XL
Estrecho de Yucatán, año de Nuestro Señor de 1519
Un manto de nubes grises anunciaba la llegada de mal tiempo. Pero esto no desanimó en absoluto a Hernán Cortés. Por fin había zarpado rumbo a su destino, y aquella primera parte del viaje era de sobra conocida para los pilotos de la mayoría de barcos que integraban su flota. Ya habían viajado antes con Grijalva y otras expediciones. Aun así, llamó al capitán de la nao.
—Haz colgar una linterna en la popa —ordenó.
Así lo hicieron, Cortés se apoyó en la borda del castillo de popa deslíe donde divisaba al resto de las embarcaciones, que tendrían más fácil seguir a la Santa Marta de la Concepción, el buque insignia en el que se hallaba. Repasó con la mirada las otras dos naos que lo acompañaban y frunció el ceño. Tuvo que zarpar dejando una embarcación carenando en Santiago, y Pedro de Alvarado, capitán de la cuarta nao, no había aparecido en el punto de encuentro antes de abandonar Cuba. Sin embargo, Hernán confiaba en que se uniría a ellos en el puerto de Santa Cruz, ya en el Yucatán. Además de los cuatro grandes buques, aquella expedición contaría con siete embarcaciones más pequeñas, entre ellas varios bergantines. Todos tenían la misma orden: si se separaban durante la noche, a pesar de la luz que había hecho colgar en la popa, se reunirían en el puerto del Yucatán.
El olor del mar se mezclaba con el de los caballos, que iban en cubierta. Cuba se alejaba de su vista y el viento de poniente agitaba su capa de terciopelo negro con ribetes de hilo dorado. Hernán se llevó una mano a la medalla de oro que colgaba de su cuello. En una cara estaba la imagen de la Virgen, en la otra, la de san Juan Bautista. Pero cuando los ojos del hidalgo extremeño se alzaron al cielo, se encomendó a san Pedro, el que le había salvado la vida de niño en su Medellín natal. Un madero crujió sobre su cabeza y a su mente acudió de pronto una imagen fugaz, la del esclavo que le salvó en su viaje hacia las Indias. «El esclavo que con su muerte me hizo comprender tus designios, Señor —pensó Cortés—. Ahora ya estoy en marcha, hacia las gentes que quieres que te conozcan.» Suspiró satisfecho. Había sido un arduo camino, pero ya en la mar sabía que había hecho lo correcto, pues si las posibilidades de hallar oro eran enormes, asegurarían el engrandecimiento de la obra de Dios en la Tierra. Así fue en Cuba y así sería ahora.
Cuando Diego Velázquez le ofreció encabezar aquella tercera expedición, comprendió que había llegado su gran oportunidad, la que había esperado durante doce años en las Indias, doce años de duro trabajo a la sombra de Velázquez para labrarse su pequeña fortuna. Pero se guardó de hacérselo saber al gobernador. Habían tenido sus roces, siempre fue perdonado por su protector, pero sabía que no le daría el puesto si averiguaba lo que realmente se proponía. Aceptó sin más las instrucciones por escrito que le entregó Velázquez, unas capitulaciones que no diferían de las de una simple expedición de descubrimiento y rescate, con prohibición del comercio privado. Pero en el preámbulo de aquel documento, Cortés vio el vacío legal por el que se colaría en el momento preciso: en el preámbulo se hablaba de la «necesidad de poblar y descubrir», y eso era precisamente lo que Hernán Cortés pensaba hacer.
Por ello, el mismo noviembre de 1518 en que recibió las órdenes se dedicó con ahínco a buscar hombres, barcos y provisiones. Velázquez sólo le proporcionaba dos o tres barcos. Pero él quería más, bastantes más, y para ello empeñó toda su fortuna y se buscó buenos colaboradores que acabaron de financiar la flota. No emularía a Grijalva. Pese a la decepción que con él se había llevado Velázquez, Cortés tenía claro que la información de aquella expedición era demasiado valiosa. Por ello, desde el principio le agradó contar con Pedro de Alvarado, quien se lo había contado todo. Con una sonrisa cómplice, pero sin mediar palabra al respecto, ambos entendieron que debían ir a conquistar aquel gran imperio que, según decían, había tras las montañas de San Juan de Ulúa, su destino oficial, bautizado así por la expedición precedente.
Sin embargo, aún en Santiago de Cuba, y a sólo dos semanas de haber sido nombrado por Velázquez, el gobernador empezó a desconfiar de las intenciones y la lealtad de Cortés. Ahora, en el castillo de popa de la Santa María de la Concepción, este sonreía al recordar la cara del gobernador antes de su partida. Hernán se giró dejando a su espalda a la flota que se alejaba de la costa cubana y se apoyó de codos en la borda para contemplar la nao hirviente de actividad, con las velas henchidas por el viento. «Velázquez tardó demasiado en intentar detenerme», pensó. El gobernador quiso evitar un enfrentamiento frontal con él al darse cuenta de que era demasiado el dispendio para la envergadura del tipo de expedición que había encargado. Le cortó la posibilidad de suministro y trató de convencerle, a través de Amador de Lares, de que lo dejara todo y le sería reembolsada la inversión. Pero ya era tarde. Cortés consideraba que la Divina Providencia había hablado. Hernán lo ignoró y Velázquez, simplemente, lo destituyó; pero el mensajero que debía llevarle tal nueva jamás llegó a su destino, aunque sí las cartas del gobernador, que el propio Cortés se encargó de eliminar. Después de aquello, los acontecimientos se aceleraron, y aunque aún no lo tenía todo dispuesto, con sólo seis barcos y unas pocas provisiones, dejó el puerto de Santiago precipitadamente en una fecha que no olvidaría jamás: el 11 de febrero de 1519.
—¿Adónde vas, compadre, sin despedirte de mí? —le había gritado desde el muelle Velázquez, a quien alguien sacó de la cama al alba, avisándole de la salida de los barcos.
—Perdóname, pero todas estas cosas se pensaron antes de que tú las dispusieras —le gritó Cortés desde una barcaza, rodeado de hombres armados—. ¿Cuáles son tus órdenes ahora?
Velázquez enmudeció ante la insubordinación. Cortés consideró que si no tenía valor ni para hablarle a la cara en aquel momento, es que simplemente estaba haciendo lo correcto, así que zarpó. Se marchó para iniciar un periplo de varios meses por la costa cubana para acabar de abastecer la expedición con nuevos colaboradores que creían en su empresa y algo de pillaje con ayuda del Señor. Desde luego, Velázquez intentó frenarlo en el curso de aquellos meses, pero no lo consiguió.
Cortés se acercó al otro extremo del castillo de popa y se asomó a cubierta. Un caballo pardo piafaba, más nervioso que el resto por el oleaje agitado. La expedición contaba con dieciséis caballos en total. Le hubiera gustado llevar más, pero eran demasiado caros. Sin embargo, pudo lograr un buen número de mastines, muy útiles en posibles batallas. Tendría un total de once barcos y había logrado provisiones para todos los embarcados, cuando menos para llegar a su destino sin dejar de alimentar a los quinientos treinta hombres de la expedición. Lo había previsto todo: treinta ballesteros, una docena de arcabuceros e infantería, además de los cincuenta marineros. Los carpinteros, a lo sumo media docena, desempeñarían un papel importante para cubrir la «necesidad de poblar». Y además, iba mejor armado que el timorato Grijalva: llevaba más culebrinas que él, además de lombardas, mucho más efectivas que los cañones de avancarga, y falconetes para complementar a las culebrinas. Por lo que Alvarado le había contado, sólo con hacerlos resonar espantaría a los indios que ni siquiera conocían las espadas metálicas, de las cuales también llevaba una buena provisión para sus hombres.
Una ola chocó con la quilla de la enorme nao y las instrucciones empezaron a gritarse de un extremo al otro, llevadas con el viento de poniente que arreciaba mientras la noche caía sobre la mar. Hernán Cortés sonreía, excitado ante la proximidad de su primera misión. Melchorejo, uno de los indios que había capturado Hernández de Córdoba hacía ya dos años, iba ahora con él. Este había hablado de por lo menos unos seis cristianos que vivían entre los indios en Yucatán. Velázquez le encomendó rescatarlos. «En esto sí que te obedeceré, don Diego», pensó Cortés.
Besó su medalla, miró hacia el cielo amenazante y se retiró a su camarote. Tenía claro que Dios quería que los cristianos fueran rescatados, pero para servirle en su obra. «Serán mejores intérpretes que Melchorejo», se dijo bajando las escaleras.
Izel tenía los brazos alzados para atarme una tercera capa sobre las dos que ya llevaba. La piel de mi hombro se estremecía al notar el contacto de sus manos, pequeñas y tersas. La miraba sin dejar de admirar sus enormes ojos concentrados en la tarea. Cuando acabó, me dedicó una sonrisa que se me antojó compasiva.
—¿Sabes que te amo? —me susurró melancólica.
La abracé. Cerré los ojos y dejé que sus senos acariciaran mi cuerpo, noté su cara en mi pecho y me deleité con el olor a flores de su lacio cabello.
—Todo va a ir bien, Izel.
Pero mi corazón latía entre el pesar y los nervios. Hacía poco menos de un mes que habían llegado noticias de terribles batallas en Potonchan, en la costa este, cerca de Culhúa.[9] Y a pesar de que Chimalma siguió rogándome silencio, mi corazón desahogó todas mis angustias con ella. Era mi esposa en mi corazón y no podía ocultarle hasta qué punto intuía que nuestros destinos estaban llamados a un cambio tan brusco, tan violento como el que yo ya había sufrido a lomos de mi caballo trece años antes. Su respuesta fue la serenidad. Me confesó que desde que Ollin desapareció esperaba que, antes o después, le contara cosas como aquellas. Al principio, le había angustiado mucho el torbellino de preguntas que la avasallaban, y aquella angustia le había llevado a vivir cada instante con una aterradora intensidad. Pero al compartir mis temores con ella, supongo que Izel halló en mis palabras y mi congoja algunas respuestas cuando ya se había convencido de que no debía preguntarse cosas que no podía responder. Y así, se convirtió en mi fuente de serenidad: «No nos preocupemos, nos ocuparemos llegado el momento», me aconsejó más de una vez. Pero quizás yo hacía más caso a lo que me decía que al tono melancólico de su voz.
No quería separarme del abrazo de Izel. Fue ella quien suavemente alejó su cara de mi pecho y me miró.
—No debes hacerlos esperar —me susurró.
Besé sus labios con avidez. Izel temía lo desconocido; yo, lo que ya conocía. Las noticias de Potonchan hablaban de hombres blancos y armas para las cuales no existían palabras en náhuatl, armas que escupían fuego. Por lo que me había contado Chimalma, deducía que se trataba de cañones y arcabuces. También hablaban de «hombres montados sobre venados», así que sólo podía pensar en algún escuadrón de caballería, y a mi mente acudían las historias que había oído durante mi infancia acerca de la conquista de Granada y el papel de los caballeros sobre sus briosos corceles. Pese a ser mucho más numerosos, los guerreros de Potonchan fueron vencidos con facilidad.
Después de besarnos, Izel se desprendió de mis brazos y noté que se me agitaba el corazón. Pero ella mudó su expresión grave y a la vez dulce, fruto de la serenidad que irradiaba desde que le contara de la presencia de castellanos en las costas. Arqueó las cejas, me escrutó con una sonrisa provocativa y dijo:
—Muy elegante. Mi padre sin duda estará contento de que rompas tu habitual modestia al vestir.
Sonreí y bajé la cabeza como un chiquillo avergonzado. Ella me dio la mano y me acompañó hasta la salida del palacio. A la puerta me esperaba un escolta para llevarme a la Casa de los Guerreros Águila. Allí era donde se producían los encuentros más importantes, y ahora estaba claro que no iba a entrevistarme con Motecuhzoma sino, por primera vez, con todo el consejo supremo, el Tlatocan. A algunos, como los sacerdotes de Tláloc o de Huitzilopochtli, ya los conocía bien. A otros consejeros del Tlatoani, sólo por someras referencias o encuentros puntuales.
Durante el tiempo transcurrido desde la llegada de las noticias de Potonchan, Chimalma me hizo repetir las explicaciones que ya le había dado a él ante hombres de la familia de Motecuhzoma, como su hermano Cuitláhuac o su primo Cuauhtémoc, dos de sus más importantes consejeros. Pero jamás ante el mismo Tlatoani, ni mucho menos con Acoatl u otro sacerdote presente. Ante ellos me había pedido sin ambages que siguiera jugando siempre la baza de mi divinidad. A Motecuhzoma no lo había ido a visitar desde hacía mucho, mucho más del mes lunar habitual.
Avanzamos por la calzada hacia el centro ceremonial y entramos en el recinto de los guerreros águila, situado a los pies del gran templo de su venerado dios Huitzilopochtli. Mi escolta, como miembro de aquella orden militar, me condujo por las escalinatas decoradas a ambos lados por cabezas de águila, y entramos en la Casa. El guerrero enseguida bajó la mirada, sorprendido ante la presencia de un Chimalma con aspecto demacrado y grave, pero al tiempo erguido e imponente. Con un gesto de la cabeza indicó al guerrero que ya se encargaba él y avanzamos hacia una estancia adyacente.
—Han llegado nuevas noticias. Tienes que conseguir que te incluyan en la comitiva —pudo murmurarme antes de que entráramos.
Abrió la puerta. Las voces del interior de la sala cesaron al instante. Respiré hondo, miré a Chimalma y entré.
Alrededor de la sala cuadrangular estaban sentados una veintena de hombres descalzos, sacerdotes, altos dignatarios e incluso los dirigentes de las órdenes militares, de los cuales sólo distinguí al jefe águila, aquel callado hombre que hacía ya unos diez años me condujo a Tonochtitlán.
Justo frente a mí, el Tlatoani, con su manto turquesa, aparecía ojeroso, con los pómulos marcados y tembloroso en su persistencia por mantener una actitud erguida. Y ante él, sobre un manto, a la vista de todos, un yelmo dorado algo maltrecho. Fruncí el ceño conteniendo una sonrisa. La asociación era clara: aquel yelmo se parecía mucho al que había visto en las representaciones azuladas del dios de la guerra Huitzilopochtli. Miré a su sumo sacerdote, Acoatl, y un escalofrío me recorrió la espalda al ver miedo en su rostro. Por primera vez, no me miraba a los ojos sino que mantenía la actitud de respeto.
El cihuacóatl pasó por delante de mí y se situó al lado del Tlatoani. Fue quien habló primero:
—Ayer por la tarde llegó un enviado de la costa de parte de Teudile. Los hombres blancos están en Culhúa. Son más que hace un año, y parece que les disgusta la sangre de nuestros ritos; sin embargo, se han mostrado muy complacidos con los presentes enviados, sobre todo con los grandes calendarios de oro y plata que les ha hecho llegar el Tlatoani. Visten trajes de hierro, y el jefe dice ser un embajador, aunque no entendemos de quién. Te hemos tratado bien, Guifré, eres nuestro amigo. Es hora ya de que nos desveles de quién eres mensajero, puesto que ellos son como tú.
Noté las manos sudorosas. Todos los ojos, unos asustados, otros expectantes, estaban sobre mí. «Tienes que conseguir que te incluyan en la comitiva», me había dicho Chimalma antes de entrar. Miré de nuevo a Acoatl. Mantenía la cabeza baja, con la mirada centrada en el yelmo. No me podía arriesgar a decir la verdad. Tragué saliva:
—Soy un enviado —proclamé, pero mi voz me pareció trémula y busqué arrojo en el sabor de Izel, aún en mi boca—. Soy un enviado de Quetzalcóatl.
El silencio fue roto por los murmullos, algunos aliviados, otros escandalizados.
—¿Estás seguro? —espetó Acoatl, clavándome sus ojos inyectados en sangre—. Porque este tocado de metal no lo lleva tu dios, y el estandarte del jefe blanco, de ese embajador, es azul, como el del dios Huitzilopochtli.
Me sorprendió que el debate no abordara la posibilidad de que fueran humanos, sino del dios a quien representaba. Pero insistí en mi postura, utilizando lo que sabía de mi propia cultura para interpretarlo desde las enseñanzas mexicas recibidas: tal vez llevaran la túnica más formal y señorial, siempre del mismo color. Así que me aventuré, apretando los puños escondidos bajo los mantos.
—¿Y acaso no sabéis si iban vestidos de negro, aparte de llevar trajes de hierro? —pregunté. No esperé más respuesta que la sorpresa expresada en sus rostros para continuar; había acertado—: El negro es el color de Quetzalcóatl. Y lo ha dicho el cihuacóatl, no yo: no les gusta la sangre de las muertes floridas. ¿Aceptaría eso un enviado de Huitzilopochtli?
Acoatl agrió la expresión y ya no dejó de mirarme fijamente. No vio que el Tlatoani, hasta entonces tembloroso y contraído, relajó los hombros y me miró con un brillo de esperanza en sus ojos.
—Tezcatlipoca es un dios experto en el disfraz —sentenció Acoatl—. Creó a 400 hombres, más o menos como los que acompañan al jefe que se halla en la costa. Le gusta engañar, y es un buen engaño arribar desde donde obligó a huir a Quetzalcóatl. Por no hablar de que el temible Tezcatlipoca adora en extremo las riquezas, y según nuestros informes, el jefe blanco no cesa de preguntar por ellas. ¿Por qué, si tienes tan claro que eres enviado de Quetzalcóatl, no has hablado hasta ahora? ¿Por qué no me lo has dicho antes, amigo Guifré?
Sonrió malicioso. Guardé silencio por unos momentos. Los nervios se estaban convirtiendo en furia en mi interior: «¿Por qué no puedo decir la verdad? ¿Por qué ese Acoatl no me deja ayudar? Simplemente, son castellanos y por lo que dicen, armados. No vienen a comerciar». Miré fugazmente a Chimalma. Estaba tenso y me pareció ver un atisbo implorante en sus ojos.
—Estamos en el año Uno Caña. El año en que nació mi Señor. El año en que, un siglo después, murió. No podía decirlo antes.
Muchos consejeros asintieron. Chimalma suspiró. Incluso el rostro de Acoatl pareció suavizarse un tanto.
—Creo que es obvio que Guifré debe formar parte de la comitiva que ha de parlamentar en la costa —dijo de pronto un dignatario, cercano al Tlatoani pero mirándome a mí; era Cuitláhuac.
Nadie salvo el cihuacóatl podía mirar al Tlatoani, ni su hermano y consejero Cuitláhuac. Motecuhzoma escuchó atento. Luego, bajó sus ojos un instante y, al alzarlos de nuevo, se dirigió a mí:
—Está bien. Guifré, irás con algunos de mis consejeros más allegados a hablar con los enviados o los dioses de la costa. Pero tu misión es averiguar qué quieren y ver si con ellos va realmente Quetzalcóatl y no otro dios. Ahora, ve. Saldréis en cuanto acabe de disponer los presentes.
El corazón me dio un vuelco. Después de once años iba a volver a ver a cristianos, posiblemente castellanos. «Mi marca de esclavo», recordé de pronto, aterrorizado.