XXIV

Barcelona, año de Nuestro Señor de 1509

Las mejillas del padre Miquel aparecían caídas como las de un mastín de caza y, aunque se mantenían rosadas, las profundas ojeras violáceas le daban un aire enfermizo. Una sonrisa afloró a sus labios cuando hizo pasar a Domènech al estudio de Pere García. Al fraile le repelía aquel gesto del secretario del obispo, le parecía altivo, demasiado altivo para un simple lacayo. Pasó indiferente ante él y entró en el estudio sin dirigirle la palabra.

Sobre la alfombra roja estaba la imponente mesa de trabajo del obispo. Pero éste no lo aguardaba sentado tras ella, sino recostado en una silla de alto respaldo grana, cerca de la chimenea. Ante él había una mesilla con una jarra, dos copas de cristal y una fuente repleta de rosquillas. «Un sarcasmo, teniendo en cuenta la escasez de grano», pensó el fraile.

—Tome asiento —le invitó el obispo agitando la mano donde portaba el anillo pastoral.

Domènech se acercó, besó la joya y se sentó frente a él.

—¿Quiere una rosquilla? —le ofreció Pere Garcia—. Me las han traído de Santpedor, cerca de Manresa.

—Gracias, Ilustrísima Reverendísima. No tengo apetito.

El obispo arqueó las cejas y tomó una. La mordió con deleite y, con la boca llena, dijo:

—Es usted muy recto, fray Domènech. Por eso le he hecho llamar. Se trata de un caso de extrema gravedad. —Dejó la rosquilla mordisqueada sobre la fuente y sirvió algo de vino en unas copas de cristal. Le tendió una a Domènech y añadió—: Esto no lo rechazará, ¿verdad?

El dominico se vio obligado a aceptar. Le gustaba el vino, desde luego, pero no le complacía beberlo cuando se trataban temas de trabajo, presumiblemente delicados. «¿Será el caso que me anunció Gerard?», pensó con el primer sorbo. El obispo continuó, tras aclararse la garganta con aquel vino denso:

—Es un caso grave por la herejía en sí, pero sobre todo, por la personalidad a la que atañe. Tanto es así, que los inquisidores se han mostrado cobardes y me lo han traído aquí.

—La herejía es herejía, da igual quién la cometa, mi Ilustrísimo Señor —apuntó Domènech respondiendo a la pausa expectante del obispo. Este sonrió complacido—. Quizá peque de soberbia, pero los inquisidores deberían saberlo mejor que yo.

—No hay pecado en la verdad, fray Domènech. Pero como ya sabe, en esta ciudad la Inquisición está siempre bajo vigilancia y juicio, sobre todo, de la Generalitat y el Consell de Cent. Y los inquisidores temen que, al llevar el proceso adelante, pueda ser interpretado como una provocación política. No en vano estamos hablando del gobernador general.

—¿Cómo, Ilustrísima Reverendísima? —preguntó Domènech con un fingido tono de incredulidad.

El obispo se aproximó a él con aire grave y prácticamente susurró:

—Los rumores que corren acerca de él... son ciertos.

Domènech profirió una exclamación escandalizada con teatralidad. Se comentaba entre ciertos círculos cuánto complacía al gobernador estar rodeado de los hombres de su guardia, e incluso había oído a la condesa de Manresa, tan descarada como avispada, aludir con inequívoca jocosidad a la juventud de esos hombres y a la exquisitez de sus fornidos cuerpos.

—¿Hay un denunciante formal? —preguntó Domènech con expresión adusta.

El obispo tomó de nuevo la rosquilla que había empezado, la mordió y respondió:

—Intachable, diría yo. Un miembro de su misma guardia, sin duda, un hombre temeroso de Dios y enemigo de la herejía.

Domènech bajó la cabeza buscando disimular con una pose reflexiva la sonrisa que asomaba a sus labios. Luego, con tono fingidamente cándido, preguntó:

—Mi Ilustrísimo Señor, no lo entiendo. Si es tan claro, no quisiera ofenderos, pero no entiendo por qué los inquisidores temen más a los hombres que a Dios Nuestro Señor.

—Como ya le he dicho —respondió Pere Garcia en tono paternal—, es por cobardía. No quieren entrar en una pugna política, temen por sus puestos, porque ciertamente, en Barcelona el Santo Oficio siempre es excusa para el conflicto. Ya me han dado motivos para que no confíe en ellos. Acuérdese del caso del mahometano en el que hubo de intervenir usted mismo para esclarecer la verdad de Nuestro Señor. Quiero que asegure este caso de igual forma, que complete la investigación con discreción y diligencia. Necesitamos más testigos y pruebas para que se vea claro que no hay otra intención que exterminar la herejía del Reino. No quiero dejar ninguna laguna para que nadie tiente a los inquisidores con el pecado de la codicia y ellos encuentren alguna salida formal a tan execrable crimen.

Mientras el obispo peroraba, Domènech pensó en Gerard de Prades, en lo que le había anunciado durante el banquete de boda de su hijo Gerau. Él sabía que aquel caso se estaba fraguando, así que el fraile concluyó que el gobernador había caído en algún tipo de trampa. «Pero ¿por qué ahora?», se preguntó. La respuesta le pareció obvia: era un caso lo bastante escandaloso como para que callara la boca del populacho ante la falta de grano. «Es para desviar la atención», concluyó. Aun así, siguió la corriente al obispo. Quería saber qué podía sacar a cambio de arriesgar el pellejo más que los propios inquisidores. Tomó una rosquilla de la fuente y la mordió.

—Haré cuanto me sea posible en nombre de Nuestro Señor.

Pere García se dio una suave palmada en la pierna y exhibió una amplia sonrisa.

—Confío en usted, fray Domènech, para que les haga ver la luz: es un gran jurista. Y aunque los méritos públicos se los vayan a llevar otros, eso no puedo evitarlo, en estos momentos Dios pone ante usted la oportunidad de probar su habilidad y con ello, seguro que podrá dar el paso siguiente en las responsabilidades de este Tribunal de Barcelona.

Domènech bajó la cabeza con humildad. «Eso es lo que esperaba», se dijo.

—Ni que decir tiene la imperativa importancia del secreto procesal en este asunto en especial —añadió Pere García.

A Domènech le molestó el comentario. «No soy tonto.» Sabía que para juzgar a un hombre tan poderoso como el gobernador debían obrar con cautela o las pruebas se esfumarían y se quedarían con los mismos rumores que ya circulaban. Más aún, tendría que operar con mayor cautela de la habitual pues sabía que los amigos del gobernador, amigos como Gerard, ya estaban enterados de lo que se avecinaba. Por eso pensó en Lluís. Lo tendría que poner a trabajar.

Amanecía y la ciudad despertaba lentamente. Tapado con su capa negra y su capucha, Domènech salió de la ciudad por la puerta de Santa Madrona. Apenas se cruzó con algún carro. La cosecha de trigo había sido mala y, entrado ya el otoño, la hambruna amenazaba a Barcelona. La actividad de la ciudad se veía afectada y la tensión del vulgo cada vez era mayor. De hecho, unos días antes Lluís le había pedido como pago grano en lugar de dinero, utilizando una hipócrita súplica que había divertido al fraile.

—No es asunto de risa, mi señor. La cosa se está poniendo fea —le dijo.

—Tu panza no me indica que estés mal alimentado.

—Pero lo estaré si el Rey no manda grano pronto.

Domènech le dirigió una mirada fingidamente severa mientras reprimía una sonrisa. Lluís se sintió incómodo: quizás el comentario era ofensivo para un servidor de la Corona. Así que trató de enmendarlo:

—Cada vez corren más rumores sobre el Rey, y no son halagüeños.

Domènech arqueó las cejas:

—¿Ah, sí? ¿Y qué dicen esos rumores?

—Que el Rey envía grano a las ciudades castellanas y olvida al Principado.

El fraile sonrió. «Perfecto, así se hace imprescindible mi intervención para desviar la atención del pueblo. Y si la culpa de la amenaza del hambre cae sobre el Rey, ¿cuánto tardará en engullir a su lugarteniente, don Juan de Aragón?» Por ello, no convenía tardar demasiado en sacar el caso a la luz, pues si el hambre llegaba a acuciar por encima de la tensión ya existente, quizá todo se le volviera en contra. Así que tuvo que estimular a Lluís y azuzarlo a la vez:

—Bien, tendrás el grano, pero cuando me traigas algo más que nombres. Quiero que vengan sin que sea necesario ir a buscarlos. Y seguro que encuentras la forma de hacerlo.

—Con un extra de grano resolveré el testimonio de la mujer.

—¿Aparte del que debo darte a ti? El testimonio de una mujerzuela vale menos... Espero que espabiles con el de los dos hombres.

El verdugo se encogió de hombros a la vez que su nariz enrojecía ostensiblemente. A Domènech le pareció divertido. Lluís estaba respondiendo a las expectativas del fraile con creces. Más discreto y servil que la red de familiares con que contaba el Santo Oficio, se había mostrado muy eficiente en lo encomendado y, además, le facilitaba información útil sobre la calle con la locuacidad justa y necesaria.

En aquellos momentos, sobre su montura, Domènech consideraba que era más honesta su relación con el verdugo que con los nobles, siempre conspirando. El dominico espoleó al caballo para que galopara. Se sentía enojado. Tanto secretismo, tantas precauciones y exigencias le parecían una pérdida de tiempo y lo ponían nervioso. Intuía para qué quería verlo Gerard de Prades. Desde luego, no era nada relacionado con su hija, cuyo estado permanecía tan invariable como la indiferencia de su padre. Por eso, si había accedido a verlo, y más en aquellos momentos en que estaba tan ocupado, era porque sabía que le iba a dar en bandeja la estrategia del contraataque al caso del gobernador. No podía ser otra cosa. O contraatacaba ahora, antes de la calmosa, la fase del proceso en que el procurador fiscal debía asumir la acusación formal, o ya sería demasiado tarde para evitar el escándalo que seguro inundaría la ciudad de entretenidas habladurías.

Cerca ya del río Besós, Domènech obligó al caballo a pasar del galope al trote. Las hojas caídas extendían una alfombra de mariones y ocres a su paso. Los molinos harineros cercanos al curso del agua estaban parados, sin actividad. Desde allí podía ver un castillo. Sabía que pertenecía al obispo de Barcelona y que este solía visitarlo cuando le interesaba salir de la ciudad, como en las épocas de peste.

No se acercó. Esperó en el lugar acordado, a orillas del río. Ya debería haber llegado el enviado del conde, quien lo conduciría a su encuentro. Pero Domènech estaba solo. Tenía claro que el gobernador era culpable de una ignominiosa conducta sexual y quería saber cuánta información poseía Gerard sobre el proceso. Desde luego, el conde de Empúries tenía títeres que le pasaban la información, títeres bien situados. Por ello, Domènech había encomendado los trabajos más delicados a Lluís, un servidor secreto al que no podían asociar con él, y vagamente con la Inquisición pues, ¿quién se fija en un verdugo? Sólo el fiscal y Lluís conocían el estado real del caso, con una mujer que valdría como testigo pero que la defensa podía desmontar, y dos hombres que, esos sí, en cuanto Lluís cumpliera con su tarea, sacarían a relucir la verdad de la herejía en las más altas cúpulas de Barcelona.

El trote de una montura sacó al fraile de sus pensamientos. Un hombre con sotana se aproximaba cabalgando un percherón. El sombrero de ala ancha no le dejaba ver bien las facciones, pero a medida que se acercaba, percibió una tez sonrosada y un voluminoso cuerpo. Domènech frunció el ceño. No esperaba que ese fuera el enviado del conde. En cuanto el cura llegó a su altura, sin detenerse, dijo en tono neutro:

—Fray Domènech, sígame. Le guiaré hasta el monasterio de San Jerónimo de la Mutra.

El padre Miquel ni siquiera se detuvo. Domènech siguió al secretario del obispo. «¿Cómo no he caído antes? Con lo simplón que parecía... Desde luego, necesitaba a alguien que le ayudara a llegar donde está. Y su irritante cordialidad, ¿no sería un guiño de complicidad?», pensó francamente molesto al ser consciente de que él había llegado al Tribunal de Barcelona por la intervención de aquel hombre. Sin embargo, pronto el enfado se desvaneció: «¡Qué tonto! El conde de Empúries ha utilizado a un alfil, y no a un simple peón, para guiarme hasta el lugar de encuentro. Mejor para mí, claro».

A la vista quedaba ya el monasterio de San Jerónimo de la Mutra cuando el padre Miquel se desvió del camino y se metió entre la arboleda. Aunque la humedad y las hojas caídas hacían el sotobosque algo resbaladizo, los caballos ascendieron sin dificultad. Domènech oyó el relincho de una montura a su derecha. Miró sin detenerse. Bastante por debajo de su posición, sobre el lecho de una riera, vio dos caballos y un solo hombre. Sin embargo, avanzaron un rato más, siempre hacia arriba. Luego, el padre Miquel abordó un desnivel y cruzó el hilillo de agua que recorría la riera. Entonces se detuvo y se apeó de su montura.

—Deje el caballo aquí, fray Domènech. Tras esas encinas hay un claro. Yo esperaré aquí.

El dominico ni siquiera asintió con la cabeza. Pasó ante el padre Miquel y le dedicó una fría mirada que estremeció al secretario del obispo.

Al llegar al claro, en el otro extremo, Domènech vio al conde de Empúries con las manos a la espalda, mirando hacia el mar. El fraile se quitó la capucha negra y avanzó.

Gerard de Prades se sorprendió al notar una presencia tras él. No había oído acercarse al fraile. Al girarse, se topó con los brazos de Domènech cruzados sobre su robusto pecho y tuvo que alzar la mirada para verle la cara, tensa e irritada. Domènech suspiró y mantuvo los ojos clavados en los de Gerard, esperando una explicación. El conde sintió una mezcla de enojo y agrado ante la actitud del joven. Decidió ser directo:

—Sé que investigas al gobernador.

Gerard ignoraba que no causaba sorpresa alguna en el clérigo. Atribuyó su expresión inmutable, su silencio, a un férreo y admirable control sobre sí mismo.

—Fray Domènech, no dudo de tu inteligencia. Seguro que no ignoras las razones políticas de este caso. Pero no podemos permitir tal intromisión.

—¿Quiénes? —pregunto fríamente el dominico.

Gerard frunció el ceño ante la interrupción. Luego sonrió:

—El hambre será un problema en breve, y a la plebe le gusta tener a alguien a quien culpar. El lugarteniente del Rey, claro, quiere eludir su responsabilidad en todo esto: está dando demasiados permisos para que salga el grano del Principado en época de escasez. Así que le han tendido una trampa al gobernador para dar eco a unos rumores que resultan convenientes para desviar la atención. Me temo que han convertido el caso en un cebo para el joven procurador fiscal y, siento decirle, fray Domènech, que ha picado como un pez bobalicón. Ya le advertí que oiría cantos de sirena...

Domènech sonrió:

—¿Ah, sí? ¿Quiere decirme, conde, que se ha tomado todas estas molestias para abrirme piadosamente los ojos?

—Dejarás la investigación —espetó Gerard acercándose al rostro de Domènech.

A este no le gustó notar el aliento del noble en la cara. Él no era un simple peón, ni un alfil con aires de bufón. Descruzó los brazos sin perder la sonrisa tensa:

—Yo cumplo con mi deber. Y voy a presentar cargos. Si en este caso Su Alteza, a través del lugarteniente, tiene a bien agradecerme que elimine tal herejía de entre las instituciones de su Reino, será por voluntad del Señor.

Gerard de Prades dio un paso atrás, pero no apartó la mirada del joven dominico.

—El Rey te ha dado una pequeña baronía. ¿Y yo? —dijo claramente irritado—. Sabes cómo puedo recompensarte. No me he tomado tantas molestias para abrir los ojos a un joven arrogante. Sólo lo he hecho para recordarte dónde te conviene estar. El denunciante, sin duda el pilar de todo el caso, está amancebado con una bruja. Te pondré muy fácil probarlo. También se lo puedo poner fácil al defensor del gobernador. A eso le llaman proporcionar tachas, ¿no? Invalidarían la declaración de tu testigo: el gobernador descubre el amancebamiento entre tu denunciante y una bruja y este, para defender a su amada, denuncia al nobilísimo gobernador. El caso se desmoronará.

Domènech frunció el ceño fingiendo irritación. El Rey era el que, al fin y al cabo, le iba a dar el puesto de inquisidor. Pero se lo pensaría mucho si, de lleno, tenía en contra a un importante sector de nobles catalanes. No le convenía ignorar las pretensiones de Gerard. Así que dejó que su voz sonara lastimera:

—Aun con eso, no puedo dejar la investigación: es un encargo directo del obispo. Oficialmente estoy a sus órdenes.

Gerard sonrió complacido. Ya lo tenía. Ahora sólo necesitaba motivar su ingenio dando expectativas a su ambición:

—Seguro que encontrará la forma, fray Domènech. No le quepa duda de que su diligencia y discreción serán recompensadas.

El conde dio media vuelta y salió del claro en dirección a la riera. Domènech miró hacia el mar, dejó que la brisa otoñal acariciara su rostro y sonrió. El que había mordido el cebo como un pez bobalicón era el conde. Desde luego, no debía de saber nada acerca de los testigos que podía conseguir contra el gobernador. Pero si quería ascender, tenía que hallar la manera de no juzgarlo y, a su vez, satisfacer al obispo y al lugarteniente. Cualquiera de los dos bandos podía cortarle las alas, pero estaba convencido de que Dios iluminaría su camino para satisfacer a ambos.

Ya era noche cerrada cuando el diligente procurador fiscal bajó a los sótanos del Palacio Real Mayor. Se dirigió a la sala de tortura. Sólo allí y a esas horas se veía con total discreción con el verdugo.

—Lluís —dijo con voz segura al entrar.

Todo estaba a oscuras. La sala hedía a sangre. Oyó un chasquido y se encendió un candil. A la escasa luz de la pequeña llama sólo se distinguía la sombra de la enorme nariz chala en el rostro del verdugo. Domènech se acercó a él.

—Quiero que vigiles al secretario del obispo.

—¿Y lo otro que me encomendó? Ya tengo un plan para convencer a uno de los testigos. Parece ser que se unía a las pequeñas fiestas de buen grado. Fácil de chantajear, y barato.

Domènech sonrió por un instante.

—Déjalo —ordenó en tono severo.

—Pero...

—Cobrarás por el plan como si lo hubieras llevado a cabo. A partir de ahora, de ese caso me encargo yo. Tú haz lo que te ordeno: sigue al secretario del obispo. Si sale, quiero saber adónde va y con quién está. Si envía cartas, las quiero leer yo antes que el destinatario.

—Seré su sombra, señor —aseguró Lluís.

En tierra de dioses
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