XXXIV

Tenochtitlán, año de Nuestro Señor de 1516

Aquella noche de luna llena, cuando el teponaxtlien lo alto del templo de Quetzalcóatl había anunciado con su tañido el final el día, salí al patio después de una solitaria cena de tamales y pavo asado. Me senté entre las plantas del jardín y agradecí estar solo con la algarabía nocturna de los pájaros para poder sumergirme en mi propia tortura.

No había pasado un año desde que Izel se fuera, y en lugar de embargarme la resignación, el paso de los días no hacía sino acrecentar su ausencia y ahondar mi sensación de vacío. Cierto que su boda me había proporcionado la posibilidad de salir de palacio, siempre escoltado por un guerrero águila. No menos cierto que sólo usé tal posibilidad para cumplir con mis visitas al Tlatoani por mi propio pie, o para ir con Ollin al templo de Quetzalcóatl. De forma circular para favorecer las corrientes de viento que regía este dios, era el único templo al que acudía. Pero no entraba, sino que subía al último nivel a observar las estrellas desde su cúspide para aprender sobre lo que pronosticaban y seguir los movimientos de la estrella roja[8] que precisamente recibía el nombre divino de Quetzalcóatl. Pero no tenía a Izel para compartir mis experiencias, para oírla burlarse de mis apreciaciones o para sentir su ternura ante mis comentarios. Supe que Painalli había tenido varios hijos y leía y releía sus cartas con tanto dolor como fruición, presa de una necesidad de castigarme a mí mismo por lo que pudo ser y no fue, incapaz de perdonarme el no haberme dado cuenta antes de mis propios sentimientos. ¿Y qué mejor castigo que ser partícipe en la lejanía de la vida familiar de mi amigo para concebir lo que yo había perdido?

Dejé que mis ojos vagaran por los restos apagados de la hoguera de la temazcalli. En la ceremonia del quinto día de una boda, los novios se daban un baño de vapor. Suspiré ante esa visión: ella y yo, juntos y desnudos entre el vapor perfumado. En cuanto Izel se marchó, dejé de subir a la azotea. Hasta que descubrí que era otra buena forma de castigar mi ceguera. Ver aquella terraza ajardinada llena de su ausencia me daba el espacio para pensar en ella. No como recuerdo, sino como realidad desconocida. ¿Qué estaría haciendo? ¿Me perdonaría por no haberla librado de aquel matrimonio? ¿Sería lo bastante feliz para ello? Me debatía entre desearle la felicidad y no hacerlo, víctima de dolorosos celos si la imaginaba complaciente en brazos de su marido. A la necesidad de castigarme, entonces, se sumaba una culpabilidad irremediable: si ella era infeliz, por no haberla salvado; si era feliz, por no poder alegrarme de corazón.

Y de vez en cuando me permitía una imagen como la de aquella noche clara, un pensamiento de ensueño en el que frotaba con hierbas aromáticas su menuda espalda, suave y morena, con destellos rojizos. Mi vida giraba en torno a Izel con mayor fuerza que nunca. El día de su boda fui consciente de cuánto la amaba. Y asumir mi amor por ella, aunque ya no la tuviera, me hizo preguntarme otra cosa: ¿quería regresar a Orís? Tuve que admitir que este deseo se había convertido en una sensación vaga, arraigada, sin posibilidad pero también sin necesidad de hacerse real. La prueba estaba en que no se lo había pedido a nadie. Sin embargo, mientras ignoré el amor que sentía por ella, había creído desear de veras el regreso y tal fue el poder de esta creencia que cedí las riendas de mi vida. Incluso convertí Tenochtitlán en una especie de purgatorio, algo temporal e indeterminado previo a ese retorno. Sin embargo, darme cuenta de todo ello no me sirvió de nada. Su ausencia hizo que no tuviera sentido tomar las riendas y vivir el momento.

El suelo tembló ligeramente. Sumido en mi ensoñación, atribuí la sensación a mi propio desánimo. Hasta que del hogar de la temazcalli cayeron algunos restos de leña. Se produjo otro temblor, también ligero, pero algo más largo. Me incorporé al recordar el volcán que hacía unos días había empezado a despedir una ligera humareda. «¿Entrará en erupción?» Me alarmé aunque la casa se mantuviera en reposo. Corrí hacia las escaleras de la azotea movido por una sola idea: salvar lo único que me quedaba de ella y que había permanecido allí, en su escondrijo.

Accedí a la terraza y dirigí mi mirada hacia el escondite de Izel.

—En caso de terremoto es mejor salir fuera —dijo Chimalma tranquilamente.

Estaba sentado con el tapiz del patolli enrollado sobre su regazo.

Parecía relajado, pero el destello rojizo de sus ojos castaños reflejaba pensamientos atribulados. En su rostro se acentuaban los rasgos de la vejez en contraste con su cabello negro, tan aparentemente sedoso como el de ella.

—Tú no te mueves —logré decirle.

—Esto no es más que un aviso de lo que ha de venir —repuso con una sonrisa forzada. Advirtió el movimiento de mis ojos hacia el patolli y me preguntó—: ¿Venías a buscar esto?

Asentí a medias, con la cabeza gacha. Me sentí incómodo.

—Yo también la echo de menos, Guifré. Ten.

Me alargó el patolli sin moverse. Me acerqué a él y lo tomé con cierto recelo, pero su expresión no había variado desde que entré. Me senté a su lado con el tapiz sobre mi regazo.

—¿Sabías que jugábamos aquí?

—Izel siempre intentó pasar desapercibida. Supongo que lo creía fácil, entre tantas hermanas y hermanos. Pero en verdad, su actitud siempre hizo que tuviera que estar más atento a ella y la hacía más visible a mis ojos. Cuando estaba aquí, le recriminaba su timidez, deseoso de que fuera como su madre, una gran mujer. Y desde que se fue, me doy cuenta de que ya lo era, siempre discreta como ha de ser una mujer mexica. Claro que sabía que jugabais y os veíais, pese a que se lo prohibía, pero en el fondo me complacía que se rebelara y mostrara entereza con ello.

—Nunca se lo hiciste saber —espeté seco, evocando cuánto le dolía sentirse ignorada por él.

No respondió. La tierra parecía haberse calmado. Permanecimos allí un rato, en silencio, hasta que no pude resistir más. Había algo, desde el día de la boda, que aguzaba mi tormento:

—¿Me utilizaste para casarla?

—¿Crees que Ixtlixochitl hubiera aceptado de otro modo? Su hermano Cacama está casado con una hija de Motecuhzoma. ¿Crees que él, quizá futuro Tlatoani de Texcoco, habría aceptado menos? Claro que te utilicé para casarla —replicó indignado.

—¿Y por qué no utilizar a otra hija de Motecuhzoma?

Chimalma rió, pero su rostro estaba demasiado tenso y el gesto de su boca resaltó sus arrugas haciendo que su risa pareciera despectiva.

—Mira, Guifré, no eres el único ni creo que lo seas.

—¿Qué dices?

—Hace tiempo que llegan noticias de hombres blancos y barbudos, como tú. Por el este, por el sur... Nezahualpilli nos desprecia e incluso ha llegado a vaticinar que esos hombres acabaran destruyendo Tenochtitlán. ¡Indignante! Lo llaman sabio, pero yo lo creo soberbio... Y cobarde. Nunca, nunca se ha atrevido a romper la Triple Alianza. Y eso es porque Texcoco necesita la grandeza de Tenochtitlán. Ixtlixochitl nos desprecia, como su padre. No hubiera aceptado a una hija de Motecuhzoma. En cambio a Izel... Era la candidata perfecta. No hiere su orgullosa independencia, pero lo liga a nosotros para hacerla ficticia.

Apenas podía respirar. «¿Hombres blancos?» —Que yo esté aquí, en Tenochtitlán, quita fuerza al vaticinio de Nezahualpilli... —concluí en un murmullo, más para mí que para el gran cihuacóatl.

—Exacto. Hizo que el hijo dudara del padre. Como dijo Motecuhzoma: utilicemos las tácticas de las concubinas.

Su voz me pareció amarga. Me sentí furioso. Y no por la revelación de la presencia cercana de los hombres blancos, probablemente castellanos. Notaba que me hervía la sangre porque aquel Motecuhzoma con el que paseaba, siempre amable y de voz melosa, a veces caprichoso pero sin más maldad que un chiquillo, de pronto aparecía ante mí como un dirigente frío y calculador.

—¡Dejaste que la utilizara! —escupí al fin, apretando los puños.

Chimalma se levantó, furioso.

—¡No! —gritó—. Eso no te lo consiento. He velado por ella, para que tuviera un buen matrimonio y una vida plácida como buena esposa. Una garantía para el futuro de sus hijos. No, no te consiento que me juzgues como mal padre. —Me dio la espalda y miró hacia el centro ceremonial. Entonces murmuró—: Ese Ixtlixochitl es quien la está usando. ¡Maldito!

Esta última palabra despertó en mí un escalofrío que calmó la furia y la cambió por el miedo. Me quedé aturdido unos instantes ante su apasionada repuesta, tan poco habitual para un mexica. Era obvio que amaba a su hija. Me levanté y me acerqué a él.

—Lo siento —dije poniéndome a su lado.

—¿Es que no hacen esto los padres en tu tierra?

—Sí, claro —murmuré. Y decidido, pregunté—: ¿Qué pasa, Chimalma? ¿Qué sabes?

El hombre destensó los hombros, abatido. Bajó la mirada al suelo y anunció con vergüenza:

—Izel está aquí.

—¿Qué? —no pude evitar gritar.

—Está en Tenochtitlán. No es normal, y mucho menos cuando el padre de su marido, el Tlatoani de Texcoco, está moribundo. La está utilizando para algo. ¡Maldito!

Podía entrar en el palacio del Tlatoani y usar mi cara blanca para exigir hablar con ella. Eso fue lo primero que pensé con un ansioso desasosiego. Gracias a Dios, recapacité. Tenía que verla con precaución. Por Chimalma sabía que tal vez la situación de Izel era delicada, pero ni el mismo cihuacóatl conocía las circunstancias. Si la visitaba abiertamente, a saber qué rumores pudiera levantar. Y era una mujer casada: no le convenían las habladurías. Los mexicas castigaban el adulterio con la muerte, y si a aquellas alturas no me importaba morir, sí que para mí era esencial su vida. Tenía que hacerlo de manera que no empeorara la situación de Izel, fuera cual fuese.

Y sólo se me ocurría una persona que pudiera preguntar e incluso concertar una cita discreta con ella. Sólo podía recurrir a Ollin. De hecho, era el único que sabía de mis sentimientos, incluso antes de que yo mismo me diera cuenta. Su vejez le permitía preguntar y hablar sin que le importara lo que pensaran los demás y, por ello, sin que los demás le hicieran demasiado caso. Pero no podría hablar con Ollin hasta la noche. Así que pasé el resto del día ardiendo en deseos por verla.

A la caída del sol apareció Ocatlana, que se dirigía hacia la sala privada de Chimalma.

—¿Ha regresado el cihuacóatl? —le pregunté.

El hombre bajó la mirada.

—Está con Pelaxilla.

—La madre de Izel... ¿Qué se sabe de ella?

—La han repudiado —contestó con voz triste—. El hijo del señor de Texcoco dice que no es mujer fértil. Ya ha pasado casi un año y no ha concebido.

Una parte de mí se alegró. Otra se sintió aterrada mientras veía a Ocatlana entrar cabizbajo en la sala. Ixtlixochitl se había dado cuenta de la maniobra del Tlaloani de Tenochtitlán y había buscado una excusa para tener las manos libres en cuanto su padre falleciera. Una excusa deleznable, vergonzosa para Chimalma, pero sobre todo para ella. Quizá... Quizá Izel no había yacido con él. No quería casarse. Quizá le había puesto en bandeja la excusa a su marido.

Fui hacia mi habitación. Me calcé y me até el manto al hombro derecho. Salí hacia la estancia de la litera. Allí aguardaba mi escolta. Lo ignoré. Él se levantó y me siguió presuroso cuando ya salía de palacio. Fui hacia el recinto ceremonial. Aún no era de noche, pero el crepúsculo llevaba ya a las gentes hacia la intimidad de sus hogares. Sabía que levantaba miradas y suscitaba murmullos a los pocos que quedaban por las calles. Me daba igual. Mi mente estaba fija en el templo de Quetzalcóatl. Ollin tenía que ayudarme a verla. Era imperioso. «¿Qué pasa con las mujeres repudiadas?», me preguntaba.

Al llegar a los pies del templo en espiral, miré hacia arriba. De pronto, me sentí extraño. Siempre había visto aquel edificio de cerca a la luz de las estrellas, pero ahora veía cómo en el nivel superior se preparaban para anunciar el fin del día tocando el teponatzli. «A estas horas, sólo lo he visto desde la azotea.» Se me hizo un nudo en el estómago. ¿Y si Ollin no me quería ayudar? Noté una mano que tocaba mi hombro y me giré con brusquedad.

—¡Cuidado, que casi me tiras! Menuda cara llevas. Estás tan blanco que la luz te podría atravesar —sonrió el anciano. Y añadió serio—: Hoy has venido pronto.

Lo miré en silencio. No había tiempo para juegos.

—Vengo por Izel. Quiero verla. Y quiero que me ayudes.

—No desea verte —afirmó con otra sonrisa mientras se llevaba las manos a la espalda con aire burlón.

Lo tomé del brazo con fuerza y mascullé:

—Eso da lo mismo.

Su expresión cambió. Ni picardía, ni muestras de dolor ni enfado. Asintió con un suspiro paternal y dijo:

—Ven. Creo que no te he mostrado jamás el templo de Cihuacóatl, nuestra diosa de la fertilidad.

Recorrimos en silencio unos pasos. Era diminuto al lado de los templos unidos de Huitzilopochtli y Tláloc, pero no por ello menos bello y reverenciado. Al pie de la escalera, Ollin me agarró del brazo para detenerme. Yo sólo podía mirar hacia arriba. No se veía a nadie, ningún signo de vida. Sólo se percibía un intenso olor a copal.

—Guerrero —oí que decía Ollin—, espera aquí, por favor.

—Como siempre, mi señor —respondió una voz desconocida para mí.

Era cierto, el guerrero águila que me escoltaba jamás nos acompañaba dentro del recinto del templo de Quetzalcóatl. Tampoco entró en el de la diosa Cihuacóalt. Lo rodeamos y accedimos a un jardín, el lugar donde enterraban a las mujeres que morían en el parto. Parecía desierto en la penumbra crepuscular, exceptuando las esculturas dedicadas a las cihuapipiltin, las diosas que acompañaban al sol al atardecer y que los días nefastos del calendario salían durante la noche para enfermar a los niños. Nos detuvimos. Miré a Ollin, desconcertado y temeroso. Él me devolvió la mirada, afable y sereno. Asintió.

—Yo te espero aquí. Está con una esclava, tras aquella escultura de la diosa.

Se encontraba al fondo del patio. Entré solo. En aquel momento oí una especie de rugido lejano. Pero no le hice caso puesto que un suave murmullo ya había estallado en mis oídos como la ola que rompe sobre un acantilado. Mi mirada se fijó en una sombra que se agitaba en espasmos rítmicos como el mar. Era ella. Estaba postrada frente la diosa, mitad serpiente mitad mujer. ¿Sería verdad? ¿Pedía acaso un milagro a su diosa de la fertilidad? El corazón se me encogió.

Me quedé tras ella. Aunque poco sonoro, tan profundo era su llanto que no advirtió mi presencia. Arrodillada, tapada con un manto, la intuía allí, diminuta, a la altura de mis rodillas. Tragué saliva buscando valor para decir algo. Entonces me di cuenta de que, a un lado, alguien exhalaba un suspiro. Era una mujer. Izel la oyó y dio un respingo. Rozó mis piernas y, al contacto, reaccionó en un gesto defensivo: se encogió a los pies de la estatua y se cubrió el rostro con el brazo y el manto.

—Soy yo —murmuré atemorizado.

Bajó el brazo. Sus ojos negros asomaron con una expresión que jamás había visto antes.

—Espera fuera, Citlalli.

La sierva me miraba con temor y salió presurosa del recinto del templo en cuanto Izel se lo ordenó. Yo me arrodillé frente a ella y puse la mano sobre su brazo para que se descubriera del todo. Pero noté la rigidez de su cuerpo y su ceño fruncido. Me asusté ante aquella reacción. Miré al suelo y volví a mirarla sin tocarla, con los brazos abiertos. Aquello siempre había funcionado. Pero esta vez no fue así.

—Izel... —supliqué.

No pude soportar su silencio, sus ojos... Se me escapó un sollozo desesperado. Ella se descubrió y se sentó en la hierba, rendida, pero sin acudir a mis brazos. Me quedé paralizado, de rodillas, mirando su rostro, tan bello, con todos sus desgarradores cambios: había dejado de ser joven para aparecer derrotado, marcado por la tristeza, curtido por el dolor. Lo decía su llanto silencioso, sólo visible por las lágrimas que aún resbalaban por sus mejillas.

—¿Qué te ha hecho ese maldito? —gruñí con un doloroso nudo en la garganta.

—Me ha repudiado —respondió amargamente.

¿Eso era lo que le causaba dolor? Me negaba a aceptarlo. Me había estado castigando a mí mismo porque me sabía correspondido y mi ceguera fue mi mayor falta. Esta vez no.

—Izel, ¿qué te ha hecho? —Me sentí desconcertado ante su indiferencia. Era mala señal. Insistí—: Sé que te repudia porque no le has dado hijos.

De pronto tembló y se cubrió la cara con las manos, de nuevo en espasmódicos pero silenciosos sollozos. La abracé, no lo pensé. Sólo la abracé, acuné su cabeza sobre mi pecho y acaricié su cabello. Lo besé repetidas veces mientras ella se estremecía y yo vertía mis propias lágrimas.

—Estoy contigo, Izel, y lo estaré siempre —murmuré—. Te amo. Jamás debí dejar que te casaran con otro. Te amo, mi Izel. Yo estaré contigo, yo te cuidaré, no temas.

Se apartó de mí y me miró en silencio, con ojos incrédulos, sin pestañear. Parecía examinar mi rostro, como si no me reconociera. Entonces fui consciente de todo lo que le acababa de decir. Le tomé una mano y busqué valor.

—Perdóname por no habértelo confesado antes, Izel. Te amo —repetí, con una voz clara que pretendía sonar segura pero que resultó temblorosa.

Se soltó de mi mano con desprecio y miró al suelo. Luego, dijo con sequedad:

—He yacido con él. Me tomó muchas veces.

—Te quiero.

—Me quedé embarazada. —Me miró desafiante. Me sentí muy confundido. ¿Qué pasaba? Sabía que ella leía en mi rostro y, ante mi silencio, añadió—: Montó en cólera... Dicen que no podré tener más hijos.

Lo ha intentado; ahora me repudia con razón. ¿Me quieres? ¿Quieres a una media mujer?

Prácticamente gritó las últimas frases. Se abalanzó sobre mí y me golpeó en el pecho. Yo la dejé hacer. «Montó en cólera —se repetía en mi mente—. Montó en cólera.» De pronto, lo entendí todo. La así por las muñecas; ella dejó de golpearme y me miró furiosa.

—¿Te ha pegado?

Volvió a dejarse caer en el suelo, con la mirada perdida entre las piedras. Sonó otro rugido en el exterior. Esta vez, sin embargo, yo sólo oía mi corazón enfurecido. La había pegado, había golpeado a una mujer embarazada... Seguro que Ixtlixochitl tenía pensado repudiarla desde el principio. Se casó con ella para repudiarla y dejar claro a Tenochtitlán cuál iba a ser su política. Por eso era la candidata perfecta para él. Con toda probabilidad, mi presencia era una prueba más de las razones de su padre. Al fin y al cabo, de Nezahualpilli iba a heredar. Pero Ixtlixochitl no se saldría con la suya. Los mexicas castigaban aquello con tanta severidad como el adulterio.

—Hay que contárselo a tu padre —dije, pero ella sonrió amargamente —. Te quiere.

—Me dirá que no se puede demostrar, Guifré. —Me miró resignada y concluyó—. Ya estoy repudiada. Mañana se hará oficial.

Por primera vez la volví a ver, vi rastros de mi Izel. Su mano se posó en mi barba y me acarició el rostro.

—Yo también te amo —confesó. Y agregó con una sonrisa triste—: Desde que era una muchacha.

Luego, bajó la cabeza. Me evitó. Me arrodillé para aproximarme a ella. El suelo parecía vibrar, pero yo sólo quería verle la cara. Cuando apenas nos separaba un suspiro, ella me miró y me hundí en sus labios con los ojos cerrados. Saboreé su amargura tensa, aspiré su dolor con mi culpabilidad, y al fin negué a su lengua cálida, dulce y amada. Noté sus manos en mi cabello y, sin separarme de su boca, la abracé entre lágrimas. Todo me daba vueltas, me sentía hechizado, oía gritos lejanos, envueltos por el olor del copal de los incensarios, mezclado con el retumbar de la tierra y su piel, la piel de Izel.

—¡Vamos, salid, salid! —oí que exclamaba Ollin.

Nos separamos sobresaltados.

—Es un terremoto. Vamos —nos apremió el nigromante.

Cierto. El suelo temblaba con intensidad. Salimos a la carrera del jardín de las cihuapipiltin mientras algunas esculturas se agrietaban. Íbamos de la mano. Los sacerdotes salían del calmecac, a pocos pasos. Los guerreros águilas y los jaguar también abandonaban sus dependencias. Todo era confusión. Había anochecido.

—¡Guifré, eh, Guifré! —gritó Ollin tras de mí.

Izel me tiró del brazo y me obligó a detenerme.

—Gracias —le dijo el anciano, resollando.

Ella intentó soltar mi mano, pero no la dejé. La miré sin entender.

—Debo volver al palacio del Huey Tlatoani —señaló.

—Ni hablar.

—Mañana la verás —terció Ollin—. Vamos, haz lo correcto. En la calle no le pasará nada.

La miré preocupado. En el palacio del Tlatoani también estaba aquel bárbaro. Ella sonrió.

—Tranquilo, ya ha conseguido lo que quería. No me puede hacer más daño.

Suavicé la tensión de mi mano. Ella la aferró y luego la soltó. El suelo había dejado de temblar. La vi marchar con su sierva, de nuevo tapada, entre la muchedumbre de hombres que se agolpaba en las calles del centro ceremonial.

—¡Se acerca, se acerca! —se oían algunos gritos atemorizados; los temblores de tierra se consideraban anuncio de desgracias.

Ollin me tomó del brazo y me obligó a girarme y a caminar.

—Vamos, haz lo correcto.

Me detuve y lo miré, interrogante. Me sonrió, travieso. Caminé decidido. Él se quedó atrás, en el recinto ceremonial. Ya me había ayudado, ahora era cosa mía.

No hubo más temblores, pero la gente estaba en las calles, presa del pánico. Algunos, al verme pasar, pretendían besarme las manos y otros comían la hierba declarándome su respeto y sumisión. Al llegar al palacio de Chimalma, muchos de sus esclavos y siervos estaban en la calle, pero otros tantos volvían al recinto con el regreso de la tranquilidad. Vi a Ocatlana. Me apresuré y lo agarré del hombro.

—¿Y Chimalma?

Me miró asustado. Intenté suavizar mi expresión pero creo que no lo conseguí. Ocatlana me respondió tembloroso:

—En la azotea.

Atravesé el jardín del segundo hombre más importante de Tenochtitlán, deseoso de ver su poder transformado en venganza. Subí las escaleras a toda prisa y ahí estaba, sentado, ataviado sólo con su maxtlatl delante del escondite de Izel, con el patolli que yo había vuelto a dejar el día antes en su sitio. Me miró con ojos vacíos.

—Era un buen partido para ella —comentó en tono hueco—. ¿Cómo procurarle ahora lo mejor?

—Le ha pegado.

Algo de su alma volvió a sus ojos y agrandó la orla negra que los circundaba. Los entornó y me observó.

—¿No lo has oído? La golpeó para matar al hijo que llevaba en su seno —grité.

Dejó el patolli a un lado con sumo cuidado y se puso en pie. Vino hacia mí, escrutándome, lentamente. Sin duda era un hombre inteligente que se había percatado de lo mismo que yo: Ixtlixochitl se había casado con Izel para utilizarla contra Tenochtitlán, cazando al cazador, engañando a Chimalma. Tenía los puños apretados y el rostro crispado. Se situó frente a mí. Tuve que bajar la cabeza para que sus ojos encontraran los míos.

—Te lo ha dicho a ti y no a mí, su padre. —Bajó la cabeza—. Yo la he visto esta tarde...

—Ha dicho que no se puede demostrar —musité sorprendido.

Pensé que su reacción al acercarse a mí se debía a su propio orgullo herido, pero no. Chimalma me volvió a mirar. Sus ojos desprendían fuego.

—Cierto —dijo recuperando su aplomo habitual—. Pero Ixtlixochitl tampoco será Tlatoani de Texcoco mientras mi sobrino lo sea de la gran Tenochtitlán, te lo aseguro. —Apoyó la mano en mi hombro. Vi sus labios contraídos por la rabia—. Esta vez usaremos el bien de Tenochtitlán para vengar a mi hija. Quiero que Motecuhzoma te oiga decir a ti lo que me has dicho. Del resto, me encargaré yo.

Asentí. Él me miró.

—Gracias, Guifré. Más que un huésped, eres un amigo.

Bajó la cabeza y se marchó. Miré cómo iba hacia la escalera, con su espalda desnuda encorvada por la edad. Me pareció vulnerable, pero no dudé ni por un momento de su poder.

—¿Volverá a casa? no pude evitar preguntar.

Él se detuvo y me miró.

—Claro. No lo puedo castigar oficialmente por lo que le ha hecho a mi niña, pero quiero estar delante cuando mi hija vea cómo cae. ¿Tú no? —Sonreí amargamente. Su rostro se suavizó—. Aquí la querremos como es debido.

En tierra de dioses
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