XXXVIII

Tenochtitlán, año de Nuestro Señor de 1518

Chimalma, al lado del Tlatoani, pudo distinguir de reojo la repulsión en los ojos de Motecuhzoma al ver a aquel ser mutilado que se arrodillaba ante él, sin orejas, sin pulgares y sin dedos gordos en los pies, más digno de estar en la Casa de las Fieras, con los jaguares y los otros deformes. Ataviado con un burdo maxtlatl, el campesino parecía querer demostrar con su aspecto que literalmente venía de la ciudad de Mictlancuatla, el «bosque de los infiernos». El Tlatoani hizo una señal al cihuacóatl con la mano para que se acercara y le susurró al oído:

—¿Por qué tengo que perder el tiempo con un macehualli?

—Escúchalo, mi señor, te lo ruego.

La expresión grave de Chimalma sobrecogió al Tlatoani, pero se guardó bien de demostrarlo. Simplemente se arrebujó con discreción bajo el manto que cubría su cuerpo y ordenó:

—Que hable.

El campesino tembló ligeramente al oír la voz del Huey Tlatoani de Tenochtitlán. Emitió un suspiró y, sin alzar la vista, su voz sonó tan segura como asustada.

—Huey Tlatoani de Tenochtitlán, perdona mi atrevimiento. Soy de Mictlancuatla, cerca del mar grande. Llegué a sus orillas y vi... —El hombre se interrumpió, tragó saliva y continuó—. Vi unas enormes montañas en las aguas. Eran como torres e iban de un lado al otro sin tomar tierra. Somos tus celadores de las orillas de la mar y jamás antes habíamos visto algo semejante.

Motecuhzoma observó al cihuacóatl con una mirada fugaz, tan grave como la que le dirigiera su leal Chimalma cuando le instó a atender a aquel campesino. Luego, habló al macehualli con voz amable, utilizando un tono formal:

—El viaje ha sido largo y debes de estar fatigado. Ahora ya estás en casa; ve a descansar.

El rostro severo de Motecuhzoma no se correspondía con su dulce voz. En cuanto el campesino hubo salido de la sala, el Tlatoani ordenó a su mayordomo que hiciera encarcelar a aquel individuo bajo vigilancia. Chimalma no pudo evitar mirar desconcertado a su gobernante:

—Siempre has dicho que el control de la información es esencial —le dijo secamente—. Hay que evitar que vaya hablando por toda la ciudad.

—Desde luego, pero te ha servido...

—Puede ser una artimaña de los totonacas o de cualquiera —interrumpió el Tlatoani irritado.

Chimalma suspiró pero se mantuvo en silencio. Esta vez había que tomar medidas, no como con los rumores llegados un año antes desde Xicallanco. Y sabía que Motecuhzoma estaba evaluando eso en aquellos precisos momentos. Las torres flotantes habían sido avistadas ahora desde ciudades tributarias, demasiado cerca de los intereses de Tenochtitlán.

—Enviaremos a alguien a Cuetlaxtlan. Está cerca del mar y el calpixqui del lugar tiene que haber visto algo, si lo que dice ese macehualli es cierto.

—Mi señor Tlatoani, quizá ya ha llegado el momento de enviar a...

—No —cortó tajante el soberano—. Ha dicho claramente que no han tocado tierra. No quiero enviar ahora a Guifré.

—Pero obtendríamos mejor información de él. Seguro que habla su idioma, señor, y podríamos saber de sus intenciones.

El rostro tenso de Motecuhzoma se relajó con una sonrisa paternal. Chimalma era un hombre eficiente en sus funciones, y desde luego, leal a su pueblo. «Si fuera él en persona acompañando a Guifré...», se dijo el Tlatoani. Pero enseguida desechó la idea. No podía permitirse enviar al cihuacóatl y que sus asuntos en la ciudad quedaran desatendidos. Y sin él cerca, no sabía si Guifré huiría sobre aquellos templos, o montañas o lo que fuere. Por otra parte, si Acoatl, el sumo sacerdote de Huitzilopochtli, tenía razón y Guifré era un humano enviado por aquellos invasores extranjeros cuya llegada había vaticinado Nezahualpilli, no quería perder a aquel prisionero, un seguro ante su dios de la guerra si tenían que combatir. A lo largo de aquellos años, Motecuhzoma se había convencido de que el apacible y siempre receptivo Guifré era un humano enviado por Quetzalcóatl, y a la vez, una prueba que el dios ponía a los propios mexicas. Por eso, en su corazón pensaba que aquel hombre alto, de cabello rubio y ondulado, sería quien hablaría al dios de ellos, pero sólo al dios. Y sólo podría hablarle bien. Aquellas torres no podían ser aún Quetzalcóatl, pues su venida estaba anunciada para el Uno Caña, y para eso aún faltaba un año. «Deben de ser otros mensajeros, quizás exploradores que preparan la llegada del dios», pensaba. Y si en realidad aquello eran señales del advenimiento de Quetzalcóatl, necesitaba enviar a un hombre sabio, un hombre de fe y no a un posible enviado de su dios que ignoraba por qué había sido enviado. «O eso nos hace creer», concluyó Motecuhzoma.

—Quetzalcóatl nos dirá cuando es momento de enviar a Guifré, pero me complace saber que lo crees preparado. Sin embargo, sería poco digno para tan alto emisario enviarlo tan sólo a comprobar una información. Y eso debemos hacer ahora, comprobar la verdad. Creo, por ello, que es más prudente enviar al tlillancalqui. Sin duda, Yoallichan me ha aconsejado sabiamente durante muchos años.

El cihuaóatl asintió resignado. No había otra opción que hacer lo que el Tlatoani disponía. Debería esperar. Si insistía, podía poner en peligro la vida de Guifré. Chimalma consideraba que le debía protección a un huésped que tanto había hecho por su familia; pero además, en su condición de cihuacóatl, le convenía no luchar contra la profunda fe de Motecuhzoma, que mantenía a raya incluso las pretensiones de Acoatl. Proteger a Guifré era esencial para usarlo precisamente como aquello para lo que lo había estado preparando a conciencia: un instrumento dentro de una estrategia defensiva ante una eventual invasión de poderosos hombres capaces de construir templos flotantes.

Pedro de Alvarado repasó su aspecto ante el espejo. Se había recortado cuidadosamente la barba y había hecho arreglar su ya crecida melena rubia, que antes del viaje había llevado al corto estilo veneciano. La menguante dieta, sobre todo a base de pan de cazabe y cerdo salado, con la salvedad de los extraños y exóticos banquetes brindados por los indios, no había aminorado su buena presencia a sus treinta y cinco años. Al cabo de unos seis meses en la mar, agradecía los placeres de Santiago de Cuba y, sobre todo, haberse librado de las órdenes de Juan de Grijalva, aquel joven comandante con tan poco arrojo que designó Diego Velázquez para dirigir una segunda expedición a tierras del continente.

—Y se lo pienso decir, por muy sobrino suyo que sea —murmuró acariciando la túnica de fina hechura y mirando complacido el reflejo de su mano ensortijada.

Por fin se puso un gran collar de oro, salió de la casa donde se alojaba y se dirigió por las húmedas calles de la ciudad hacia el palacio del gobernador. Juan de Grijalva le había ordenado regresar antes que el resto de la expedición con casi todo el oro conseguido, algunos marineros enfermos y una carta para su tío Diego Velázquez. Alvarado se dirigía ahora al encuentro del gobernador para acabar de cumplir su cometido e intentar hacerse sitio en la siguiente expedición que sin duda se prepararía.

Tras la desastrosa aventura de Hernández de Córdoba, que regresó menguada de hombres a causa de ataques de los indios y con numerosos heridos, incluido el mismo comandante, Velázquez reaccionó sin tardanza ante lo único bueno que habían traído: la certeza de que a pocos días de viaje por el mar existían gentes que utilizaban la piedra en sus construcciones, vestían con lujo y tenían una agricultura superior a la que habían conocido en las islas. Melchorejo y Julianillo, los dos intérpretes indios traídos por Hernández de Córdoba, también habían informado al gobernador de la existencia de minas de oro. Así que Velázquez enseguida contactó con los Jerónimos de Santo Domingo para que le extendieran el permiso de explotación de las nuevas tierras, e incluso envió a Castilla a Gonzalo de Guzmán, tesorero de Santiago además de pariente de los duques de Medina Sidonia, y a su propio capellán, Benito Martín, para que se entrevistaran con el nuevo rey don Carlos. Era obvio que Velázquez pretendía el título de Adelantado que le diera el control político sobre las nuevas tierras conquistadas. El permiso de los Jerónimos llegó mucho antes que una respuesta desde Castilla, y Velázquez financió cuatro naos, a las que se unieron una carabela y un bergantín, y puso al mando de la expedición a su sobrino Juan. Como capitán de uno de los barcos, Alvarado invirtió unos buenos ducados en financiar los víveres de su tripulación. Y habría querido seguir hasta el final de la expedición, de no ser por lo mucho que le irritaba estar bajo el mando de Grijalva.

Alvarado llegó con el rostro serio a las puertas del palacio del gobernador de Cuba. Pero al entrar en el patio interior, recuperó su natural semblante alegre. Su cargamento, con un valor de más de dieciséis mil pesos en oro, estaba allí junto con los porteadores. Diego Velázquez se paseaba entre los tesoros. En cuanto lo vio se dirigió hacia él con los brazos extendidos:

—Don Pedro de Alvarado —lo saludó con alegría.

Y sin dejarle articular palabra, lo abrazó. En cuanto se separaron, el gobernador exclamó con un brillo en los ojos:

—¡Esto es fascinante!

—Más fascinante puede ser la información —respondió Alvarado con una sonrisa.

—¿Han encontrado minas?

Alvarado arqueó una ceja y repuso con semblante serio.

—No. Y perdone que se lo diga así, pero tampoco es que su sobrino haya hecho mucho por buscarlas.

Velázquez lo atravesó con la mirada. Alvarado ignoró la expresión del gobernador y, de entre los pliegues de su túnica, sacó una carta que le extendió.

—Aquí le explica su versión.

—Don Pedro —comenzó Velázquez tomando el áspero pergamino—, explíqueme el motivo de tal irreverencia.

Los dos empezaron a pasear entre los baúles. El sol de la mañana refulgía sobre el oro.

—Don Juan nos ha guiado correctamente. Hemos navegado costeando. Cierto es que nos hallamos ante gentes que construyen increíbles templos... —Alvarado extendió los brazos teatralmente y miró a su alrededor—, y bien se ve que manejan riquezas.

—¿Cuál es el problema, entonces? —atajó Velázquez.

—Dimos con los indios hostiles que habían atacado a Hernández de Córdoba. Prudentemente don Juan los asustó con la pólvora. Pero luego, encontramos unos indios pacíficos que nos trataron con reverencia. Don Juan sólo pidió que le trajeran oro. Jamás investigó de dónde salía ni fue en busca de una mina. Ni siquiera quiso establecer colonia alguna en aquel tranquilo lugar. Decía que nada de poblar, que esas eran las órdenes del gobernador. Pero yo no me creo que usted le prohibiera explícitamente establecer colonia en su nombre y asegurar así su derecho, no sea que ahora se le vaya adelantar algún navegante de La Española, como el mismo Diego Colón.

Alvarado guardó silencio unos instantes, sabedor de que había conseguido lo que deseaba. Velázquez apretó los dientes y miró las barras de oro y los finos objetos que le rodeaban. Cierto, no prohibió a su sobrino que fundara colonias, aunque tampoco le dio instrucciones explícitas para ello. Pero había esperado por parte de Juan algo de iniciativa, de leal imaginación para asegurar el buen fin de aquella empresa. Necesitaban garantías de riqueza.

—Y eso no es lo peor —añadió Alvarado interrumpiendo sus pensamientos. Se dirigió a un baúl determinado y tomó unos collares—. Estos en concreto proceden de un gran rey de un pueblo, parece ser que son llamados mexicas, y que habitan en el interior. Porque claro que hemos bordeado la costa, pero don Juan no ha querido saber un poco más del continente ni averiguar algún detalle útil de ese pueblo o de su rey, excepto que son ricos.

Velázquez tomó los collares y observó los hermosos detalles con que los habían decorado. Suspiró y miró el baúl de donde habían salido, repleto de joyas y finos objetos de delicada hechura en oro y bellas plumas.

—Un rey... —musitó pensativo.

—Están organizados: sacerdotes, funcionarios, leyes, tributos... A los pueblos de la costa parece que esto les desagrada porque tienen que pagar a ese rey mexica.

—¿Me estás diciendo que he dado el mando a alguien incapaz de pensar por sí mismo?

—Para una misión como esta, creo que hace falta algo más de lo que se ha hecho. Porque no se puede volver sin saber los secretos de aquel lugar. Y mucho me temo que cuando regrese, su sobrino no se los traerá, don Diego.

Velázquez lanzó el collar al baúl y puso su mano en el hombro de Alvarado.

—Vayamos arriba. Almuerce conmigo, don Pedro. ¡Reyes indios! Con tributos en oro. Maravilloso. —Ya subiendo las escaleras, añadió—: Haremos una cosa, mandaremos alguna delicada joya a Castilla, a mi capellán Benito Martín, para reforzar nuestra posición. Porque espero, don Pedro, que el nuevo comandante de la próxima expedición pueda contar con la experiencia de tan leal e intrépido capitán.

Alvarado, tan alegre como dispuesto a la aventura, sonrió satisfecho. Con sus últimas palabras, don Diego le había dejado claro algo que intuía: el gobernador sólo encabezaría en persona una expedición conquistadora, pero aún era pronto para ello.

Las caderas de Izel se convulsionaron sobre las mías entre gemidos y luego ambos nos dejamos caer exhaustos sobre la esterilla de mi estancia. El silencio que acompañaba a nuestras caricias se vio interrumpido por unos pasos enérgicos en el patio. Izel se tensó y tragó saliva mientras concentraba su atención en el exterior.

—¡Tozudo! —se oyó gritar a Chimalma en el exterior.

Me miró asustada y se humedeció los labios con la lengua. Yo fruncí el ceño al sentir su corazón próximo y acelerado.

—No podemos seguir así —le susurré.

Ella puso un dedo sobre mi boca y oímos claramente que tiraban algo. Noté cómo se estremecía, cada vez más incómoda. Le besé el hombro y me incorporé.

—Quédate aquí. No entrará si estoy fuera.

Me puse en pie y me anudé el maxtlatl que Izel me tendía. Le sonreí antes de salir y ella me respondió apoyando la barbilla sobre sus manos, tendida y plácida con su moreno cuerpo desnudo.

Salí al jardín y miré hacia la temazcalli, iluminada por el reflejo de la luna. La leña que proporcionaba vapor a la construcción estaba esparcida en desorden. Me acerqué con sigilo y oí a Chimalma. Lo que decía era ininteligible, pero se le notaba malhumorado. Miré hacia allí y vi al hombre sentado en las raíces del ahuehuetl con las manos en la cabeza. Sus capas no cubrían el cuerpo como era costumbre, y el lujoso tocado de plumas aparecía torcido sobre su cabello despeinado. No percibió mi presencia ni cuando ya estaba ante él.

—Chimalma, ¿va todo bien? —pregunté con cautela.

Alzó la cabeza sorprendido y enseguida trató de adoptar una expresión neutra. A pesar de ello, me pareció ver que sus ojos estaban húmedos y me examinaba pensativo, como si quisiera leerme el pensamiento. Me senté ante él, con mis largas piernas encogidas ante el pecho, e inconscientemente hice ademán de cubrirme con la capa, pero no la llevaba. Chimalma al fin sonrió con un suspiro.

—Guifré... Contéstame con sinceridad, te lo ruego. ¿Te irías en una torre flotante con tu gente? ¿Quieres dejar Tenochtitlán?

—No —respondí aspirando el olor de Izel aún en mi piel—. Estuvieron en la costa hace un año y creo que jamás he hecho ademán de dejar tu palacio. La verdad, no sé por qué me preguntas eso.

Chimalma agachó la cabeza y me tendió algo. No pude evitar contraer el rostro cuantío lo tuve entre mis manos: era un collar de cuentas verdes, nada anormal entre los mexicas, salvo que eran de vidrio.

—¿Han vuelto? —pregunté.

—Sí, esta vez han llegado a Culhúa, a poca distancia de Cempoalli, la ciudad donde estuviste con Painalli.

De pronto recordé mi última conversación con Ollin y reapareció el súbito temor que entonces me invadió. Algo debió de reflejarse en mi rostro, pues con aire paternal Chimalma me tomó de las manos y prosiguió en tono de confidencia:

—No te he mentido jamás, aunque casi nunca te he sido franco. Ahora lo voy a ser. Yo te hubiera enviado a hablar con ellos, Guifré. Para eso te he estado preparando. Cierto que jamás te dejé elegir y seguro que te debo una disculpa por ello, pero lo hice por tu bien y por el bien de la gente a la que amo. Y no me refiero a mi pueblo, Guifré.

Asentí con expresión grave, recordando algunas de las últimas palabras de Ollin: «Guifré, algunos pensamos que eres nuestra única oportunidad. [...] Por lo menos puedes hablarles de nosotros. Guifré, no te podíamos dejar marchar [...] Chimalma es el artífice de todo lo que has aprendido de nosotros y es tu protector.» En su momento me hirieron, pero ahora, al ver sus ojos castaños, tan familiares y lúcidos, no pude por menos que sonreírle, imbuido de una arrolladora sensación de ternura.

—Eres un buen hombre, lo sé, y creo en ti como tal, no como dios. Pensé que podías hacernos de intérprete con ellos y que para hacerlo bien debías saber, no sólo el idioma, sino también cómo vivimos. Pero Motecuhzoma quiso mandar al tlillancalqui, por dos veces. No pude impedirlo, como tampoco insistir en que fueras tú. Existen motivos por los cuales, para algunos, hay que mantener que eres un enviado divino. El caso es que la segunda vez, la comitiva del tlillancalqui Yoallichan entró en contacto con esos hombres blancos, y los mexicas les entregaron muchos regalos que Motecuhzoma había encargado especialmente en secreto. De hecho, hizo preparar dos enormes discos de madera, uno dedicado al Sol, repujado en oro, y el otro en plata con la Luna como centro: toda la visión de nuestro mundo, la síntesis de lo que te hemos intentado enseñar todo este tiempo. Pero no los acabaron a tiempo. De hecho, yo, el cihuacóatl, sé de esos regalos por Cuitláhuac, el hermano del Tlatoani, que como sabes también es uno de sus consejeros principales.

Dejó mis manos y bajó la cabeza en un silencio triste.

—¿Y qué pasó? —no pude evitar preguntar.

—Aceptaron los regalos, nos dieron collares como estos, algo de su comida... Y se fueron en esas increíbles montañas flotantes.

—¿Y eso es todo?

Chimalma me miró.

—Dijeron que volverían.

Suspiré hondo intentando apaciguar mi corazón, de repente acelerado. Y, como si pensara en voz alta, resumí:

—Ya saben que existís. —Lo miré a los ojos—. ¿Han preguntado por oro?

—Me consta que a los totonacas —respondió Chimalma irguiéndose—. Y entre los regalos de Motecuhzoma había oro: collares, tobilleras, pulseras... Todo de oro.

—Entonces no dudes de que volverán, y me temo que será para algo más que conoceros. Sobre todo si los totonacas les han dicho que sois el pueblo más poderoso. Menos mal que esos discos no estuvieron terminados a tiempo. Podrían haber pensado que eran oro y plata macizos.

—Guifré, necesito saber que nos ayudarás. Motecuhzoma cree que son enviados, como tú, del dios Quetzalcóatl. Cuando vuelvan, necesito que le digas que debes ir por orden del dios, por favor. No sabemos a lo que nos enfrentamos.

—No os enfrentáis a un dios, pero sí posiblemente a armas muy poderosas que escupen fuego, a espadas capaces de partir la obsidiana, a lluvias de flechas...

—¡Basta! —cortó aturdido—. Es posible que sólo quieran conocernos, no invadirnos.

—Nezahualpilli dijo que acabaríais bajo el yugo de unos extranjeros. Bien podrían ser estos, Chimalma.

—No digas eso. Sobre todo, ni se te ocurra decírselo a Motecuhzoma.

—De acuerdo. Ollin me contó muchas cosas antes de desaparecer. Pero quiero que sepas que son muy poderosos. Yo ayudaré en lo que pueda, pero sólo seré un hombre entre hombres.

Chimalma bajó la mirada. Sus pies descalzos jugaban con la raíz del árbol.

—¿Me guardas rencor?

—No, ya no.

Volvió a mirarme.

—Esto debe quedar entre nosotros. La vida de quien lo sepa puede correr peligro. A Motecuhzoma no le gusta escuchar lo que no quiere oír. El campesino que vino a hablar de los templos flotantes ha muerto misteriosamente. Y respecto a ti, no quiero que Acoatl tenga argumentos para convencer al Tlatoani de un disparate inútil.

—Yo también haré lo que sea necesario por el bien de la gente a la que amo —concluí.

—Eres tú el que debe estar convencido, Diego —le dijo Amador de Lares, su contable.

Velázquez se puso en pie con un suspiro y empezó a pasear por la estancia con la copa de vino en la mano. Amador permaneció sentado cómodamente con una actitud satisfecha.

—No tengo muchas más opciones, tal como me recordaste al recomendármelo —reconoció Velázquez—. Desde luego, hubiera preferido a algún pariente más inmediato para esta nueva expedición, como mi sobrino Baltasar Bermúdez, —Ya, pero no quería aportar los tres mil ducados, ¿no es cierto? Y tu familia directa está muy tranquila en sus haciendas. En cambio, mira, este casi sobrino tuyo y protegido desde hace más de diez años, habrá sido pendenciero con las mujeres pero se acabó casando con Catalina, aunque lo tuvieras que encarcelar para ello. Y en cuanto a aquel tema del reparto de los indios... Bueno, en fin, siempre ha sido manejable, o cuando menos, tú lo has sabido manejar. Si no, ¿por qué después de todos los problemas es el alcalde de Santiago? Necesitas a alguien con iniciativa, y él la ha demostrado. Ha sabido hacer fortuna. De hecho, si hemos estado esperando desde que le escribí, Diego, es porque viene de su hacienda de Cuvanacán, de donde está sacando su buen oro.

—Cierto. —Velázquez se detuvo y clavó los ojos en la pared de piedra—. Y si no ha de enfrentarse a mayores batallas que Grijalva, no creo que su inexperiencia militar suponga un problema. En las campañas en que me ha servido, por lo menos ha sido frío, listo y calculador. No creo que acabe como Hernández de Córdoba.

—Estoy convencido de que es el hombre que necesitas. Te lo dije en su momento y te lo repito ahora —concluyó Lares.

En aquel instante llamaron a la puerta y apareció un sirviente del gobernador.

—Don Hernán Cortés espera ser recibido —anunció.

Velázquez y Lares intercambiaron una mirada. Lares asintió y Velázquez, por primera vez, sonrió.

—Hazlo pasar —indicó el gobernador de Cuba.

En tierra de dioses
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