LI
La Coruña, año de Nuestro Señor de 1520
Domènech se sentía agotado. Tras casi veinte días de hacer de recadero del cardenal para comprar algunos votos y ejercer presión sobre determinados procuradores, las Cortes se habían trasladado de Santiago de Compostela a La Coruña cuando ya acababa la Semana Santa. Desde entonces, durante diez días se ocupó de lo mismo, entre altivos nobles castellanos recelosos de lo que pudieran hacer los extranjeros en cargos de poder una vez don Carlos se marchara a Aquisgrán. A veces, tan airadas fueron ciertas repuestas que llegó a pensar que se sentían invadidos y expoliados por los flamencos. A raíz de ello, nada más reemprender las Cortes en La Coruña, Su Majestad había ordenado leer las disposiciones reales que prohibían la salida de monedas, caballos y riquezas de los reinos mientras él estuviera ausente, e incluso se comprometió a no otorgar beneficio ni prebenda a personas que no fueran naturales de los reinos. Pero estas eran sólo unas cuantas concesiones de entre los más de sesenta puntos cuya revisión reclamaban ciertas ciudades antes de dar un sí definitivo al dinero solicitado por el monarca. Y puesto que lo planteaban, no como un chantaje abierto sino como un miedo a no quedar proveídos con disposiciones concretas antes de la marcha del Rey, Domènech se tuvo que emplear a fondo para asegurar, si no la unanimidad a que aspiraba la corte de Su Majestad, sí los votos necesarios para conseguir el dinero.
Aquel día, por fin, la tarea del obispo de Barcelona había acabado. Sentado, con la mirada fija en la jarra de vino que había sobre la mesa, aguardaba en la estancia donde se alojaba, también en el monasterio franciscano, pero ahora de La Coruña. No podía faltar ya mucho para que concluyera la sesión. Su Majestad no quería retrasar su partida, y el canciller Gattinara, presidente de las Cortes, declararía como últimas las consideraciones de aquel día. Domènech creía tener asegurados los votos de los procuradores de las ciudades que Adriano le había encomendado, pero se respiraba un ambiente tan enrarecido en diversos ámbitos que el prelado experimentaba en sus carnes la inseguridad. Sabía que su ascenso dependía del resultado de aquellas Cortes, y tan físicas se habían tornado sus sensaciones que incluso en su miembro viril reapareció aquella llaga de bordes duros.
Ni los procuradores de Toledo ni los de Salamanca comparecieron a las Cortes convocadas en Santiago. Domènech no había previsto algo así, pero Adriano tampoco lo reprendió.
—Quizás incluso nos convenga que no estén —le había dicho.
A pesar de los temores de Domènech ante este imprevisto, ello no desacreditó las informaciones que había facilitado al cardenal, ya que, en cuanto se iniciaron las Cortes, se escenificó lo que le había advertido: León formuló la petición de que se vieran las demandas de las ciudades, expuestas en los capítulos generales, antes de aprobar la concesión del dinero. A León enseguida se sumó un bloque en apariencia compacto de ciudades. En total, doce de dieciséis a favor de un cambio en el procedimiento tradicional en los reinos castellanos: primero las disposiciones y después el dinero.
A raíz de esto, y estando aún en Santiago, la Corona insistió en que se manifestaran respecto al dinero, con el compromiso de despachar lo que demandaran las ciudades antes de la partida del monarca. León insistió a su vez en las peticiones presentadas a Su Majestad y se negó a responder a la Corona hasta haber consultado con otros procuradores. Con León se alinearon otras tantas ciudades a las que se vino a añadir Ávila, inicialmente declarada en reflexión.
En este punto fue cuando Adriano ordenó a Domènech acercarse a los representantes de dicha ciudad y presionarlos para que se manifestaran. El cardenal le instó a que, si era posible, no los sobornara, ya que prefería guardarse esta táctica para usarla con procuradores de posición más dura.
La pugna entre Corona y Cortes se prolongó hasta que llegó un punto en que Su Majestad, a través del canciller Gattinara, preguntó a los representantes de las ciudades si se oponían a dar el dinero. Desde luego, todos respondieron que no, pero León seguía abanderando la súplica de que se vieran las disposiciones.
Tras haber convencido a Ávila, en adelante Domènech abordó a quién le encomendara su Eminencia. Todos sabían que el obispo era miembro de la corte de don Carlos, como todos sabían que era catalán.
Y en las Cortes del Principado el orden era el inverso: primero se veían las disposiciones. Así que podía acercarse a los procuradores más hostiles al servicio de la Corona y granjearse cierta complicidad, mientras Lluís se ocupaba de escarbar en su vida personal.
—Porque no es que tengamos un emperador extranjero gobernando nuestros reinos, sino que el Sacro Imperio Romano viene a buscar emperador a Castilla —decía a menudo, una vez comprobada la eficacia de esta frase.
Calculaba que debían de quedar seis ciudades empeñadas en cambiar el procedimiento, siempre y cuando Jaén, la opinión de cuyos procuradores se dividía entre una y otra parte, acabara por aunarse a favor del servicio que el Rey había demandado. Ese era su mayor temor en aquel momento.
Mientras apuraba el vino, imaginó a los representantes de Burgos o Sevilla alabando a Su Majestad. Esta última ciudad mostró con gran claridad su posición desde el principio: quería mantener la exclusividad de la que ya gozaba respecto al comercio de las Indias, y más con las riquezas que parecían alumbrar las nuevas tierras aún en conquista. Por ello el obispo de Badajoz, de manera informal, comunicó a los procuradores sevillanos que se les concedería, pese a que las demandas de las ciudades no se hubieran estudiado aún oficialmente. Domènech torció el gesto al pensar en ello y optó por servirse más vino para digerir su incipiente malhumor. Ya lo había sentido antes, y por el mismo motivo. A él le asignaban las ciudades a las que había que preparar para aceptar un soborno; al venerable obispo de Badajoz, aquellas a las que simplemente había que lisonjear para que, en las Cortes, alabaran a la Corona y defendieran el procedimiento. Le molestaba hasta cierto punto que el obispo de Badajoz fuera públicamente portavoz del monarca mientras él se movía entre las sombras, pero lo que le irritaba de veras era que se había convertido en una especie de recadero de Adriano, quien se llevaría los méritos si todo salía bien, pues su Eminencia Reverendísima le había cortado todo acceso a Guillaume de Croy y al canciller Gattinara. Por otro lado, estaba convencido de que el cardenal no dudaría en ofrecer la cabeza del obispo de Barcelona si algo salía mal. Por suerte, Dios había estado de su parte, y Domènech juzgaba que, de seguir todo así acabadas las Cortes, Adriano sólo podría reconocer su aportación ofreciéndole un cargo que mostrara con elocuencia su agradecimiento por todos los méritos que estaba acumulando a su costa.
Miquel llamó a la puerta. El prelado se irguió en la silla y notó sus hombros tan tensos que una punzada de dolor los recorrió hacia la nuca. Cuando el secretario entró, se topó con los fríos ojos azules del obispo clavados en él.
—Su Eminencia Reverendísima desea verlo —anunció con un leve temblor en la voz.
Al prelado no le gustó el tono. Miquel estaba al corriente de todo. No en vano le había mandado ser sus ojos y sus oídos en los pasillos del monasterio. Siempre dejándole entrever que, cuanto más importante fuera el destino que alcanzara el obispo, más fácil sería su retorno a Barcelona.
—¿No tienes nada más que decirme? —inquirió Domènech, quien fijó la mirada primero en las manos, luego en los ojos de su servidor.
El sacerdote detuvo sus gestos nerviosos y se ruborizó.
—Ha salido bien, Ilustrísima Reverendísima. Jaén ha cedido.
El obispo seguía mirándolo fijamente. Miquel se estremeció. Era la misma expresión que adoptaba cuando le hacía desnudar para comprobar que había cumplido con las flagelaciones impuestas como penitencia.
—Bien, entonces Su Majestad ya tiene lo que desea. Nueve de doce ciudades —resumió Domènech poniéndose en pie. Miró el vino que le quedaba en la copa, lo apuró de un trago y añadió señalando la mesa—: Limpia todo esto.
Aún no le tocaba recibir ninguna recompensa. Tras la última sesión de las Cortes, en la que nueve ciudades otorgaron abiertamente el dinero al Rey, Adriano de Utrecht lo había hecho llamar, no para recompensarle por sus servicios, sino para encomendarle más. Desde luego, Domènech tuvo que hacer esfuerzos para controlar la decepción que pugnaba por manifestarse con furia. «Cuanto más agradecido me esté, más me favorecerá después», se insistía a sí mismo. Y así, procuró cumplir las nuevas encomiendas, sabiéndose sólo parte del plan.
Puesto que León, Córdoba, Valladolid y algunas otras ciudades habían insistido en su súplica de que fueran vistos todos los puntos antes de la partida de Su Majestad, y dejaron claro que sólo obedecerían en cuanto al dinero una vez se les hubiera atendido, Guillaume de Croy, Gattinara y Adriano seguían viendo en los reinos un cuestionamiento al poder real. Por eso el cardenal encargó a Domènech que buscara algún elemento para presionar a los procuradores de León, pues Su Eminentísima Reverencia insistía en que era preciso conseguir que cedieran.
—No es tanto por el dinero como por respeto a Su Majestad y a las leyes de estos reinos que tanto insisten que cumplamos —le dijo Adriano.
Domènech enseguida puso a sus peones a trabajar. Siempre centrado en los representantes de León, pues si doblegaba su resistencia, ganaría el favor de sus seguidores. Así pues, indicó a Luís que buscara en sus vidas alguna afición pecaminosa o conducta moral reprobable, mientras que al padre Miquel le ordenó escarbar en las relaciones económicas entre los procuradores y las comunidades de judíos que vivían como nuevos cristianos.
Entre tanto, el obispo de Badajoz había lanzado un discurso que pretendía engatusar a los miembros de las Cortes. En él anunciaba que Adriano de Utrecht sería el gobernador durante la ausencia de don Carlos. Y aunque nacido en los Países Bajos, argumentó que llevaba tanto tiempo en los reinos de Castilla, que Su Majestad dejaba a una persona natural de ellos. Evidentemente, esto era un incumplimiento de los compromisos del Rey, pero sólo se quejaron quienes no habían otorgado el subsidio, y aun, de entre ellos, algunos procuradores llegaron a argumentar que transigían por el bien general.
Aunque en el aspecto formal de sus parlamentos todas las ciudades allí representadas besaran los pies y las manos de Su Cesárea Majestad, el ambiente se enrareció aún más. Las órdenes recibidas por Domènech no cambiaron, e incluso empezó a ser presionado por el cardenal. Este se hacía el encontradizo con él, entre pasillos, en misa... Y jamás le preguntaba por otra cosa que no fuera la marcha de lo solicitado. Pero esto, lejos de desalentarlo, estimuló su estrategia, la que empleaba para soportar aquel servilismo anónimo, sin reconocimiento público, en que lo tenía atrapado Adriano. Así que cuando tuvo la cesión de León encarrilada, no corrió a decírselo al cardenal. «¡Que padezca! —se decía complacido—. Cuanto más sufra, más alivio sentirá y más agradecido me estará. Su orgullo necesita una lección.» Por eso mismo, tampoco le avisó de la ceguera en que lo tenía sumido el orgullo. Él, desde su discreta posición, lo había percibido como un fenómeno en ascenso. Las idas y venidas de las Cortes habían menoscabado la imagen que tenía el pueblo de su monarca: lo veían como un interesado que venía a exprimir estos reinos para ir a recibir una corona imperial extranjera. Pero los prohombres al servicio más cercano de Su Majestad parecían cegados por el orgullo, y no daban importancia al deterioro de la imagen del soberano. Por su parte, Domènech entendía que con aquella impopularidad se fraguaba el riesgo de una sublevación. Pero como Adriano no le preguntó, el obispo de Barcelona jamás le advirtió. Se limitó a cumplir lo encomendado. «Dios colocará a cada cual en su sitio», pensó.
Un día antes de la partida de Su Majestad, León cedió.
La flota de Su Majestad partió de La Coruña el 20 de mayo. El obispo de Barcelona no vio el despliegue de las velas sobre el mar, de la misma forma que no había visto cómo cargaban el tesoro de las nuevas tierras de las Indias para que don Carlos diera a conocer en Europa a aquellos pueblos capaces de hacer tocados de plumas, ruedas de oro con intrincados símbolos y libros cosidos. Ni siquiera estaba en el puerto, sino en el monasterio de San Francisco. Con las manos entrecruzadas a la altura de la cintura, Domènech avanzaba despacio por el pasillo que había de conducirle hasta las dependencias del cardenal Adriano, que se había quedado en los reinos en calidad de gobernador hasta el regreso del monarca. Ahora sí, ahora estaba seguro de que se le requería para ser recompensado. Las señales físicas que le mandaba el Señor habían desaparecido, y su táctica para hacer sentir a Adriano la tensión necesaria para que apreciara su diligencia había salido bien.
Llegó a la estancia donde trabajaba el padre Philippe. En cuanto el pecoso secretario de Adriano lo vio, se levantó de su silla y lo anunció ante Su Eminentísima Reverencia. Domènech entró con expresión impasible en las dependencias del cardenal. Tras los saludos formales, este le invitó a sentarse en una silla de tijera cercana a la chimenea.
—Le felicito, Ilustrísimo Señor obispo, por el trabajo realizado —le dijo tomando asiento a su lado.
—Gracias, Eminentísima Reverencia. Yo sólo deseo regresar a mi tierra y servir a Su Majestad, ahora representado en su persona, con toda la diligencia de la que soy capaz. Disculpe mi atrevimiento, pero creo que podría serle útil como Inquisidor General en Aragón. Y podría ayudarle a controlar a los nobles, sobre todo del Principado.
—No es atrevimiento, Ilustrísimo Señor, y nada me complacería más. Necesito la discreta y sobresaliente efectividad que ha demostrado en el desempeño de sus tareas, pero cerca de mí. —Puso su mano sobre el brazo de Domènech. Notó que este se tensaba, pero no lo rechazó—. Sé que puede ser un gran sacrificio estar lejos de su reino, pero la persona que representa a Su Cesárea Majestad le pide ayuda. Son muchas las tareas que tengo, y preciso a alguien de confianza que ponga orden en los asuntos del Santo Oficio.
—Entonces, ¿puedo albergar la esperanza de que haya pensado en mi humilde persona para servirle como Inquisidor General de Castilla? —preguntó Domènech con un destello en los ojos.
Adriano retiró la mano, se recostó en la silla y respondió con una plácida sonrisa:
—Quisiera, pero Su Majestad me ha pedido que ostente yo el cargo hasta que él vuelva, y así se debe mantener oficialmente. —Adriano observó que la expresión de Domènech se endurecía—. Por otra parte, ya quisiera yo nombrarle Inquisidor General haciendo valer mi poder como gobernador, pero no puedo nombrar a extranjeros para el cargo en Castilla, y usted no es castellano, sino catalán. No ignora las reacciones que ha suscitado mi nombramiento como gobernador, y por ello resultaría poco prudente provocar más. Pero lo cierto es que necesito su ayuda con el Santo Oficio en estos reinos, que aunque no sean el suyo, bien son reinos de Nuestro Señor.
Se oyeron pasos apresurados en el pasillo; ellos permanecieron mirándose a los ojos. Por primera vez, Adriano se inquietó al ver que el obispo de Barcelona no dejaba traslucir ni emoción ni expresión alguna, y dudaba de que su argucia fuera a funcionar. Al fin, Domènech suspiró.
—A ver si lo entiendo: quiere que ejerza de Inquisidor General sin serlo.
—Sí, de eso se trata a nivel práctico —respondió Adriano arqueando sus finas cejas—. Necesitamos un Santo Oficio fuerte y activo, y seguro que su experiencia...
La puerta, de pronto, se abrió. El cardenal miró hacia allí claramente contrariado por la interrupción. Phillippe había entrado tras un azorado soldado de la guardia personal de su Eminentísima Reverencia.
—Toledo se ha sublevado —anunció casi sin resuello.
Adriano se puso en pie. Miró a Domènech, aún sentado, pero ahora con el ceño fruncido. Lejos de lo que el cardenal pudiera pensar, el obispo de Barcelona no mantenía esa expresión por la noticia de la sublevación, sino por el disgusto de no ser investido con un cargo oficial, aunque el poder que le ofrecía Adriano superaba al que había esperado en recompensa. El cardenal se mantenía en pie, mirándole, en espera de su respuesta.
—Estoy a su servicio, Eminentísima Reverencia —dijo al fin.
Adriano asintió con gesto grave. Domènech se puso en pie y salió de la sala de trabajo del cardenal, que ahora hervía de actividad.
—Han expulsado al corregidor y se han declarado comunidad —le informaban—. Todo empezó antes de que partiera el Rey.
El prelado catalán volvió a su estancia con una sonrisa, mientras en el monasterio resonaban carreras por doquier. «A cada cerdo le llega su San Martín», pensó.