VII

Océano Atlántico, año de Nuestro Señor de 1506

El olor grasiento de nuestros cuerpos y la fetidez del hombre muerto a latigazos, los vómitos amargos producidos por el vaivén de las olas, la humedad de la madera remojada y la mente nublada sin percepción alguna del tiempo. Todo ello construía una maraña rancia, cada vez más irrespirable, en la bodega de la nao. Quizás el ambiente se me hacía más pesado porque mi cuerpo se reponía y el dolor había remitido para que a mi mente acudieran otras angustias y padecimientos.

Supongo que la esperanza de recuperar mi destino era lo que me impulsaba a no dejarme desvanecer. El recuerdo de Elisenda aparecía mezclado con lo que debería de haber sido mi vida con ella, nuestros hijos, mi Orís... Todo mezclado con palabras oídas a los bandoleros:

«-Ya nos han pagado por tu persona.

»—Deberíamos haberlo matado, como nos encargaron.

»—Ya sabes que el encargo incluía protección. No nos perseguirán.

Era una pesadilla, un delirio. Era un martilleo en el que no dejaba de preguntarme: «¿Quién? ¿Quién me quiere mal?». Y una sucesión de caras, de Quim agonizante, del bandolero tuerto, de Gerau y del conde de Empúries: «Tengo otros planes para Elisenda más allá de una baronía...». Y de ella. Ella bajo mi cuerpo, menuda y acogedora; ella danzando sola en una estancia. De los juegos diabólicos de mi mente, de vez en cuando, me despertaba el moro. Y entonces, lo único que podía pensar con cierta lucidez era: «No me buscarán, me creerán muerto, pues es lo que alguien ha dispuesto». Sólo tenía una esperanza: Domènech, mi hermano, que me había prometido su regreso para mi boda. ¿Habría cumplido? Seguro. Me habría gustado abrazarle, ya convertido en un hombre que, sin duda, hubiera enorgullecido a mi padre.

Cuando la puerta de la bodega se abrió con un chirrido, ni tan siquiera tuvimos fuerzas para emitir un suspiro de alivio. Solo se oyó algún murmullo quejumbroso. Los rayos de luz se me clavaron en los ojos como agujas:

—¡Arriba, animales!

Nos levantamos con dificultad. Dos hombres portaban el cadáver, llagado y putrefacto. El moro y yo subimos tras ellos.

Arriba, el sol era intenso y me llevé un brazo a los ojos mientras notaba el aire preñado de salitre sobre mi piel.

—Tiradlo por la borda —ordenó el hombre del látigo con voz gutural—. Vosotros, ahí, con el resto del rebaño.

Aparté el brazo de mis ojos y vi al resto de esclavos: una masa de huesos y pellejo, de piernas temblorosas, resignación y miedo. Por un momento, el sonido rítmico de la quilla cortando las olas se vio interrumpido por el chasquido del cadáver al chocar contra el mar. Desde los castillos de proa y popa, algunos marineros nos miraban con aire burlón. Frente a nosotros había un grupo de hombres vigilantes. Su aspecto, su olor, no eran esencialmente mejor que los nuestros. Pero su actitud amenazante los distinguía.

A una orden, nos lanzaron cubos de agua de mar como si fuéramos animales. La sal en contacto con las heridas me provocó un terrible escozor y tuve que reprimir un grito, lo que otros no pudieron. Nuestros gemidos desataban carcajadas en los marineros.

Luego nos hicieron sentar bajo el castillo de proa y nos dieron una escudilla con agua. Estaba caliente, pero la bebí con ansia y lamí el fondo vacío con desesperación. Hasta que un golpe seco a mis pies me hizo mirar al suelo: era un mendrugo de pan. Me abalancé sobre él como un perro hambriento. No era el único. Todos los esclavos lo hacíamos, todos menos el que tenía al lado. Algunos perdían su ración porque otros se la quitaban. Esto provocaba gritos; sólo gritos, porque el sonido del látigo contra el suelo contenía cualquier posibilidad de altercado mayor, aunque los marineros animasen el espectáculo con risas e incluso algún aplauso.

—Nos convierten en bestias —masculló el moro, sentado a mi lado.

Lo miré, apretando mi mendrugo con fuerza. Él tenía la vista fija en el castillo de popa, frente a nosotros. Sus ojos, pequeños y oscuros, brillaban de rabia. Miraba a dos caballeros que charlaban, indiferentes al alboroto. No comía. Había rehusado lanzarse sobre el pan como un lobo hambriento.

—¿Realmente eres un noble? —le pregunté.

—Hijo de valí, en el norte de África —respondió con la mirada al frente—, de un corregidor o algo así, creo que dirían los castellanos. —Se giró hacia mí y preguntó—: Y tú, ¿realmente eres un noble?

—Barón, barón de Orís, en Cataluña.

No nos preguntamos nada más. Mordí el pan. Era duro, de sabor salobre, pero lo mastiqué tranquilo, resistiendo el impulso de tragarlo. Luego se lo tendí al moro.

—Come. Tenemos que sobrevivir para volver —dije movido por una mezcla de extraña compasión y de necesidad de esperanza, de mantener la esperanza de que Domènech me encontrara.

El noble me miró y aceptó el mendrugo.

—Shukran. Gracias. Soy Abdul.

—Yo Guifré.

Una amarga sonrisa se dibujó en su rostro y mordió el pan. Por el otro lado volvían a repartir agua. Le devolví la sonrisa y miré hacia el castillo de popa, masticando despacio. Uno de los caballeros que hablaba debía de tener prácticamente mi edad. Más bajo que yo, enjuto y de pecho amplio, el joven tenía también el pelo claro pero con destellos rojizos. Su barba bien recortada sólo cubría la barbilla y el bigote estaba bien cuidado. Los ojos, algo saltones, de grandes párpados, parecían desprender un brillo propio del que cumple sus sueños. De pronto, sentí una sensación de pesar. «Así habría sido yo si este viaje lo hubiera hecho por voluntad propia», pensé.

—No le he oído bien, don Hernán —dijo uno de los caballeros, de mediana edad, en el puente de popa.

Los dos hombres miraron hacia abajo, hacia la cubierta de la Trinidad. Estaban remojando a los esclavos con agua.

—¡Estas bestias gritan más que los gorrinos en la matanza! —se quejó el joven hidalgo—. Le decía, don Alonso, que yo tendría que haber viajado a las Indias con la expedición de mi pariente don Nicolás de Ovando.

El caballero se admiró al oír el nombre:

—¿El gobernador de las Indias Occidentales? ¿Y qué le impidió cumplir con tal honor?

Hernán arqueó las cejas, satisfecho por haber despertado el interés de don Alonso. Adoptó un aire travieso, algo teatral, y suspiró:

—Permítame que no le diga el nombre de la dama... Pero me había citado en una casa que tenía a las afueras de Sevilla. Cuando me advirtió de que debía saltar la tapia para verla...

—¡Vaya! ¿Cómo resistirse a eso? Francamente prometedor —sonrió el hombre, divertido.

—Eso pensé yo. Así que fui para allá imaginando las delicias que había de brindarme. El problema es que la maldita tapia no estaba en muy buen estado y se derrumbó con mi peso.

—¡No!

—Sí. Ni delicias ni viaje. Me rompí unas cuantas costillas. Tuve que acudir a un algebrista para que recompusiera mi maltrecho esqueleto. Y lo primero que me dijo: «Nada de hacerse a la mar». Tardé demasiado en recuperarme. La expedición de don Nicolás ya había partido.

—Sin duda, quizás ahora podrá beneficiarse de su parentesco con un favorito del rey don Fernando.

—Bueno, de momento voy como escribano para la villa de Azúa al servicio de don Diego Velázquez de Cuéllar. Aprendí el oficio en Valladolid... Pero, mi buen señor, ¿acaso no vamos todos por lo mismo?

—¡Sí, oro! —sonrió don Alonso enarcando las cejas entrecanas.

Los dos hombres rieron. De pronto, un nuevo alboroto interrumpió su conversación. Hernán y don Alonso miraron hacia abajo. Los esclavos devoraban un mendrugo de pan, pero dos se habían enzarzado en una pelea y habían derramado un cubo de agua, de la preciada agua dulce que les estaban repartiendo.

—¡Desagradecidos! —masculló don Alonso—. Si no fuera porque se les puede sacar un buen dinero vivos, los lanzaba yo mismo por la borda. Son bestias.

El encargado de la mercancía blandió su látigo con rabia, fustigando a los alborotadores sin ninguna misericordia. Pero a Hernán le llamó la atención otra cosa: la mirada de un moro de pelo claro que mascaba despacio y mantenía un porte erguido. A pesar de los restos de suciedad que cubrían su cuerpo, la piel era clara. Y compartía el pan con otro moro que estaba a su lado, moreno, de nariz aguileña y aire hostil. El esclavo blanco no desvió la mirada hacia el barullo, ni bajó la vista cuando él lo miró. Se la mantuvo, pero Hernán no supo ver aire retador en ello. «¡Qué raro!», pensó el joven. Su curiosidad duró poco. El encargado de aquella ganadería humana, controlado ya el altercado, se interpuso en su campo de visión.

—Guifré, no mires tan fijamente al castillo y menos a los nobles —me advirtió Abdul.

Pero yo estaba sumido en un pensamiento: «Si consiguiera hablar con algún noble, con algún igual, quizá pudiera convencerle de mi cristiandad, mi identidad».

—Vamos, acábatelo. Termina el pan —me insistió Abdul.

—No se habla —gritó la voz gutural.

Se plantó ante nosotros, amenazante, y golpeó el suelo con el látigo. Estuve tentado de alzar la vista, mirarle a los ojos, pero el rastro de sangre que había dejado el cuero sobre la madera me persuadió. Bajé la cabeza y mordí el pan, en silencio. Veía sus pies mugrientos y sentía su mirada de reptil clavada en mí. Oí de nuevo el chasquido de un cuerpo tirado por la borda, luego el de otro.

—Ya sabes dónde acaba la bestia que no aprende. —Escupía al hablar y notaba sus babas en mis brazos desnudos—. He amaestrado a muchos perros antes...

Entonces, por primera vez, lo tuve claro. Que mi hermano me buscara no podía ser mi esperanza, pues jamás me imaginaría como esclavo en una nao. Todo dependía de mí mismo. La idea de hablar con un igual no era mala. Esa era mi única esperanza: me la habían dado aquellos ojos saltones en el castillo de popa. Pero debía esperar, llegar a mi destino. Si de veras aspiraba a volver, todos mis esfuerzos debían concentrarse en no hacer nada para llamar la atención y aumentar así mis posibilidades de sobrevivir.

En tierra de dioses
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