XXXIX
Barcelona, año de Nuestro Señor de 1518
Ilustrísimo Señor obispo de Barcelona, Es posible que ya hayan llegado a sus oídos los problemas de nuestro bienamado monarca don Carlos en las Cortes convocadas en Valladolid. Los castellanos pretendían tratar a Su Alteza como un simple funcionario de alta alcurnia pues, para ellos, la única reina legítima de Castilla es doña Juana, por más que ha dado consentimiento a su hijo primogénito para que firme los documentos y misivas oficiales como Rey por la gracia de Dios tras ella. He de confesar que no entiendo tanto celo, pues bien asistieron los representantes de la nobleza, el clero y las ciudades a unas Cortes que sólo puede convocar el Rey, legitimando con su presencia el poder del monarca.
A pesar de esta paradoja, los castellanos plantearon varias exigencias a Su Alteza don Carlos antes de otorgarle el subsidio real: que aprendiera castellano, que respetase las leyes castellanas y que prescindiese de sus hombres de confianza para rodearse sólo de castellanos. Pero todas estas peticiones planteadas antes de otorgar el subsidio quedaban fuera de lugar, ya que en este orden suponen un incumplimiento de las leyes castellanas por parte de los mismos nobles que reclaman que Su Alteza se ciña a ellas estrictamente. La fuerte insistencia en dicha oposición absurda, personificada sobre todo por Juan de Zumel, representante de Burgos, por último pudo ser situada donde corresponde, pues con la legalidad castellana en la mano, las Cortes no pueden anteponer la resolución de lo que ellos consideran agravios a la concesión del subsidio real. Por ello, finalmente se salvó la situación y Su Alteza ya ha prestado su juramento oficial como Rey de Castilla.
Sin embargo, según tengo entendido, tanto en Aragón como en Cataluña las Cortes cuentan con otros poderes, y su capacidad de oposición a nuestro bienamado monarca puede ser superior. Atendiendo a sus informaciones, así como a las de otros súbditos que entienden que el Rey sólo cumple con su derecho divino, es obvio que esta oposición amaga un intento de favor respecto al infante don Fernando, por entender que a sus trece años puede ser más maleable. Para protegerlo de ello, Su Alteza don Carlos ha decidido enviarlo fuera de la Península con el fin de completar su formación.
Aun así, temo que en Zaragoza, donde ahora se disponen a ser convocadas las Cortes aragonesas, puedan repetirse las disputas, incluso con mayor crudeza que en Valladolid. Si le pongo al corriente de toda esta situación es porque, con la ayuda de Dios Nuestro Señor, Su Alteza convocará Cortes en Barcelona a principios del año próximo. Y la razón de esta misiva no es otra que encomendarle mayor celo aún en su diligente y discreto trabajo para que el Rey, por la gracia de Dios, pueda hacer el juramento pertinente y acceder a sus derechos sin ver manchado su buen nombre por ambiciosos nobles que, no contentos con resistirse a sus derechos en las Cortes, predisponen a las gentes del pueblo en contra del monarca.
Sin duda, a su llegada a Barcelona, Su Alteza don Carlos sabrá qué siervo de Nuestro Señor ha dedicado sus piadosos esfuerzos para que se cumpla la gracia de Dios. Hasta entonces, rezaré para que Él guíe los pasos de su Ilustrísima Reverendísima, como hasta ahora, sin duda alguna, lo ha hecho.
Su Eminencia Reverendísima
Cardenal Adriano de Utrecht,
Obispo de la ciudad de Tortosa
Domènech dobló la carta con cuidado después de haberla releído varias veces y la guardó bajo llave en una arquimesa de su dormitorio. Miró con disgusto la estancia: aún no habían hecho la cama. Sin embargo, el desorden no era suficiente, aquel día, para reprimir la euforia reflejada en el brillo metálico de sus ojos. Por fin tenía una fecha. Con todo, su rostro estaba tenso. Por supuesto que hasta él habían llegado las informaciones sobre los problemas en Valladolid, que empezaron con el nombramiento de un valón, Jean de Sauvage, para presidir las Cortes. Esperaba que el Rey y su séquito hubieran aprendido la lección, pues intentar nombrar un presidente no catalán en las Cortes de Barcelona daría al traste con todos sus esfuerzos. Otro problema que podía plantearse era el del subsidio. Cataluña carecía de poder económico para aprobar los seiscientos mil ducados otorgados a Su Alteza en Valladolid, y desde luego, mucho menos por tres años sin ningún tipo de condición. Domènech habría preferido de Adriano de Utrecht que le hubiera dado informaciones más útiles, como las pretensiones de don Carlos para con el Principado. Pero no tenía más remedio que contentarse con haber sido avisado con tiempo suficiente de la llegada del Rey a la Ciudad Condal.
Miró por la ventana. El cielo primaveral brillaba sobre Barcelona y el griterío de las justas del Borne llegaba hasta allí. Inconscientemente, el obispo se llevó la mano a la entrepierna, pero en cuanto notó el tacto del hábito, se contuvo, entrelazó ambas manos y contrajo aún más el rostro. Le había reaparecido. No le dolía, pero sabía que se ulceraba con rapidez. Apenas un mes después de su lección acerca del pecado carnal con la condesa de Manresa, Dios le había mandado un mensaje para reforzar su decisión de mantener el celibato: una ampolla en su miembro, indolora, pero que llegó a ser repugnante y enrojeció en los bordes hasta parecer una herida abierta. Pero tal como vino se fue, lo mismo que las ronchas rosáceas que pudo ver en su espalda, que aparecieron y desaparecieron tiempo después. No había vuelto a pensar en ellas durante los tres años siguientes, pues la señal divina a la que se referían era clara: debía mantener el celibato. Sin embargo, hacía unos días había reaparecido la de su miembro. Por ello, tras la especial misa de aquella mañana en la catedral con todos los caballeros de la Orden de Sant Jordi presentes, decidió excusar su asistencia a las justas organizadas por ellos en conmemoración de su patrón. No le gustaban en exceso aquel tipo de espectáculos que a él le parecían una ofensa para la fe, y menos cuando Dios le estaba enviando un mensaje. Quería dedicarse a la contemplación, pues quizá fuera aquello un aviso ante una nueva prueba.
Pero aquella carta de Adriano lo cambiaba todo. En el torneo estarían, seguro, las familias más prominentes de la ciudad. Y en lo que le quedaba de tiempo hasta la llegada del Rey, debía hacerse muy visible entre la alta nobleza para controlarla y afianzar su posición. Frunció el ceño, se giró y se dirigió hacia la puerta del dormitorio. «Los caminos del Señor son inescrutables —pensó—. ¿Por qué otra vez estas molestias?» Aspiró profundamente antes de abrir la puerta. No sucumbiría a ninguna tentación yendo a las justas, pues su objetivo era claro. Domènech estaba tan seguro de ello que no entendía por qué Dios le enviaba aquello, y a la vez, señales como la carta de Adriano que, sin duda, le indicaba cómo proseguir su camino hacia el poder. Abrió la puerta con decisión. Debía seguir adelante cumpliendo con los designios comprensibles del Señor, y esperar a recibir más señales para actuar sobre los que no comprendía.
La gran explanada del Borne estaba invadida por la muchedumbre que se arremolinaba alrededor del campo de justas. Las tribunas cubiertas por coloridos toldos dispensaban a las clases altas los mejores puestos para ver el espectáculo. El lugar vestía como en los actos de fe del Santo Oficio, pero olía muy diferente y el griterío eufórico nada tenía que ver con la rabia y el temor redentor que se elevaban de las voces del vulgo al quemar a un hereje. «Y más aún cuando las justas son una exhibición de vanidad, sin tan siquiera auténticas lanzas ni honor por el que luchar», se dijo Domènech con desprecio.
El gentío abría paso a la comitiva del obispo facilitándole el acceso al lugar que correspondía a tan alto dignatario. Pero él no se sentía con ánimos de disfrutar del reconocimiento público como lo hizo la primera vez que apareció en el Borne como prelado. De eso ya hacía tres años, durante los cuales se le había hecho cada vez más difícil entender por qué actos redentores como las procesiones o las condenas de la Inquisición debían celebrarse en el mismo lugar que un festejo como aquel, a sus ojos, pura exaltación de la vanidad. Pero como obispo había abandonado sus intentos de cambiar la situación, no sólo por la impopularidad que podía granjearle, sino también porque el Borne era de los pocos lugares que podía albergar a todo aquel público.
De pronto, entre la hilera de personas que le abrían paso, Domènech vio que unos ojos verdes lo miraban fijamente, unos pasos por delante de él. Dejó de oír el griterío, se esfumó por completo el piafar de los caballos. Sólo oía su corazón mientras devolvía la mirada a aquel chiquillo que a lo sumo debía de tener doce años. Se sintió turbado por el recuerdo de su hermano. ¿Cuánto hacía que no pensaba en Guifré? Aquel niño tenía el mismo pelo ondulado del color paja, la misma nariz recta y aristocrática... Era igual salvo en el color de los ojos. «¿Cómo están mi hija y mi nieto?» En su mente resonaron las palabras de Gerard de Prades hacía unos meses. Las manos le empezaron a sudar.
Aquellos ojos verdes lo examinaban de arriba abajo, con descaro, y no se amilanaban a pesar de la proximidad. El obispo recordó los ojos también verdes de Elisenda y la turbación dio paso al enojo. Cuando ya estaba a punto de pasar por delante del niño, un hombre alto y huesudo, de barba gris y una tonta sonrisa dulzona, puso la mano sobre el hombro del chico y lo apartó.
De pronto, Domènech se sintió estúpido y no pudo evitar una sonrisa. Siguió su camino divertido ante tal reacción y la turbación absurda que le había despertado aquella casualidad. La hija o el hijo de su hermano debía de estar donde él había ordenado: «Donde Dios indica que ha de ir el fruto del pecado», pensó. La semejanza del hijo de aquel hombre vulgar y larguirucho le pareció una broma de la Providencia que mejoró sus ánimos para afrontar lo que había venido a hacer a aquel lugar.
Sobre sus monturas cubiertas con mantos estampados de color, dos caballeros cabalgaban en dirección opuesta con sus varas de madera extendidas. Vio la animación de las tribunas y se fijó en que los altos dignatarios murmuraban entre sí, unos con cierta hilaridad, otros con expresión sombría. «Quizás ya hayan llegado noticias sobre cómo van las Cortes de Zaragoza», supuso. Atravesaba las primeras tribunas hacia la central cuando oyó el estrépito de una armadura al caer al suelo y el relincho quejumbroso de un caballo; la multitud prorrumpió en vítores. Domènech ni se molestó en mirar: «Ha caído a la primera embestida. ¡Menudo patán!».
Cuando llegó a la tribuna central, la gente reía: el vencedor había conseguido el beso de una doncella de sedoso cabello castaño que parecía azorada por la atención que de pronto despertaba entre el público. Sentados en lugar preferente estaban el lugarteniente y el gobernador general. Tras ellos, parientes de su séquito y algunas damas con toquilla.
—Ilustrísimo Señor obispo —le saludó el lugarteniente—. Me alegra que al final se haya decidido a venir.
—Gracias, Ilustrísimo —respondió Domènech—, aunque espero que haya justas más reñidas que esta.
La tribuna rió ante la observación del prelado. Pere de Cardona le dirigió una afable sonrisa. El gobernador prácticamente no lo miró. Pero a Domènech le complacía, ya que sabía que esta conducta era propia del temor que despertaba en aquel hombre desde el caso de la bruja Judith.
—Siéntese a mi lado, Ilustrísima Reverendísima —le ofreció el lugarteniente.
Domènech así lo hizo, no sin advertir que las damas lo observaban entre risitas mal disimuladas. Se sintió incómodo, pero las ignoró.
—¿Se ha enterado del último rumor? —le preguntó don Juan con una sonrisa, mirando a los dos caballeros que se preparaban para una nueva justa.
Nadie se fijó en que Domènech arqueaba las cejas sorprendido. «¿Se rumorea ya que viene Su Alteza a la ciudad?», se preguntó incrédulo. Pero desechó la idea al oír que don Juan añadía:
—Es mucho más emocionante con lanzas de verdad, ¿no, señoras? No sé a qué viene tanto remilgo por una vara de madera. —Las mujeres rieron—. ¿Y bien, Ilustrísima Reverendísima?
—No creo que el Ilustrísimo Señor obispo esté para rumores de ese tipo —intervino el gobernador general.
Domènech, sorprendido, no pudo evitar mirarlo. Pero el gobernador tenía los ojos clavados en el campo de justas. Se giró hacia Pere de Cardona, quien le sonrió con un leve gesto de cabeza y dijo:
—Sin duda, su posición ante la gracia de Dios es más elevada. Maneja informaciones fidedignas, no simples rumores.
—Por eso le pregunto —insistió don Juan, girándose hacia atrás, con gesto teatral—. ¿Quién mejor que el obispo para saber si es verdad que la condesa de Manresa yace moribunda y maldita?
Dos caballeros iniciaban un nuevo combate. El galope de sus monturas inundó la explanada del Borne, que se llenó de gritos contenidos del público expectante. El prelado miró a Pere de Cardona, que se encogió de hombros.
—Me temo, don Juan, que no sé de qué me habla —confesó Domènech.
El lugarteniente desvió la mirada del combate, aunque estaban a punto de cruzarse los caballeros, y arqueó las cejas fijando sus ojos en el obispo. Se oyó el crujido metálico de las armaduras y don Juan volvió a mirar la justa. El murmullo del público aumentó al ver que un caballero quedaba prácticamente tumbado sobre su corcel. Se recuperó y hubo vítores.
—Bien hecho —aprobó el lugarteniente. Luego miró de nuevo a Domènech mientras los caballeros volvían a sus posiciones—. La condesa de Manresa desapareció de la vida social en un ataque de devoción extrema. Eso ya lo debe de saber.
—Sé que se retiró, sí.
Domènech oyó algunas risitas tras él y no pudo evitar sonreír a su vez.
—Dicen que le salieron unas asquerosas pústulas por el cuerpo —comentó una dama, en tono jocoso—. Luego se le empezó a caer el cabello, perdió muchísimo peso, se quedó ciega e incluso se volvió loca. Y ahora se comenta que está moribunda. ¿No cree que es un castigo divino, Ilustrísima Reverendísima?
Domènech se volvió hacia la mujer. Era la hija de Pere de Cardona, la que debería haber dado continuidad al linaje de Gerard de Prades. El obispo le dedicó una sonrisa malévola y dijo:
—Quizás eso lo sepan ustedes mejor que yo. El único comportamiento punible que le he visto tal vez sea un excesivo... protagonismo. Hasta no hace mucho, todos los que están aquí celebraban sus ocurrencias.
La mujer bajó el rostro encendido en rubor. El lugarteniente y algunos otros nobles concentraron su atención en las justas.
—¡Vamos, aguanta fuerte esa lanza! —exclamó don Juan.
Los caballeros se volvían a cruzar. El que antes quedó tumbado golpeó de lleno en el pecho a su contrincante y arrancó los aplausos del público. Pero no consiguió derribarlo.
—Desde luego, no sé si será verdad todo lo que dicen, pero ya es bastante castigo ser la comidilla de toda la ciudad —señaló Pere de Cardona.
—¿De eso se habla en las tribunas? —preguntó Domènech.
—Creo que incluso entre el vulgo —apostilló secamente el gobernador general.
El prelado no añadió nada más. Miró hacia el campo de justas, intentando disimular un súbito mal humor. No entendía por qué lo que le parecía un obvio castigo a una pecadora era un tema de conversación, con todo lo que estaba pasando en el reino. «He venido para nada. O tal vez no... —Ladeó la cabeza y sonrió a los dos altos dignatarios—. Ya vendrán ellos a mí.»