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SALAMANCA

SÁBADO 20 DE SEPTIEMBRE, 1063

24 DE TISHRI, 4824 / 24 DE RAMADÁN, 455

Cada noche el joven hacía el mismo recorrido. Salía de la herrería, en la parte este del arrabal, y pasaba junto a los corrales, que se extendían hacia el río, hasta llegar a un ancho camino vecinal que, trazando un amplio arco, llevaba del puente a la ciudad. Ardían en dicho camino muchas luces, y estaba flanqueado por tabernas. Lope las conocía todas. Al principio, siempre tenía que ir a buscar al capitán a una de esas tabernas de la calle principal. De hecho, incluso habían vivido allí, justo detrás de la torre del puente, en la posada más elegante de las afueras. En aquellos días, el capitán tenía aún su propia habitación; por las noches, en el restaurante, invitaba a todos los que se sentaban a su mesa, y, más tarde, se llevaba una criada a su cuarto. Se comportaba como un conde y hacía bailar a todo el mundo a su son, el herrero, el fabricante de corazas, el barbero; todos, uno tras otro. Pero al cabo de tres días sus doce dinares se habían hecho humo, una semana más tarde debía ya ocho meticales al posadero, y, dos días después, había vendido el buen mulo y se habían mudado al establo del herrero de Serrano.

Ahora Lope tenía que ir a buscar al capitán en otro lugar, río abajo, en el arrabal occidental, el sector de los curtidores, desolladores y triperos, al pie de la colina donde se levantaba el Barrio Castellano. En esa zona se encontraban los peores antros y pululaba la gente más miserable: mendigos e inválidos, ladrones con marcas de hierro candente en ambas mejillas, violinistas ciegos, acróbatas en decadencia, putas viejas a las que ya nadie deseaba, hombres con gallos de pelea y hombres con osos bailarines, vendedores ambulantes y zurcidores de odres, apostadores, borrachos y multitud de peones camorristas que, camino de la ciudad, hacían un alto con sus reses al caer la noche y se emborrachaban. Siempre que dejaba la calle principal para sumergirse en ese oscuro barrio, Lope recogía la cabeza y echaba mano a su puñal.

Hoy no tenía miedo. Lo acompañaba el Mudo, el mozo del herrero de Serrano. Era la primera vez que no hacía el camino solo. Habían comido juntos, como todos los días últimamente, y Lope, al terminar, se había puesto en camino. Luego, cuando ya estaba a mitad de trayecto, de pronto apareció el Mudo a su lado y anduvo junto a él en la oscuridad, silencioso como una gigantesca sombra negra.

El joven enfiló muy seguro de si mismo hacia una de las cabañas de una sola planta construidas al lado del río, sobre cuya puerta de entrada colgaba un viejo tonel. Los últimos cinco días había encontrado al capitán en esa cantina. El capitán andaba detrás de la posadera; ella lo sabía y lo mantenía a raya sacándole la lengua por entre los dientes, y, cuando el capitán se impacientaba, se sacaba de debajo de la blusa uno de sus enormes pechos y le dejaba tocarlo.

—Allí delante —dijo el joven, señalando con el brazo en dirección a la cantina.

El Mudo no dijo nada. Hasta hacía una semana, el joven todavía pensaba que a ese gigante mudo le habían cortado la lengua. Entonces lo observaba con sigiloso recelo por las noches, cuando el capitán salía a hacer sus correrías nocturnas y el maestro herrero se marchaba a su casa en el barrio de Serrano, en la parte alta de la ciudad, dejando solos en la herrería a Lope y el Mudo. Poco a poco, el joven se había ido acercando a la fragua en la que el Mudo trabajaba de día y dormía de noche. Finalmente, había hecho de tripas corazón y le había dirigido la palabra. Dijo cualquier cosa, simplemente sintió la necesidad de decir algo, y no había nadie más con quien hablar. Hizo preguntas y, al ver que sus preguntas quedaban sin respuesta, siguió hablando; habló a trancas y barrancas, como un niño que, sumido en sus juegos, masculla para sí. El Mudo nunca decía nada. A veces asentía con la cabeza, a veces dejaba escapar un gruñidlo indeterminado, nunca una palabra. Hasta aquella noche, hacía una semana. El Mudo se había levantado de repente, se había colocado delante del joven y había proferido extraños sonidos guturales, al tiempo que juntaba a la altura de su pecho los pulgares e índices de ambas manos, formando un circulo, como hacen los monjes para pedir pan en las horas en que no se les permite hablar. Acto seguido, el Mudo se había marchado, y había vuelto una hora después con dos conejos. No era realmente mudo. Sólo que las palabras estaban enterradas en el fondo de su mente y él tenía que desenterrarías trabajosamente, sílaba por sílaba, cuando quería decir algo.

La cantina era sombría y estaba llena de humo; las únicas luces eran la del fogón y el tenue resplandor de una vela de sebo que ardía en la mesa del capitán. Esa luz frente a él era lo único que todavía lo distinguía de los clientes habituales, la última señal de dignidad. Estaba como una cuba. Ya era hora de sacarlo de allí. Sus manos se deslizaban inquietas sobre la mesa, y cuando Lope y el Mudo se sentaron a su lado y él levantó la mirada, sus ojos no pudieron sostenerse. Parecía como si ya ni siquiera los reconociese.

Al otro lado de la mesa estaba sentado el viejo manco de Ávila, con quien se habían encontrado en el vado del río Yeltes, al final de la clara huella dejada por los pardos camino de Sabugal, justo allí donde esa huella se deshilachaba en una multitud de rastros individuales, y donde finalmente habían decidido cabalgar rumbo a Salamanca. Con el viejo estaban dos peones larguiruchos que todavía no se habían dado cuenta de que el manco escondía un dado con dos números seis en la mano inútil, y que tampoco conocían aún su historia, esa maldita historia de la cabalgada en la que, por lo visto, había participado hacía más cien años y que Lope ya había escuchado más de cien veces.

—Así que atacamos aquel pueblo, un pueblo moro, un pueblo moro hermoso y grande… —Ya estaba sumido en su historia, muy animado; llevaba dentro la cantidad justa de vino para estar así de animado—. Se pactó el botín libre…, ya sabéis, cada uno se quedaba con lo que pudiera conseguir por sí mismo. Sin repartos. Sin quinta parte para el rey o para quien fuera. Cada uno a lo suyo…

El joven sabía que aún quedaba un buen rato hasta el momento en que el viejo llegaba al poblado moro y todas las mujeres salían corriendo en desbandada y atrancaban las puertas de sus casas, y el viejo veía por primera vez a aquella mujer de la que trataba toda la historia. El joven se acercó al capitán y le tiró del brazo.

—¡Capitán! —dijo—. ¡Eh, capitán! Soy yo, Lope. ¡Ya es tarde, capitán!

El capitán levantó la cabeza con mucho trabajo y miró a Lope con expresión embobada.

—¡Cierra la boca! ¡Cierra la boca! —dijo, al tiempo que levantaba pesadamente el brazo para apartar a Lope, tirando sin querer la vela de la mesa. Entonces gritó—: ¡Luz! ¡Dónde está la maldita luz! ¡Quiero luz!

En el acto, la posadera se acercó a la mesa con una vela nueva, la plantó frente al capitán, apretó la cabeza de éste contra sus pechos y dijo con voz tranquilizadora:

—Bueno, Capitano, todo en orden, Capitano, ya arde la luz de nuevo para nuestro Capitano —hablaba con el acento extranjero con que hablaban los franceses del Barrio Franco.

… y abrí la puerta dándole una patada con el tacón y allí estaba esa mujer —dijo el viejo despidiendo luz por los ojos—. ¡Vaya mujer! ¡Por la leche de mi madre, que nunca en mi vida he visto a otra mujer así! Y la habitación toda llena de alfombras, en el suelo, en la cama, en las paredes, por todas partes; una casa rica. Me acerqué a la mujer y le pregunté: «¿Dónde está el dinero?». Y empecé a quitarle las pulseras que llevaba en los brazos; pesadas pulseras de plata. Volví a preguntar: «¿Dónde está el dinero, mujer? Denarios, meticales, ¿dónde?». Ella señaló un arcón. Lo abrí y encontré dentro una cajita que contenía unas cuantas monedas, un poquito de oro, un poquito de plata, no mucho; demasiado poco para una casa tan rica. Me di la vuelta y me dirigí hacia la mujer… me acerqué a ella…, vosotros, peones de Gredos, ¡qué creéis que hice con ella! ¿Qué creéis?

El viejo hizo una pausa. Vació su jarra bebiendo lenta y plácidamente, se secó la barba, dejó la jarra sobre la mesa y llamó al tabernero. Siempre hacía una pausa al llegar a esta parte de su relato, así como poco antes de llegar a una cima se hace un alto para retardar el momento de felicidad. Los dos peones temblaban de impaciencia, pero el viejo los hacía esperar, se tomaba su tiempo. El muchacho ya se conocía la rutina: el viejo hacía esperar a los peones como una vez los hiciera esperar a él y al capitán, de camino hacía Salamanca. En aquella ocasión, también a ellos la historia los había tenido en vilo, porque era nueva y emocionante, casi como el anticipo de un prometedor futuro. Entonces todavía albergaban grandes esperanzas, que se hicieron aún mayores cuando vieron ante sí la ciudad. Ya la mera visión del puente los había impresionado. Un puente levantado sobre gigantescos bloques de piedra, un arco tras otro a través de todo el ancho río. Y luego la ciudad misma, incomparablemente mayor que Guarda. Cada uno de los barrios que se erguían sobre las colinas era en sí una ciudad, en parte rodeada por murallas hechas con los mismos grandes bloques que el puente, en parte protegida por palizadas, como el castillo de Sabugal. El viejo les había dicho que el puente y las murallas habían sido construidos por los descendientes de Rómulo, que estaban allí desde los tiempos en que Cristo fue crucificado.

Siguiendo el amplio camino que atravesaba la ciudad, habían cabalgado hacia el castillo, donde vivía el tenente del rey. Pero el tenente no los había recibido. Luego habían acudido al juez de Serrano, el barrio más grande, donde vivía gente llegada de las montañas al norte de León. Habían tenido mala suerte. Quizá todo hubiese sido distinto si aquel hermoso día de su llegada, cuando aún conservaban íntegra la confianza en si mismos, se hubiesen presentado de inmediato ante el juez o el tenente.

El viejo reanudó su historia:

—Prestad atención, peones —dijo con énfasis—. Caí sobre esa mujer tan presto como el gallo cae sobre la gallina. La examiné. La acomodé. Pero no llegué a donde quería llegar. Sólo el diablo sabe las cosas que se les ocurren a esos malditos moros para que nadie se acerque a sus mujeres. Miré mi objetivo y ¿qué fue lo que vi? Vi un lacito de cuero colgando justo allí donde yo quería entrar. Tiré del lazo. ¿Y qué saqué? ¿Qué pensáis que saqué, peones?

Miró a los peones mostrando los raigones que quedaban de sus dientes y moviendo las manos como si tuviera a la mujer frente a él. Los peones tenían la boca abierta y estaban tan impacientes que apenas podían esperar a que el viejo les desvelara por fin el gran interrogante. El silencio era tal que se podía oir el crepitar de la vela. Y entonces, en ese silencio, el capitán dio un golpe en la mesa con la palma de la mano y resopló:

—¡Escúpelo ya! —Tenía la voz desencajada de rabia. Inclinado sobre la mesa, volvió a gritar—: ¡Vamos! ¡Escúpelo!

El viejo entreabrió la boca, como si quisiera decir algo, pero no llegó a decirlo. Uno de los peones le puso una mano sobre el hombro, levantó la cabeza y miró al capitán a los ojos.

—Déjalo contar —dijo con un tono amenazante en la voz—. ¡Deja que el viejo siga su historia, hermano!

De repente, como salida de la nada, la posadera estaba allí, de pie entre el peón y el capitán.

—Bien, continúa contando, Trubal —dijo la mujer—. ¡No nos dejes en vilo!

El viejo reinició el relato, pero había perdido su entusiasmo:

—Os diré lo que esa mujer tenía dentro. Cien meticales, muy bien apilados uno encima de otro y metidos dentro de una bolsita de cuero. Una cosa tan larga y gruesa como un rabo bien tieso. Eso es lo que tenía dentro, eso es lo que tenía esa mujer entre las piernas.

El viejo volvió a sonreír, pero esta vez con una sonrisa cansada; levantó débilmente el brazo mutilado y el dado se le cayó de la zarpa. Los peones vieron los dados y miraron fijamente al viejo, con repentina desconfianza.

—Y entonces se lo hiciste a la mora, ¿eh, Trubal? ¿O no? ¿Se lo hiciste? —dijo rápidamente la posadera, sin apartar los ojos de los peones.

El viejo reunió fuerzas una vez más y rió débilmente. Sonó como una tos seca.

—Se lo hice —dijo lentamente—, eso os lo puedo jurar. Se lo hice; primero con esa cosa de cuero y después con mi propia cosa. Sí, así fue exactamente… se lo hice. —Ya apenas se le entendía de tanto como suspiraba y se relamía—. Nunca en mi vida he vuelto a tener una mujer así… ¡Por la leche de mi madre!

En ese mismo instante el capitán se levantó de la mesa golpeándose contra el borde y volcando las jarras.

—¡Cierra la boca! —gritó. Estaba de pie detrás de la mesa, largo y bamboleante, enseñando los dientes—. ¡Qué habláis vosotros de mujeres! ¡Dios mío! —Se mantenía firme cogiéndose de la mesa con las dos manos; respiraba con dificultad—. ¡Qué sabéis vosotros de mujeres, qué sabéis vosotros!

Se dejó caer pesadamente sobre su asiento, con la mirada fija en la nada, y buscó a tientas la jarra, que había caído al suelo. De pronto sacó la barbilla y entornó los ojos, ahora enfadado y lleno de rabia.

—¡Qué vais a saber! ¡Boyeros! ¡Maricones! ¡Montaburras! ¡Qué vais a saber de mujeres!

El peón más alto se levantó lentamente, haciéndose cada vez más grande, hasta que su cabeza casi tocó contra el techo.

—Repite eso, hermano —dijo en voz baja y amenazante—. ¡Repítelo!

El capitán se puso en pie rápidamente, sorprendiendo a todos, pues ninguno hubiera pensado que fuera aún capaz de tal demostración de agilidad. Tenía el cuchillo en la mano. Sólo el joven vio el arma o, mejor dicho, la intuyó. Todo ocurría exactamente igual que aquella otra noche en la taberna situada al pie de la torre del puente, tres días después de su llegada. Sólo que aquella vez el capitán había aprovechado ese veloz movimiento inicial para hundir el cuchillo en el costado de su rival, debajo de la última costilla. Ahora estaba demasiado torpe, demasiado borracho; además, el rival era rápido y fuerte, no un hidalgo fanfarrón como la primera vez, y la posadera ya se acercaba. El joven lo vio. Vio venir el golpe. Quiso gritar, pero ya era demasiado tarde: el capitán ya tenía el puño en la cara y caía hacia atrás al enganchársele las piernas en el banco. El peón, de pie junto al capitán y con los puños en guardia, vio el cuchillo y gruñó:

—¡El muy cerdo tiene un cuchillo!

El joven vio al peón recoger el cuchillo.

—¡No! —gritó, y vio venir hacia él una pesada mano que no pudo esquivar. Salió despedido hacia atrás y aterrizó con gran estrépito entre los bancos, dándose un fuerte golpe en la cabeza. Mientras caía, aún pudo ver cómo se arrojaba la posadera sobre la espalda del peón y lo agarraba con los dos brazos. La oyó gritar. Después se interpuso una espalda negra y de pronto se apagó la luz, saltaron astillas de madera, se oyó un fuerte golpe y jadeos y la voz estridente del viejo Trubal. Al reavivarse el fuego del hogar, Lope pudo distinguir vagamente la gigantesca silueta del Mudo, que agarró al peón, lo apartó con brutal violencia, se inclinó sobre el capitán y lo levantó como a una muñeca. Luego se acercó a Lope, le tendió la mano y lo ayudó a levantarse.

—¡Ven! —le dijo—. ¡Ven!

Por encima de todo eso se oía la voz chillona y fuera de sí de la posadera, que gritaba detrás de ellos. Esa voz resonaba todavía en los oídos de Lope mucho tiempo después de que hubieran ganado la calle.

Una hora más tarde dejaron la herrería. El Mudo los acompañó hasta la puerta. Cuando levantó al joven para ayudarlo a subir a la grupa del caballo del capitán, quiso decir algo. Lope se dio cuenta de que el Mudo buscaba las palabras. Pero no las encontró. Se quedó callado en medio de la oscuridad.

Cabalgaron río arriba, en dirección al este. Cuando amaneciera tenían que estar tan lejos de la ciudad como fuese posible. Tras el primer incidente, el juez había fijado el día de San Martin como plazo para que el capitán abandonara la ciudad, y le había advertido que perdería el pellejo si volvía a sacar el cuchillo. Eso podía significar el látigo, pero también podía costarle una oreja o la nariz. El juez no tenía aspecto de ser un dulce cordero del rebaño de Cristo.

El capitán tenía pensado dirigirse al sur. Uno de los hombres del tenente se lo había recomendado. Hacia el sur de la ciudad, a dos días de viaje, había muchas tierras, buenas tierras al pie de la sierra de Gredos. Tierras del Rey. Un trozo en propiedad con extensión suficiente para construir un cortijo y hacer una huerta. Lo demás en arrendamiento transmisible por herencia, bastante para un sembrado y criar vacas, cerdos y ovejas. Todo con diez años libres de impuestos y luego sólo una décima parte de las utilidades para el rey, sin la obligación de hacer el servicio militar salvo en defensa propia. El hombre se lo había pintado todo con hermosos colores. Lo único que no había dicho era dónde encontrar los mozos para hacer el trabajo. No, el capitán nunca había contemplado la posibilidad de volverse campesino ni nada parecido. Pero pensaba que quizá los campesinos de alguna de esas aldeas de colonos del sur podían estar buscando un hombre que los librara del servicio militar a cambio de una buena paga. Cada aldea tenía que poner a disposición de la tropa común, durante dos meses al año, a un hombre con caballo y lanza que vigilara la frontera. Había aldeas que contrataban gente para que lo hiciera. Más adelante, uno también podía pasarse al bando moro, ofrecer sus servicios a un emir si éste pagaba bien. Ya se vería.

Se detuvieron al borde de la cadena de colinas que flanqueaba al río por el norte. Dos horas después de amanecer alcanzaron el recodo del río, donde el valle giraba hacia el sur. Allí el cauce se dividía en varios brazos y avanzaba entre espesos bosques y concavidades pantanosas, de modo que Lope y el capitán tuvieron que trazar un amplio arco para seguirlo. Conforme remontaban el río, más desierta se hacia la región. Ya no había pueblos, tan sólo aisladas cabañas con los tejados cubiertos de piedras, que apenas destacaban en el entorno. De tanto en tanto, un rebaño de ovejas, algún cabrero. Sólo al caer la noche llegaron a una colonia más grande, con una iglesia y una torre bien fortificada, situada en un lugar donde el río atravesaba una barrera rocosa y los bosques y pantanos que lo hacían inaccesible retrocedían hasta la orilla. El pueblo, diez o doce casas de paredes de barro y techos de paja cercadas con zarzas espinosas, se levantaba en la margen oriental, sobre la cima montañosa que se erguía junto al río. Sólo la iglesia y la torre estaban amuralladas y unidas entre sí mediante palizadas para hacer más fácil su defensa.

El sacerdote les dio alojamiento en la iglesia, y, a cambio de un buen dinero, también pan calentado en las cenizas del hogar y sopa de huesos. Pasaron la noche en el sombrío edificio, dejando el caballo atado a la entrada. En la iglesia también dormía el sacerdote, que tenía un catre detrás del altar, sobre el arcón en el que guardaba los objetos de culto y la casulla. Con él dormían su mujer, criada o lo que fuera, y los tres niños.

A la mañana siguiente, el capitán le preguntó qué perspectivas había más al sur. El sacerdote le dio pocas esperanzas. Hasta Gredos ya sólo quedaban campesinos pobres, pastores, gente insignificante. Les recomendó que continuaran hacia el oeste.

Siguieron su consejo. Cruzaron el río por el vado cercano al pueblo y reemprendieron el viaje a través de aquella montañosa región, pero ahora en dirección al suroeste. Al mediodía llegaron al camino empedrado que partía de Salamanca en dirección al sur, hacia la región de los moros. Siguieron la calzada durante un trecho, luego doblaron nuevamente hacia el Oeste. Cabalgaron todo el día, pasando sólo por tres pequeños pueblos de colonos. En el tercero compraron pan y pidieron alojamiento, pero nadie se lo ofreció. Los hombres del pueblo eran reservados hasta la hostilidad; nadie les había dado nunca ni siquiera brasas para encender fuego.

Siguieron cabalgando hasta ya muy entrada la noche. Acamparon detrás de un bloque de granito que los protegía del viento, sobre una colina desde donde se divisaban los alrededores, y mantuvieron guardia por turnos. Al despuntar el alba ya estaban nuevamente en marcha. Los hombres del pueblo habían mirado su caballo con ojos demasiado ávidos.

Al suroeste se elevaba sobre el horizonte una cadena de altas montañas boscosas, y hacia allí se dirigieron. Ya no había caminos, sólo estrechas veredas que ninguno podía imaginar adónde llevaban. Una vez vieron sobre una colina tres casas, ocultas entre enormes encinas. Pasaron de largo, a pesar de que casi se les habían terminado las provisiones: tres familias podían ponerse de acuerdo con mucha facilidad para repartirse el botín, si alcanzaban a verlos.

Al atardecer, ya en las faldas de las montañas boscosas, se toparon con una ancha huella dejada por reses y caballos. La siguieron. Primero vieron subir el humo, luego se abrió ante ellos un profundo valle y, en la ladera opuesta, apareció un pueblo grande, con una treintena de casas, una iglesia y un pequeño castillo en la parte más alta. El lugar donde ellos se encontraban estaba bastante más elevado, y desde allí vieron a unos pastores que arreaban a un rebaño de vacas hacia el vallado que rodeaba el pueblo. Vieron asimismo al centinela de la torre del castillo, inclinado sobre el pretil, y a las mujeres que, con blancos atados de ropa sobre la cabeza, subían por el sendero empinado y serpenteante que partía del río.

El capitán decidió pasar también esa noche al raso. Ya era muy tarde, y el camino a través del valle era muy largo. Cuando llegaran al pueblo ya habría oscurecido, y tan pocos minutos antes de la caída de la noche nadie recibe bien a dos forasteros a los que nadie conoce y que no vienen en nombre de nadie.

Salieron del camino, internándose en el bosque, borraron sus huellas tan bien como pudieron, ataron firmemente al animal y el joven le echó un par de ramas para que comiera. Ya era de noche.

Al joven le tocaba hacer la última guardia de la noche. Se había buscado un lugar al borde de la pendiente, sobre un saliente rocoso desde donde veía todo el valle. Hacía fresco y Lope estaba completamente despejado. Por el levante, el cielo se tornaba gris y transparente. Se oyeron los primeros trinos de los pájaros y poco después, en el pueblo, los rebuznos de un asno y el canto de los gallos. La campana de madera de la iglesia empezó a repicar, apenas perceptible sobre el constante murmullo del río que corría en el fondo del valle. Tenues columnas de humo brotaron de los tejados, y las puertas se abrieron ruidosamente desde dentro. Salieron las primeras personas: hombres que meaban sobre el estiércol, mujeres provistas de odres que iban al río a recoger agua. Luego sacaron a los animales fuera del vallado y, en la puerta del castillo, se bajó el puente levadizo y apareció tras él un solo hombre, montado a caballo, que atravesó el pueblo y se perdió de vista por el camino en dirección al norte. Más abajo, salió del vallado una manada de gansos seguida por una muchacha descalza y vestida de azul, que llevaba un delgado bastón en la mano. Cuando un perro salió a su encuentro, los gansos estiraron el pescuezo y Lope casi creyó que los oía graznar. De pronto todo aquello se le había vuelto familiar, era exactamente como en el pueblo donde él había nacido. Allí, su hermana había sido la encargada de cuidar de los gansos. Lope intentó encontrar en su memoria la cara de su hermana, dos años mayor que él. El joven recordaba su espesa cabellera castaña y sus ojos serios mirándolo con severidad bajo las cejas fruncidas. Pero su cara se había desvanecido. También la imagen de su pueblo permanecía sólo vagamente en su memoria, pero creía recordar que en casa todo había sido mucho más grande que en ese pueblo que contemplaba ahora, las casas más cómodas, los campos más extensos. No tenían un castillo, pero a cambio la iglesia era mucho más grande, incomparablemente más hermosa, y durante un momento tuvo ante sí la imagen de su padre, vestido con su casulla blanca y levantando el cáliz detrás del altar, y se vio a si mismo junto a él, sujetando el incensario, en el que se quemaban enebrinas y piñas. Por un instante sintió incluso su olor. Pero la imagen no tardó en volver a desvanecerse. Había pasado tanto tiempo. Tantos años.

La muchacha de los gansos había llegado al sendero que cruzaba el río, y llevaba a su manada por la margen del río más próxima, para que los animales pudieran arrancar las jugosas hierbas del talud de la orilla.

El joven recordó el día en que el conde llegó a su pueblo. Ese día, su hermana había tenido que confiar sus gansos a otra muchacha. Su padre la había encerrado en la casa y ella tuvo que ver a través del tragaluz del techo al conde y su gran séquito entrando en el pueblo. Tampoco habían permitido a la muchacha que acudiera a la iglesia cuando su padre celebró una misa ante el conde y la dueña. Era la chica más guapa de todo el pueblo, y su padre temía que el conde quisiera llevársela consigo a su corte de Guarda.

Pero entonces el conde lo llamó a él. Y a él se llevó consigo.

Todo un día había durado el viaje a Guarda, que Lope hizo montado a la grupa del caballo de un escudero. En el castillo del conde había pasado tres meses, llorando de nostalgia por las noches. Luego lo llevaron a Sabugal, otra vez todo un día montado a la grupa de un jinete. Llegaron a su destino de noche, y el joven creyó firmemente que esta vez lo habían llevado de regreso a las cercanías de su pueblo. La mañana siguiente, Lope observó el paisaje desde la cocina y, al ver las colinas sobre el río y las montañas que se levantaban detrás, estuvo convencido de que su pueblo tenía que encontrarse tras aquella serranía. Cada mañana contemplaba las montañas desde la cocina y se consolaba pensando que sólo tenía que atravesarlas para volver a casa. Ya no lloraba. Y un día de primavera, cuando la nieve se hubo derretido, el joven se escapó a hurtadillas, trepó por la colina y siguió montaña arriba. Corrió cada vez más rápido, los latidos de su corazón cada vez más fuertes. Trepó por los peñascos que surgían a su paso y, finalmente, llegó al punto más elevado. Ya nada le estorbaba la visibilidad. Vio un vasto paisaje, pero su pueblo no estaba en él. No había más que un amplio valle pedregoso y, más allá, otra cadena montañosa, y, tras ésta, otra más alta.

Nunca volvió a ver su pueblo.

Se sobresaltó al oír los gritos del capitán a sus espaldas:

—¡Lope, Lope!

Tardó un momento en comprender que lo llamaban a él. Era la primera vez que el capitán lo llamaba por su nombre.

—¿Qué estás haciendo ahí? ¿Qué pasa? —preguntó el capitán.

—Nada —contestó Lope—. Todo tranquilo, capitán.

El joven echó un último vistazo al pueblo y el valle, y buscó con la mirada a la muchachita del vestido azul. Ahora la chica estaba a unos trescientos pasos del sendero, en la linde de un pinar que, río arriba, subía tapizando las colinas. De repente, la muchacha se paró, levantó un brazo en gesto defensivo, se dio la vuelta y echó a correr. Corría de regreso al sendero, tan rápido como podía. En plena carrera, levantó los brazos, se tambaleó, cayó de rodillas y se dio de bruces contra el suelo. Con los brazos todavía por encima de la cabeza, intentó arrastrarse, luego se detuvo y dejó de moverse.

En un primer instante, Lope estuvo a punto de levantarse de un brinco y salir corriendo hacia ella. Tuvo que esforzarse para permanecer sentado. Vio que los gansos corrían en desbandada, estirando el pescuezo hacia el bosque. Entonces vio a unos hombres, a dos. Estaban bien ocultos a la sombra de un bloque de piedra en los linderos del bosque. Lope los vio sólo porque se movían, de no ser así no habría podido descubrirlos desde esa distancia. Llevaban arcos, que sostenían en posición de disparar apuntando hacia la muchacha, que seguía inmóvil en el suelo.

—¡Capitán! —gritó Lope. Retrocedió a cuatro patas, informó precipitadamente al capitán, tirando de él para que fuera a ver lo ocurrido—. ¡Allí! —dijo señalando el bloque de piedra. Los hombres habían desaparecido.

—¿No habrán sido moros? —preguntó el capitán.

—¡Tenían arcos largos! —dijo Lope.

—¿Y sólo has visto a dos?

—Sólo a los dos hombres armados con arcos.

El capitán se mordió el labio inferior.

—¡Maldita sea, maldita sea! Si sólo fueran dos no habrían disparado a la muchacha. No tan cerca del pueblo —dijo estrujándose la perilla de chivo con la mano derecha.

Dos jinetes salieron del castillo, atravesaron el pueblo, llevaron sus cabalgaduras pendiente arriba y se alejaron por el mismo camino por el que había desaparecido el otro jinete un rato antes. Todo estaba tranquilo y silencioso, sólo un campesino araba su sembrado, azuzando sin desfallecer a sus bueyes con furiosas maldiciones y gritos.

—¡Esto me huele mal! —dijo el capitán, golpeándose la concavidad de la mano con el puño—. ¡Muchacho, esto me huele pero que muy mal!

Poco después apareció en la ladera opuesta el primer jinete. Salía del pinar. Espoleó a su caballo en diagonal hacia el pueblo. Llevaba armadura, una lanza corta y un escudo alargado. Montaba un pequeño bayo que galopaba con increíble rapidez en aquel terreno difícil y escarpado. El siguiente jinete lo seguía muy de cerca, y tras él iba toda una tropa, todos con cotas de malla, lanzas y yelmos de hierro: en total doce hombres seguidos por cuatro mozos que tiraban de caballos de reserva. El campesino que estaba arando la tierra los vio antes que nadie, detuvo sus bueyes y corrió hacia el pueblo. Lope y el capitán lo oyeron gritar. Vieron que el centinela apostado en la torre se llevaba el cuerno a la boca: sintieron el toque de alarma incluso antes de oírlo. Vieron a las mujeres correr con sus faldas ondeando al viento a través de los sembrados, en dirección a la entrada posterior del pueblo. Vieron a un anciano cojo que, con gran esfuerzo, intentaba cerrar la puerta del vallado exterior. El primer jinete ya estaba a sólo cincuenta pasos de allí. Otros dos abandonaron la formación y salieron en pos del campesino, que, al darse cuenta de que no llegaría a tiempo a la puerta, se desvió y se precipitó pendiente abajo a grandes zancadas. Cuando lo alcanzó su primer perseguidor, el campesino se arrojó al suelo y se arrastró hasta un peñasco. No dejó escapar ningún sonido cuando le clavaron el acero.

Los otros jinetes ya habían llegado a la puerta del pueblo. El viejo que había intentado cerrarla yacía a un lado, en el suelo. Los jinetes pasaron por encima del anciano y atravesaron el pueblo en dirección al castillo, pero dieron media vuelta al ver que la puerta del castillo estaba cerrada y que tres hombres asomaban por encima del pretil. Probablemente lanzaban flechas a los jinetes, aunque Lope y el capitán no alcanzaban a distinguirlo desde tan lejos. Lo que sí oían con claridad eran los gritos, gritos estremecedores, y las sonoras voces con las cuales se comunicaban entre sí los atacantes.

—¡Maldita sea! ¡Maldita sea! —dijo el capitán. Seguía en la misma posición que cuando empezó el ataque, golpeándose la concavidad de la mano con el puño, sin perder de vista el pueblo—. ¡Seis semanas! ¡Maldita peste! —dijo entre dientes.

—¿Qué pasa? —preguntó Lope.

El capitán no respondió.

De uno de los tejados de la parte alta del pueblo, cerca del castillo, se elevaba ahora una espesa columna de humo amarillento, y tres jinetes provistos de largas escobas de paja encendidas bajaron por la calle del pueblo prendiendo fuego a la hilera de casas. Cuando llegaron a la puerta, las llamas ardían ya muy altas, y harapos encendidos salían disparados hacia el cielo. La gente del pueblo corría en todas direcciones, como gallinas espantadas por un azor. Los atacantes no parecían prestarles ninguna atención. Cinco de ellos, el del bayo antes que ninguno, se habían dispersado en lo alto de la colina para luego volver a bajar, arrear el ganado, detenerse de pronto, abrirse y unirse en formación, claramente visibles sobre el fondo brillante del cielo. Parecía como si alguien los atacara desde el otro lado de la colina. Partieron todos al galope al mismo tiempo, lanza en ristre, y desaparecieron por la cima de la colina, mientras el ganado, desbocado, se dispersaba por la pendiente.

Las casas que flanqueaban la calle del pueblo ardían. El capitán y Lope oían el crepitar del fuego y el crujir de los maderos quebrándose por el calor del incendio.

De pronto, un jinete apareció en lo alto de la colina y bajó a todo galope, pasando por delante de la puerta del castillo, en dirección al río. Bajó la escarpada pendiente con tal velocidad que por momentos parecía que el caballo fuera a rodar por el suelo. Sólo cuando ya había alcanzado la orilla aparecieron sus perseguidores, tres hombres en apretada formación, encabezados por el que montaba el bayo. Cuando llegaron a la parte escarpada hicieron alto. Abajo, el perseguido había saltado al río con su caballo, y luchaba contra la corriente y contra el miedo del animal. Sus tres perseguidores seguían en el recodo más alto del sinuoso camino que atravesaba la parte escarpada. Parecían indecisos. Finalmente desmontaron y empezaron a arrojar piedras al otro hombre. Éste había conseguido con gran esfuerzo arrastrarse hasta los peñascos de la orilla opuesta y ahora intentaba desesperadamente subir también a su caballo. Cuando el animal pisó por fin terreno llano, el hombre apenas pudo volver a montar. Parecía tener herido el brazo derecho, que colgaba inerte de su cuerpo.

—¡Larguémonos de aquí! —dijo el capitán—. ¡Tenemos que irnos!

El hombre avanzaba directamente hacia ellos. Llevaba un yelmo redondo con protector nasal y una coraza mora adornada con tela verde. Cuando se internó en el bosque, debajo de Lope y el capitán, sus tres perseguidores dieron media vuelta y cabalgaron nuevamente hacia el pueblo.

—¡Desata el caballo! —dijo el capitán, cogiendo su yelmo. Luego se dirigió hacia el camino por el que habían llegado la noche anterior, se ató la correa del yelmo debajo de la barbilla y se puso los guantes, mientras Lope le seguía con el caballo.

Cuando llegaron al camino, el capitán subió al caballo y pidió a Lope que le alcanzara la lanza. El hombre estaba debajo de ellos, en la pendiente. Prácticamente colgaba de la silla, apoyándose con la mano izquierda sobre el pomo del arzón e intentando penosamente mantenerse erguido; el hombro derecho le caía en una posición poco natural y el brazo se balanceaba inerte. También el caballo estaba maltrecho; tenía un brazo empapado de sangre.

—¡Eh! —gritó el capitán cuando el hombre estuvo a veinte pasos de ellos. El hombre no pareció escucharlo. Sólo al tercer grito del capitán se dio cuenta de que lo llamaban. Levantó la cabeza y miró a Lope y al capitán con ojos vacíos. De pronto dobló el brazo izquierdo, perdió el equilibrio, resbaló de la silla y cayó a tierra blandamente por el lado derecho del caballo, golpeándose la cabeza contra el suelo. Quedó tendido con las piernas apuntando hacia la testa de su caballo.

Aún estaba con vida. Tenía los ojos abiertos y miraba fijamente a Lope y el capitán. Por su rostro ceniciento, parecía que se hubiera desangrado completamente, a pesar de que no se veía ningún agujero en su coraza. Pero un mar de espuma roja brotaba de debajo del protector del cuello.

El capitán hizo una señal con la lanza y Lope se acuclilló vacilante al lado del hombre. Sabía qué tenía que hacer, pero algo lo impulsaba a retroceder espantado: el hombre, aún vivo, mantenía los ojos fijos en él, como si quisiera defenderse con la mirada. Lope empezó a desatar la correa que unía la coraza del hombre al protector del cuello, pero el capitán le gritó:

—¡Deja eso! ¡Déjalo! ¡Sólo el caballo! —dijo saltando de su cabalgadura, y arrancó al hombre las riendas, que todavía tenía en la mano—. ¡Maldición! ¿Es que no has visto quién era aquél de allí arriba? —Se inclinó sobre el caballo y examinó la herida del brazo del animal, que sangraba copiosamente; era un corte abierto, de un palmo de largo.

Lope estaba como paralizado. De repente supo a quién se refería el capitán; lo supo, pero se negaba a creerlo.

—¿El castellán? —preguntó con voz débil.

—¡Quién si no! —gruñó el capitán—. ¡Maldito carnicero! No se da por vencido… ¡Seis semanas y todavía no se da por vencido! —Mientras decía esto, había empezado a arrancar pelusas de lana de la manta de la silla de montar, para taponar con ellas la herida del caballo—. ¿Por qué crees que ha dejado escapar a este hombre? Sabía muy bien que éste ya estaba liquidado. Cuando termine con el pueblo enviará a unos cuantos hombres por él. ¡Quiera Dios que ya estemos lo bastante lejos cuando eso ocurra!

El capitán pidió a Lope que le alcanzara las riendas de su yegua y apartó a ambos animales del camino, internándose entre los árboles.

—¡Borra las huellas! —gritó a Lope por encima del hombro.

El hombre los siguió con la mirada. Todavía quedaba un resto de vida en él, y movía los labios como si quisiera lanzarles una maldición. Lope hizo la señal de la cruz y se dio la vuelta, pero se llevó consigo la imagen de esos ojos fijos, en los que ya brillaba la muerte.