XXXIII

Barcelona, año de Nuestro Señor de 1515

El estudio de Domènech como inquisidor era mucho más grande y lujoso que el que tuvo como procurador fiscal. Una enorme alfombra de tonos rojizos cubría casi todo el suelo. Los muebles eran de nogal. En una pared, una estantería llena de tratados, y frente a ella, una enorme mesa y una silla de alto respaldo tapizada con terciopelo del color de la grana. El mismo tejido lucían las sillas dispuestas alrededor de otra mesilla baja, situada ante una gran chimenea. Sobre esta había un crucifijo de roble y, a su lado, un pequeño armario de madera surcada de vetas oscuras. Pero al igual que cuando fue fiscal, lo primero que veía quien entraba al estudio del inquisidor era al dominico trabajando bajo el magnífico tapiz con la escena del conmovedor Cristo lacerado, portando la cruz hacia el monte Calvario.

En los cuatro años que llevaba en el cargo, Domènech no había vuelto a hallarse ante casos tan comprometidos políticamente como los que implicaron al gobernador general. Pero sí que vivió situaciones que podían describirse como acoso a la Inquisición desde los estamentos civiles de la ciudad. Uno de los principales recursos que empleaban contra el Tribunal del Santo Oficio era discutir acerca de la jurisdicción de ciertos casos, alegando que no eran delitos contra la fe, sino delitos civiles. Ello repercutía, sin duda, en las arcas de la Inquisición. Desde luego, los sueldos no eran gran cosa porque no había más fondos. Y los vigilaban constantemente para evitar, según ellos, situaciones de abuso del Santo Oficio, como si su función estribara en juzgar para apropiarse de los bienes del acusado, en lugar de limpiar de herejía la ciudad. Por eso le había dado tantos beneficios aquel primer caso como procurador fiscal contra el mahometano. Y por eso, ahora, en su calidad de inquisidor, desconfiaba de uno muy parecido que tenía sobre su gran mesa de trabajo. «Aquí sí que luciría bien la campanilla de bronce que me regaló mi maestro», pensó. Pero en aquel momento, no era conveniente exhibirla en su despacho, pues estaba grabada con la mitra episcopal.

El caso era claro jurídicamente. Y desde luego, los beneficios aliviarían la precariedad de las arcas del Santo Oficio. Dadas las circunstancias, ambos factores unidos le hacían desconfiar. Pere García yacía enfermo en cama. Cada día solicitaba ver a fray Domènech, cada día se confesaba. Y ya habían empezado los movimientos para sucederle, aunque el obispo aún no hubiera fallecido. Respecto a aquel caso, el inquisidor dominico no veía cómo le podían refutar que constituía un verdadero problema de fe. Pero podía ser una trampa y quizás le estuvieran ocultando algo para poder acusar al Tribunal de abuso. Domènech sabía que la sucesión estaba entre Lluís Desplà, el arcediano de Barcelona, y él mismo. Sabía que el arcediano era el candidato favorito de las Cortes catalanas. Pero él lo era del lugarteniente general y de las esferas más monárquicas. Podría parecer conflictivo, pero Domènech contaba con algo de lo que carecía Lluís Desplà. Puesto que el padre Miquel había cumplido ciertos encargos por orden de Gerard, el dominico sabía que el conde de Empúries estaba haciendo sigilosas maniobras a su favor. Pudieran parecer endebles, pues simplemente solicitaba a algunos nobles que no se opusieran al nombramiento de fray Domènech, a pesar de su puesto en la Inquisición. Pero con estos movimientos, Gerard de Prades hacía menos belicosos los ataques a Domènech, hasta el punto de que el único argumento empleado en detrimento de él era su temprana edad.

Por eso consideraba aquel claro caso de herejía con desconfianza. Pudiera ser que el sector más incondicional de Lluís Desplà, a su vez el más intransigente con el Santo Oficio, hubiese averiguado los movimientos de Gerard. «Sin duda, si este caso fuera una trampa, me desacreditaría yo solo, no ofenderían al conde de Empúries y a la vez conseguirían sus propósitos», pensaba Domènech.

Llamaron a la puerta. Se irguió, tenso, en su silla. «¡El obispo!», pensó. En cualquier momento, el fraile confesor podía ser requerido para darle la extremaunción. Se abrió la puerta y apareció su secretario.

—Ilustrísimo Señor —le dijo con entonación neutra—, la condesa de Manresa solicita verle.

Domènech arqueó las cejas, extrañado. Luego recobró su impenetrable expresión y asintió con la cabeza. El secretario entreabrió la puerta y Domènech se recostó en la silla. Al momento entró la condesa de Manresa con un atavío sobrio, un vestido sin bordados, de un azul marino casi negro, toca e incluso velo del mismo color. Domènech se puso en pie.

—Condesa... —dijo severo pero aproximándose a la dama. Su marido era uno de los nobles con los que Gerard había contactado y recibió su apoyo callado a lo que Domènech denominaba «la causa del conde»—. Me halaga su visita.

A una señal del inquisidor, el secretario salió cerrando la puerta tras él. Domènech invitó a la condesa a sentarse en una de las confortables sillas ante la chimenea. Ella aceptó. Su actitud sorprendió al fraile, llena de humildad y con un recato desconocido. Cuando la mujer tomó asiento, incluso su porte, de una exuberante sensualidad, parecía menguado a pesar del generoso escote. «Creo que ha perdido peso», se dijo el inquisidor mientras se dirigía al pequeño armario al lado de la chimenea. Sacó vino y sus dos exquisitas copas traídas desde Roma. Las dejó sobre la mesilla baja y empezó a escanciarlo.

—La verdad es que su presencia me halaga tanto como me sorprende, condesa.

La dama suspiró mientras caía el vino en la copa. Sus manos enguantadas en suave piel negra no se movieron de su regazo.

—Es algo delicado, fray Domènech. Necesito, no sólo a un hombre de Dios, sino a un hombre tan íntegro como dicen es usted.

El dominico se sentó frente a la condesa. Aquella mujer siempre le produjo cierta repulsión, pero en aquel momento cayó en la cuenta de que, en realidad, le había molestado su actitud provocativa. Por primera vez le dedicó una sonrisa sincera. Realmente se sentía halagado. Desde detrás de su velo, ella añadió:

—Necesito confiar en mi confesor.

Domènech frunció el ceño.

—¿No confía en su confesor?

—Sé que usted tiene muchas ocupaciones, pero si el Ilustrísimo Señor obispo se confiesa a usted... Yo... Lo cierto es que necesito a alguien que entienda los designios del Señor.

Domènech bebió un sorbo de vino. La condesa no lo había probado y ni siquiera se había alzado el velo durante la conversación. El fraile se estaba poniendo nervioso, y su miembro daba señales de vida. Debía controlar la situación.

—Perdone, condesa, pero no me creo esta devoción súbita, esta necesidad espiritual suya.

La mujer se llevó las manos enguantadas al velo, lo retiró y mostró su rostro a Domènech con gran pudor. Este lo observó con descaro. La cara de la mujer estaba delgada, muy delgada, y marcaba una prominente osamenta que antes no se distinguía entre las carnes. Pero lo que fascinó al fraile fue la piel, llena de ronchas rosáceas.

—¿Le duelen? —no pudo evitar preguntar esbozando una sonrisa que pretendía parecer compasiva.

Ella negó con la cabeza.

—También las tengo en las manos y en las plantas de los pies. Alguna en la espalda —respondió, y añadió con cierta frivolidad—: Si esto sigue así, no sé hasta cuando podré llevar escote.

Al dominico le repelió el tono de la frase. Contrajo el rostro. La dama mostró temor ante aquellos ojos que le helaban la sangre mientras la escrutaban. El fraile notó cómo se tensaba su miembro. «Qué bella», pensó como si la viera por primera vez. Suspiró, con expresión fría, y dijo:

—Creo que necesita un buen médico, más que un confesor.

—No saben qué tengo.

—Consulte a otros.

El corazón de Domènech empezaba a acelerarse. Se mordió los labios. La condesa sabía que en su piel se extendía un castigo del Señor. Lo veía en sus ojos.

—Lo haré, pero creo que necesito... Creo que le necesito, fray Domènech.

Era una súplica. El fraile se arrodilló ante ella, imbuido de una extraña sensación que él identificó como compasión, a pesar de su miembro tremendamente hinchado. Puso una mano sobre la rodilla de la mujer, se aproximó a ella y fijó los ojos en el movimiento del pecho de la condesa. Se humedeció los labios ante la cadencia de la respiración acelerada de la mujer. La miró a la cara. Su boca sobresalía entre las ronchas violáceas, prieta, enrojecida y bordeada por finas arrugas. Sentía su aliento, cálido, azorado, penetrando en su piel. Los ojos, de un marrón arcilloso, se habían humedecido en un temor súbito que aumentó su excitación.

—Seré su confesor —dijo besándola en la boca.

Ella se dejó. Pero de pronto, Domènech notó que le mordía en el labio inferior. Se retiró e instintivamente la golpeó en la cara.

—¿No es esto lo que ha querido siempre, condesa? —bramó excitado por el sabor de la sangre en su boca.

Se puso en pie. La condesa lloraba en su silla, encogida, musitando un no que a Domènech le pareció el colmo de la hipocresía. Se abalanzo sobre ella, tapándole la boca con una mano.

—¿Ah, no? —le preguntó mientras con la otra mano alzaba su vestido, rendido al ímpetu de la excitación.

Ella intentó zafarse de aquel enorme hombre con cuerpo de guerrero y hábito dominico. Pero cuanto más violentos e insistentes eran sus intentos de defenderse, más olía Domènech el miedo de la mujer y más se excitaba. Acabaron en el suelo. La poseyó, jadeando con el rostro convulsionado y los ojos desorbitados.

Cuando acabó, se puso en pie. Intentó controlar el temblor que de pronto se había apoderado de su cuerpo y se recolocó el hábito.

—De poco le servirá un confesor. Puede que ya esté condenada, condesa. Pero quizás esas ronchas en la piel sean el camino que el Señor abre ante usted para que se purifique a través del sufrimiento —declaró reconociendo con alivio la serenidad de su propia voz.

Ni la miró. No podía poner nombre a las sensaciones que le embargaban en aquel momento. Volvió a su mesa de trabajo mientras ella salía precipitadamente.

Un asomo de arrepentimiento invadió a Domènech al día siguiente. Había dormido tranquilo, sin sueños, tras el desahogo carnal. Lo reconocía placentero, pero le molestaba darse cuenta de que cuanto más placer experimentó, más había perdido el control sobre sí mismo.

Sentado en su sala de trabajo, con el mismo caso sobre su mesa que el día anterior, contemplaba el lugar de la alfombra donde había sucedido todo. Entendía su encuentro con la condesa no como pecado, sino como lección. Desde luego, aquel poder del cuerpo femenino para hacer perder el control a un hombre era lo que convertía a las mujeres en instrumentos diabólicos. Por un momento recordó lo que le excitaba la bruja Judith. Ahora, tras la lección, entendía mejor cómo la voluntad de un hombre podía quedar sumida a aquellas prácticas si eran continuadas y se alejaban de la procreación. Juró ante el Señor que jamás volvería a incumplir el celibato y supo que no le costaría hacerlo, como no le había costado hasta entonces. Era algo sucio.

Volvió la vista sobre los papeles del caso. Debía tomar una decisión. No era el único inquisidor. El teólogo le apremiaba y no encontraba excusas legales para evitar la aceptación de la denuncia formal. Sin embargo, necesitaba tiempo, pues Lluís había hallado cuestiones que alimentaban la desconfianza de Domènech. El arrepentimiento volvió asomar en algún recóndito lugar del alma del fraile. «Si la condesa habla de lo sucedido, perderé apoyos», pensó con rabia por su falta de control. Se llevó la mano a la barbilla perfectamente rasurada. Recordó la cara marcada y demacrada de la mujer, hermosa en su camino a la purificación. Miró sus manos, sus uñas impolutas. «No hablará. Está avergonzada y lleva escrito el pecado en el rostro.» En aquel momento llamaron a la puerta, como el día anterior. Pero esta vez se mantuvo relajado en su sillón. Apareció el secretario con expresión compungida.

—Ilustrísimo Señor, el obispo..., pide la extremaunción —anunció con un sollozo El inquisidor se puso en pie. Miró el caso sobre la mesa y sonrió. Ya no le hacía falta el tiempo. Dios había intervenido llevándose a Pere García consigo, tan oportuno que Domènech sabía que el siguiente obispo de Barcelona sería el más joven que jamás hubiera visto la ciudad.

En tierra de dioses
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