LIII
Tenochtitlán, año de Nuestro Señor de 1520
Velamos el cadáver, pero ni siquiera pude asistir al funeral de Chimalma. En parte me sentí aliviado, pues me dolía pensar en el olor de su carne quemada. Aunque hubiera querido estar con Izel, ella se valía del pesar de su madre para defenderse del suyo.
Me dejaron entrar en el palacio de Axayácatl cuando las campanas repicaban llamando a misa. «Oraré por él», pensaba. Pero no me consolaba. No era aquel el lugar donde debía estar, aunque Cuitláhuac hubiera insistido:
—Si quieres ayudarnos, haz que todo parezca normal.
Tramaban algo, era obvio. Pero no iba a ser yo quien delatara su derecho a defenderse, si es que al fin iban a hacerlo. No, después de todo lo que había visto. «Que sea lo que Dios quiera», pensé adoptando la misma actitud que Cortés usaba para justificarse. Atravesé el patio hacia la estancia donde me esperaba la ropa para misa. Entré. Allí estaba, negra como mis sentidos.
—Debes hacerlo, por él y por nuestro futuro hijo. Ve, cariño. Te veré esta noche.
El abrazo de Izel y su susurro tranquilo acudieron a mí cuando la túnica ciñó mi piel. Salí de la estancia y entré en la iglesia. Fray Olmedo empezó a hablar acerca de cuán a prueba los ponía el Señor haciéndoles sentir hambre y sed para que con pureza difundieran la Palabra entre aquellos infieles. Las lágrimas pugnaban por salir de mis ojos evocando la sangre de la matanza, de las matanzas. Incluso me pesó la muerte de Acoatl, de la que Izel me había informado. Me postré delante de la Virgen y oré sin escuchar más. «Quizás Chimalma se dejó morir», pensé. Al fin y al cabo, todos sus hijos varones habían perecido.
Una mano se posó en mi hombro. Alcé la mirada.
—No has comulgado, hijo —me señaló fray Olmedo—. ¿Deseas confesión?
Lo miré desorientado. Desde el exterior llegaba el fragor de la batalla alrededor de palacio, mezclada con el ruido de martillos y sierras procedentes del jardín.
—Aquí estás. ¿Aún rezando? —se oyó la voz de Cortés tras el fraile. Este se apartó mientras él venía hacia mí—. He puesto en marcha un plan para acabar con estos endemoniados.
Hizo una señal con la mano al clérigo para que se fuera. Yo permanecí arrodillado, sin entender nada. Cortés se sentó frente a mí, en actitud despreocupada. Cuando me habló, su tono era cálido.
—Temí por ti. Ayer no apareciste y casi matan a los mensajeros que despaché para Villa Rica de la Vera Cruz, e incluso a la comitiva que debía sacar a algunas mujeres. Dios los protegió, sin duda. ¿Dónde has estado?
—Mi anfitrión falleció.
Sonrió mirando al suelo y se santiguó.
—Ya decía yo que no podía estar detrás de los ataques. Si no, no me hubieras pedido liberarlo. —Se dio una palmada en las rodillas, se levantó y añadió—: Anda, vamos fuera. —Me puse en pie. Mi cuerpo se movía, obedecía, pero era como si mi alma no estuviese y mi razón hubiera quedado hueca—. Vamos a hacer tres manoletes.[14] En el palacio de Mutezuma hay comida, ¿no? Lo tomaremos. Primero aseguraremos un área alrededor de nuestros alojamientos. Habrá que tomar los templos...
Me detuve al salir de la iglesia. La voz de Cortés, aún a mi lado, me fue sonando lejana e ininteligible. Sólo oía el ruido de lo que me pareció desolación. El tronco de un ahuehuetl yacía ante mis ojos mientras los hombres lo despedazaban. «Es un cadáver», pensé. El olor fétido del agua salobre ascendía del pozo y se mezclaba con el de la pólvora de los arcabuces. Se oía el retumbar de tambores, roto tan solo por algún disparo de lombarda. Unas palmadas en la espalda me devolvieron a la realidad.
—Ha sido imposible mantener la paz, Guifré. Yo no quería luchar en Tenochtitlán.
Miré a Cortés y estuve tentado de preguntarle: «¿Por qué no te marchas?». Pero no me salían las palabras. Me sentía vacío.
—Necesito que vayas con Mutezuma. Vestido de mexica, claro... Habla con él. Tengo la sensación de que se han organizado.
Asentí y crucé el patio pestilente para quitarme la túnica.
Estuve todo el día con el Tlatoani. Parecía un chiquillo que no hacía más que preguntar por Cortés mientras, en el exterior, su pueblo proseguía la lucha y a ratos daba la sensación de que se recrudecía el combate. Yo no era consciente del tiempo. Sólo quería volver a casa, con Izel. En algún momento del día Marina vino para preguntarme si había sacado algo en claro de Motecuhzoma. Este la miró como un perrillo que espera las migajas de su amo y dijo con voz cantarina:
—Yo soy el Huey Tlatoani de Tenochtitlán. Estoy vivo. ¿Por qué no viene Malinche a verme?
Marina lo ignoró, se encogió de hombros y salió de allí. Miré entonces a Motecuhzoma. Tenía los ojos fijos en la puerta. En cuanto esta se cerró, sonrió pero ya no como un chiquillo, sino como el Tlatoani que yo conocía. Sin mirarme, su voz sonó clara y pesarosa.
—Siento mucho la muerte de Chimalma. —Me miró—. ¿Viste a mi hermano ayer?
—Sí —respondí atónito.
Asintió. Luego sonrió otra vez como un chiquillo y exclamó:
—¡Hoy será el día! Malinche vendrá, ¿verdad?
Desde ese momento, sin ser consciente del tiempo, mi mente estuvo dando vueltas. Era obvio que Motecuhzoma se enteraba de más de lo que daba a entender. Al fin y al cabo, era verdad: mientras viviera sería el Tlatoani de Tenochtitlán. Sin embargo, ¿acaso había liberado a su hermano por amor, o por algo más? ¿Qué le había prometido Cuitláhuac a Chimalma? ¿Hasta qué punto el Tlatoani sabía? ¿Hasta qué punto fingía?
El estruendo cesó al caer la noche. Motecuhzoma se puso en pie. Los criados que allí estaban, por primera vez en su vida, miraron a su Tlatoani. Este parecía ignorarlos, concentrado en el murmullo procedente del exterior.
—Como las ondas del lago. Cuando me coronaron, el lago hirvió, y antes de ello sus aguas sonaban así, con este murmullo.
Pero era gente que gritaba, sólo que las paredes no nos dejaban oír más. El único sonido distinguible era el de las botas repicando en el suelo, que se aproximaban a la estancia donde nos encontrábamos.
Motecuhzoma me miró y sonrió, como tantas veces había hecho bajo las estrellas durante aquellos años.
—Ya viene el fin.
El Tlatoani se sentó majestuoso en el icpalli, con el manto turquesa tapando su cuerpo. Cortés irrumpió en la sala y reapareció la expresión de un chiquillo en el rostro de Motecuhzoma, pero se demudó cuando vio que lo tomaba del brazo y lo alzaba con brusquedad.
—Vamos, a la azotea. Guifré, ven, traduce.
Me levanté de un salto y los seguí. Mientras caminábamos, la intensidad del murmullo se acrecentaba. Parecían vítores y abucheos. Sin duda, era una multitud.
—Hay unos doce indios vestidos de gala, con toda clase de plumas —escupió Cortés—. ¿Capitanes? ¿Jefes? ¡Me da igual! Que hable con los que reconozca y, como rey, les obligue a dispersar a la gente.
Cuando acabé de traducir a Motecuhzoma, estábamos ya a punto de salir a la azotea. Sin embargo, el soberano mexica, que hasta ese momento se había dejado arrastrar, clavó un pie en el suelo, frenando el avance. Cortés lo soltó. Se miraron. Motecuhzoma, erguido, le dijo con aplomo:
—Ya no deseo ni oírte más ni vivir. Por tu culpa, aquí me ha traído mi camino. ¿No has querido ver al Huey Tlatoani antes? Quizá ahora lo que me pides... Ya es tarde.
Traduje. Cortés miró a Marina, a su lado, y ella asintió.
—¿Una amenaza? —sonrió el capitán general.
Empujó a Motecuhzoma y este salió a la azotea, al frente de una escolta de soldados castellanos. Cortés me asió el brazo y nos mantuvimos en un discreto segundo plano. La calle estaba atestada de gente. Pero entre la muchedumbre, doce guerreros se abrían paso con facilidad. Escoltaban a un hombre, un hombre con túnica turquesa. Gracias a mi altura pude distinguirlo: era Cuitláhuac. Cuando Motecuhzoma se detuvo para hablar, apenas llegó a alzar los brazos. Una lluvia de piedras empezó a caer junto con abucheos y gritos:
—Ese ya no es nuestro Tlatoani. ¡Fuera! Arriba Cuitláhuac.
Los escudos metálicos se alzaron para cubrirnos. Entre las piedras también llegaron flechas. Corrimos a refugiarnos en el palacio.
—¿Qué ha pasado? —me preguntó Cortés ya dentro.
Motecuhzoma se desplomó. Sólo vestía su maxtlatl. Una flecha en el hombro le había despojado del manto turquesa de Tlatoani. Otra le atravesaba la pierna derecha. Su cabeza sangraba abundantemente. Había recibido el impacto de las pedradas antes de que los escudos lo protegieran.
—Su hermano, el que iba escoltado y vestía el manto turquesa, es el nuevo Tlatoani —expliqué a Cortés.
Este frunció el ceño y movió la boca de aquella manera que empezaba a erizarme el vello. Miró a Motecuhzoma, que yacía en el suelo y profería gemidos ininteligibles. Entonces ordenó a sus hombres:
—Hay que acabar esos manoletes ya. Que nadie duerma. Tomad posiciones. Sandoval, aprovechemos la multitud para usar los cañones.
Los soldados fueron a sus puestos obedeciendo las órdenes de Sandoval. Entonces, Cortés me puso una mano en el hombro:
—Esto se ha complicado. ¡Peligrosa es la prueba a que nos enfrentamos! No salgas de palacio. Encárgate de Mutezuma. Intentaré mandaros un médico.
Me quedé petrificado mientras Cortés se iba gritando órdenes. «No salgas de palacio», resonaba una y otra vez en mi cabeza, mientras mis ojos sólo veían a Izel y mi rostro evocaba sus manos sobre mis mejillas. Entonces, por primera vez durante aquel día, dejé de estar vacío. Miedo a mis espaldas, miedo en mis entrañas, miedo. Eso era lo que no me había dejado llorar.
—Ya viene el fin.
La voz de Motecuhzoma me sacó de mi inmovilidad. Lo miré. Bajo su cabeza había un charco de sangre. Me agaché y lo tomé en brazos, como hiciera con Chimalma, pero sin lágrimas, sólo con compasión. Mi mente era un torbellino: escapar, estar con ella, protegerla, huir los dos, empezar de nuevo, solos, lejos de unos y otros... «Debí hacerle caso hace mucho, cuando me lo propuso.»
No logré huir. Los manoletes salieron al día siguiente y volvieron destrozados. Los mexicas prendieron fuego al palacio de Axayácatl. Los castellanos estaban cercados. Yo, enjaulado. Los hombres de Cortés, tan pronto ganaban terreno en las escaramuzas como lo perdían. Sin muchedumbre arremolinada, con el acoso de batallas libradas desde calles y azoteas, poca superioridad les daban las lombardas, los arcabuces, las culebrinas y los cañones. En guerra ya abierta, los mexicas no perdían oportunidad de atacar. Fuera con armas, fuera con miedo.
Por la noche, los ataques daban paso a los fantasmas. Sin duda, obra de los nigromantes que atemorizaban a los castellanos con cabezas que caminaban con un pie o cuerpos sin cabeza lamentándose. Los nervios de los vigías obligados a contemplar esto estaban a flor de piel, lo que hacía mi huida imposible.
Cortés trató de dialogar, a gritos, desde la azotea. Intentó la paz. Usó a Marina y a Aguilar, me usó a mí. Nada. Les hablaba como si se compadeciera de ellos en lugar de admitirse acorralado. Me obligaba a decirles:
—Malinche os pide que detengáis esta hostilidad. Advierte que si no ha acabado con esta ciudad es porque Motecuhzoma se lo ruega. Pero si seguís en guerra, quemará las casas y castigará a los hombres.
La respuesta eran gritos:
—¡Venganza!
—¡Libertad!
—Moriréis como bestias sin honor, igual que los nuestros.
La guerra no cesó. Y a pesar de los aires de Cortés, la obvia ventaja mexica hacía mella en sus hombres, sobre todo en los nuevos, que no habían conocido Tenochtitlán en paz. Algunos capitanes empezaron a instar a su jefe a retirarse, pero este se negaba una y otra vez.
—¡Son vasallos de don Carlos, rey de Castilla por la gracias de Dios! —exclamaba.
Los manoletes fueron reparados. Cortés quemó casas y tomó el templo de Yopico para usarlo a modo de torre de vigilancia. Pero en ninguno de sus movimientos intentó abrir una salida. «Quizás haya abandonado la ciudad —me decía a mí mismo, más que deseando verla, anhelando su seguridad—: Su primo Cuitláhuac, el nuevo Tlatoani, la protege. Es la hija de Chimalma.» Estos pensamientos se mezclaban con una creciente animadversión hacia Cortés. Me avergonzaba haber sentido alguna vez simpatía por él. De pronto lo vi como a los capataces de la mina, que nos fustigaban y daban más valor al oro que a nuestra vida. Por gestos, por comentarios oídos, por lo que le trajo a la ciudad y por lo que jamás dejó de pedir, comprendí que su empecinamiento no obedecía a un desmesurado y absurdo sentido del honor. Era por no dejar atrás el oro. A aquellas alturas era cuantioso, ya fundido en barras que, en un ambiente hostil, serían difíciles de transportar. No le importaba la vida de sus hombres, acosados por el hambre, el cansancio y la sed. Procuré evitarlo y ser parco en palabras cuando no tenía más remedio que hablarle. Lo hice por temor a perder el control y acabar con él con mis propias manos. Tenía que hacer como en la nao, aquella nao donde lo vi por primera vez: pasar inadvertido. Mi única manera, a menudo, era encerrarme con el agonizante Tlatoani.
El soberano mexica expiró casi tres días después de haber resultado herido. Cuando se lo comuniqué, Cortés simplemente puso cara de fastidio, se encogió de hombros y luego devolvió a su pueblo el cuerpo de quien fuera Motecuhzoma Xocoyotzin.
—Que vean respeto y buena voluntad —me dijo—. Es una guerra, pero la han empezado ellos. Si se rinden, habrá castigo pero también misericordia, tal como enseña el Señor.
Él no estaba cuando se produjo la matanza de la plaza mayor. Y a su responsable ni siquiera lo había relevado como capitán. Respiré hondo. Me invadió un súbito temor, mucho más concreto que el miedo denso y algo melancólico que me acompañaba desde que Alvarado me hiciera prisionero. «¿Y si me obligan a empuñar una espada?» Me escondí en la iglesia para orar porque eso no sucediera, pero Cortés en persona acudió en mi busca al anochecer. Entró en el templo, se santiguó ante el altar y se arrodilló a mi lado. Cruzó las manos a la altura del pecho y, sin mirarme, dijo con cierto pesar en la voz:
—Creo que debería revestir una armadura, barón de Orís. —Lo miré, tenso, luchando contra mi propia ira. Me ignoró y continuó—: De algodón, como las de los mexicas. Son efectivas contra las flechas. Nos vamos esta noche. En silencio. Es por si acaso.
—¿Nos vamos? —grité alarmado.
Me malinterpretó, estoy seguro. Me miró sonriente:
—Prometí que regresarías a tu tierra como barón. Tienes que salir protegido. Voy a cumplir mi promesa. Irás a mi lado. En cuanto oscurezca del todo, salimos. Desde dentro no creo que podamos retomar Tenochtitlán.
—Pero yo no me puedo ir; no así.
Volvió a mirar al frente. Su tono sonó duro:
—Te dije que la trajeras. ¿No has visto mi ejemplo? ¡Ni siquiera está bautizada! Tú sí, y debo protegerte. Ahora no te puedo dejar marchar. No es seguro para ti, y Dios no me lo perdonaría. Sé que Él quiere que vuelvas al lugar que te corresponde. Te ha salvado demasiadas veces, y puedo dar fe de ello. ¡Quiere que lo haga! —Se volvió hacía mí y adoptó un aire conciliador al añadir—: Regresaré, tomaré Tenochtitlán y será tuya, esclava de tu propiedad, y bautizada.
Se santiguó de nuevo y salió de la iglesia. Sentí una arcada y otra y otra hasta que el vómito me liberó.
—¡No es una esclava! —grité.
Seis días después del regreso de Hernán Cortés, una sigilosa formación abandonó el maltrecho palacio de Axayácatl. Agujereado, quemado, destruido su jardín... Ni vigas de madera quedaron en su interior. Las últimas iban a lomos de unas mulas, en la vanguardia de la formación. Una llovizna plomiza empezó a caer mientras caminábamos en silencio. Hasta los cascos de los caballos sonaban mullidos, puesto que estaban enfundados en paño para acallar el ruido. Bajo una armadura de algodón, yo iba vestido con una túnica, y el agua calaba despacio el maloliente ropaje. Cortés me había dejado quedarme con algo de ropa mexica de sus tesoros. A él sólo le importaba el oro. Saqué un manto de un hatillo y me lo coloqué sobre la cabeza, más que para protegerme del agua, para no ver. Mi ánimo era sombrío. Me pesaba el corazón, me pesaba cada paso. Cierto que nunca me había resignado a no verla más, pero ahora sentía que era verdad, que no vería a Izel ni vería nacer a mi hijo. Tentado estuve de huir corriendo, de gritar. Pero eso significaba una muerte segura. Ella misma me habría reprendido ante una idea tan absurda. Mientras nos fuéramos, debía creerla a salvo en un Tenochtitlán mexica, entre los suyos. «Encontraré la forma de escapar», pensaba buscando consuelo en mi esperanza.
Alcé la cabeza. Debía observar, estar atento a cualquier oportunidad. Caminaba al lado de Cortés, junto al grueso de los hombres, maltrechos pero aliviados por dejar Tenochtitlán. Enfilamos la calle hacia la salida de la ciudad, por la calzada oeste. Justo detrás de nosotros iban las mulas que cargaban la mayor parte del oro, bien custodiadas por los soldados mejor armados. Pero no estaba todo el oro. No fue posible, y Cortés dio permiso a los hombres para que cargaran, si querían, el que pudieran y quedaba. Ahora se les vía caminar pesadamente, incluso hacían más ruido que los caballos.
En retaguardia iba Alvarado. Por lo menos no tenía que verlo. Cerraban la comitiva los tlaxcaltecas con los cañones. Y delante de nosotros caminaba el que ahora era segundo de Cortés, Sandoval, otros capitanes, los frailes, Marina y la amante de Alvarado, bautizada como Luisa. «El oro en medio, bien protegido, más que las mujeres con quienes comparten lecho», pensé rabioso.
Los pasos de madera que salvaban los canales estaban destrozados. Pero la marcha continuó, pues allí, como puente improvisado, acabaron las vigas del otrora lujoso palacio de Axayácatl. La lluvia era continua, pero caía lenta, como cansada. A su murmullo se sumaban los cantos de los pavos, algún ladrido lejano y el paso cauteloso de las botas sobre la piedra, que apenas dejaban oír el eco metálico de las espadas al cinto y las armaduras.
Las casas blancas ya quedaban atrás. La calzada que se abría ante nosotros apenas se distinguía en la oscuridad. Pero esa oscuridad anunciaba que ya salíamos, que sólo nos quedaba atravesar el lago. Miré al cielo, sin estrellas, lloroso. No quería irme de Tenochtitlán. No quería. Y entonces, de repente, tronaron los teponatzli desde lo alto del templo mayor. Cortés dio el alto.
—¿Qué es eso? —preguntó.
Alcé la cabeza. Todos se miraban unos a otros.
—Nos han descubierto —respondí sin poder evitar cierto regocijo.
El caos estalló con el estruendo de gritos de guerra y los tambores de fondo. Aún no se veían canoas cuando empezaron a caer las primeras flechas. Las piedras no tardaron en resonar. Gemidos, chillidos, monturas encabritadas... Por un instante di gracias a Dios porque mi padre me obligara a aprender a nadar en un riachuelo. Intenté desplazarme hacia un lado de la calzada para llegar al agua, lanzarme al lago y regresar. Pero era difícil cruzar cuando la corriente humana iba hacia delante, a ciegas, por el único camino posible que dejaba ambos flancos abiertos.
—Llevaos el oro —oí gritar a Cortés.
Una flecha se clavó en mi casaca de algodón. Debía alejarme, pero me detuve por un instante. Miré a mi alrededor. «Necesito un escudo, un escudo.» Me empujaban. Me llevaban. Chapoteos.
Los hombres caían al agua, precisamente donde yo quería llegar. Olía a sangre, fuego y pólvora. Ya no avanzábamos. La calzada estaba cortada. Empecé a oír rumor de espadas: metal contra obsidiana. Las canoas se distinguían ya con claridad. Algo me empujó hacia el costado. Noté una coz. Caí al agua bajo un peso enorme que me hundía. Otra coz. Alguna cabalgadura, intentando nadar, me hundía con ella.
Llevaba una pesada carga. «El oro», pensé. Me apoyé sobre el animal con los pies para impulsarme hacia arriba. Salí a la superficie y me deshice de la armadura de algodón. El agua sabía a sangre. Se oían gritos aterrados.
De pronto, una flecha prendida de fuego iluminó a un caballo, lo hirió y lo vi venir hacia mí. Me sumergí para evitar el golpe. Aun así, me rozó el costado y me obligó a soltar algo de aire. Ascendí a pesar del dolor. Era peor la sensación de asfixia. Asomé la cabeza para respirar cuando una mano se aferró a mí y me arrastró hacia abajo. Era el jinete. «Mejor subirlo que zafarme», pensé. Lo agarré, pataleé y oí su respiración acelerada y ansiosa por encima del clamor.
—Gracias —balbuceó.
—¿Don Hernán?
—Guifré... ¡Oh Señor, Señor...!
Pensé en ahogarlo. Quisiera decir que no lo hice por piedad, pero en realidad, no tuve valor. Dejaba en manos de Dios que se pusiera a salvo. Me sumergí y, amparado por el agua, me alejé de la calzada.
Nadé. De pronto, pensaba con claridad. Llegué a una chinampa. Subí. Me quité la ropa. Rasgué la túnica para hacerme un maxtlatl. El fragor de la batalla y los tambores desde el centro ceremonial me indicaron el rumbo. Avancé sabiendo adónde iba, aunque no por dónde caminaba. Llegué a la calle que llevaba al palacio de Axayacált y corrí, corrí con todas mis fuerzas hacia mi casa.
Sin aliento, llamé a la puerta. Nadie respondió. Los gritos de la batalla eran un murmullo que se alejaba. Mi corazón latía con fuerza. Volví a llamar mientras gritaba:
—¡Izel, soy yo! ¡Ocatlana, abre, soy Guifré!
Nadie respondió. Oí un grito en el interior de la casa. Era su voz. Aporreé la puerta. Otro grito. Me lancé con el hombro, intentando derribarla; poseído, la golpeé aullando:
—¡Izel! ¡Izel!
De pronto, la puerta se abrió. Me detuve en seco. Silencio.
—¡Señor Guifré! —Ocatlana, mal iluminado por una candela, me escrutaba con los ojos desorbitados.
Entré bruscamente y rebusqué con la mirada como si así la fuera encontrar.
—¿Dónde está Izel? —inquirí.
—Ella salió a buscarlo y... con la confusión, recibió algún golpe, algo... —balbuceaba. Me di la vuelta y lo miré angustiado—. Cuando la trajeron a casa estaba de parto.
—Pero si aún no es tiempo... —musité.
El hombre bajó la mirada. Oí llantos en el patio. Salí corriendo y vi a la primera esposa de Chimalma con la ropa ensangrentada; corría desolada hacia la fuente entre sollozos.
Me ofusqué. Sólo recuerdo estar ya dentro de la habitación y ver un charco de sangre entre sus piernas. Recuerdo también el pánico y el dolor y la sensación de que todo se había teñido de color rojo. Oí su voz en un suspiro:
—Guifré —murmuró débilmente.
Su cabeza entre mis brazos. Sus ojos en los míos. Sus ojos grandes, cálidos, húmedos. Una sonrisa suya, serena. Besé sus labios carnosos. Apenas me aparté. Su débil aliento sobre mi piel.
—Te quiero —sollocé.
Parpadeó una vez y entreabrió los labios.
—Te quiero —repetí sin cesar.
Sentí una mano sobre mi hombro, cálida. Entonces me di cuenta de que Izel estaba helada. Alcé los ojos. Amanecía sobre el rostro de Pelaxilla. Entrecortada por su propio llanto, me suplicó:
—Deja que la limpiemos, por favor.