24
BARBASTRO
DOMINGO 13 DE JUNIO, 1064
24 DE DJUMADA II, 456 / 26 DE SIWÁN, 4824
Lope estaba sentado en lo alto de la pendiente que caía sobre la amplia plaza situada ante la ciudad. Estaba sentado a la sombra de una higuera, con la espalda apoyada en el tronco y las piernas estiradas. Era mediodía y hacía tanto calor que el aire rehilaba sobre el suelo. Pero a la sombra el calor era soportable, y a veces llegaba de las montañas una brisa que acariciaba dulcemente la piel, como un soplo fresco.
Habían pasado casi siete semanas desde que llegaron a la ciudad; a Lope le parecía una eternidad. Salvo en los últimos dos días, la guerra había sido completamente distinta de lo que él había imaginado. Nada más que trabajo. Trabajo duro, agotador, desde la salida del sol hasta la noche, cada día, sin descanso. Habían levantado un campamento con muralla, foso y una palizada de troncos y ramas entretejidas. Al este y al oeste del campamento habían construido sendas atalayas de madera, para cerrar aún más el cerco de la ciudad. Habían talado árboles y acarreado material de construcción, piedras y maderos de casas abandonadas. Habían recolectado leña y ramas delgadas para hacer fajinas. Dos semanas atrás, cuando el campamento por fin estuvo terminado, habían tenido que ayudar al segundo grupo de construcción, el cual, bajo la dirección de un carpintero de ribera griego, estaba construyendo en la gran plaza que se extendía ante la ciudad una torre de asedio, que, por expreso deseo del sire, debía estar rodeada por una fortificación. El trabajo no cesaba, y el sire en persona hacía una ronda dos veces al día para alentar a los hombres. Muchos de los mozos campesinos y de los aventureros que se les habían unido durante el viaje ya se habían escabullido al amparo de la noche y habían pasado a servir a algún otro señor, como el conde de Urgel, que no exigía tanto a su gente.
También Lope, algunos días, había terminado tan cansado que de buena gana hubiera puesto pies en polvorosa. Pero, al mismo tiempo, se sentía orgulloso de que el capitán estuviera al servicio de los normandos, y de la excelente reputación que con eso había ganado, parte de la cual recaía a su vez sobre Lope.
Éste era un día en el que Lope tenía motivos para estar especialmente orgulloso. Era un buen día. Hubiera sido un día perfecto de no ser por aquel gimoteo, un gimoteo constante y quejumbroso a sus espaldas. En las últimas horas se había atenuado, y ahora, a ratos, incluso cesaba por completo. Pero cuando volvía, resonaba dentro de sus oídos. No lo dejaba en paz.
Tenía los ojos entreabiertos, dirigidos hacia su caballo, que estaba junto a él, a la sombra, mordisqueando las ramas que él le había cortado del árbol con su cuchillo. Dirigió la mirada nuevamente hacia la muralla y hacia la puerta de la ciudad, flanqueada por dos imponentes torres. En cuanto apareciera una tela blanca en lo alto de la muralla, Lope y el cabañero, que le había sido asignado como compañero en esa misión, tendrían que liberar a los dos prisioneros de la viga de donde colgaban atados de las manos. La tela blanca era la señal de que los moros de la ciudad estaban dispuestos a rescatar a los prisioneros. Si, por el contrario, se abría la puerta, lo que sólo podía significar que los moros preparaban un ataque, su tarea era cortar tan rápido como fuera posible las sogas de las que colgaban los prisioneros, para que éstos cayeran sobre las afiladas estacas clavadas debajo de ellos. Esa era la misión que les había confiado el capitán. Lope no podía perder de vista las murallas de la ciudad y, sobre todo, la puerta.
De pronto se oyó un ruido, piedra contra piedra, justo detrás de él. Lope se levantó sobresaltado y echó mano al cuchillo. Pero no era más que el cabañero, que estaba tirando piedras a los prisioneros. Los dos hombres colgaban de una larga viga apoyada de tal modo que el extremo libre sobresalía más allá del borde de la pendiente. Estaban desnudos, y podía verse que los brazos ya se les habían desencajado de los hombros. Colgaban inmóviles, como animales degollados en una carnicería. Al de más edad se le había erguido el miembro. A eso era a lo que apuntaba el cabañero con sus piedras.
—¡Ya basta! —dijo Lope—. ¡Déjalo en paz!
El cabañero fingió que no lo había oído y arrojó una piedra más, y otra. La segunda dio al más joven en la cadera. Era casi un niño; no tenía más de catorce años. Se estremeció como un pez desfalleciente en el anzuelo, abrió los ojos y echó una mirada perdida a su alrededor, ya sin ver nada. Luego sus ojos volvieron a hundirse y su cabeza cayó hacia delante. Había llorado como un niño cuando lo colgaron de la viga, y, al empezar los dolores, había gritado y berreado. Luego solo había dejado escapar gemidos, durante horas.
—¡Para, maldito! —gritó Lope. Estaba furioso por haberse sobresaltado tanto con el ruido de las piedras, y estaba furioso por tener que aguantar la presencia del cabañero.
El cabañero tiró una piedra más, sin apuntar, y se volvió hacia Lope enseñando los dientes en una sonrisa burlona.
—Cágate en los pantalones, pequeño —dijo. Tenía el labio superior muy delgado, y apenas abría la boca, éste se levantaba descubriendo los dientes delanteros y la encía.
Lope volvió a sentarse en su puesto e intentó reprimir la ira que vibraba dentro de él. Algún día le daría una lección a ese mierda. Ya desde el primer día no había podido tragarlo. Era un asqueroso e insignificante pastor de ovejas que se había topado con ellos en las montañas, detrás de Tolosa, y se les había pegado como una chinche. El capitán lo había tomado como segundo mozo, porque conocía endemoniadamente bien las montañas y sabía en qué arroyos encontrar peces y en qué lugares de los bosques podían tenderse trampas. Era un palmo más bajo que Lope, pero dos años mayor y algo más fuerte; un zoquete de cabeza grande y manos regordetas, inculto y basto, astuto y taimado, sumiso ante el capitán y artero con Lope. No podía fiarse de él ni un solo instante.
Lope volvió a dirigir su atención a la puerta y recorrió con la mirada la cima de la muralla. Al principio había tras las almenas un enjambre de moros que miraban hacia ellos y gesticulaban con los brazos; ahora todo estaba tranquilo, ya no se veía a nadie. ¿Habrían abandonado a esos dos miserables? ¿No podía su familia reunir el dinero? El capitán se había mostrado tan seguro de que los moros pagarían…
Los dos prisioneros eran hermanos. Iban ricamente vestidos y no tenían callos en las manos. Eran hijos de un comerciante en pieles, según habían confesado cuando el capitán empezó a interrogarlos. ¿Por qué un rico comerciante en pieles no podía reunir los doscientos dinares de oro que exigía el capitán? ¿Habría sido en vano todo el trabajo que se habían tomado?
Dos noches enteras habían pasado al acecho el capitán, dos caballeros normandos con sus escuderos y dos arqueros, ansiosos de procurarse caballos. Se habían arrastrado a lo largo de la pared del cementerio y bordeado la gran plaza, hasta alcanzar el foso paralelo a la muralla de la ciudad, donde habían esperado con los rostros ennegrecidos con hollín y los trajes empapados en orina de caballo. La segunda noche, los moros habían salido por la pequeña portezuela abierta en la parte baja de la puerta de la ciudad, para hacer pastar a sus caballos en el foso, tal como el capitán había previsto. Dieciséis caballos, cada uno guiado por un hombre, y dos guardias con perros. El capitán había elegido para él un gran caballo morcillo con un lucero blanco del tamaño de un puño en la frente, fácil de distinguir a pesar de la oscuridad. Habían esperado hasta que los moros se dispusieron a regresar a la ciudad. Entonces todo se había precipitado. El capitán se levantó de un salto, sigiloso como un gato, y con un par de pasos alcanzó el borde del foso. Luego alzó un brazo por encima de la cabeza, se oyó un suave silbido y, un instante después, el jinete del morcillo salió despedido de su silla como arrancado por la mano de algún espíritu. El capitán estaba aún a cinco pasos de él. El caballo que iba detrás se encabritó y derribó a su jinete. Para entonces, los normandos estaban ya en el foso, y arrastraron a los dos hombres fuera de éste; luego, a los caballos. Los otros moros se habían desbandado presas del pánico, gritando y pidiendo ayuda a los centinelas de la muralla, mientras el capitán y los otros corrían ya colina arriba, llevando consigo los caballos y a los dos prisioneros. No se detuvieron hasta llegar a la pared del cementerio moro, donde ya no podían alcanzarlos las flechas disparadas desde la muralla.
Lope tenía la mirada fija en la puerta; pestañeaba, ante sus ojos seguían las imágenes de la noche anterior. Y de pronto se levantó de un brinco. Allí estaba la tela, la tela blanca. Colgaba extendida entre dos almenas. ¿Se habría quedado dormido? ¿Cuánto tiempo llevaba allí la tela, sin que él lo hubiera notado? Dio un salto.
—¡La tela! ¡La tela! —gritó al cabañero, saliendo de la sombra del árbol y mirando a los centinelas del bastión de la entrada de las fortificaciones dispuestas alrededor de la torre de asedio, que, desde donde se encontraba Lope, podía verse justo por encima del perfil de la colina. Como Lope ya había visto la tela blanca, ahora intentaba hacérselo comprender a los centinelas del campamento para que se lo comunicaran al capitán.
Lope y el cabañero empezaron a desatar de la viga a los dos prisioneros, como el capitán les había mandado que hicieran en caso de que los moros de la ciudad se prestaran a negociar. Soltaron primero al menor. Lope lo cogió por las piernas y lo cargó sobre su espalda mientras el cabañero desataba la cuerda. Luego lo dejó a la sombra de la higuera. Los brazos le colgaban inertes y extrañamente torcidos en los hombros, pero el chico no profirió sonido alguno. Estaba desmayado. Lope se alegró de que así fuera.
Cuando ya habían bajado también al mayor, escucharon ruido de cascos de caballos y, un instante después, vieron al capitán bajando por la colina. Estaba cien pasos más abajo y cabalgaba directamente hacia la puerta de la ciudad. Los dos normandos que habían participado en el ataque estaban con él, lo mismo que Ibn Eh, el comerciante judío; más atrás se veía ahora también a Yunus, el hakim judío, montado en un asno, con las piernas recogidas para que no arrastraran por el suelo. El hakim venía directamente hacia ellos, trayendo consigo su maletín de médico. Pero antes de que se acercara, Lope oyó que el capitán lo llamaba. Desató su caballo, montó de un salto y salió al galope colina abajo. Atravesó la plaza y se colocó detrás del capitán.
Cabalgaron hasta hallarse a unos sesenta pasos de la puerta de la ciudad, y Lope se situó entonces de manera que su cuerpo cubriera al capitán. El adarve entre las dos torres de la puerta estaba ahora repleto de gente, lo mismo que los sectores derecho e izquierdo de la muralla. Por todas partes, entre las almenas, asomaban los moros. Estaban tan cerca que Lope los oía hablar.
El capitán dijo algo a Ibn Eh, y el comerciante judío se llevó las manos a la boca y gritó algo en árabe hacia lo alto de la montaña. Un hombre con una faja roja en la cabeza respondió desde la torre de la izquierda. Hubo un intercambio de palabras, durante el cual Ibn Eh consultó varias veces al capitán, en voz baja. Una vez, el propio capitán grito algo a la torre, también en árabe; su voz sonó irritada, y el capitán hizo incluso como si quisiera interrumpir por completo la negociación. Pero entonces, el judío pareció llegar a un acuerdo con el moro de la torre, se dio la vuelta, hizo una señal con la mano, indicando que todo iba bien, y dijo que los moros estaban dispuestos a pagar.
El capitán envió a Lope por los prisioneros. El hakim había vuelto a encajarles los brazos y ahora estaba limpiándoles la cara con vino. Ambos habían recobrado el conocimiento, pero se los veía demasiado débiles para andar, de modo que Lope, con ayuda del hakim, los tumbó de vientre a la grupa de su caballo y los llevó así a la plaza. Detrás de ellos, sobre el perfil de la colina, se había reunido entretanto medio campamento, deseosos todos de presenciar esa partida de ajedrez que era la entrega de los prisioneros.
Los moros salieron por la pequeña portezuela de la puerta de la ciudad; siete hombres, todos a caballo y armados. El capitán levantó el brazo y los moros se detuvieron. Entonces, el capitán e Ibn Eh se adelantaron, y dos de los moros se separaron del grupo y salieron a su encuentro. Se reunieron a mitad de camino, y Lope vio que uno de los moros se desataba del cinturón dos bolsitas de cuero que entregó a Ibn Eh, una por una. Ibn Eh abrió la bolsa, sacó algunas monedas y comprobó su peso con una pequeña balanza. El comerciante se tomó su tiempo. Comprobó minuciosamente las monedas y devolvió las bolsas. Luego regresó solo, dejando al capitán con los dos moros, y recogió al primer prisionero, el más joven, que seguía colgando como muerto sobre la grupa del caballo. Entregó el prisionero a los moros y recibió a cambio la primera bolsa de dinero. Volvió a acercarse al grupo, mientras el segundo moro llevaba al chico hacia las murallas de la ciudad. Arrojó la bolsa a uno de los normandos y recogió al segundo prisionero, que entretanto había recobrado sus fuerzas hasta tal punto que fue capaz de andar sin ayuda. El capitán recibió la segunda bolsa y regresó con Ibn Eh. Sólo cuando ya estaban muy cerca del grupo y los moros habían regresado hasta el borde del foso, el capitán espoleó su caballo y Lope y los otros salieron al galope tras él, hasta el extremo de la plaza y, de allí, colina arriba hacia el campamento.
—¿Cuánto? —preguntó impaciente uno de los normandos—. ¿Cuánto hay?
—Doscientos —respondió el capitán—. Como habíamos estipulado. Doscientos en buen oro.
Cabalgaba relajado. Se quitó el yelmo y lo colgó del arzón. Su rostro se mostraba imperturbable; no había en él ni una huella de triunfo, tan sólo una ligera sonrisa en torno de la boca.
En lo alto de la colina, ante las fortificaciones de la torre de asedio, los hombres se agolparon alrededor de ellos, gritando y gesticulando al tiempo que corrían a su lado.
—¿Dónde está el oro? ¡El oro! ¡Dejadnos verlo! ¡Enseñadlo!
El capitán no dijo nada, sólo se daba golpecitos en el cinturón con la mano libre, manteniendo su caballo al galope.
En la cima, entre las fortificaciones y el campamento, vieron que el sire cabalgaba hacia ellos. Se acercaba a todo galope, seguido por algunos caballeros entre los que se encontraba el siciliano, que siempre estaba a su lado. El sire pasó junto al capitán y su grupo sin siquiera mirarlos, cayó sobre los hombres como un gavilán sobre una bandada de gorriones, les rugió por haber abandonado sus puestos en la obra y los hizo volver al trabajo, empujando con la lanza a los que no obedecían sus órdenes de inmediato. De regreso en el campamento, el sire se ocupó también de que Lope, el cabañero y los escuderos de los dos normandos reanudaran su trabajo en la obra. No permitía ninguna excepción. Luego entró en su tienda acompañado por el capitán y los otros señores, para recibir la parte del botín que le correspondía: un quinto para él personalmente, como jefe de la tropa; un quinto para su señor, el obispo de Roma. Además, el capitán tuvo que regalarle el morcillo del lucero blanco.
Lope trabajó hasta el anochecer. Al volver, muy cansado, Yunus, el hakim, lo recibió con la noticia de que el capitán había ido al pueblo y Lope tenía que reunirse con él allí. Esperó a que oscureciera. No tenía prisa; sabía dónde encontrar al capitán.
El pueblo estaba a algo más de una milla de la ciudad, detrás del campamento del conde de Urgel, en la ladera opuesta a la cresta montañosa que separaba el río Vero del río Cinca, junto a la carretera que llevaba a Graus. Primero eran tan sólo dos o tres casas de piedra abandonadas, de las que la gente del conde de Urgel se había llevado todo lo aprovechable. Luego alguien había instalado una posada en la casa más grande, y también las otras casas habían sido habitadas y provistas de nuevos tejados, puertas y ventanas. A ambos lados de la carretera se habían levantado cabañas en las que se habían instalado comerciantes, prostitutas y peristas, así como artesanos, músicos y gentuza de todo tipo, como la que suele seguir a los ejércitos. Había surgido, pues, un pequeño pueblo, una ciudad de chozas, en la que cada noche se formaba un gran jolgorio y donde, a cambio de dinero, podía conseguirse cualquiera de las cosas de la ciudad que se echan de menos en un campamento militar: vino, mujeres y dados; cordero a la brasa, pescado ahumado y jamón; espectáculos de tragasables, domadores de osos, monos disfrazados y músicos que tocaban toda la noche si encontraban a alguien que les pagase. Había zapateros que fabricaban botas a medida, sastres remendones, lavanderas, barberos, sacamuelas. Había traficantes de esclavos y prestamistas, compradores de toda clase de mercancías, jóvenes mozos del interior dispuestos a prestar cualquier servicio a cambio de una comida al día, y bribones sin escrúpulos capaces de matar a un hombre por los honorarios indicados. Todo aquello que el dinero podía comprar estaba allí al alcance de la mano, suponiendo que tuviese uno dinero suficiente.
El capitán tenía suficiente. Con su parte del oro de los moros en el bolsillo, era un hombre rico, un rey en el pueblo. Lope no tuvo que preguntar mucho por él; ya en la primera taberna estaban enterados: el capitán había hecho una ronda por todas las tabernas, y ahora estaba con la negra Doda.
La negra Doda vivía en la segunda casa más grande, de las cinco de piedra que había en el poblado, apartada de la ancha calle de chozas en la que se divertía el pueblo llano de los sargentos y pequeños hidalgos. La negra Doda era la mejor puta que podía encontrarse en la ciudad; la más cara, pues sólo podían conseguirse sus atenciones a cambio de oro, y la más codiciada, pues seleccionaba a sus clientes y sólo dejaba entrar a quienes llegaban a caballo. La hermosa Doda, de cuyos servicios disfrutaban también los grandes señores, mantenía una corte, como una dama; tenía un criado, dos criadas y dos guardias. Era la mujer, o la hermana, o la amante de un matarife de Carcasona, un individuo fuerte como un oso que había llegado en el séquito del conde de Tolosa. Todos los hombres del ejército conocían a la negra Doda, todos soñaban con ella. Eh capitán había estado ya dos veces con ella.
Cuando Lope llegó a la casa, uno de los guardias le cerró el paso.
—¡Lárgate, chico! ¡Esfúmate!
Sólo cuando Lope explicó que era el mozo del capitán, el guardia se mostró más apacible y lo dejó entrar en el establo, donde se encontraba el caballo del capitán. La oscuridad era casi total: el cielo estaba nublado, no había luna, y tampoco salía luz de la casa, pues las ventanas estaban cerradas con postigos de madera. Lope se sentó a las puertas del establo, se acurrucó y metió la cabeza entre las rodillas. El capitán no salía de juerga desde hacía varias semanas, pues había estado escaso de dinero. Ésta sería una noche larga.
Lope estaba dormitando. A veces oía la voz del capitán salir de la casa. Maldiciones a voz en cuello y roncas risotadas. Otras veces oía la voz de la mujer, que podía ser suave y profunda, con un tono gutural similar al arrullo de una paloma, o aguda y entrecortada cuando reía, o sonora y enérgica cuando llamaba a la criada:
—¡Mira! ¡Mira!
Lope se levantaba de golpe cada vez que oía ese grito, como si lo llamaran a él.
Luego se quedó dormido, pero algún ruido lo volvió a despertar. Oyó que la voz del capitán se hacía cada vez más ronca y quebradiza, hasta que ya no se entendía lo que decía; ya era sólo un jactancioso balbuceo, una serie de gritos inarticulados e inconexos. Lope sabía que el capitán no tardaría en callar, lo conocía bastante bien. Ya había presenciado muchas borracheras suyas. Podía verlo frente a él, con la cabeza balanceándose, la mirada fija, los ojos apenas entreabiertos, la barba surcada por hilos de saliva. No debía de faltar mucho para que perdiera el equilibrio y se pusiera a roncar.
Sin embargo, de pronto, Lope lo vio salir por la puerta. El capitán caminó a tientas junto a la pared, llegó al establo cruzando el pequeño patio de la entrada, tambaleándose, con los brazos extendidos en un intento por mantener el equilibrio. Se colocó de cara a la pared del establo para orinar, apoyando las dos manos contra la pared y mascullando para sí.
Cuando Lope se levantó para dejarse ver, el capitán retrocedió, se llevó la mano al cinturón y maldijo por no encontrar su cuchillo.
—¿Quién está ahí? —preguntó, gruñendo.
—Soy yo, señor —se apresuró a decir Lope—. Sólo quería deciros que estoy aquí, por si me necesitáis.
El capitán se le acerco.
—¡Lope! ¡Condenado! ¿Qué demonios haces aquí? —Su voz ya sólo era un ronco bramido, y Lope se preparó para recibir un golpe al ver que el capitán había levantado el brazo. Pero dejó caer la mano sobre su hombro y dijo—: ¡Qué bien que estés aquí! ¡Bien hecho, muchacho! —Y, agarrando firmemente a Lope, lo llevó consigo hacia la casa—. Ven conmigo, muchacho, ven a la casa. Muchacho, ya va siendo hora de que te enseñe cómo ataca un hombre con su propia lanza. ¿Entiendes lo que te quiero decir?
El hombre que montaba guardia a la puerta les cerró el paso.
—No, sire, el chico no puede entrar en la casa —dijo con voz cordial pero, al mismo tiempo, enérgica—. El chico, no.
—¡Apártate! —dijo el capitán, retirando el brazo del hombro de Lope y caminando hacia el guardia—. ¡Apártate, imbécil! —rugió, e inesperadamente, antes incluso de terminar la frase, lo golpeó con el puño derecho en la boca del estómago, a tal velocidad que el propio Lope quedó sorprendido. Luego hizo un movimiento apenas perceptible con la pierna izquierda y el guardia cayó al suelo, rodó hasta quedar tumbado de lado, apretándose las manos contra el estómago y jadeando con la boca muy abierta, como un pez al que le han dado un golpe justo debajo de la cabeza. El capitán pasó por encima del guardia, abrió la puerta de un empujón y metió a Lope en una gran habitación iluminada sólo por un débil fogón que ardía en la pared opuesta. Lope vio de reojo que había una muchacha junto al fogón, pero el capitán ya lo estaba llevando hacia una pesada cortina que limitaba la habitación por el lado izquierdo.
—¡Vamos, muchacho, ahí adentro! ¡Ahí estaremos bien! —dijo el capitán apartando la cortina y metiendo a Lope a empellones en la habitación que se abría detrás de ésta: una habitación enorme y decorada con gran derroche, tan iluminada que Lope tuvo que cerrar los ojos, cegado por el resplandor. Un perfume penetrante y resinoso le subió por la nariz, cortándole casi la respiración. Y en ese mismo instante escuchó la voz de la mujer, chillona y furiosa:
—¡Qué pasa! ¿Qué hace ese chico aquí? ¡Fuera con él, fuera!
Lope sintió sobre su espalda la pesada mano del capitán.
—¡Cierra la boca! —oyó decir al capitán.
—¡Saca a ese chico de aquí! ¡Estás borracho! —chilló la mujer.
—¿Por qué no cierras esa boquita impertinente? —dijo el capitán en tono conciliador.
Lope sólo conocía a la bella Doda por las historias que contaban de ella los hombres del campamento. Nunca la había visto con sus propios ojos. Estaba recostada entre cojines moros, y en la mano izquierda sostenía una tela amarilla con la que ocultaba su desnudez. Lope podía verle los hombros desnudos, unos hombros suaves, redondeados. Piel blanca, tan blanca como Lope jamás había visto en una mujer. Su cabello negro y rizado caía de su cabeza como las crines de una yegua.
La mujer siseó como una serpiente, gritó regañando al capitán y le arrojó una bandeja, sin dar en el blanco. El capitán contestó a sus gritos, apagó sus gritos:
—¡Escúchame, pedazo de mierda, estate tranquila! ¡Que pares de una vez, te he dicho!
El capitán estaba de pie frente a Doda, inclinado hacia delante. De pronto, dio a Lope un empujón que acabó con él en los cojines, junto a la mujer.
—¡Maldita sea! —gritó el capitán señalando a Lope con el brazo extendido—. ¡Éste es mi mozo! ¿Has oído? ¡Mi mozo! Yo lo he formado, yo le he enseñado cómo tiene que pelear un hombre. Algún día será un luchador, un al–Barraz, como yo, algún día será mi sucesor. —Estaba de pie sobre ella, grande y peligroso, sin tambalearse, sin rastro de inseguridad, la voz tan firme como si no hubiera bebido una sola gota—. Es mi mozo, ¿entendido? ¡Así que sé amable con él! —Se sentó esparrancado en el colchón, al lado de la mujer, cogió la jarra de vino y echó un largo trago.
Lope no dejaba de mirar a la mujer. Elia parecía furiosa por dentro, mientras el capitán la observaba con ojos negros y centelleantes. Doda apretó los dientes y los labios le temblaron, pero no dijo nada.
—Necesitamos vino —dijo el capitán en tono alegre—. Vino para mí y para mi mozo, ¿me has oído? ¡Di a tu pequeña fierecilla que traiga vino! —Su voz ya no sonaba tan firme como poco antes y, al dejar la jarra, tuvo que apoyarse para no caer. Sin embargo, un instante después volvió a levantarse y sacudió la cabeza, como si quisiera quitarse de encima la borrachera. Una amplia sonrisa iluminó su rostro y, con mano ágil como una serpiente, cogió la tela amarilla con la que se cubría la mujer y se la arrebató de las manos tan rápida e inesperadamente como antes había caído sobre el guardia de la puerta.
Lope miró a la mujer. Estaba desnuda hasta la cintura. Lope vio sus pechos, macizos y blancos, de los que los hombres del campamento habían hablado a menudo, describiendo con las manos sus amplias redondeces. Lope no apartó la mirada, se había quedado como petrificado, incapaz de moverse, hasta que de pronto la mujer se echó a gritar y saltó sobre el capitán como un gallo de pelea, clavándole las garras y cubriéndolo de insultos y maldiciones:
—¡Cabrón de mierda! ¡Maldito borracho! ¡Puerco inmundo! ¡Ojalá se te pudra la polla! ¡Que te cosan el culo, a ver si te ahogas en tu propia mierda!
El capitán interceptó sus golpes sonriendo, se cubrió la cabeza con los dos brazos, le tiró del cabello, intentó cogerle los pechos mientras ella trataba por todos los medios de ponerse otra vez la parte superior del vestido.
—¡Mira esto, Lope! —gritó el capitán—. ¡Mira qué tetas! ¡Así es como debe estar formada una mujer! ¡Fíjate bien, Lope! —dijo, intentando impedir que la mujer se cubriera el pecho con el vestido—. ¡Deja, condenada! Deja que el chico vea lo que puedes ofrecer. Quiero que seas amable con él, ¿has oído? Es mi mozo, yo pagaré por él. ¡Así que sé amable! ¡Enséñale las tetas, maldita zorra!
Lope contemplaba a la mujer. La veía resistirse y rechazar al capitán. De pronto se soltó y le dio al capitán una sonora bofetada que casi lo hizo caer.
—¡Borracho, hijo de puta! —resopló la mujer—. ¡Yo no soy una de esas furcias, de esas campesinas, que se abren de piernas ante cualquier cabrero! ¡Recuérdalo bien! ¡Y lárgate enseguida con este pequeño bastardo! ¡Vete! —gritó—. ¡Vete, y se acabó!
Estaba de pie, mirando con ojos parpadeantes al capitán, arrodillado con la mano en la mejilla. Ella temblaba de rabia, pero el capitán no parecía tomarla en serio. En su rostro seguía la misma sonrisa de antes, aunque un poco más fría, un poco más rígida. Y la sonrisa se hizo aún más honda cuando cogió a la mujer de las rodillas, la hizo caer de un rápido tirón y, apenas volvió a levantarse, le dio dos golpes secos en la cara con el dorso de la mano.
Ella recibió los golpes en silencio, ni siquiera se llevó las manos a la cara, como si no hubiese sentido dolor alguno. Sus ojos eran tan sólo delgadas ranuras negras en la blancura de su rostro.
El capitán rebuscó en su cinturón y sacó una moneda de oro que lanzó al aire, la volvió a atrapar en la palma de su mano y se la arrojó a Lope. La mujer siguió la moneda con los ojos, sin mover la cabeza.
—Ya te he dicho que es mi mozo —dijo el capitán. Sonaba conciliador, casi dulce. Y en el mismo tono, continuó—: Y como es mi mozo, puede tener a la mejor puta. A la mejor de todas, ¿entendido?
Ella mostró los dientes. En sus pómulos empezaban a aparecer las huellas de los golpes. Estaba callada, pero su mirada oscilaba entre el capitán, Lope y la mano de Lope, cerrada alrededor de la moneda. Luego una sonrisa se formó en su rostro, se recostó en los cojines y echó la cabeza hacia atrás, dejando volar su cabello. Con su voz profunda, arrullante, que no había dejado de resonar en los oídos de Lope desde que la había escuchado un rato antes en el establo, dijo:
—¿Qué quieres, viejo amigo? No tengo nada contra este granujilla. Pero tú has pagado por toda la noche. Ésta es tu noche. ¿Quieres compartirla con un chiquillo?
La mujer cogió la jarra de vino, miró dentro, volvió la cabeza hacia la pared de cortinas y gritó:
—¡Mira! —El grito fue tan fuerte que Lope se sobresaltó. Doda, volviéndose hacia el capitán, añadió, nuevamente con su voz profunda e insinuante—: La muchacha sigue allí. Si este joven gallo quiere saltar, déjalo que salte sobre la pollita.
El capitán rezongó algo incomprensible, entornando los ojos. La mujer volvió a gritar, con voz aún más penetrante que antes:
—¡Mira!
En ese mismo instante la muchacha apareció entre las cortinas. De pie, con la cabeza gacha, esperó las órdenes de su ama. Llevaba puesta una sencilla blusa azul que le llegaba hasta las rodillas. Su cabello era tan negro como el de su señora, pero no tan rizado, y su piel no era tan clara. Y era más joven, mucho más joven; era casi una niña, y delgada como una ninfa.
—Necesitamos vino, pequeña —dijo la mujer. Esta vez, su voz no sonó poco amable.
La muchacha se acercó. Iba descalza, y sus pies no hacían el menor ruido. Se inclinó para recoger la jarra, sin levantar la mirada del suelo.
—Y llévate contigo a este chico —agregó la mujer—. Es el mozo de este señor, ¿has entendido? Ocúpate de que el chico lo pase bien en mi casa.
La muchacha se había quedado quieta, con la jarra en la mano, y, a pesar de que seguía con la cabeza gacha, Lope notó que le echaba miradas furtivas. El apenas se atrevía a respirar. Miró al capitán en busca de ayuda, pero el capitán tenía los ojos cerrados y parecía no haber oído a la mujer.
—Venga, chico, ve con ella —lo instigó la mujer—. Ve con ella. Es una muchacha muy bonita, mírala bien.
Lope no se movió. La muchacha seguía inmóvil, esperando y examinando a Lope con la mirada. Y Lope creyó ver en su boca el esbozo de una sonrisa. Nadie decía nada, hasta que de pronto el capitán interrumpió el silencio.
—¡Bien, ve! ¡Ve! ¡Coge a esa muchacha, atiéndela! ¡No me hagas quedar mal! —dijo con voz ronca y haciendo un amplio movimiento con el brazo. Ya estaba otra vez como en otro mundo; apenas podía abrir los ojos.
Lope se levantó y siguió a la muchacha a la parte anterior de la casa, separada de esa habitación por la cortina. El fuego se había consumido. Lope apenas si podía ver nada. Siguió a la muchacha a tropezones, se sentó junto al fogón, en un banco que le señaló la chica, y observó en silencio cómo levantaba una trampilla del suelo y se sumergía con la jarra de vino en la bodega. Reinaba tal silencio que Lope oía los latidos de su propio corazón.
Miró la moneda, que aún tenía en la mano, y la guardó cuidadosamente en su cinturón. No estaba dispuesto a entregar esa moneda por una muchacha, por ninguna muchacha del mundo. Esa moneda era para él mucho más que un pedazo de oro cualquiera, era la primera paga que recibía en toda su vida. El capitán nunca le había pagado nada, ni medio penique, por sus muchos servicios. No era dueño de nada, ni de las armas que manejaba ni del caballo que montaba, ni siquiera de la ropa que llevaba puesta. Todo pertenecía al capitán. Hasta lo que conseguía luchando tenía que entregárselo a su señor. No era dueño de nada, a excepción de ese dinar de oro que el capitán le había dado ahora. Ese dinar de oro le pertenecía a él solo, era como un tesoro, una prueba de que el capitán lo reconocía verdaderamente como su mozo. Ya no era un insignificante mozo de cuadra que podía darse por contento si su señor no lo despedía; ahora era un valioso escudero remunerado por sus servicios. Sentía la moneda a través del cuero del cinturón, redonda y dura. Jamás se separaría de esa moneda, por nada del mundo.
La muchacha subió de la bodega con la jarra llena para su señora. Luego volvió a bajar, regresó con una pequeña bota de cuero y se sentó al lado de Lope.
—¿Cómo te llamas? —preguntó la muchacha susurrando.
Lope dijo su nombre.
—Yo me llamo Mira —dijo ella.
—Lo sé —contestó él. No tenía intención de entablar una larga conversación con la muchacha.
Ella le alargó la bota.
—Bebe —dijo—. Es un buen vino.
Lope cogió la bota, pero no bebió. Eh vino no le interesaba. Demasiado vino había visto beber al capitán, demasiadas veces lo había visto vomitar.
—¿Qué pasa? —preguntó la muchacha—. ¿Nunca has bebido vino?
Lope creyó sentir un tonillo burlón en su voz; se encogió de hombros, resopló desdeñoso y se echó un buen trago a la garganta. La muchacha no debía sospechar que el vino se le subía a la cabeza enseguida.
La chica cogió la bota, echó atrás la cabeza y dejó caer el vino. Estiró el brazo sin que el chorro abandonara la abertura de su boca y volvió a acercar la bota a sus labios, dejando que el vino le corriera por la garganta, sin tragar. Dios santo, la muchacha era aún más joven que Lope, pero manejaba la bota como una vieja tabernera. Sonrió a Lope. Sus dientes blancos brillaron en la oscuridad.
—¿Con quién preferirías hacerlo? —preguntó la muchacha—. ¿Conmigo o con la señora?
La pregunta precipitó a Lope en una terrible confusión. No tenía ni la más remota idea de qué debía responder. Sabía a qué se refería; había estado presente muchas noches en las que el capitán se llevaba una criada a la cama. Había observado a través de la penumbra los salvajes jugueteos y embates, y había oído los jadeos y gemidos. Conocía todo aquello, y conocía asimismo la inquietud que lo embargaba de repente, y los chistes verdes y las historias lascivas que se contaban en las mesas de las tabernas y alrededor de las hogueras. Sabía todo lo que ocurría entre un hombre y una mujer, pero el misterio mismo lo ignoraba.
—Dime, ¿con quién preferirías acostarte? —volvió a preguntar la muchacha, arrimándose a Lope hasta que sus cuerpos se rozaron.
—¿Cómo dices? —respondió Lope, sólo por decir algo. Se sentía espantosamente estúpido, y avergonzado. Se alegraba de que el cuarto estuviera oscuro.
—Hay muchos señores que prefieren acostarse conmigo —dijo ella. Su voz sonó orgullosa, y Lope comprendió que la muchacha sabía todo lo que él aún ignoraba, y esta idea lo excitó. Sentía el calor de aquel cuerpo a su lado, veía tan de cerca sus ojos, que lo miraban sin temor, sus rápidos movimientos de cabeza, con los que se apartaba el cabello de la frente. En ese instante, Lope habría dado gustoso la mitad de su vida a cambio de la experiencia del capitán.
La muchacha le dio la bota.
—¿Quieres? —preguntó.
Lope bebió ávidamente, dando largos tragos y sintiendo cómo le corría el vino por la garganta y lo calentaba desde dentro. Era la primera vez que el vino le gustaba.
La chica le quitó la bota de la mano.
—Tienes que hacer como yo —dijo sosteniendo la bota frente a los labios de Lope, y cuando éste, obediente, abrió la boca, dejó que el hilo de vino cayera en su garganta. Lope se atragantó y el vino le cayó en la cara.
La muchacha se echó a reír, pero al instante se tapó la boca con la mano y se quedó quieta, escuchando con la cabeza tendida hacia la cortina. Ambos prestaron atención, conteniendo el aliento, pero todo estaba en silencio, nadie parecía haberlos escuchado.
—No debemos hacer ruido —susurró la muchacha con expresión de complicidad, con un dedo sobre los labios. Estaba ahora tan cerca que Lope podía sentir su respiración rozándole la piel.
—¿Quieres que te dé un beso? —preguntó la muchacha.
—¿Por qué no? —dijo Lope. Ya no reconocía su propia voz. Estaba rígido como un palo, inmóvil. Entonces sintió los labios de la muchacha sobre su boca, dulces y suaves a pesar de la ligera presión, y, de pronto, sintió que algo se abría paso entre sus dientes y tardó en comprender que era la lengua de la chica, que se había metido, ágil e inquieta, dentro de su boca. Por un terrible instante, Lope pensó que la muchacha lo había seducido sólo para introducir en él una misteriosa magia. Pero el pensamiento desapareció tan rápidamente como había venido, mientras la chica se arrimaba aún más a Lope y rodeaba su cuello con los brazos. Lope ya no pensaba, simplemente dejaba que la muchacha hiciera con él lo que quisiera. Se entregó expectante a sus labios, a su lengua, a sus sabias manos.
Entonces, de repente, la voz de la señora retumbó en sus oídos como un ruido espantoso rasgando el silencio. La muchacha se separó de Lope y se levantó de un brinco, y Lope la vio ir hacia la cortina atusándose el pelo al caminar.
—¡Mira! —llamó la mujer—. ¡Mira!
La muchacha desapareció tras la cortina, y Lope escuchó que la mujer le decía algo. Al volver, la chica se detuvo en la abertura de las cortinas y le hizo una señal para que se acercara.
—¡Ven! —le llamó con voz contenida, y cuando ya Lope estaba a su lado, añadió en tono muy bajo—: La señora quiere que vayas con ella. —Su voz sonaba sofocada, y Lope creyó ver que las manos le temblaban al apartar la cortina, pero no tuvo tiempo de pensar en ello.
La mujer seguía sentada en el mismo lugar, recostada perezosamente entre los cojines. El capitán estaba a su lado, a cierta distancia, cerca de la pared, tumbado de espaldas, con las piernas y los brazos estirados y la cabeza ladeada. Daba ronquidos irregulares y entrecortados.
—Siéntate, pequeño —dijo la mujer señalando con mano desidiosa el espacio junto a ella. Lope vaciló. Estaba alerta, no había olvidado los ojos con que la mujer había seguido el dinar de oro que el capitán le había arrojado. Se detuvo a dos pasos de la mujer. Ella golpeaba impaciente con la palma de la mano el cojín que tenía a su lado y, al ver que Lope seguía remiso, se inclinó hacia él y lo atrajo hacia sí tirándole del cinturón. La mujer sonrió a Lope con expresión ausente y le alcanzó la jarra de vino.
—¡Bebe, pequeño! ¡Bebe conmigo!
La jarra estaba llena en una cuarta parte, y, por lo visto, el resto se lo había bebido ella sola. Movía la lengua con torpeza, y le costaba trabajo mantener la cabeza erguida. Instó a Lope a beber más. Se puso a hablar del vino, cómo lo había conseguido, lo caro que era, el trabajo que le había costado conseguirlo, la desvergüenza con que el vinatero había intentado estafarla. Siguió instando a Lope a beber más y más, y cada vez que se inclinaba sobre él, se ensanchaba un poco más la abertura del vestido.
Lope sentía que el vino se le estaba subiendo a la cabeza, e intentó apartarse de la mujer para escapar de sus manos, pero ella ya lo tenía cogido con fuerza.
—¡El capitán! —dijo Lope en un desesperado intento de espantar a la mujer.
—El capitán no despertará hasta la mañana —dijo ella, al tiempo que sus manos se metían entre los cabellos de Lope y empujaban la cabeza de éste hacia su pecho. Y Lope se sumió en una nube de perfume de rosas, vaho de vino y olor a sudor, se sumió en esa carne suave, blanca, tibia, se rindió a las manos de la mujer, que parecían conocer cada parte de su cuerpo, dejó de defenderse. Oyó la voz de la señora, ronca y extrañamente excitada, se tumbó entre los cojines, sintió el peso de la mujer posándose sobre su cuerpo y vio a través del velo de sus cabellos al capitán, con la boca abierta al dormir, los amarillentos dientes de caballo, las bolsitas de saliva que le colgaban de la comisura de los labios. Cerró los ojos. En algún lugar de su cerebro bullía la idea de que era la negra Doda quien lo tenía entre sus brazos, la bella Doda, con la que soñaban todos los hombres del campamento; y pensó qué dirían cuando se lo contara. Y, por un instante, pensó también en la muchacha que esperaba allí fuera, en el dulce contacto de sus labios sobre su boca, y lo acosó también el recuerdo inquietante del dinar de oro escondido en su cinturón. Pero entonces le ocurrió algo que extinguió todos sus pensamientos, arrojándolo a un desenfrenado remolino que lo arrastró consigo como un violento torrente.