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SEVILLA

SABBAT 25 DE ELUL, 4623

25 DE SHABÁN, 455 / 23 DE AGOSTO, 1063

El hazzán estaba delante, junto al atril de la Tora. Era un hombre alto y delgado, de tez pálida, con una hermosa cabellera negra y rizada. Dirigía la vista al techo y cantaba con una voz plena, elástica, vibrante por lo intensa, que llenaba la cúpula de la sinagoga como el viento las velas de un barco.

Procedía de Italia y, según se decía, también había cantado en Montpellier, Narbona y Barcelona. Ahora era la atracción de toda la comunidad judía de Sevilla. Desde que él cantaba, la sinagoga de la congregación palestina siempre se llenaba hasta rebosar. En la galería de las mujeres, la aglomeración era tal, que algunas jóvenes se desmayaban. Y una de las melodías que el hazzán había traído consigo de su tierra natal se había hecho ya tan popular que la noche posterior al sabbat se la oía en uno de cada dos patios.

Si Yunus se inclinaba un poco hacia delante, veía al rabino, que estaba sentado unos cuantos sitios a la izquierda de él, con la cabeza roja, henchido de satisfacción y orgullo por haber conseguido traer aquel cantor a su sinagoga, y, además, a cambio de unos honorarios ridículos, como no se cansaba de repetir.

Si Yunus se inclinaba un poco más veía, más allá del rabino, a al–Fasí, el zapatero. Pero el aspecto de éste, por el contrario, era como para echarle a perder el disfrute de los hermosos cánticos a cualquiera. Al–Fasí se revolvía inquieto en el cojín que le servía de asiento, enroscaba con manos nerviosas las borlas de su túnica de oración y no cesaba de mover los labios. Tendría que tomar la palabra apenas terminara el canto litúrgico. Yunus le había redactado un discurso y había traducido el texto al hebreo, para que pudiera aprendérselo de memoria. Karima, la pequeña hija acogida por el zapatero, estaba muy bien situada en la galería, en primera fila, junto a la mujer y las seis hijas carnales de al–Fasí. Sin embargo, Yunus no estaba seguro de que la petición de ayuda del zapatero fuese siquiera escuchada, pues ya antes de la lectura se había hecho un insistente llamamiento pidiendo limosnas, y aquellos miembros de la comunidad que, como era sabido, siempre tenían un oído abierto a los menesterosos que solicitaban su ayuda en los oficios religiosos de la mañana del sabbat ya habían dado suficientes pruebas de su gran corazón.

Dos días antes habían llegado fugitivos de Sicilia, catorce familias con muchos niños, la mayoría sin ninguna pertenencia. Procedían de Mesina, una ciudad del este de la isla que dos años antes había sido tomada a punta de espada por Roger, el normando. Los fugitivos habían intentado establecerse en Palermo, pero tampoco allí habían encontrado la paz. Una flota de Pisa había conseguido conquistar el puerto de la ciudad y apoderarse de muchos barcos. Luego los fugitivos habían viajado a África, en un intento de encontrar un nuevo hogar en al–Mahdiyya. Sin embargo, la comunidad judía de la localidad no se hallaba en condiciones de acoger a los fugitivos; bastante tenían ya con cuidar de sus propios pobres, pues el precio del pan se había incrementado en un doscientos cincuenta por ciento desde que los transportes de trigo procedentes de Sicilia eran atacados regularmente por piratas italianos. Después, de camino a Qayrawan, una banda de beduinos había despojado a los desgraciados de sus últimas pertenencias. Ocurrido esto, y ya en la más extrema pobreza, habían puesto rumbo a Andalucía.

Como la mayoría de los judíos de Sicilia, seguían la doctrina de la congregación palestina, y por ello al llegar a Sevilla se habían dirigido en primer lugar a sus hermanos de fe. El rabino había hecho todo lo posible para conseguirles alojamiento entre su propia gente, a pesar de que la congregación palestina sólo constituía una minoría dentro de la gran comunidad judía de Sevilla. Además, los fugitivos habían nombrado portavoz a un haver, hombre muy erudito, que había descrito la historia de sus pesares con palabras en extremo sencillas y, precisamente por eso, mucho más conmovedoras. En comparación con las privaciones y necesidades por las que habían pasado, los problemas de al–Fasí y su hija acogida resultaban vergonzosamente insignificantes. Y, cuando finalmente tocó el turno al zapatero y éste se puso ante la congregación para soltar su discurso, esta impresión se acentuó aún más.

Las pocas frases hebreas que Yunus había escrito para él eran sencillas y poco emotivas. Pero el tono de voz de al–Fasí las convirtió en un himno fúnebre, en un lamento desesperado y quejumbroso. Él mismo parecía notar que con su discurso estaba consiguiendo precisamente el efecto contrario al deseado, y se sumió en el pánico. Puso en marcha la rueda de molino de su elocuencia y empezó a hablar en árabe, lo cual fue recibido con murmullos de indignación por los miembros más ortodoxos de la congregación. El zapatero pintó su situación con los colores más oscuros; las virtudes de la muchacha, con los más vivos. Clamó al Todopoderoso, a los patriarcas y profetas, y a todos los miembros del Consejo de Ancianos, nombrándolos con todos sus títulos. Por último, señaló con gesto dramático hacia la galería de las mujeres, donde su hija mayor sostenía en brazos a la muchachita. La pequeña estaba muy bien arreglada, tenía un aspecto encantador. Pero, de repente, pareció asustarse de algo, tal vez de los muchos hombres que la observaban desde las profundidades, tal vez tenía miedo de caerse; en cualquier caso, de pronto empezaron a caer gotas de la galería. Algunas cayeron sobre el vestido de la hija mayor, que empezó a regañarla. La pequeña rompió a berrear. La hermana mayor la trató con aspereza. La niña gritó con más fuerza aún y estallaron las carcajadas. La rueda de molino de al–Fasí se detuvo con un suspiro. Nadie se mostró dispuesto a adoptar a la pequeña.

Yunus pasó el resto del día en casa de Etan ibn Eh. Yunus y su amigo habían llegado a un acuerdo sobre la boda. Yunus había pedido a su vecino ar–Rashidi que actuara como wali de Nabila, de modo que el boticario había llevado las negociaciones en nombre de él y de Nabila. Yunus estaba muy satisfecho. Nabila estaría bien acomodada. Habían acordado que Nabila llevaría al matrimonio una dote por un valor de doscientos veinte dinares, todo en ropa blanca, enseres de casa, trajes y joyas; nada de dinero en efectivo. El dinero que tendría que poner el hijo de Ibn Eh fue fijado en ciento veinte dinares, diez para el casamiento —que incluían la compra de las dos alianzas de oro— y cuarenta como regalo de bodas; los setenta dinares restantes serían invertidos en firme y constituirían un tercer plazo, que se haría efectivo si el marido moría o, Dios no lo quisiese, pedía la separación. Por otra parte, Ibn Eh se había declarado dispuesto a construir una casa para la joven pareja. También se había fijado ya el día de la boda: la primavera siguiente, el segundo día del mes de adar, justo a tiempo para el viaje que Ibn Eh tenía previsto hacer al país de los francos, que quería emprender poco después de la fiesta de Purim.

Por la mañana, tras el servicio religioso, había habido una gran recepción y, luego, una comida entre amigos. Ahora, por la tarde, ya sólo quedaban tres: Yunus, Ibn Eh y ar–Rashidi, el boticario. Estaban sentados en el madjlis, los tres muy relajados, contentos de haber acordado tan rápidamente los términos del contrato matrimonial, sin disonancias, sin mezquinos regateos. Eran amigos, su amistad se había comprobado, y ahora la avivaban pensando en ella. Recordaron los tiempos en que ellos mismos se habían casado. ¡Dios santo, qué tiempos aquellos!

Ibn Eh se había prometido con la hija de un comerciante en pieles. Los padres habían concertado el matrimonio mucho tiempo antes; el contrato estaba firmado y ya se había fijado la fecha de la boda.

—De pronto, mi padre empezó a tener grandes pérdidas. En un solo mes se hundieron dos barcos con mercancías suyas a bordo. En aquel entonces yo estaba en Alejandría. Volví dos días después del plazo acordado. No fue mi culpa. El barco tardó diecisiete días en hacer el viaje, catorce más de lo normal, porque tuvimos que huir casi hasta Constantinopla para eludir a los piratas. Pero el padre de la novia aprovechó la oportunidad y rescindió el contrato matrimonial alegando ruptura del mismo. No quería entregarle su hija al hijo de un hombre que estaba al borde de la quiebra. Ya tenía hasta un nuevo novio. No podéis imaginar qué infeliz me sentí. La chica era bella como una rosa. Yo pensaba que no podría vivir sin ella. Nos encontrábamos en secreto. Ella se negó a casarse con el otro. Durante el sabbat, gritó en el patio de la sinagoga que se tiraría a un pozo o mataría a su nuevo novio antes que consentir en casarse con él. La consecuencia de ello fue que su padre la envió a Valencia, a casa de unos parientes.

Ibn Eh se recostó en su asiento, la mirada vuelta hacia su interior, como si aún tuviera ante sus ojos la nítida imagen de la muchacha gritando en el patio de la sinagoga. Luego se sacudió de encima estos recuerdos y una sonrisa liberadora se ensanchó en su rostro.

—Hace cinco años volví a verla por casualidad. No se casó conmigo ni con el otro hombre, sino con un boticario de Valencia. Estaba terriblemente gorda, hinchada como un odre lleno y fea como un sapo. Sólo Dios sabe que nos hace el bien, cuando nosotros pensamos que nos está arrojando a la desdicha.

También Yunus recordó los tiempos en que él mismo firmó su contrato matrimonial con su mujer y el padre de ésta. Su mujer no había consentido que un wali negociara el matrimonio en su nombre, así que los novios se habían sentado frente a frente y habían estado tan de acuerdo en todo como sólo puede estarlo una pareja de jóvenes enamorados. Habían reído en secreto cuando el padre de la muchacha, con imperturbable seriedad, insistió en todas las antiguas cláusulas que prescribía la tradición y comprobó con extrema desconfianza y ojo avizor que Yunus anotara correctamente en el contrato cada una de esas cláusulas: «El marido no podrá tomar una segunda mujer. El marido no podrá llevar una criada a casa contra la voluntad de la esposa. El marido no podrá salir de la ciudad si la esposa no está de acuerdo. La esposa tiene la última palabra en todas las cuestiones que conciernen a la cocina», y muchas otras. Yunus y su mujer consideraban que ese contrato era completamente innecesario, y si lo redactaron en toda regla fue sólo por dar gusto al padre de ella.

Yunus todavía veía frente a él al viejo maestro tintorero, con su barba blanca teñida de azul por toda una vida de trabajo cerca del añil. Ahora lo comprendía. Ahora era él mismo quien desempeñaba el papel de padre de la novia, y había insistido con la misma obstinación en que también el contrato matrimonial de Nabila incluyera las viejas y buenas cláusulas. A pesar de su amistad con Ibn Eh. Precisamente por esa amistad.

—Tú sabes que no desconfío de tu hijo, Etan. Sólo desconfío del tiempo, que cambia tantas cosas.

Cuando Yunus volvió a casa, Zacarías lo esperaba a la puerta. Yunus se sorprendió de que el joven no hubiese entrado en la casa. Hasta entonces nunca había sentido temor de entrar en ausencia de Yunus; era casi como de la familia. Yunus lo empujó hacia la puerta.

Zacarías había venido a devolver un libro, el tercer volumen de los escritos de anatomía de Galeno. También hubiera podido devolvérselo a la mañana siguiente en el consultorio, pero por lo visto quería llevarse el siguiente volumen para no perder la noche. Sus ansias de aprender eran terroríficas. La madre de Zacarías había contado a Yunus que a veces su hijo se ataba a un poste y no se dejaba desatar hasta que tenía completamente en la cabeza determinado capítulo de un libro. Por las noches gastaba leyendo más petróleo del que podía comprar con lo que ganaba durante el día.

Yunus había empezado a proporcionarle literatura médica, por encauzar en alguna dirección su desordenada sed de conocimientos. Zacarías tenía diecinueve años y estaba en una etapa difícil del aprendizaje. Se sentía insatisfecho con la rutina cotidiana de un pequeño consultorio médico, que no le daba respuestas a los grandes interrogantes que comenzaban a inquietarlo. Lo que él buscaba era una especie de sistema científico, que le explicara todo lo que parecía inexplicable, que respondiera a todas sus preguntas. Y lo que esperaba encontrar era una autoridad que lo iniciara en los secretos de tal sistema.

Desde hacía un año, Yunus intentaba transmitirle, junto a la práctica cotidiana, también las bases científicas de la profesión médica. En un primer momento había evitado darle libros, pues sabía por experiencia cuán prestos están los estudiantes a tomar como verdad inmutable todo lo que está en los libros. Había intentado explicarle que un médico, más que nadie, debe siempre cuestionar sus conocimientos y someterlos a prueba en la práctica.

Yunus recordaba el día en que dio a Zacarías una clase sobre aquellas fuerzas que los antiguos médicos denominaban «pneuma», fuerzas presentes en el cuerpo de todos los seres vivos en forma de sutilísimos humores y que debían ser vistas como el auténtico principio, en cierto modo como la encarnación misma de lo viviente. Él había distinguido tres de estas pneumas: la pneuma física o fuerza corporal, que dirige los movimientos de nuestro cuerpo, tiene su sede en el corazón y es transportada por las arterias, que parten del corazón; la pneuma vital o fuerza vital, que dirige nuestros apetitos, tiene su sede en el hígado y es transportada por las venas, que parten del hígado; y, por último, la pneuma psíquica o fuerza espiritual, que tiene su sede en el cerebro, palpita en las vías nerviosas y nos hace capaces de percibir, sentir y pensar.

Yunus había explicado a Zacarías que esas pneumas se alimentan principalmente del aire que respiramos, y que sufren daños si el aire es impuro, fétido o infesto. Le había explicado que la pneuma física es la más gruesa, y la psíquica, la más sutil; y que por eso ésta última es la primera que sufre daños si el aire es nocivo. Había citado asimismo a Galeno, quien afirma que un hombre que respira constantemente aire malo pronto empieza a padecer pérdidas de memoria y disminución de la inteligencia.

Ese mismo día había llegado al consultorio un hombre de Taryana, a quien la ronquera ya no permitía ni pronunciar palabra. Yunus lo conocía desde hacía quince años. El hombre trabajaba tamizando cal y estaba constantemente expuesto a un aire tan dañino como el que no respiraba ninguna otra persona en Sevilla. Según Galeno, su pneuma psíquica tendría que haber estado gravemente dañada.

Yunus dio de beber al hombre un cuarto de litro de vinagre y le alcanzó un cubo. El hombre se mareó y, entre toses, jadeos y ahogos, vomitó el vinagre; junto con el líquido y las mucosidades salió también una gran cantidad de polvo. Un instante después recuperó el habla. Hizo algunas bromas y se mostró muy agudo. Todavía recordaba perfectamente su primera visita al consultorio de Yunus, la recordaba mejor que el mismo Yunus. No tenía absolutamente ningún mal psíquico; en cambio, físicamente se hallaba en un estado lamentable. El ejemplo de aquel hombre daba literalmente la vuelta a la afirmación de Galeno, y corroboraba de la manera más expresiva la tesis de Yunus, según la cual aún las autoridades reconocidas deben ser puestas a prueba constantemente.

Sin embargo, era imposible hacer que Zacarías renunciara a su búsqueda del gran maestro omnisciente. Por un tiempo perdió la fe en Galeno, cosa que tampoco pretendía Yunus, así que decidió darle a leer los escritos sobre anatomía de Galeno, que eran los que más se ajustaban a la necesidad del muchacho de encontrar conocimientos científicos exactos en el ámbito de la medicina.

La vieja Dada entró en el madjlis, donde se habían instalado Yunus y Zacarías, les ofreció vino y agua, y limpió la lámpara. Zacarías rechazó la bebida. Yunus advirtió que el muchacho tenía los ojos enrojecidos y la cara muy pálida. El estudio parecía haberlo agotado más de lo que Yunus había temido. Por lo visto, el joven exigía demasiado de si mismo: su labor de asistente en el consultorio, los estudios de la Tora en la academia, los libros, los cursos de ciencias naturales con un profesor pagado por Yunus, las discusiones filosóficas con otros estudiantes y, además, las conferencias libres en la mezquita principal y la sinagoga, a las que asistía regularmente. Eran sobre todo estas conferencias nocturnas las que habían alimentado su fe en un «sistema» universal.

El primero en cautivar la atención de Zacarías había sido un erudito nómada de Zaragoza, un zahirit, un fundamentalista que rumiaba la antigua tesis de que el ser humano no habría adquirido sus conocimientos poco a poco y por sus propias fuerzas y capacidades, sino que Dios reveló estos conocimientos de una vez a Enoch, supuesto padre de todas las ciencias. Todo los saberes, todos los conocimientos de la humanidad, incluidos por tanto los médicos, se remontaban a este Enoch. Prueba: ninguna persona sería capaz de experimentar por si misma con los miles de materias vegetales, animales y minerales que existen en el universo en el tratamiento de los millares de enfermedades, para averiguar así qué substancias y en qué cantidades y mezclas tienen un efecto curativo sobre una dolencia determinada.

Zacarías había quedado fascinado por esa doctrina. Le parecía que, por fin, ésta le mostraba el camino por el que podía llegar a su meta: si se atribuía a Enoch ese saber universal que explicaba todos los enigmas y misterios del universo, entonces bastaba con estudiar los escritos de Enoch y sus discípulos para hallar todas las respuestas.

En aquellos días, Yunus sostuvo largas conversaciones con Zacarías. Se esforzó por sacarlo de ese camino utilizando la debida precaución. Argumentó que era posible que el viejo Enoch hubiera poseído todos los conocimientos, pero que, en tal caso, sus discípulos y los discípulos de sus discípulos habían perdido parte de ese saber o lo habían olvidado o transmitido incorrectamente, y por eso ahora los hombres estaban obligados a recuperarlo por sus propios medios y con ayuda de Dios.

Intentó explicárselo con un ejemplo extraído de las consultas de Ibn Butían. El gran médico cristiano, a quien Yunus había llegado a conocer en persona cuando estudiaba en Bagdad, había informado en aquel entonces de un paciente enfermo de hidropesía, bajo la modalidad que Galeno llama hydrops ascites, al que sólo se le habían hinchado las piernas y el bajo vientre. El hombre se encontraba ya en la fase final de la enfermedad, totalmente estropeado físicamente: las piernas abiertas, el bajo vientre inflamado, el cuello delgado como el pescuezo de una gallina. Ya era imposible ayudarlo mediante la medicina.

Algún tiempo después, ese mismo hombre pasó por el consultorio completamente sano, sin ninguna molestia. A la pregunta de quién lo había curado, dijo únicamente que su madre lo había cuidado, dándole de comer sólo pan remojado en vinagre. Ibn Butían fue inmediatamente con el hombre a casa de éste, examinó la jarra de vinagre y encontró en el fondo dos víboras, ya casi disueltas por el vinagre. De ese modo descubrió una pista que podía conducirlo a un posible medicamento contra la hydrops ascites: veneno de víbora disuelto en vinagre. Gracias al azar descubrió una pizca de saber o, si se quiere creer en el viejo Enoch, la redescubrió.

Zacarías no se había dejado convencer por esto. Todavía no quería aceptar que el saber se ensancha gracias a este tipo de casualidades. Consideraba tal posibilidad indigna de una ciencia que aspirara a ser tomada en serio. Durante un tiempo, según Yunus pudo deducir de distintas alusiones, Zacarías se quedó atascado en la idea de que el saber de Enoch y sus discípulos no se habría perdido, sino que se conservaba en libros secretos que celosos eruditos mantenían ocultos. El muchacho se embriagaba con la idea de que algún día redescubriría los escritos de Enoch en alguna biblioteca olvidada o entre las tribus perdidas de Israel, en las montañas de Sind.

Entre tanto, había encontrado un nuevo guía. Tres semanas atrás, un joven judío de Lucena, que se calificaba así mismo de «científico natural», había empezado a leer la Física de Aristóteles y a someterse dos veces por semana a las preguntas de los estudiantes en la sinagoga de la congregación palestina. Algunos miembros del Consejo de Ancianos habían intentado cerrarle las puertas de la sinagoga; pero este intento fracasó, pues el joven tenía el titulo de haver.

Zacarías se había convertido en uno de sus discípulos más entusiastas. Finalmente había encontrado su «sistema»: todo lo terrenal es asequible a la razón humana; todo tiene una explicación y una finalidad; todo efecto tiene una causa; toda materia tiene una forma estable; la materia es eterna, y todo lo que vive, se mueve y cambia sigue leyes naturales eternas e inmutables. Así pues, quien conoce estas leyes posee los conocimientos de Enoch, puede comprenderlo todo, explicarlo todo, actuar sobre todo.

Yunus se había resignado a que Zacarías se perdiera en Aristóteles. Sus pequeños consejos médicos, producto de la experiencia, que por desgracia sólo en contadas ocasiones seguían una regularidad perceptible, no podían competir contra la enorme construcción intelectual del filósofo griego.

Quizá no había sido acertado hacer al joven participe de sus propias dudas desde tan pronto, pensaba Yunus. La duda es un mal maestro.

Entró con Zacarías en su cuarto de trabajo y le entregó el siguiente volumen de la anatomía galénica.

—Tómatelo con calma —dijo Yunus— y no intentes aprenderlo todo de memoria. Hasta ahora has leído tres tomos de anatomía, éste es el cuarto y todavía te quedan otros doce. Y esto no es todo lo que escribió Galeno, ni mucho menos, y Galeno tampoco es el único autor al que deberías conocer.

Zacarías envolvió cuidadosamente el libro en un paño. Yunus sabía que Galeno se había convertido nuevamente en una especie de ídolo para Zacarías, desde que el joven había descubierto que el médico romano citaba constantemente a Aristóteles en sus escritos.

—Te contaré una historia más, que habla de la ciencia y la sabiduría —dijo Yunus al salir del madjlis.

Caminaron lentamente, el uno al lado del otro, a través del patio. Estaba oscuro; sólo en la galería, donde se encontraba la habitación de Nabila, una luz seguía ardiendo tras las cortinas. Yunus empezó a contar:

—La historia de los tres sabios.

»Esta historia se desarrolla en un país lejano y trata de tres hombres que eran considerados los más sabios del país. Dos de ellos no se daban por satisfechos con eso. Querían saber cuál de los tres era el más sabio. Así pues, se reunieron bajo un gran árbol en un lugar apartado, en mitad del desierto, para averiguarlo.

»El primero dijo: "Gracias a mi talento y a mis conocimientos, soy capaz de crear un león, tan perfecto y natural, que resulta imposible distinguirlo de un verdadero león". Y, empleando los más diversos materiales y substancias, empezó a componer la figura de un león, con tanta exactitud que, en efecto, era idéntica a un león verdadero hasta en la última pestaña.

»El segundo dijo: "Debo reconocer que tu león es perfecto en todos sus detalles; pero al conjunto le falta algo, un hálito de vida. Yo, gracias a mi talento y conocimientos, soy capaz de insuflar vida a esta figura inerte". Y empezó a hacer los preparativos para cumplir lo dicho.

»Entonces lo interrumpió el tercero y dijo: "¿Habéis pensado en que eso que acabáis de crear y que queréis despertar a la vida es un león?".

»El primero dijo: "¡Deja que lo intente, no lo conseguirá!".

»El segundo dijo: "¿Quieres que mi ciencia no dé sus frutos?".

»El tercero se ató los faldones de la túnica al cinturón y dijo: "Esperad un momento, hasta que haya subido al árbol".

»Y, así, al final, una fiera salvaje decidió cuál de los tres era el más sabio.

Y este sabio tuvo suerte de que hubiera un árbol en mitad del desierto, quiso añadir Yunus; pero lo dejó estar.

Ya estaban en el pórtico, y Yunus sentía de pronto la necesidad de poner el brazo sobre los hombros de Zacarías. Pero también esto lo dejó estar. El joven era media cabeza más alto que él, había crecido increíblemente durante ese último año.

Cuando Yunus volvió a la casa y vio que una luz seguía ardiendo en la habitación de Nabila, quiso ir a verla.

La vieja Dada le cerró el paso.

—No es bueno que vayas ahora, señor —dijo ella—. Creo que no es bueno.

—¿Qué le pasa? —preguntó Yunus, preocupado, sin albergar aún ninguna sospecha.

—Nada —dijo Dada—. Nada para lo que haga falta un médico.

Yunus se detuvo, sintiendo que se le formaba un nudo en la garganta.

—Dios mío —dijo—. Nunca pensé… —Bajó a tientas por la oscura escalera—. ¿Desde cuándo… desde cuándo lo sabes?

Dada lo cogió del brazo.

—No te hagas reproches, señor. Nadie sospechaba nada, ni siquiera la vieja Dada —dijo la anciana—. También la vieja Dada ha sido una ciega, y una tonta; oh sí, muy tonta.

Yunus la siguió a la cocina, en donde no entraba desde hacía años.

—Pero ¿por qué no me ha dicho nada? —preguntó Yunus, aún susurrando.

—Es una muchacha bien educada —dijo Dada—. A veces pienso que demasiado bien educada.

Mientras decía esto, caminaba inclinada por la cocina, recogiendo del suelo migajas que sólo ella veía.

—Deja de limpiar, Dada —dijo Yunus—. Siéntate conmigo.

La conocía desde que tenía memoria. Dada había llegado a la casa cuando él contaba apenas dos años. Había formado parte de un grupo de muchachas sudanesas que un comerciante de Aidhab había traído a Almería. Todas las muchachas estaban desfiguradas por una erupción cutánea supurante parecida a la viruela, por lo que el shahbender las había puesto en cuarentena. El hombre de Aidhab quería venderlas a cualquier precio, pues ya había empezado el otoño y pronto zarparía el último barco hacia Alejandría. Las ofrecía por cantidades ridículas; pero ningún comerciante quería comprarlas, pues todos los médicos consultados lo desaconsejaban categóricamente: la erupción de las muchachas era mortal. Sólo el padre de Yunus había hecho un diagnóstico favorable. El padre de Ibn Eh confió en ese diagnóstico y compró a las muchachas. Y cedió al padre de Yunus, como honorarios, por así decirlo, a la más joven de ellas.

—¿Qué debo hacer, Dada? —dijo Yunus—. Dime qué puedo hacer. Dios me libre de hacer infeliz a Nabila, pero ¿qué debo hacer?

Dada se había sentado en una banqueta, junto al fuego. Su voluminoso vientre se balanceaba de un lado a otro, y su rostro negro y lustroso de sudor reflejaba las llamas de la lámpara de aceite.

—No debes hacer nada, señor —dijo ella—. Absolutamente nada. Nabila llorará un poco en su habitación, y Zacarías sufrirá otro poco; después se olvidarán uno del otro. —Hablaba con ese tono de voz ligeramente cantarín que tanto gustaba a Yunus desde que era niño y que Dada siempre empleaba cuando quería consolar a alguien—. Zacarías no sería un buen marido para nuestra corderita, te lo digo yo, señor, no sería un buen marido para Nabila. Nabila necesita un hombre sereno como una roca; es tan tierna… Zacarías no es como una roca, sino como el mercurio; siempre está buscando algo, como un perro hambriento. No es hombre para Nabila. Cree a la vieja Dada, ella sabe de estas cosas.

Yunus la creía. Quería creerla.

—No te preocupes por Nabila —continuó Dada—. Piensa en Sarwa, pronto estará muy sola; cuando su hermana se marche de casa, estará muy sola. Piensa en ella, señor.

Yunus le prometió que pensaría en ello.

Dos noches después, al hacer sus habituales anotaciones en el diario, Yunus escribió al final:

Tengo una cosa más que decirte, Karima, la más importante: he traído a casa a la muchachita, a la muchachita que lleva tu nombre.

Al–Fasí trajo a la pequeña a última hora de la tarde, en camisón y sin zapatos, tal como la vi la primera vez en el taller. Al–Fasí me ha dado un par de botas, de las que él fabrica, como regalo. No me permitió pagárselas. Nunca te he contado que le compro todas las botas desde que su tienda no va muy bien. Las tengo amontonadas en la habitación trasera de mi consultorio. Ammi Hassán las limpia regularmente con grasa para cuero. Hasta ahora tenía doce pares, todos sin estrenar. ¿Cuándo ha necesitado botas de montar un pequeño tabib judío? Y tampoco puedo regalarlas, pues sin duda Al–Fasí las reconocería. Así que ahora se les suma el decimotercer par. Y, además, la muchachita.

La vieja Dada puso el grito en el cielo. Dice que ya es muy vieja, demasiado vieja para cuidar de una chiquilla tan pequeña. Y después la lavó, le dio de comer, la peinó y le puso un vestido nuevo. Hace apenas un momento la ha llevado a la cama. Puedo escuchar su voz. Está cantando la misma nana con que me hacía dormir cuando era pequeño.

La niña lleva tu nombre, Karima, y creo que cuando sea mayor será tan hermosa como lo eras tú.

¡Que Dios la haga como Sara, Rebeca, Raquel y Lea!

Cerró el cuaderno, esperó hasta que la vieja Dada hubo terminado de cantar la nana y repitió en voz baja la bendición, en hebreo:

—Jesimej Elohim ke–Sara, Ribka, Rajel wc–Lea.