XXX
Barcelona, año de Nuestro Señor de 1511
Nobles de todo el reino llenaban la sala de banquetes como si apenas unos dos años atrás nada hubiera puesto en peligro la paz y estabilidad de la ciudad. El lugarteniente, Juan de Aragón, Pere de Cardona, portavoz del gobernador general, y su consuegro Gerard de Prades se hallaban entre los invitados que el conde y la condesa de Manresa recibían en su palacete de Barcelona. Nadie hablaba de lo sucedido en el pasado, nadie hacía alusión directa al duelo velado que mantuvieron las dos facciones del mismo estamento. No era la primera vez que la cuerda se tensaba hasta el borde de la ruptura y luego retornaba a su delicado equilibrio habitual.
A la espera de las viandas, los invitados charlaban en grupos y se saludaban unos a otros con una cortesía en unos casos conveniente y en otros indiscutiblemente leal, aunque estos matices eran imperceptibles para cualquier ojo ajeno a aquellos círculos. Aquel día, el centro de las conversaciones era la pubilla de los anfitriones, en honor de la cual se celebraba la fiesta para presentarla en sociedad. Pero en torno del tema de la joven, que no era precisamente hermosa aunque sí casadera y heredera de una fortuna, cobraron fuerza conversaciones acerca de un fraile dominico, titular de una humilde baronía próxima a Vic. Su buen tino e intachable dedicación al ministerio de Dios como inquisidor iba de boca en boca, entre susurros y comedidos gestos, e incluso se insinuaba que su figura cobraba cada vez mayor fuerza como futuro obispo de la ciudad. Simulando ser ajeno a todo ello, el joven se movía entre los invitados enfundado en su hábito blanco sin arruga alguna, siempre al lado del decrépito prelado.
—Ilustrísimo Señor obispo —saludó Pere de Cardona—. Gracias a Dios que se ha recuperado de su enfermedad y puede bendecir esta celebración con su presencia.
—Señor de Assuévar —respondió el obispo con voz temblorosa, mientras dejaba que el portavoz del gobernador general le besara el anillo pastoral.
Luego, Pere Garcia extendió su mano a Gerard de Prades, que flanqueaba a su consuegro, para dejar que este también le mostrara sus respetos. Domènech, tras el obispo, observó el gesto de pleitesía del conde de Empúries con cierto brillo en los ojos. Al alzarse, el noble clavó su mirada en el joven dominico.
—Fray Domènech, permítame ofrecerle mis respetos. Grande es su obra como inquisidor al frente del Santo Oficio en la ciudad. Hasta Castelló d'Empúries ha llegado su grandeza —dijo Gerard inclinándose levemente.
Domènech, con porte orgulloso, sonrió ampliamente antes de contestar con modestia:
—Sólo procuro servir al Señor.
—Sin duda, Dios le da ojos para ver la herejía con mayor claridad que nadie —comentó el obispo dirigiéndose con cierto descaro a Pere de Cardona. Y luego añadió—: Mire, fray Domènech. Ahí está don Juan de Aragón. Creo que deberíamos ir a presentarle nuestros respetos.
Pere Garcia dejó a los dos nobles catalanes y, con paso lento, se dirigió hacia don Juan. Domènech inclinó levemente la cabeza ante ellos, pero los miró a ambos a los ojos sin poder ocultar su orgullo:
—Señores...
Y luego siguió al obispo de Barcelona en una premeditada actitud servil que no había mostrado ante los que dejaba.
Gerard de Prades y Pere de Cardona vieron cómo fray Domènech era recibido, entre risas y halagos, por Juan de Aragón, el lugarteniente, emparentado con el propio rey don Fernando.
—¿Estás seguro de que hemos hecho bien, Gerard?
—Es un buen contacto, Pere. No nos conviene dejar la ley divina en manos de un único señor. Ya has visto como puede usarla.
—Pero míralos. ¿Seguro que nos conviene ese dominico como futuro obispo?
Juan de Aragón hablaba con Domènech e incluso se atrevió a ponerle la mano en el hombro para instarle a beber de una copa que ofrecía un siervo. El fraile, tan orgulloso momentos antes, ahora se mostraba como un niño tímido. Gerard sonrió y, entre dientes, sin dejar de mirar la escena, murmuró:
—Debe ser así para que nadie se dé cuenta de quien mueve los hilos de su ascenso. Mi contacto cercano a Pere García ha trabajado con diligencia en la sucesión. Sin duda, este joven es hábil. Llegará lejos.
—No sé... Quizás fuera mejor Lluís Desplà, el arcediano. Está más preparado para el poder. No en vano ha sido Presidente de la Generalitat.
—Podemos intentarlo, Pere, pero precisamente los cargos que ha ocupado pueden ser su gran límite. No olvides que, al fin y al cabo, quien nombra obispos es el Rey. No podemos conformarnos sólo con un candidato potencial y lo sabes.
Pere suspiró. Dejó de observar a los clérigos reunidos con don Juan y miró directamente a su consuegro. Este había tejido su poder sabiendo situar gente afín, más que a su causa, a su propia persona, en las instancias más insospechadas. Ni siquiera él mismo sabía de todos los peones de que disponía el discreto conde en el tablero de la política catalana. A veces esto le hacía sentir inseguro y, de no ser por su indiscutible lealtad a las instituciones del Principado, le habría parecido excesiva su dependencia de aquel escurridizo noble. Pero fray Domènech no era un advenedizo cualquiera, le parecía que cambiaba de piel como una culebra, y le preocupaba la sensación de que su consuegro veía esto con cierta admiración.
—Estimado Gerard, si compras a alguien con dinero, lo tienes a tu servicio mientras pagues...
—En este caso, el asunto es mucho más barato: la ambición, querido amigo.
—Ya, ese es el problema. Si utilizas su ambición para tenerlo a tu servicio, ¿estás seguro de que podrás satisfacerla siempre? Porque, ¿dónde pondrá el fraile su límite?
La relajada expresión de Gerard mudó y su rostro reflejó cierto enojo. Miró a Pere como si lo desafiara y este añadió:
—¡Por el amor de Dios! Tiene veinticinco años, sólo lleva dos en Barcelona y desde hace uno es inquisidor de uno de los tribunales más importantes de la Corona...
—Cierto —interrumpió una voz femenina.
—Condesa de Manresa... —saludó Gerard de Prades besándole la mano.
—Ese dominico es fascinante —respondió la dama—. Debería sentirme molesta: roba protagonismo a mi niña y su hábito ni siquiera lo hace casadero.
Los ojos de la anfitriona estaban clavados en Domènech, llenos de curiosidad y con un brillo de deseo. El fraile, aún con el lugarteniente, miró hacia ellos y pareció saludarlos levemente con la cabeza.
—Lástima que sea incorruptible —murmuró la condesa.
Gerard de Prades estalló en una sonora carcajada ante aquel comentario y rió con los que siguieron. Las conquistas de aquella dama eran un secreto a voces.
Domènech, pendiente de la escena, notó cómo la risa de Gerard de Prades retumbaba en su cabeza. «¿Soy yo el objeto de las burlas?», se preguntó. Apretó la mandíbula y sintió la ira bullir en su interior. Era una sensación familiar para él, la misma que le despertaba su hermano cuando de niños se burlaba de sus fantasías caballerescas. Pero ahora había aprendido a controlarla. No se lanzaría sobre él, por lo menos en tanto no fuera nombrado obispo. Pere Garcia lo había convertido en su confesor y ya preparaba su camino para reunirse con Dios Nuestro Señor.
La condesa de Manresa no se percató del enfado de fray Domènech, y mucho menos intuía que fuera causado por la reacción a sus ocurrentes cuchicheos. Animada por la hilaridad que habían suscitado, seguía su cháchara acerca del apuesto inquisidor sin apartar la mirada de aquellos fulgurantes ojos que le inspiraban una lasciva sensación de miedo. Pero Gerard dejó de reír en cuanto captó la mirada de Domènech. La sintió como una daga sobre él. Se volvió hacia su consuegro con el convencimiento de que la observación que le había hecho antes no podía ser más acertada. Pero Pere de Cardona seguía el juego a la divertida dama, sonriente, inconsciente de la atención que despertaban en Domènech y de la repentina palidez del rostro del conde.
Gerard observó al fraile. Este no apartó sus ojos de él y añadió una sonrisa que al noble le pareció algo siniestra. Sintió una extraña sensación que no supo identificar como miedo. En un impulso irracional, se volvió y quedó de espaldas a Domènech. El inquisidor sonrió satisfecho ante aquella reacción: era capaz de controlar la conversación de su círculo y lo que ocurriese a su alrededor y le fuera interesante.
—Señor obispo, quiero la opinión del inquisidor —dijo Juan de Aragón instando al dominico a intervenir—. ¿Cree que ese vasallo merece castigo?
—Bien, dicen que a todo cerdo le llega su San Martín —respondió con una sonrisa forzada.
La noche empezaba a caer sobre Barcelona y envolvía las calles desiertas con su humedad. Las campanas de la catedral tañían lánguidamente para llorar la muerte de un gran señor. Sobre unas andas, un cuerpo cubierto por un rico paño con un escudo bordado en hilos de oro era transportado, meciéndose al ritmo de los gemidos de las plañideras.
«Dios elige curiosos caminos para castigar el orgullo», pensaba Domènech. Por la calle del Bisbe hacia la catedral, el inquisidor dominico seguía aquel cortejo fúnebre con expresión pesarosa. Pero tal expresión estaba lejos de reflejar sus sensaciones, y más aún sus pensamientos. En ellos, recorría complacido los caminos del Señor para colocar las cosas en su sitio. No todo podía ser castigado a través del Santo Oficio. Dios demostraba su omnipresencia más allá del orden divino establecido, pues había algo que igualaba a todos los humanos: la muerte.
Unos pasos ante él avanzaba Gerard de Prades. Vestido de riguroso negro, su melena oscura había encanecido súbitamente y sus anchos hombros se habían encorvado. No podía verle la cara, pero la recordaba antes de la salida del cortejo, cuando le dio el pésame más teatral que pudo. Ojeroso, ausente, como si se le hubiera vaciado el alma. «Nada que ver con el hombre que se reía a mis espaldas», se dijo.
Tres días después de aquella fiesta, durante una cacería, Gerau de Prades, hijo del conde de Empúries, había muerto. No sabían si lo había matado la caída del caballo o las coces que este, asustado por alguna razón, le propinó. El caso es que el conde, orgulloso de su linaje, sólo preocupado de perpetuarlo con honor, había perdido a su primogénito y no tenía otro hijo varón. «De hecho, según sus palabras, ya no tiene hijos —pensó Domènech al recordar a Elisenda en el castillo de Orís, encogida en su cama, con la mirada vacía—. Supongo que es el castigo por lo que me pidió. Pudo haber tenido como descendiente a alguien de mi linaje, pero siempre nos ha despreciado. Podríamos haberlo arreglado ante la sociedad y ante Dios. Me tendría que haber pedido esa ayuda como clérigo, y no pretender que utilizara mí condición para buscar a unos bandoleros y cuestionar el honor de mi hermano.» Para Domènech aquella muerte era un acto de justicia divina, pues Gerau abandonaba este mundo sin dejar descendencia. «Por alguna razón, Dios no ha querido bendecir aquella unión celebrada en la catedral», se dijo. Y sólo se le ocurría una causa para la crueldad de aquel castigo divino: el orgullo del conde de Empúries.
El cortejo se aproximaba ya a la catedral y Domènech buscaba en su corazón algún atisbo de compasión. El conde caminaba encorvado y el fraile intentaba imaginar la cara compungida de Gerard en aquellos momentos, con un llanto contenido que debía estar arrasándole el alma. Pero cuanto más trataba de imaginar cómo sentía un padre la pérdida no sólo del hijo, sino del primogénito, con mayor fuerza veía a Gerard como un noble, más que como un hombre. Y no hallaba asomo de piedad en sus sentimientos.
En la esquina con la calle de Santa Llúcia, apareció un chiquillo. Melena rubia, cabello ondulado, el inocente niño, ajeno aún al dolor, correteaba en un juego que lo mantenía lejos del cortejo. Chocó con el conde. Este, al parecer, olvidó por un momento el dolor. Asió al niño del pelo y lo miró. Vio que lo soltaba y le ponía la mano sobre el hombro cariñosamente. Quizás le estuviera diciendo algo, pero el ala del sombrero le impidió ver el perfil de Gerard. Aun así, Domènech se estremeció y se fijó de nuevo en el pequeño. Debía de tener unos cinco o seis años. Frunció el ceño. Quiso verle mejor el rostro, pero no pudo. Pere de Cardona apoyó la mano en el hombro del conde. Piadoso, le dijo algo y el cortejo continuó su camino mientras el niño retornaba hacia la esquina con la calle Santa Llúcia.
Al instante, el dominico pasó por ese mismo lugar y vio, de espaldas, a aquel niño de melena rubia y ondulada, asido a las faldas de una mujer con toquilla.
—Martí, hijo... —oyó que le reprendía ella con suavidad.
Domènech recobró la calma.
—Es imposible —concluyó.