comisaría y ha insistido en hablar conmigo.

Yo abro la boca totalmente perpleja.

Tengo el móvil apagado y no quiero ni imaginar la de llamadas furiosas de Héctor, mi tía Luisa y mi amiga Marta que debo de tener.

¿Cómo he podido comportarme de una manera tan irracional?

—¿Y qué te ha dicho?—pregunto preocupada.

—Quería poner una denuncia porque insistía en que habías desaparecido ya que llevas casi tres días sin comunicarte con nadie. Le expliqué que yo había hablado contigo y que estabas bien, y que trataría de buscarte para que lo llamaras.

—¿Sabe que he estado contigo?

—Si lo llega a saber apuesto a que estaría ahora mismo llamando a la puerta. No, no le he dicho nada.

Eso se lo vas a explicar tú—Erik me tiende su móvil—Llámalo. Ahora.

—Voy a ir a la cabaña y ya lo llamaré desde allí.

Erik me mira con recelo.

—Sara, no es un secreto que Héctor no es de mi agrado pero deberías haberlo oído. Sonaba como un hombre completamente desesperado.

De camino a la cabaña en el taxi que he pedido, noto como las piernas me tiemblan. Héctor va a matarme en cuanto me vea. Es culpa mía, sólo mía. Debería haberme comportado como la adulta que soy.

¿Por qué tengo que ser tan irreflexiva?

Trato de buscar las palabras que le diré cuando encienda el móvil.

“Hola cariño, he estado en casa de Erik durante estos días porque quería darte una lección”

Tendré suerte si Héctor no me estrangula en cuanto vuelva de Nueva York.

Al llegar al pueblo, le pido al taxista que se detenga a la entrada. Necesito caminar un par de kilómetros hasta la cabaña para que me dé el aire. Camino con pies temblorosos por el sendero, cruzando entre los árboles como si estos pudieran protegerme de lo que está a punto de suceder. Estoy tan inmersa en buscar una buena excusa que no reparo en el hombre que está forzando la cerradura de la puerta.

Me detengo a escasos metros sin saber qué hacer. Sólo soy una chica indefensa en un bosque alejado de cualquier presencia humana.

Antes de que pueda decidir si arremeter contra el tipo o echar a correr, el hombre se da la vuelta y me ve. Nos miramos en silencio durante unos segundos. Yo con una mezcla de miedo y terror, él me contempla con odio.

—¡Maldita zorra, creías que podías escapar de mí!—gruñe el apache.

Yo echo a acorrer bosque a dentro, tratando de llegar hacia el pueblo.

—¡Cogedla!—grita el apache.

¿Cogedla?

De la parte de atrás de la cabaña salen dos hombres corpulentos que echan a correr en mi búsqueda.

Yo tropiezo con una rama caída en el suelo y me estampo contra el barro. Me levanto a gatas y vuelvo a emprender la huída, pero ese traspié ha acortado la distancia que me separaba de mis captores. Uno de ellos me agarra del pelo y me echa hacia atrás violentamente, tirándome al suelo.

Yo grito y trato de darle una patada en la cara cuando se me acerca. Él hombre la esquiva sin dificultad, me coge de la cintura y me empuja hacia el terreno gravoso, sacándome del bosque. Intento levantarme, pero uno de ellos me propina una patada en las costillas que hace que me encoja y aúlle de dolor.

—Ya basta—ordena el apache, con una mano en alto.

Lo oigo caminar hacia mí y retrocedo echa un ovillo, aún con el dolor latente en mis costillas. A pesar de que es el único que no me ha tocado es el que me da más miedo. El apache me coge del brazo y me sube hasta estar a su altura. Yo lucho por no tambalearme y caer al suelo.

Lo miro a los ojos. Unos ojos oscuros y amenazantes sobre una piel rojiza. Él me sonríe con lascivia.

—Te voy a dar lo que te mereces—me dice con voz amenazadora. Su pulgar recorre mi mejilla—eres una puta que va a volver a casa. Te llevaste lo que es mío, pero ahora os tengo a las dos. Vamos a volver a ser una bonita familia.

¿Él cree que soy Erika? ¿Acaso no sabe que ha muerto?

—¡No soy Erika! ¡Soy su hermana gemela, ella ha muerto!

La cara del apache se endurece y me da una bofetada que me hace ver las estrellas.

—Perra mentirosa—me coge del brazo y me lleva a rastras hacia un coche negro que hay escondido tras la maleza—cuando volvamos a casa te golpearé hasta que te sangre toda la piel. Mereces un castigo.

—¡Hijo de puta!—le grito con lágrimas en los ojos—no soy Erika, soy su hermana, ¡Devuélveme a mi sobrina!

El apache me lanza contra la barandilla de la casa.

—Así que no quieres esperar a que lleguemos a casa—dice con una voz cargada de repugnante lujuria.

Comienza a desabrocharse el cinturón del pantalón.

Yo me estremezco.

—¡Soy su hermana gemela! ¡Bruto, malnacido! ¿Qué has hecho con la niña?

El apache comienza a reírse y mira hacia los otros hombres.

—Siempre fue una jodida mentirosa, ¿Una hermana? Si la tuvieras también me la follaría sólo para demostrarte que todo lo que tienes me pertenece.

Yo grito y me abalanzo hacia él poseída por una rab ia que desconozco. Embisto contra el apache con todas mis fuerzas, y éste, que no se espera el ataque, cae sobre el suelo. Los otros dos hombres corren a ayudarlo, pero yo estoy enloquecida. Le araño la cara y lo golpeo con los puños, hasta que cuatro manos fuertes me agarran y me separan. Mis manos cubiertas de sangre, su cara también. El apache me contempla atónito.

—Agarrad a esta puta. Le voy a enseñar modales.

Los hombres me empujan contra un árbol y me agarran de ambas manos. Yo grito, lloro y pataleo, intentando zafarme sin resultado alguno. El apache comienza a avanzar hacia mí cuando algo lo detiene. Un coche se acerca hacia donde estamos.

—¡Rápido, metedla en el coche!

Los hombres, nerviosos por la intromisión, vacilan en el agarre y yo aprovecho para escapar esos preciados segundos.

Corro hacia el coche y comienzo a hacer aspavientos con las manos para que me vean.

—¡Socorro!—grito.

Alguien me agarra del brazo justo cuando el coche se detiene a escasos metros de donde nos encontramos. El brazo me arrastra en dirección contraria, pero yo me resisto y me tiro al suelo, intentando ganar tiempo sea como sea.

Veo salir del coche a dos hombres altos y fuertes que corren hacia donde estamos.

Los brazos me sueltan y oigo correr a mi captor en dirección opuesta.

—¡Sara!—grita la voz de Héctor.

Jason está apuntando con una pistola hacia los hombres del apache, quienes ya están montados en el coche. Héctor le hace una señal para que baje el arma.

¿Dé donde han sacado una pistola? ¿Aquí, en España?

Sin importarme lo más mínimo corro hacia Héctor y me echo a sus los brazos Héctor cuando estos me alcanzan y me recogen del suelo. Yo lloro contra su hombro, completamente aterrada al pensar lo que podría haber sucedido si él no me hubiera encontrado. Héctor me aparta y me inspecciona, gruñendo al observar el morado en mi cara, justo donde el apache me ha golpeado. Yo sigo llorando, demasiado aterrada para reaccionar de cualquier otra forma. Héctor vuelve a abrazarme, esta vez de manera posesiva.

—Ya estás a salvo cariño—susurra a mi oído, con voz rasgada y cargada de emoción.

Casi puedo sentir las lágrimas en su voz. Las mismas que corren por mis mejillas y empapan su chaqueta. Eso me hace sentir aún peor, y estallo en grandes sollozos que me recorren todo el cuerpo hasta hacerme temblar. Héctor me lleva hacia el coche y me sienta en su regazo.

—Llama a la policía, Jason

Logro reaccionar al oír su voz, y me vuelvo para mirarlo por primera vez a la cara.

—L-lo siento—tartamudeo, tragándome el hipo de un sollozo.

La cara de Héctor se endurece.

—Ahora no.

Vuelve a colocarme la cara en su hombro, como si le costara mirarme a los ojos. Yo me quedo totalmente quieta en sus brazos, regocijándome en esa protección que él me ofrece.

Al llegar al centro, Héctor llama a una de las enfermeras y le pide que me cure. La mujer me contempla horrorizada, y yo imagino que debo de tener la cara como un Cristo. Me agarro a Héctor para que no se separe de mí. Nunca he necesitado a nadie tanto en toda mi vida como ahora. Él me besa en la frente.

—Tengo que hablar con la policía. Te veré en unos minutos.

Yo asiento en silencio y me dejo conducir como una autómata por el pasillo.

¡Qué ironía!

Yo, esa fuerte mujer independiente que nunca creyó necesitar a nadie, está con la cara destrozada a manos de un hombre, necesitando ansiosamente a otro hombre al que ha mentido, una y otra vez.

La enfermera me conduce hasta la habitación de Héctor, esa que ahora sé que nunca debería haber abandonado. Por desgracia, soy de las que aprende la lección cuando el colegio ya ha acabado.

Me echa algo que escuece en la mejilla y yo doy un respingo. No hablo, no me quejo. La enfermera me pregunta si quiero que se quede conmigo hasta que vuelva Héctor y yo me encojo de hombros. Ella duda, pero al final coge una silla y se sienta a mi lado, junto a la cama.

—No debería haberse ido—me sermonea.

Yo la miro a través del hinchazón de mi ojo. Ese que seguro que mañana estará morado.

Ya...no debería de haberme ido. Pero me fui.

¿Por qué la gente se empeña en hacer comentarios sobre cosas que ya no pueden solucionar otras cosas?

Siento la puerta abrirse. La enfermera me echa una mirada compasiva antes de marcharse.

A estas alturas todo el mundo debe de estar enterado de lo que ha pasado.

Me incorporo y me siento en la cama, tratando de poner en orden todos mis pensamientos. Hay uno que no me deja vivir.

Dolor, dolor y dolor.

Dolor en la cara y dolor en las costillas.

Nunca en la vida imaginé recibir una paliza. Eso sólo pasa en las películas. Pero ahora, con todo mi cuerpo dolorido, pienso anotar a mi lista de sucesos penosos otra de las maravillosas experiencias de mi patética vida.

“Ser golpeada por el ex novio agresivo de mi hermana”

La colocaré entre “vomitar en mi discurso de graduación” y “arruinar el noviazgo con el novio de mis sueños”.

Héctor todavía está en la entrada de la habitación, contemplándome con una mezcla de severidad y preocupación. Apuesto a que se está debatiendo entre darme unos azotes o abrazarme y susurrarme palabras cariñosas al oído.

Yo me levanto de la cama y me pongo en pie con dificultad. Héctor se acerca para ayudarme, pero en cuanto me toca, lo noto tensarse. Levanto la cara lentamente hasta mirarlo a los ojos. Y lo que veo me deja desolada. Una profunda expresión de emoción hace brillar sus ojos esmeralda. Un gruñido sale de sus labios cuando me coge por los hombros y me aprieta.

—No vuelvas a dejarme—me dice con voz potente, zarandeándome.

Me agarro a sus brazos, tratando de calmarlo. Él oculta la cabeza en mi cabello y lo oigo gemir. Habla con voz entrecortada. Gutural. Herida.

—Tú-no-me-dejas—dice, con los dientes apretados.

Yo le acaricio el cabello, consolándolo. Puedo sentir su dolor, su tristeza, su rabia contenida. Su preocupación.

Héctor se separa de mí y me coge el rostro entre las manos, hablando a escasos centímetros. Sus gemas verdes haciéndome arder.

—No vuelvas a cometer una locura como esta. Por ti. Por mí. Por nosotros. Te quiero conmigo para toda la vida y has estado a punto de estropearlo.

—Yo...te juro que no sé qué decir—le digo, temblando entre sus manos.

—Jamás te vayas de mi lado. Si quieres placer puedo dártelo. Si quieres joyas, te colmaré de diamantes.

Todo lo que quieras es tuyo. Pero no vuelvas a desaparecer así de mi vida, como si nada. He sufrido como un loco durante estos días, creyendo cosas horribles. No puedes irte sin más, Sara. No puedes.

Yo no podría soportarlo.

Agarro a Héctor del cuello y lo beso. No me importa que él no responda a mi beso y que esté enfadado, porque lo necesito.

—Lo siento—le digo contra sus labios.

Él me separa bruscamente.

—No puedes decir simplemente lo siento y esperar que las cosas se arreglen.

Yo niego con la cabeza.

—Yo sólo sé que te necesito, Héctor. Siento haberme dado cuenta tan tarde. Siento haber tenido que separarme de ti para saberlo.

Héctor me arranca la blusa con brusquedad y me tira sobre la cama. Se tumba encima de mí y me besa salvajemente.

—Mía. Sólo mía—gruñe con voz ronca.

Yo le rodeo el cuello con los brazos y echo la cabeza hacia atrás, dejando que él me bese, me muerda y me recorra toda la garganta con la lengua. Estoy excitada y dolorida, pero por encima de todo, estoy necesitada de él.