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BARBASTRO
SÁBADO 10 DE JULIO, 1064
22 DE RADJAB, 456 / 23 DE AB, 4824
El día anterior había tenido lugar una pequeña escaramuza frente a la muralla de la parte baja de la ciudad. Dos prisioneros moros del campamento del conde de Tolosa habían escapado bajo el calor del mediodía, intentando alcanzar la portezuela abierta en la muralla de la ciudad junto al extremo norte de la gran plaza. Dos o tres arqueros franceses habían salido tras ellos y los habían capturado poco antes de que llegaran a la muralla. Instantes después, un enjambre de moros había salido por la portezuela con la intención de volver a liberar a los prisioneros, y se habían enfrascado en un demencial intercambio de flechas, hasta que finalmente los franceses habían tenido que retirarse.
Lope no había visto nada con sus propios ojos, pero el viejo Pero había contemplado la lucha desde las fortificaciones de la torre de asedio, y aseguraba que debía de haber quedado una gran cantidad de flechas frente a la muralla. El viejo Pero quería enseñar a Lope a disparar al estilo moro, pero para eso necesitaban las flechas.
Habían preguntado al capitán, y éste había estado de acuerdo en que fueran a recoger flechas por la noche, pero les había ordenado que llevasen consigo al cabañero, por si en el camino se topaban con fugitivos, con alguna patrulla mora o con a saber quién. Siendo tres podrían responder mejor ante una sorpresa de ese tipo. Así que tenía que ir con ellos el maldito cabañero.
Se pusieron en marcha dos horas antes de la puesta de sol. Salieron de la parte de las fortificaciones que quedaba justo frente a la ciudad, bordearon la gran plaza avanzando entre las huertas y alcanzaron el foso en la parte que éste tocaba con la portezuela, donde había tenido lugar la escaramuza. Era una noche muy oscura, pero el viejo Pero los guió a través de todos los obstáculos; se movía en las negras tinieblas con tanta seguridad como un zorro en su madriguera. El viejo Pero estaba con ellos desde hacía tres semanas. Unos días después de la conquista del suburbio había aparecido en el campamento ofreciendo sus servicios. Según él, venía de las montañas, pero Lope estaba seguro de que era uno de los que habían conseguido escapar del suburbio antes de que la gente de Urgel cayera sobre éste. Sabía muchas cosas de la ciudad y conocía demasiado bien los alrededores. Ese era el motivo por el cual el capitán lo había tomado a su servicio, a pesar de que ningún otro lo habría aceptado, pues no era más que un viejo saco de huesos, gris y apergaminado como los árboles de lo alto de las montañas. De dar crédito a todo lo que había contado, procedía de un pueblo cercano a Pamplona, la capital del reino de Navarra. Hacía más de cincuenta años, cuando él todavía era un niño, los moros del hijo del gran Almanzor de Córdoba habían emprendido una campaña contra el rey de Navarra. Su pueblo había sido reducido a cenizas, y él y su gente habían sido tomados prisioneros. Un señor árabe de Medinaceli lo había comprado y había mandado que lo instruyesen como arquero. Más tarde, había ido a parar al servicio del qa’id de Tudela, a quien había servido durante veinte años, primero en su guardia personal, luego como cazador. Hasta que un día, mientras cazaban osos, habían caído en una emboscada. Su señor, el qa’id, había sido herido de muerte por una flecha que le dio en el ojo, y Pero había huido a las montañas por temor de que le cargasen a él, como guía del grupo de cazadores, la responsabilidad por la muerte del qa’id. Luego había servido a distintos señores franceses al norte de las montañas; finalmente, se había encargado de los perros del conde de Cerdaña y, cuando éste lo despidió a causa de su edad, había regresado a las montañas, donde había ido tirando como trampero y cazador de animales de peletería. Esa era su historia. El final se cuidaba de mantenerlo en silencio, pero Lope suponía que, al llegar la primavera, traía al mercado de Barbastro las pieles que conseguía durante el invierno, y que, así, se encontraba en la ciudad cuando se cerró el cerco de los sitiadores.
El viejo Pero era un maestro con el arco moro, un anciano astuto e inteligente que dominaba el idioma de los moros tan bien como su lengua materna, y que destacaba en muchas cosas. Lope le había cogido cariño desde el primer día y, al parecer, el viejo correspondía a ese afecto. Era un buen maestro, paciente y tolerante, no tan estricto como el capitán. Lope lo quería mucho.
En la oscuridad, los tres se pusieron a buscar las flechas, arrastrándose a cuatro patas y tanteando el suelo con las manos. Cuando salió la luna, habían encontrado media docena. Entonces la noche empezó a aclarar rápidamente, y el viejo Pero los instó a marcharse de allí. Para regresar, bordearon agachados el pequeño muro que rodeaba los huertos lindantes con el foso, el viejo Pero delante, con las flechas en la aljaba que llevaba a la espalda, y Lope el último. Siguieron aproximadamente el mismo camino por el que habían huido los franceses el día anterior, buscando flechas también allí, pues los moros habían disparado a los fugitivos desde las murallas. Pero no encontraron ninguna más.
Cuando se apartaron de la muralla para coger el camino de regreso al campamento, Lope oyó de repente un ruido que lo hizo detenerse. No era nada que pudiera asustarlo, sonaba más bien como el lastimoso grito de dolor de un animal pequeño que ha caído en una trampa; los quejidos sonaban tan indefensos que conmovieron a Lope. Dio media vuelta y retrocedió unos pasos hasta una pared de piedra desde donde veía todo el foso. Recorrió con la mirada el fondo del foso; parecía que el sonido venía de allí abajo. Y entonces vio al hombre. Vio sólo un pie y la cabeza, el cuerpo estaba oculto tras un bloque de piedra. Se agachó tras la pared y levantó la mirada hacia lo alto de la muralla, sacando su cuchillo. No se veía a nadie, ningún movimiento sospechoso, y tampoco en el foso había señales de emboscada. De repente le cogió un extraño nerviosismo, una excitación febril que lo hacía temblar como la punta de la cola de un gato al saltar sobre el ratón. Durante los últimos días se había hablado mucho en el campamento de fugitivos que llevaban consigo fabulosos tesoros. Cerca del cementerio moro habían capturado a un chico que llevaba doscientos dinares de oro en el cinturón y una bolsa llena de perlas oculta bajo los pantalones, y, según se decía, detrás del campamento del rey de Aragón habían cogido a otro que llevaba consigo cuatrocientas piezas de oro. Tal vez el hombre que yacía en el foso también era un pez gordo.
Lope salió arrastrándose de su escondite, bajó al foso, siempre con el cuerpo pegado a tierra y un ojo dirigido a lo alto de la muralla. Cuando estaba a sólo diez pasos del hombre, éste lo oyó acercarse y volvió la cabeza. Lope siguió arrastrándose, con el cuchillo listo para atacar. El hombre miró el cuchillo con los ojos muy abiertos y levantó ambas manos, enseñando las palmas.
—¡Amán! —gritó apenas, respirando muy deprisa—. ¡Amán, amán! —Y en español—: ¡No, muchacho! ¡No! ¡Estoy herido, no puedo defenderme! —La voz le fallaba por el miedo—. ¡Escucha, muchacho, tengo dinero! ¡En Zaragoza tengo gente que pagará por mi! ¡Escúchame! ¡Gente que pagará por mí! Puedes estar seguro de que pagarán. ¡Ayúdame, muchacho! Si lo haces no te arrepentirás.
Hablaba tan rápido, que Lope apenas si podía entenderlo. No hablaba el español como lo hacían los moros de Barbastro. Su español era más bien como el del hakim judío de Sevilla. Era cierto que estaba herido; Lope se hallaba ahora muy cerca y podía verlo con sus propios ojos. Tenía la pierna derecha rota por debajo de la rodilla, el pie torcido hacia dentro.
—¡Cierra la boca! —dijo Lope entre dientes, y su voz sonó tan dura que el hombre enmudeció inmediatamente. Lope guardó el cuchillo. De pronto recordó que había olvidado avisar a los otros dos. Desde el fondo del foso no los veía, y no se arriesgaba a llamarlos, pues sabía que por las noches los moros soltaban perros sobre las murallas.
Eh hombre intentó levantarse, se cogió la entrepierna y volvió a dejarse caer. Lope vigilaba el borde del foso. La luna despedía tal resplandor que podía verse cada detalle: los muros de las huertas, los matorrales, las copas de los árboles frutales. Luego sintió un suave silbido y vio al viejo Pero agachado en el borde del foso. Lope le devolvió el silbido y lo llamó con una señal. Cuando el viejo estuvo lo bastante cerca, Lope lo llamó:
—¡Ven! ¡Aquí! ¡Aquí hay uno, un moro!
El viejo se arrastró por el foso, se quedó en cuchillas junto a Lope y miró al hombre. Éste empezó a hablar otra vez, con la misma voz nerviosa que antes y con las mismas palabras: que en Zaragoza había gente que pagaría un rescate por él, y que él tenía dinero y bastaba con que fijasen la suma. Lo juró por Dios y por la vida de su madre.
El viejo Pero no parecía prestarle ninguna atención. Miró hacia lo alto de la muralla, luego se inclinó sobre el moro, buscó con la mano el pie torcido y, entre los quejidos del hombre, siguió palpándole la pierna hasta llegar a la cadera. Una vez tuvo el cinturón del moro en la mano, lo sopesó con desdén y dijo:
—Parece como si hubiera caído de la muralla. Tiene la pierna rota, tendríamos que cargarlo. Creo que no merece la pena.
Lope dirigió la vista al hombre, que lo estaba mirando con mudo espanto, y luego al viejo Pero, que había echado mano de su cuchillo. No podía soportar la idea de ver cómo el viejo clavaba el cuchillo en la garganta del moro.
—Créeme, no tiene sentido —dijo el viejo Pero, sin perder la calma—. Si cargamos con él hasta el campamento, dentro de tres días ya habrá huido.
Lope titubeó.
—¿Y si es cierto lo que dice? —replicó sin mucha convicción—. ¿Si es verdad que tiene gente que pagaría un rescate por él?
Un ruido detrás de él lo sobresaltó, pero sólo era el cabañero acercándose por el foso. Lope esperó a que el cabañero se les uniera y, señalando al hombre con la cabeza, dijo:
—Un moro… dice que pagarían un rescate por él.
—Eso es lo que dicen todos —contestó el cabañero—. Una mierda de rescate —dijo—. Eso sólo se lo traga el viejo. Cojamos lo que lleva encima y repartámoslo entre nosotros. No hace falta que nadie se entere de que hemos cogido a un moro. —Desenvainó el largo cuchillo que llevaba cogido de una correa bajo el sobaco—. Podemos llevarnos la cabeza. A veces pagan por ella, para que no se presente sin cabeza el Día del Juicio.
El hombre movió los labios, pero no salió ningún sonido.
—No —dijo Lope—. ¡Lo llevaremos al campamento! —lo dijo sólo para llevar la contraria al cabañero. Lope era el segundo hombre, después del capitán. Si alguien tenía allí algo que decir, ése era él. Y quería dejárselo bien claro al cabañero.
El cabañero ya estaba inclinado sobre el hombre, cuchillo en mano, y por un instante pareció que no se detendría, pero el viejo Pero lo hizo a un lado.
—Si eso es lo que quieres, lo llevaremos al campamento —dijo, dirigiéndose a Lope. Se arrodilló entonces junto al moro y, señalando la pierna rota, añadió—: Sujetadlo fuerte de la rodilla. —Después dijo algo en árabe y el moro respondió con un precipitado aluvión de palabras, como si tuviera miedo de que no le dieran tiempo para decir todo lo que quería decir.
El viejo Pero le cogió el tobillo y dio un tirón; el moro lanzó un grito gutural y perdió el sentido.
—Dadme la faja que lleva a la cabeza —dijo el viejo Pero, cogiendo las flechas de su aljaba. Luego entablilló la pierna del moro con las flechas y las sujetó con la faja. Entre los tres sacaron al hombre del foso y lo llevaron al campamento. Cuando llegaron, el moro seguía inconsciente.
Yunus cortó la bota y examinó la pierna. Según el informe del joven, debía de tratarse de una dislocación del hueso agravada por un astillamiento, o de una rotura de la articulación tibiotarsiana o de la cabeza de la tibia, pero en realidad lo único dañado era la tibia y el peroné; una simple rotura, ni siquiera abierta. Yunus no tuvo problemas para enderezar la pierna. Mucho más grave era la contusión en los testículos que había sufrido el hombre. Al parecer, después de que la pierna derecha recibiera el primer golpe, el hombre había caído ahorcajado sobre una roca, de la que luego habría resbalado. El escroto se había desgarrado, y los dos testículos estaban inflamados, del tamaño de puños, y teñidos por hematomas. Los dolores debían rayar en lo insoportable. Cuando Yunus terminó los preparativos para coser el desgarro y tocó los testículos, el hombre despertó de su desmayo gritando, y mientras Yunus cosía no dejó de gritar y jadear a través del cuero que le habían puesto entre los dientes para que lo mordiera. Yunus tuvo que atarlo firmemente de brazos y piernas para mantenerlo inmóvil. El hombre no era uno de esos que prefieren arrancarse la lengua a mordiscos antes que dar un solo grito de dolor.
Más tarde, cuando Yunus le llevó algo de comer, el moro se disculpó, apocado, y buscó palabras para expresar su agradecimiento. Yunus advirtió el miedo interrogante que reflejaban sus ojos y dijo:
—Tendrás que acostumbrarte a la idea de que ya no podrás ser padre, tal como veo tu herida.
El rostro del hombre se ensombreció, y Yunus se apresuró a añadir la buena noticia tras la mala:
—Eso no significa que ya no seas un hombre, sino sólo que probablemente has perdido tu facultad de procrear. —De repente se dio cuenta de que había usado las mismas palabras que una vez empleó su maestro en Bagdad. Aquella vez el paciente había sido un herrador, un hombre recio y tosco que debía agradecer su atrofia testicular a la coz de una mula.
—¿Queréis decir que todavía puedo ocuparme de mi mujer, pero que ya no puedo llenarle la panza? —había preguntado aquella vez el herrador, y, al oir la respuesta afirmativa del médico, se había golpeado el pecho con el puño, quejándose—: ¡Dios mío! De haberlo sabido, hace ocho años que me habría machacado los huevos en el yunque. Me habría ahorrado cuatro hijas.
Hacia el mediodía, Yunus salió en busca de unas cuantas sanguijuelas, que necesitaba para tratar los hematomas. Ibn Eh lo atajó a la salida de la choza.
—¿Ya se puede hablar con él? —preguntó el comerciante.
Yunus sabía que Ibn Eh tenía el encargo de negociar el rescate con el moro. El capitán tenía prisa, quería saber cuánto dinero podía obtener y con qué prontitud podría recibirlo.
—Puedes hablar con él —dijo Yunus. Se alegraba de no tener que estar presente en las negociaciones.
Cuando volvió, una hora después, Ibn Eh lo estaba esperando a la puerta del campamento. El comerciante estaba muy excitado; cogió a Yunus del brazo y lo llevó a un lado.
—¿Sabes quién es el hombre que está en nuestra choza? —preguntó lbn Eh, despidiendo chispas por los ojos. Hablaba en hebreo.
—¿Por qué? —preguntó a su vez Yunus, inocentemente—. Se llama Ibn Ammar y es de la región de Silves.
—Se llama Abú Bakr ibn Ammar —corrigió Ibn Eh, acentuando cada parte del nombre—. ¿No te dice nada? ¿Ibn Ammar, el poeta, el amigo del príncipe Muhammad ibn Abbad?
—¿El que desterró el monarca? —preguntó Yunus. Empezaba a recordar vagamente.
—¡Ése, exactamente ése! —confirmó Ibn Eh—. ¿No lo viste nunca en Sevilla?
Yunus negó con la cabeza.
—Yo lo he reconocido nada más verlo, Dios lo sabe, una vez tuve tratos con él —dijo Ibn Eh, y respiró hondo, como si le costara trabajo recordar—. Hace cinco años Ibn al–Kinani y yo le vendimos dos muchachas. Él aceptó el precio sin siquiera intentar regatear. Nos vimos obligados a regalarle una tercera muchacha para no perderlo como cliente. Una semana después fue condenado al destierro. ¡Una muchacha valorada en cuatrocientos dinares! Fue el regalo más innecesario que puedas imaginar. Aquella vez me enfadé con Dios. —Contrajo el rostro en una mueca de dolor y, un instante después, rodeó a Yunus con el brazo y añadió, esbozando una pícara sonrisa—: Parece que ahora Dios quiere resarcirme.
—¿Por qué lo dices? —preguntó Yunus.
Ibn Eh lo miró algo desconcertado.
—¿Ya no recuerdas las noticias que traje de Zaragoza?
Yunus rememoró aquellas noticias y, mientras caminaba por la calle del campamento con Ibn Eh hablando y gesticulando con ambas manos, empezó, poco a poco, a comprender qué esperaba Ibn Eh de su paciente.
Según los informes del comerciante, en Sevilla se había producido un levantamiento: Ismail ibn Abbad, el príncipe heredero había intentado derrocar a su padre. Después de una campaña contra Córdoba, el príncipe se había presentado con unos cuantos hombres leales ante la puerta exterior del al–Qasr de Sevilla, montados todos en caballos extenuados, y había conseguido que los dejaran entrar asegurando que un grupo de enemigos venían pisándoles los talones. La segunda puerta había conseguido cruzarla con ayuda de su madre, que había sobornado a uno de los guardias. Luego, él y su gente habían buscado el harén del al–Qasr, para capturar a su padre. Pero el monarca no estaba en el harén. Al–Mutadid había salido del al–Qasr al atardecer, por sorpresa y sin llamar la atención, y se había dirigido a su nuevo palacio, construido al otro lado del río. Así pues, la confabulación había fracasado, y al príncipe heredero no le había quedado más remedio que huir. Había mandado abrir agujeros en todas las barcas de la orilla del río que daba a la ciudad, para que nadie pudiera avisar a su padre; había mandado requisar doscientas mulas y, al amanecer, había partido hacia el sur con la mayor parte del tesoro y con su madre, su séquito y su guardia bereber. Se suponía que con la intención de llegar a Algeciras y pasar de allí a África, donde podía buscar refugio en casa del hermano de su madre.
Sin embargo, esa misma noche, un jinete, que había cruzado el río a caballo, había informado a al–Mutadid de la intentona de su hijo. El monarca, utilizando correos rápidos y palomas mensajeras, había puesto al corriente de lo ocurrido a los señores de todos los castillos situados entre Sevilla y Algeciras. Uno de ellos, el qa’id de Medina Sidonia, había conseguido capturar al príncipe heredero y llevarlo de regreso a Sevilla. Un día después, el monarca había decapitado con sus propias manos a su hijo primogénito.
Tras la ejecución de Ismael, Muhammad, el segundo hijo del monarca, había sido nombrado príncipe heredero del trono de Sevilla. E Ibn Ammar, el paciente que yacía en la choza de los judíos, era el hombre de más confianza de este príncipe, su ejemplo, su mentor, su amigo. Toda Sevilla estaba enterada de la estrecha amistad que los unía. Por parte del príncipe era casi una especie de esclavitud, un afecto tan intenso que el monarca había tenido que desterrar a Ibn Ammar para que el príncipe no se convirtiera en un títere en manos del poeta. En Sevilla, todos lo sabían, y todos sabían también que el príncipe había ayudado a su amigo en el destierro. Y cualquiera podía sospechar qué sucedería cuando el viejo monarca abandonara este mundo.
Cuando Yunus e Ibn Eh dejaron la calle del campamento para dirigirse a su choza, la criada salió a su encuentro y les dijo que un hombre había entrado en la cabaña para ver al paciente. A juzgar por la descripción de la criada, ese hombre debía de ser el Siciliano, la mano derecha de sire Robert Crispin, el caudillo normando. Yunus se puso nervioso y quiso entrar inmediatamente a ver a su paciente, pero Ibn Eh lo contuvo, cogiéndolo del brazo.
—Te pido una cosa más, Yunus —dijo con seriedad—. No digas a Ibn Ammar ni una palabra de lo ocurrido en Sevilla. Ni una palabra de que sabemos quién es. Él no me ha reconocido, y yo no me he dado a conocer. Así debemos dejarlo hasta que lleguemos a Zaragoza.
Yunus asintió, ausente. Quería hacer una pregunta más, cuando, de pronto, se oyó un terrible grito, un grito inhumano que les puso los pelos de punta y los dejó petrificados por unos instantes.
Hasta pasado el mediodía, Ibn Ammar se resistió a la necesidad imperiosa de orinar. Finalmente, la presión sobre la vejiga se había hecho tan insoportable que había acallado el dolor de los testículos. Entonces Ibn Ammar había conseguido levantarse y, apoyándose en la pierna sana, había orinado al lado de la cama. El dolor insoportable en los testículos lo ayudaba a no conceder importancia a lo penoso de la situación. Luego se había quedado un largo rato inmóvil apoyado sobre la espalda, con los ojos cerrados y todos los sentidos dirigidos a los terribles golpes que, al mismo ritmo que los latidos de su corazón, caían sobre sus testículos como una almádena, y sólo se hacían tolerables cuando no movía ni un solo músculo.
No había oído entrar al hombre en la choza; no lo había oído acercarse a la cama en la que estaba acostado. Había vuelto a sumirse en un suave letargo, hallando consuelo en la convicción con que el hakim judío afirmaba que esos dolorosos latidos no tardarían en ceder y que lo peor ya había pasado. No se había dado cuenta de nada. El dolor atravesó su cuerpo con tan infernal violencia, tan inesperado, que en un primer momento Ibn Ammar ni siquiera había sentido de dónde había brotado. Sólo cuando se disipó el velo que el dolor había extendido ante sus ojos y vio al hombre que estaba junto a su cama, la fría sonrisa de su rostro, la afectada ceremonia con que iba sacándose de los dedos el guante que llevaba en la mano derecha, sólo entonces comprendió lo que había pasado. Debía de haber dado un grito bestial, pues de pronto los dos judíos aparecieron en la puerta de la choza y se quedaron mirándolo, hasta que el extraño los despidió con un movimiento de la mano. Luego Ibn Ammar perdió el conocimiento, pero al parecer sólo por un instante, pues cuando volvió en sí el extraño seguía exactamente en el mismo lugar, sin haber terminado aún de meterse el guante tras el cinturón. Ibn Ammar lo veía ahora con más claridad, aunque seguía medio ensordecido por el dolor y sus ojos parecían torcidos como por un calambre. Eh hombre tenía unos cuarenta años, rostro moreno, barba negra y de corte elegante, ojos oscuros; sólo podía ser el árabe de Sicilia del que le había hablado el comerciante judío.
El hombre habló a Ibn Ammar en un árabe extrañamente duro, casi atropellado, que difícilmente podía encajar con su elegante aspecto.
—Que Dios te dé salud —dijo—. Siento haberte causado dolor, no lo he hecho adrede. —Sonreía, pero la sonrisa sólo llegaba a su boca; sus ojos eran fríos e inexpresivos como los de un pájaro—. Mi amigo, el señor de este campamento, es normando, ya me entiendes: madjus. Quería venir él en persona a hacerte unas cuantas preguntas, pero yo se lo impedí. Le dije: Déjame ir a mí, deja que yo hable con él, hablamos el mismo idioma, podemos entendernos mejor. —Arrimó con la punta de la bota una albarda de madera y se sentó en ella—. ¿Has tratado alguna vez con normandos? —preguntó—. Por las malas, quiero decir.
Ibn Ammar negó con la cabeza.
—Dios te libre de hacerlo —dijo el Siciliano. Se apoyó cómodamente sobre la rodilla—. Voy a contarte una historia —continuó—. Sucedió hace un año. Algunos de los normandos que ahora están en este campamento, estaban acantonados entonces frente al castillo del emir de Palermo, cerca de Messina. En una incursión consiguieron capturar al hijo de un qa’id, que era vasallo del emir. El comandante de los normandos quería saber de él cuántas provisiones quedaban en el castillo. El joven no quería decir nada. Así que los normandos le arrancaron un diente. Y una hora después, el siguiente. Al atardecer, el joven dijo por fin lo que los normandos querían oir. Para entonces ya había perdido doce dientes, doce dientes hermosos y sanos. —La sonrisa que rodeaba su boca se marcó aún más, dejando ver una hilera de dientes blancos e inmaculados—. Absurdo, ¿no te parece? —Se inclinó hacia delante y la sonrisa desapareció de su rostro—. Tengo que hacerte unas cuantas preguntas —dijo.
Ibn Ammar respiraba rápidamente, a estertores. El miedo le oprimía el pecho.
—¿Qué quieres saber? —preguntó. Su voz sonaba como si tuviera la garganta llena de arena.
—Nos han informado que la ciudad ya no tiene agua —dijo el siciliano—. Quería saber si lo que dicen esos informes es cierto.
Ibn Ammar asintió con la cabeza. Estaba preparado para esa pregunta. Desde el primer momento había sabido que lo interrogarían, y había meditado la respuesta. Se había propuesto confesar sólo una parte de lo que sabía, pero la mirada fría y sonriente del Siciliano alejó rápidamente esta intención. Contó todo lo que había visto y oído, inundó de información al hombre que lo interrogaba. Estaba tan ansioso de decirlo todo que se le saltaban las lágrimas cuando el Siciliano le hacía alguna pregunta desconfiada, dando la impresión de que no le creía. El miedo a nuevos dolores lo convertía en una dócil criatura carente de voluntad propia. Habría escupido sus secretos más íntimos, su vida entera, si el Siciliano, tan deferente y cortés, se lo hubiera pedido; habría traicionado a su propia madre con tal de satisfacer a ese hombre tan amable.
Y se avergonzaba de ello, se sentía humillado; sentía una vergüenza tan profunda que le hacía olvidar todo dolor. Un rato después, cuando entraron en la choza el comerciante judío y el hidalgo de nariz aguileña al que servían los tres hombres que lo habían encontrado ante la muralla, Ibn Ammar yacía completamente apático sobre su cama. Escuchó con total indiferencia cómo el hidalgo planteaba la absurda exigencia de seiscientos dinares. Con el mismo interés dejó pasar los esfuerzos del judío por rebajar la suma. Cuando finalmente el hidalgo se dio por satisfecho con la cantidad, comparativamente ridícula, de ciento veinte dinares, Ibn Ammar no sintió ni consuelo ni agradecimiento. El interrogatorio del Siciliano lo había dejado más gravemente herido que la caída de la muralla. Se sentía como si lo hubieran castrado del alma.