II

Pals, año de Nuestro Señor de 1506

El sol del atardecer calentaba el empedrado de las callejas de Pals, estrechas y laberínticas. Los pasos de Domènech sonaban enérgicos sobre los adoquines. Hasta que se detuvo frente a la austera iglesia del pueblo. Sus ojos fueron del pequeño rosetón a la torre de vigía que se veía detrás, vacía. Tras cerrar los ojos de su amigo de infancia, el fraile había sentido la necesidad de huir de aquel patio teñido de sangre. Quería huir de la impotencia que lo corroía. Todos los caballeros habían salido hacia Les Gavarres, las puertas de Pals se habían cerrado a cal y canto y en el interior de la muralla sólo quedaban mujeres, niños y clérigos. Pero su condición de hombre hubiera deseado ir con los caballeros, vengar la muerte de Jofre...

El monje entró en el templo. Su vista se fijó en el sencillo crucifijo que presidía el ábside, justo bajo la vidriera alargada que apenas dejaba entrar luz al interior. Se dirigió al primer banco y se arrodilló en busca de una rutina acogedora. Dos candelabros circulares pendían del techo, escoltando el crucifijo. Domènech aspiró el aire, cerró los ojos y a su mente acudió su primera extremaunción, la de Jofre.

—Acógelo en tu Reino, mi Señor —susurró.

¡Cuánto habían jugado de niños! Cuando Jofre visitaba el castillo de Orís, él y Domènech combatían con sus espadas de madera simulando grandes batallas. Guifré alguna vez participaba de estos juegos, pero a menudo parecía distraído.

«Guifré...» Domènech lo recordaba sentado bajo un árbol. El recuerdo le dibujó una sonrisa de añoranza en el rostro. Sí, Guifré con su espada de madera reposando sobre la hierba y sus manos ocupadas por algún pergamino. La sonrisa de añoranza se convirtió en una punzada de dolor.

El castillo de Orís se erguía, soberbio, sobre un peñasco. Los campos de cultivo se extendían a sus pies salpicados por algunos pinos. El día era luminoso y las montañas del Montseny y el Puigmal se alzaban cercanas como una boscosa muralla natural. A sus diez años, ni acompañado por algún siervo o vasallo podía salir Domènech de las murallas del castillo. Sólo tenía permiso para hacerlo acompañado de Guifré.

El aire fresco y el olor de la tierra invitaban a cabalgar. Pero Domènech no se atrevía a pedírselo a su hermano. El pequeño, con su espada de madera prendida al cinto, miraba desde la muralla el verde tapiz surcado por el tono terroso de los caminos. De vez en cuando ladeaba la cabeza y veía que Guifré seguía a sus pies, sentado. La muralla era su respaldo y leía un libro de Esopo, obsequio traído de Valencia por los señores de Montcada a su padre. «Si se entera de que lo tiene Guifré...», pensaba Domènech. Y por unos instantes se le pasaba por la mente delatarlo. Sin embargo, pronto se desvanecía la idea con un soplo que decía a algún recóndito lugar de su interior: «No vale la pena. Es el primogénito, el heredero. ¿Qué le hará padre?».

—Vamos, Guifré, salgamos del castillo —rogó Domènech, harto de admirar el paisaje—. Vayamos a jugar fuera de las murallas.

Guifré lo miró. Domènech notó cierto aire de fastidio por la interrupción. Pero para su sorpresa, su hermano dijo:

—Está bien, vamos.

Domènech dio un brinco de alegría. No esperaba una respuesta afirmativa sin que se hiciese de rogar. Tenía ganas de jugar, revolcarse entre la hojarasca en pleno combate, dejar volar su imaginación.

Guifré seguía a su enérgico hermano, dirigiéndose ya hacia la puerta del castillo. A Domènech le molestaba depender del primogénito para hacer ciertas cosas. No necesitaba su protección, por mucho que padre no dejara de repetirlo. Domènech sólo era dos años menor que él y, además, prácticamente medían lo mismo. Pero lo que más molestaba al pequeño era sentir que Guifré lo aguantaba por deber y cedía a sus deseos simplemente porque se ponía pesado. Por eso, su alegría era mayor aquel día.

Ya extramuros, la energía de Domènech se volvió entusiasmo. Habían descendido las escaleras hasta la iglesia de Sant Genis. El castillo sobre el peñasco quedaba tras ellos. Y ahora ascendían otro pequeño pico que se alzaba justo ante el templo. Entre los pinos, Domènech saltaba por el terreno y blandía su espada para deshojar ramas y decapitar matojos. Al llegar arriba, el campanario de la iglesia y el castillo quedaron tras ellos.

—¡Saca tu espada, Guifré! ¡Lucha por el condado de Ausona! —espetó el pequeño al fin.

—¿Contra quién? —respondió burlón Guifré y miró teatralmente la tranquila arboleda a su alrededor.

—Contra los moros, contra los herejes... —gritó Domènech, enojado, levantando su arma de juguete ante su hermano—. Desde luego... Ni siquiera has traído la espada.

—No, voy a leer aquí, bajo este pino. La espada la guardo para aprender a combatir, no para jugar.

Domènech frunció el ceño, impotente ante el desprecio del que se sentía objeto. Guifré se podía permitir esos comentarios porque era el mayor. La rabia le hizo apretar los dientes. En su fuero interno, el pequeño sabía que eso de usar la espada para el combate y no para jugar era una excusa. A Guifré no le gustaban las espadas. Prefería los libros y esos extraños pergaminos con mapas, incluso dibujar y mirar las estrellas. Domènech consideraba que era, simple y llanamente, un cobarde indigno de su posición. Y lo que más le irritaba era que su padre no lo veía: parecía cegado porque Guifré nació primero.

Al ver a su hermano mayor a punto de sentarse, la ira se apoderó de Domènech.

—Si quiere un enemigo real, lo va a tener —masculló.

Sus músculos se tensaron y, de pronto, soltó un alarido y se abalanzó sobre él.

Guifré cayó tras la imprevista embestida de Domènech. El libro se le escurrió de entre las manos y rodó por el suelo, bajando por el lado más abrupto del pico, en dirección opuesta al castillo. Domènech estaba encima del hermano mayor y le propinó un golpe en el brazo que había alargado para intentar atrapar el preciado objeto.

—Padre te castigará por perderlo —rugió intentando golpearle de nuevo.

Guifré esquivó el golpe y luchó por sujetarle los brazos.

—Domènech, ¡basta ya!

—¿No querías aprender a combatir? ¡Vamos, cobarde!

Domènech se revolvía mientras Guifré intentaba aplacar aquella furia. El pequeño era más corpulento y sabía que su hermano apenas podía contenerlo. Esto alentó su lucha, la lucha por su honor. En el forcejeo, rodaron por el suelo, tomando el camino que había seguido el libro.

—¡Nos mataremos! ¡Detente!

—Admite que eres un cobarde. ¡Admítelo delante de padre! —rugió forcejeando con rabia.

—¡El precipicio! —aulló Guifré.

Domènech alzó la vista y se vio casi al borde del barranco que rompía la abrupta ladera. Por primera vez fue consciente del peligro real. La ira se evaporó. Instintivamente, sus manos se aferraron a una roca. Sintió cómo le crujían los huesos de los brazos al frenar súbitamente la inercia del recorrido.

Domènech se soltó de la roca, exhausto por el esfuerzo. Olió la hierba rala que cubría esa zona. Su padre lo iba a castigar por aquello, seguro, en cuanto Guifré se lo contara. Dispuesto a disculparse ante su hermano para evitar males mayores, se sentó de cara al precipicio. Le separaban unos cinco pies del mismo. Pero no vio a Guifré.

Alarmado, se puso en pie de un salto y corrió hacia el borde del barranco. Se arrodilló y se asomó. Guifré estaba un poco más abajo, sobre un pequeño saliente. Ante él, la abrupta pendiente se desmigajaba en arena sin darle un punto de sujeción para subir.

—Ayúdame —le pidió Guifré al verlo.

Domènech se tumbó y estiró los brazos para ayudarle a salvar el desnivel. El primogénito se aferró a las manos que el hermano menor le tendía.

—Intenta apoyarte con los pies, vamos —le sugirió.

Domènech vio cómo su hermano obedecía y ponía los pies sobre la pared mientras él tiraba. Pero la gravilla hizo resbalar a Guifré, su cuerpo se sacudió bruscamente y una de las manos se soltó. Domènech sólo podía oír el latido de su propio corazón mientras en su mente veía a Guifré cayendo por el vacío, veía el dolor de su padre por perder al primogénito, se veía a sí mismo como...

—¡Domènech! ¡No aguanto!

El gemido de Guifré lo sacó de su estupor. Domènech volvió a asir la mano suelta que su hermano le tendía desesperado. Este se balanceó un momento, pero al fin logró hacer pie en la pared.

Ya arriba, al borde del precipicio, se sentaron resoplando. Sudoroso, con el jubón rasgado, Guifré no decía nada. Sus ojos parecían perdidos en el paisaje montañoso que tenía ante sí. Luego giró la cabeza y miró al silencioso Domènech. Al sentir los ojos de Guifré sobre él, el pequeño bajó su propia mirada. Dobló las piernas, replegó las rodillas sobre su pecho y las abrazó. «Padre me matará si se entera de esto», pensaba. Se mordió los labios. Sus ojos azulados mostraban su matiz más gris. Estaba al borde del llanto.

—Anda, vamos al castillo —dijo Guifré con un suspiro.

Ambos se alzaron. Domènech caminaba arrastrando los pies. Dos lágrimas rodaron por su mejilla, aunque el niño intentaba ocultarlas con su melena negra. Domènech nunca Moraba. Al contrario, siempre que hacía algo que disgustaba a Guifré, sabía que con una disculpa, aunque orgullosa y sin arrepentimiento, conseguía el silencio del mayor ante su padre. Pero esta vez Guifré había estado a punto de morir. Domènech estaba aterrorizado.

Entraron al recinto amurallado y, desde la puerta de la residencia del señor, su padre los llamó acercándose a ellos a grandes pasos:

—¡Aquí estáis! Llevo buscándoos... ¿Qué es esto? ¿Qué habéis hecho con los jubones? Parecéis recién salidos de una pocilga... ¡¿Guifré?!

Domènech se mordió el labio inferior, con la cabeza baja.

—Hemos luchado contra los moros, padre.

El hombre sonrió ante la ocurrencia de su primogénito sin percibir el suspiro aliviado de Domènech.

—Está bien. Id a cambiaros de ropa y bajad al salón. Esperamos visita. ¡Vamos!

Los dos muchachos entraron en la casa señorial y corrieron hacia sus respectivas alcobas. Domènech había querido agradecer a Guifré su silencio, pero este había salido corriendo a obedecer a padre.

Ya en su habitación, el pequeño vio un austero jubón dispuesto sobre la cama. Pronto, las sensaciones de culpabilidad y afecto quedaron eclipsadas por la curiosidad de la visita. Oyó voces en el patio del castillo. Se cambió presuroso y bajó corriendo hacia el salón.

Al llegar, la puerta estaba entreabierta. El niño identificó la voz de su padre, enérgica, en plena conversación:

—Tengo grandes planes para Guifré. Será un gran sucesor. Eso sí, diferente. ¡Quiere ser navegante! Le apasionan los mapas, sabe leer los rumbos en las estrellas... Su servicio al Rey está asegurado.

—Aunque Orís quede lejos del mar, los catalanes siempre hemos sido un pueblo de navegantes. Ya hace casi doscientos años, nos atrevimos incluso a quemar nuestras naves para presentar batalla contra el Imperio Bizantino. Y aquellos guerreros no eran sólo de la costa —comentó una voz masculina, tan profunda como serena, con un curioso acento que suavizaba en extremo las erres.

Domènech sintió cierto disgusto. Su padre aprovechaba la menor ocasión para alabar el futuro de Guifré como barón de Orís. «Yo también batallaré por el Rey y le demostraré que soy mejor», pensó el muchacho una vez más, sin abrigar ya la esperanza de que su padre se refiriera a él. El barón continuó:

—Cierto. Con la bendición de Dios, Guifré enaltecerá el nombre de nuestro bienamado Orís.

—Y desde luego, con la entrega del pequeño Domènech a nuestra Santa Iglesia, seguro que Dios no olvidará bendecir a su familia.

Domènech se quedó perplejo. ¿Había entendido bien? ¿«Entrega del pequeño Domènech a nuestra Santa Iglesia»? Eso sólo podía significar una cosa, pero el niño no se atrevía a articular en pensamientos más claros las implicaciones de aquellas palabras.

—¿Qué haces aquí? —le sorprendió Guifré por detrás. No iba con jubón. Vestía una bonita túnica parda a juego con los rizos color paja de su cabello. Estaba tan elegante como un pequeño caballero—. Entremos.

Domènech no quería entrar. Estaba paralizado.

—Tranquilo, no le diré nada de lo sucedido esta tarde. A mí tampoco me conviene, ¿sabes? El libro... Vamos.

Guifré llamó a la puerta y, sin esperar respuesta, entró en el salón. Domènech quiso ser diminuto para ocultarse tras su hermano mayor. Pero no lo era. Aunque entró el segundo, no pudo esconderse de su destino. En el salón, su padre estaba sentado en actitud relajada frente a un hombre con hábito blanco y una capa de lana negra. Era más obeso que corpulento y un cinturón de cuero, también negro, hacía más abultada su barriga. Por primera vez en sus diez años de vida, el pequeño oyó como su padre se refería a él antes que al primogénito:

—¡Ah! Aquí está mi Domènech, abad.

Era una noche fría, sin luna. El viento azotaba el carruaje haciendo imperceptible el traqueteo de las ruedas sobre los caminos irregulares. Cuando horas antes, el abad había comunicado a Domènech que su padre se hallaba a las puertas de la muerte, el muchacho respondió:

—Dios, mi Señor, acógelo en tu seno.

Y se había postrado para orar. A ojos del abad, desde que había entrado en el monasterio hacía cuatro años, Domènech había pasado del rechazo a una devota aceptación de la disciplina de la vida monástica y se había entregado al estudio de la Ley Divina. Este cambio hizo que el muchacho se convirtiera en uno de los favoritos del abad. El hombre, nacido en la Fenolleda, en la Cataluña Norte, incluso le enseñaba francés pues intuía en el joven un brillante futuro en la Iglesia, un futuro más allá del Principado. Lo que no intuía el monje era que la entrega de Domènech se debía a la resignación, una resignación que el muchacho se cuidaba de disimular, al igual que el resto de sus verdaderos sentimientos. Por eso el abad, ahora acompañando a su pupilo en aquellas horas difíciles, pensaba enternecido en la oración por el padre moribundo: «Reafirma la llamada de la fe. He hecho bien en aconsejar su marcha a Roma, aunque lo añoraré».

Por la ventana, Domènech observó los pinos que poblaban la ascensión al peñasco. Olió la hierba rala, la tierra granítica, el fuego procedente del castillo de Orís. No sonreía, no lloraba ni había reacción alguna deducible de su expresión o su gesto.

Llegaron a la altura de la iglesia de Sant Genis y dejaron el carruaje en las cuadras que había al lado. Ascendieron las escaleras que llevaban al castillo iluminados por una antorcha que se agitaba con el furioso viento. A las puertas de la muralla, un siervo los aguardaba. En silencio, entraron al patio. Domènech miró fugazmente la pequeña capilla, a su derecha, y contrajo sus mandíbulas mientras caminaba hacia la casa señorial. Al entrar, el muchacho aminoró el paso, con las manos entrecruzadas y sus labios articulando leves movimientos, como si orara. Ya ante la alcoba, el siervo abrió la puerta y Domènech notó el calor de la chimenea en su rostro.

Su padre yacía en el lecho, con la respiración pesada e intranquila y los ojos cerrados. Guifré, arrodillado, asía la mano derecha del moribundo, sin poder contener las lágrimas que abrillantaban sus ojos almendrados. Domènech avanzó. Apenas los había visto en cuatro años. Guifré alzó la mirada hacia él por un instante y luego la volvió hacia el lecho:

—Padre, Domènech ha venido.

El viejo barón abrió lentamente sus ojos azul grisáceo. Parecían resecos, cansados. Miró a su hijo menor, ya un joven de catorce años.

—Os tengo aquí a los dos —balbuceó. Hizo una pausa y continuó, descansando cada dos o tres palabras para tomar el aire que a duras penas llegaba a sus pulmones—: Domènech, sé que engrandecerás el nombre de Orís, como lo hará tu hermano. Él lo hará para el Rey y continuará nuestro linaje con honor. Tú, hijo mío, lo harás para el Altísimo. Ve a Roma, estudia... Y ayuda a tu hermano, pues tu saber estará iluminado por la Gracia Divina...

El barón no pudo hablar más. Sentía cómo la muerte se apoderaba de sus entrañas. El abad, que se había mantenido en el umbral de la puerta, entró e hizo salir a los dos hermanos de la habitación. Era su turno para asegurarse de que el barón de Orís fuera recibido en el Reino de los Cielos.

Tras el entierro, era definitivo. Guifré, a sus dieciséis años, pasaba a ser barón de Orís. Aunque estuviera bajo el consejo del leal Frederic, caballero vasallo que en los últimos años se había ganado la más absoluta confianza del difunto y de los señores de Montcada, Guifré tenía edad para ser depositario de todo el poder. Domènech sabía que el ánimo de su hermano estaría ahora, ante todo, sumido en el duelo. Aun así, debía hacerlo. Respiró profundamente y abrió la puerta del estudio del nuevo barón. Se mantenía igual que como recordaba: estanterías de roble con algunos manuscritos, quizás más que cuando marchó, cubrían las paredes. Al fondo colgaba un tapiz con el escudo de la familia. Guifré estaba sentado ante la mesa, leyendo una de las muchas cartas de pésame enviadas por nobles y vasallos. El joven alzó los ojos sin apenas moverse y le sonrió con tristeza. Domènech entró en la estancia y se sentó frente a la mesa de su hermano.

—Guifré... —Domènech dudó. Suspiró e intentó que su voz sonara dulce—. Yo no... Creo en Dios, lo amo, pero he visto lo que es la vida en el monasterio... He cumplido con diligencia y honor hacia nuestra familia los designios que el Señor me ha encomendado en su casa, pero... Considero que puedo prestarle mejor servicio, ser su siervo igual, sin ser monje dominico.

Guifré lo miraba con ojos tristes y, a la vez, cálidos. Apoyó los codos sobre la mesa y se inclinó levemente hacia delante:

—¿Has sentido que Dios te llama desde otro lugar? ¿Acaso quieres tomar los votos definitivos en otra Orden?

—¡No! —exclamó bruscamente Domènech—. No he nacido para la Iglesia. ¡No he nacido para la contemplación, sino para la acción!

Y acompañó esta última palabra con un golpe furioso sobre la madera. Guifré no pareció sorprenderse. Simplemente, se recostó en la silla y dejó que se desvaneciera la calidez de su mirada.

—Desobedeciendo así la voluntad de padre en su lecho de muerte —concluyó.

Domènech le sostuvo la mirada mientras asentía con la cabeza. Guifré se levantó y caminó hacia su hermano. Su voz sonó seca:

—Me temo que es imposible. ¿Cómo puedes traicionar a tu difunto padre sin inmutarte? Elige la Orden que quieras, pero el testamento de padre es claro. Hay dinero para que estudies siempre dentro de la Iglesia. No hay nada más.

Domènech se puso en pie. Lanzó una mirada de desprecio a Guifré y se marchó con paso furioso.

El atardecer cabalgaba hacia la noche y Domènech seguía en la iglesia de Pals, postrado. El sonido de las pesadas puertas al abrirse sacó al dominico de sus pensamientos.

El anciano párroco del pueblo entró y avanzó presuroso por el pasillo central. Portaba algo rojizo en las manos. Al llegar ante Domènech, se detuvo e intentó ocultarlo tras su espalda. Se arrodilló, suspiró y le dirigió una mirada compasiva:

—Me temo, fray Domènech, que no traigo buenas noticias. Los caballeros han vuelto de Les Gavarres —anunció con voz queda. Se mordió el labio inferior. Su rostro estaba surcado por profundas arrugas. El párroco le entregó lo que llevaba y continuó—: Han traído a un caballero herido y han hallado a otro muerto. Dios los acoja en su seno. Ninguno era el barón de Orís. Esto es lo único que han encontrado de su señor hermano.

Domènech miró lo que el sacerdote le había dado. Eran los restos de una túnica. Aún se percibían los trazos de un sencillo brocado dorado. Estaba rota, manchada de sangre y barro. Los ojos de Domènech se mostraron de un azul intenso, su cara apenas dejaba ver un leve movimiento de las mandíbulas apretando los dientes. El viejo párroco tuvo la sensación de hallarse ante una estatua de expresión severa y atemorizante, pero debía continuar:

—El señor Gerard de Prades, conde de Empúries, desea verlo. Le aguarda en su casa.

Domènech miró al sacerdote. No habló. Simplemente hizo un gesto afirmativo con la cabeza, se puso en pie y salió de la iglesia por la puerta principal. La noche había caído. Sintió cómo el aire traspasaba su hábito. Empezó a caminar entre las crepitantes teas. Colgadas de las paredes, levantaban sombras irregulares por las callejas. La túnica de Guifré seguía pegada a su pecho, pero la agarraba con tal fuerza que le dolía la mano.

En tierra de dioses
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