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TOLOSA

JUEVES 8 DE ABRIL, 1064

19 DE NISSÁN, 4824 / 17 DE RABÍ II,456

Cabalgaron por la amplia calle del campamento, en la que reinaba el barullo: gente de la ciudad que había cruzado el río para ver a los caballeros llegados de fuera, campesinos que traían heno y paja, pastores con cabras y ovejas, leñeros, vendedores que ofrecían sus productos a gritos, y voceadores aún más gritones que se encargaban de conseguir nuevos clientes para las posadas del río. A ambos lados del camino se habían levantado tiendas de campaña, toda una ciudad de tiendas, un bosque de banderas y pendones, muchos de cuyos colores eran desconocidos para ellos, tropas de señores que gobernaban países de los que el capitán nunca había oído hablar, parques de caballos, carros de bagajes, centinelas muy bien armados. Ellos, por el camino, iban preguntando: querían saber el nombre de los señores. Guihleaume, duque de Aquitania y conde de Poitou. Ebles de Roucy. Thibert de Semur, conde de Chalon. Gerard, señor de Busseii. Barones de Borgoña y de Provenza. Un ejército impresionante. No tan poderoso como el que llevó a Mérida el rey de León, no tan magnífico como los lanceros del príncipe de Sevilla, pero sí imponente y bien armado. Y había muchos señores a los que uno podía ofrecer sus servicios.

El capitán miraba ansioso. Habían llegado esa tarde, con el convoy del conde Ebles de Roucy. Durante el viaje, el capitán ya había intentado ofrecer sus servicios al conde, pero éste no lo había recibido. Tampoco ahora tenía suerte. Al parecer, los señores franceses no necesitaban a un hombre que conociera el idioma de los sarracenos y su modo de luchar. Se comportaban como si únicamente se tratara de repartir el botín, y como si un hombre más no fuera a hacer sino disminuir la parte que le tocaba a cada uno. Algunos centinelas se mostraban recelosos en cuanto el capitán empezaba a explicarles que él ya había estado en territorio sarraceno, como si lo tomaran por espía. Pero quizá fuese sólo que el capitán era ya demasiado viejo. Allí donde llegaban, encontraban únicamente hombres jóvenes, de veinte o veinticinco años, no más. Sólo unos pocos de sus jefes tenían la barba blanca. Quizá el capitán era realmente demasiado viejo.

Cuando cruzaron la sección del campamento ocupada por los hombres del conde Ebies de Roucy y por la dehesa donde se encontraban los caballos de su tropa, Lope vio la mula de Ibn Eh, el comerciante de Sevilla, y los animales de los otros cuatro comerciantes judíos que se les habían unido al partir de París. Había también otra mula, que le parecía conocida. Lope tenía buen ojo para los animales.

Hizo reparar en ello al capitán:

—Allí, señor, ¿veis esa mula? Pertenece al hakim de Sevilla.

—¿Al hakim judío? —preguntó el capitán—. ¿Estás seguro?

Lope afirmó que estaba seguro.

—¿Cómo puede haber llegado hasta aquí la mula del hakim? —preguntó el capitán.

—A lo mejor lo han traído igual que a Ibn Eh, el comerciante, y a los otros judíos —dijo Lope.

—Es imposible —dijo el capitán—. Lo habríamos visto.

—A lo mejor estaba en la vanguardia —contestó Lope.

El capitán no dijo nada. Evitó mirar al animal. Lope también se sentía incómodo. No había estado bien lo que la gente del conde había hecho al comerciante y a los otros. No había estado bien que lo golpearan y lo derribaran de la mula. El comerciante siempre había sido amable con ellos y había pagado muy bien al capitán por sus servicios. Hasta había ocultado a la gente del conde que el capitán estaba a su servicio. Lope no comprendía por qué ellos no habían podido ayudarlo. No comprendía por qué los caballeros franceses no toleraban que un hidalgo cristiano estuviese al servicio de un judío. Había muchas cosas que no comprendía. Sólo esperaba que el hakim no lo hubiera pasado tan mal como el comerciante. Durante el largo viaje desde Pamplona, a través de las montañas, el hakim había hablado muchas veces con Lope, y le había hablado como un padre a su hijo, no como un señor distinguido al mozo de un hidalgo. Muchas veces le había pasado a escondidas una moneda, y un día, cuando se encontraban en el paso y Lope estaba aterido de frío, como un perro mojado bajo el viento helado de las montañas, el hakim le había dado una manta.

—El hakim está en Le Puy —rezongó el capitán—. Muy lejos del camino por el que hemos venido.

Lope deseaba no haber visto la mula.

Al final de la calle que cruzaba el campamento había una docena de tiendas parecidas a aquellas que habían visto en el campamento militar del príncipe de Sevilla. Lino rayado y de colores muy vivos, azul y rojo, verde y amarillo; los postes de las tiendas ricamente tallados. Algunos de los caballos atados frente a las tiendas llevaban aprestos moros, y uno de los dos guardias que vigilaban la entrada tenía puesto un yelmo moro. La bandera que ondeaba sobre la tienda principal era amarilla y tenía bordada una llave plateada.

Eh capitán desmontó y preguntó al guardia del yelmo moro quién era su señor y de dónde venían.

—¿Qué es lo que quieres? —replicó el guardia. Hablaba el mismo idioma que los caballeros normandos que habían viajado con la tropa del conde Ebies de Roucy.

—Busco trabajo —dijo el capitán. Ya no se daba tanta importancia como al empezar el recorrido por la calle del campamento.

El guardia lo examinó con la mirada, sin hacer un solo gesto, y se volvió hacia el segundo guardia; hablaron en otro idioma, incomprensible para el capitán. Un instante después, el segundo guardia se marchó a una de las tiendas.

Cuando volvió, lo acompañaba un hombre alto como un árbol y de piel blanca, con la barba afeitada, la cabeza descubierta y el cabello cortado de una forma extraña. El Largo se presentó al capitán y lo miró de arriba abajo.

—¿Qué tienes que ofrecer, además de caballo y armas? —preguntó. No sonaba muy amable.

—Hablo el idioma de los sarracenos —dijo el capitán, que era una cabeza más bajo que el Largo.

—Viene con nosotros uno que aprendió de su madre el idioma de los sarracenos —dijo el Largo, y torció la boca en una sonrisa apenas perceptible.

—¿No me crees? —dijo el capitán—. ¿O qué quieres decir con eso?

El Largo se encogió de hombros.

—¿Qué otra cosa tienes que ofrecer, viejo? —preguntó.

—He estado en los lugares a los que os dirigís —dijo el capitán con aspereza—. He estado en la frontera de Aragón, en Lérida, en Zaragoza. Conozco la región, y conozco a los moros.

El Largo asintió con la cabeza, sonriendo.

—Eso suena bien —dijo y, volviéndose, le hizo una seña con la cabeza para que lo siguiera.

El capitán se desabrochó lentamente el cinturón y se lo entregó a Lope. Luego, señalando por encima del hombro con el pulgar la bandera que ondeaba en el poste de la tienda, preguntó al Largo como de pasada:

—¿Quién es? Nunca había visto esos colores.

—El obispo de Roma —dijo el Largo.

El capitán se volvió bruscamente.

—¿El obispo de Roma? ¿El papa? —preguntó incrédulo—. ¿Vosotros servís al papa de Roma?

—¿Por qué no? —dijo el Largo en tono indiferente—. Es un señor como cualquier otro.

Eh capitán se apresuró a seguirlo, mientras Lope se quedaba fuera con los caballos.

Daban gracias a Dios por el calor que hacía, por lo seco que estaba el suelo y por los rayos del sol. Salvo los dos yernos del comerciante de Tolosa; todos tenían una edad en la que una noche a la intemperie podía ser fatal si hacía frío y había mucha humedad. Y ya habían pasado varias noches a la intemperie. Sí, ya podían dar gracias a Dios.

Eran seis: Yunus, Ibn Eh, los tres tolosanos y un rabino de Montpellier que se pasaba el día rezando. Estaban tumbados entre los carros que llevaban el armamento, con los pies sujetos a una cadena que iba de una rueda a otra. Los habían encadenado al llegar a Tolosa, a pesar de que los carros del armamento estaban muy bien vigilados y era impensable que pudieran huir. La cadena parecía más bien un medio de ejercer presión para acelerar las negociaciones del pago de un rescate.

Yunus tenía la mirada perdida en algún punto frente a él. Los cuatro días de marcha a pie lo habían agotado de tal modo que ya no tenía fuerzas para protestar. Lo ocurrido aún se le presentaba de una manera extrañamente ajena a la razón. Como si su cerebro se negara a enfrentarse a ello, como si no quisiera admitir que era real. Recordaba con especial nitidez aquella escena incomprensible en la taberna, que había precedido a su captura. Estaba solo, sentado a la mesa frente a los huevos cocidos que había pedido al tabernero a falta de alimentos preparados según el rito judío. Al otro extremo de la taberna estaban los caballeros, dos viejos y seis jóvenes, alegres y relajados por el vino. Y, de pronto, uno de los caballeros, un muchacho joven, alto, de cara rosada, de apenas unos dieciocho años, se acercó a él y le arrancó la gorra de un manotazo, con ojos fríos, sin previo aviso, sin motivo alguno. Luego lo arrastró por la mesa tirándole de la barba y lo echó fuera de un puntapié.

—¡Qué hace aquí un judío! ¡Fuera!

Yunus hubiera tenido que huir inmediatamente, pero, por extraño que parezca, en ese momento no había pensado en huir. Se sentía asustado, humillado, indignado; pensó en todas las posibilidades, una confusión, un ataque de locura, la borrachera desvergonzada y arrogante de un chico demasiado joven y poco acostumbrado al vino. Pero no se creyó realmente en peligro.

Tampoco después, cuando le robaron todas sus pertenencias y lo hicieron correr tras ellos atado de una cuerda, tampoco entonces había creído posible que eso que estaba viviendo fuera parte de la realidad cotidiana, que fuera algo normal en el país de los francos, nada extraordinario. Sólo más tarde, cuando de pronto trajeron también a Ibn Eh y los otros y los encadenaron entre los carros, sólo cuando se enteró de que a ellos les habían hecho lo mismo, sólo entonces fue tomando conciencia paulatinamente de la situación en que se encontraba. Era difícil de comprender. Era difícil, porque la razón se negaba a aceptarlo.

La voz del capellán llegaba desde la puerta del campamento; era como un ladrido fuerte y rabioso. Los Otros ya habían sufrido bastante bajo ese capellán del conde Ebles de Roucy. El sacerdote se había ocupado de que les quitasen las mulas y les había recitado cada día, desde la mañana hasta la noche, un versículo del salmo 59:

—¿No dice en el libro de vuestros padres, en el salmo cincuenta y nueve: «Señor, haznos recorrer la Tierra»?

Una y otra vez había venido a repetirles esta frase, incluso cuando ya nadie se reía de su estúpida broma.

Lo oyeron acercarse, lo vieron aparecer entre los carros, pequeño, ponzoñoso, con el mentón estirado hacia arriba. Venia empujando a un muchacho vestido con un caftán corto y muy burdo.

—¡Os doy tiempo para tres padrenuestros! —dijo bruscamente el capellán.

El comerciante levantó los brazos, espantado al ver al muchacho. Quiso decir algo, pero no le salieron las palabras. No hacía falta que dijera nada, para todos era evidente que el muchacho era su hijo.

—Perdonadme, padre —dijo el joven—. Tenemos poco tiempo. No nos han avisado hasta esta mañana, y sólo ahora me dejan venir a veros —hablaba de prisa y poniendo mucho énfasis en sus palabras, y su voz delataba temor, aunque él intentaba reprimirlo.

—¿No os habréis puesto de acuerdo con el obispo? —lo interrumpió su padre—. ¿Por qué no ha venido contigo un representante del obispo?

—Perdonadme, padre, pero el nasí está negociando con la gente del obispo desde hace cuatro días. Además de vosotros, hay otros catorce miembros de la comunidad prisioneros.

—¿En este campamento? —preguntó espantado el comerciante.

—Algunos aquí, otros en Saint Sernin.

—¿En Saint Sernin? —preguntó Ibn Eh.

—En el suburbio —explicó uno de los yernos del comerciante.

—¿Y por qué no se ocupa el obispo de ponernos en libertad? —preguntó el comerciante con voz ahora chillona.

—Perdonadme si os hago enojar, padre —contestó el muchacho con descorazonadora cortesía—. Pero vos no sabéis lo que ha ocurrido en la ciudad estos últimos días. El obispo ha mandado que sus hombres vigilen nuestro barrio. Sólo Dios sabe qué nos habría pasado si el obispo no nos hubiera protegido. Todas las casas de judíos que están fuera del barrio han sido saqueadas. En Saint Sernin han prendido fuego a cuatro casas. —Mencionó rápidamente los nombres de los propietarios de las casas atacadas y los nombres de los que habían muerto o habían sido heridos durante los saqueos—. Estamos encerrados, padre. Nadie se atreve a salir del barrio. Yo he tenido que salir por la portezuela del palacio episcopal.

—No lo sabía —murmuró el anciano con voz apagada—. Que Dios no retire su mano de nosotros.

El muchacho repitió la apelación a Dios y continuó en voz más baja:

—El nasí, que Dios lo ampare, manda deciros que se ha tomado la decisión de no aceptar en esta situación exigencias de pago de un rescate. Todos los miembros del Consejo han optado por esta decisión.

—Una decisión muy acertada —gruñó Ibn Eh.

Eh muchacho siguió hablando con mayor rapidez:

—Debo informaros de que los señores que se dirigen contra los sarracenos también han tomado prisioneros a judíos de Rodez, Ahbi, Carcasona y Narbona durante su marcha hasta aquí. Y los tienen en este campamento. Debo informaros de que la comunidad de Narbona se ha dirigido al arzobispo, y que el arzobispo ha enviado un mensajero a Roma pidiendo al obispo de Roma una carta en la que prohíba a los señores que luchan contra los infieles por encargo suyo tratar como infieles a los miembros de las comunidades judías, robarles y matarlos.

—¿Cuándo ha partido el mensajero? —preguntó el comerciante.

—Hace seis días —respondió el muchacho—. La noticia llegó esta mañana.

—¡Hace sólo seis días! —exclamó el comerciante—. Necesita veinte días para llegar a Roma, y otros veinte para volver, y quién sabe cuánto tiempo hará esperar su respuesta el gran señor de Roma. ¿Tendremos que quedarnos varios meses con esta banda de asesinos?

El muchacho se acercó más a su padre y dijo en voz baja:

—Perdonadme, padre, pero yo sólo os he transmitido lo que me encargaron. Decidme qué debo hacer, y lo haré.

El comerciante se inclinó hacia él y empezó a decirle algo. Hablaba atropellada y rápidamente, y en voz tan baja que no podía entenderse lo que decía.

Ibn Eh se inclinó sobre la oreja de Yunus.

—El muy imbécil quiere pagar, lo intuyo —dijo—. No comprende lo que está en juego.

—Es un anciano, Etan —contestó Yunus en un susurro.

—No es mucho mayor que nosotros —replicó Ibn Eh, sin dejarse convencer.

De pronto el capellán estaba entre ellos.

—¡Silencio! —dijo bruscamente. Levantó al muchacho tirándole del cuello y se lo llevó a rastras. El comerciante le gritó unas cuantas maldiciones en hebreo, tan terribles que hasta Ibn Eh se estremeció.

Más tarde, una media hora antes de la puesta de sol, cuando un criado les trajo la comida, volvió a acercarse el capellán. Se quedó de pie frente a ellos y los examinó uno a uno con la mirada, esbozando una sonrisa impaciente que dejaba ver sus dientes.

—En esta hermosa ciudad de Tolosa hay una vieja y bella costumbre, una costumbre que, por desgracia, ya casi había caído en el olvido —dijo lentamente, saboreando cada palabra—. Mañana, día de la Pasión de nuestro Señor, resucitaremos esa costumbre. Mañana, un judío sufrirá todo lo que nuestro Señor Jesucristo sufrió en manos de vuestros padres cuando lo llevaron ante el Sanedrín, en Jerusalén. Y será uno de vosotros el que lo sufra. Hemos prometido a la buena gente de Tolosa que pondremos un judío a disposición de su vieja y hermosa costumbre. —Se dio media vuelta sonriendo y, cuando ya se iba, añadió—: Tenéis tiempo hasta mañana para decidir a cuál de vosotros le será confiada esa honrosa tarea.

Yunus vio que el comerciante se estremecía e intercambiaba miradas de espanto con sus dos yernos.

—¿Qué costumbre es ésa? —preguntó Ibn Eh. También él parecía nervioso.

—¡Es ilegal! ¡Atenta contra todos los convenios y tratados! —gritó de pronto el comerciante—. El obispo no lo permitirá; el conde lo impedirá. Tenemos tratados escritos, tenemos la palabra del obispo, la tenemos garantizada por escrito y sellada.

Ibn Eh lo interrumpió bruscamente, preguntando a uno de los yernos:

—¿Qué costumbre?

El joven paseó la mirada, inseguro, entre Ibn Eh y su suegro. Luego empezó a explicar:

—Antiguamente, cada Viernes Santo, un miembro de la comunidad judía de Tolosa era azotado en la iglesia episcopal, ante los ojos de todos los cristianos de la ciudad, como expiación por el supuesto crimen de nuestros padres contra ese tal Jesús de Nazaret. Hace treinta años la comunidad consiguió que se suprimiera esa atrocidad, y desde entonces hemos estado libres de ella.

—¡A cambio tuvimos que pagar sumas escalofriantes! —gritó el comerciante—. Entregamos cantidades monstruosas de dinero al obispo y al conde. Pagamos muy cara la erradicación de esa terrible costumbre. ¡El obispo no puede retractarse ahora! ¡Atenta contra toda ley!

—Me parece que el obispo poco tiene que ver en esto —dijo Ibn Eh, dirigiéndose al yerno.

El joven asintió con la cabeza.

—Es la gente de Saint Sernin —dijo en voz baja.

—La gente de los suburbios —reafirmó Ibn Eh con el rostro rígido como la piedra—. La maldita gente de los suburbios. Como siempre, como en todas partes.

En un repentino arrebato, cogió la fuente que el criado había dejado en el suelo y la empujó hacia el centro.

—Mañana nos despertaremos temprano y decidiremos qué hacer —dijo con mucha decisión—. ¡Ahora tenemos que comer!

Yunus miró la fuente, que contenía una papilla gris en la que nadaban grasosos trozos de pan. El rabino de Montpellier empezó a bendecir la mesa en voz alta. Ibn Eh lo interrumpió nada más empezar.

—¡No exageremos nuestro agradecimiento a Dios! —gruñó—. ¡Esta porquería no lo vale!

A la mañana siguiente, Yunus despertó sintiéndose fresco y descansado. Era la primera vez desde que fuera hecho prisionero que podía dormir toda la noche de un tirón. Al parecer, los otros no habían pasado una noche tan buena, y era evidente que estaban esperando impacientes a que Yunus despertase. Ibn Eh tenía en la palma de la mano cinco pajitas del largo de un dedo. El rabino rezaba con voz apagada.

Yunus miró la mano de Ibn Eh.

—Iré yo —dijo en voz baja y sin dar una entonación particular a sus palabras. Antes de que Ibn Eh pudiera poner alguna objeción, añadió con firmeza—: Déjalo estar, Etan, yo sé lo que hago; tengo mis motivos.

Cuando volvió el capellán, Yunus se levantó tan deprisa que se le nubló la mente, y tuvo que sujetarse para no caer al suelo.

—¿Por qué él? ¿Por qué el médico? —escuchó preguntar al capellán, con recelo en la voz.

—Me ha tocado en suerte —dijo Yunus. Sintió con alivio que lo abandonaba la sensación de mareo.

El capellán llamó a un criado, que abrió los grilletes con martillo y cincel y llevó a Yunus a la calle del campamento, donde lo esperaban dos jinetes. Lo cogieron entre los dos y uno de ellos le ató alrededor del pecho una soga cuyo otro extremo estaba sujeto al pomo de su silla. Hecho esto, se pusieron en camino hacia la ciudad, por la calle del campamento.

Por encima del río se levantaba una rala neblina que ocultaba la ciudad y dejaba el sol reducido a una mancha brillante sobre ésta. La calle del campamento, que solía estar rebosante de gente desde las primeras horas de la mañana, se hallaba ahora extrañamente desierta. Sin que nadie molestara su marcha, llegaron a la ciudad de cabañas que rodeaba la rampa del puente. Al llegar al puente cambiaron de dirección y alcanzaron la orilla opuesta y el suburbio de Saint Sernin cruzando por un vado, río abajo. Apenas hubieron dejado atrás las puertas del barrio, oyeron gritos:

—¡Ya está aquí el judío! ¡El judío!

La gente se detuvo a mirarlos y los niños corrieron a su lado repitiendo el mismo grito:

—¡Ya está aquí el judío! ¡El judío!

Los dos jinetes espolearon sus caballos. A Yunus le costaba esfuerzo mantener el paso, hasta que finalmente los jinetes lo cogieron por las axilas y lo levantaron, de modo que sus pies ya apenas tocaban el suelo. Los niños se quedaron atrás, gritando.

Al cabo de un momento llegaron a una amplia plaza en la que se alzaba una colosal iglesia de ladrillos rojos. El edificio todavía tenía andamios en dos de sus lados, y el techo estaba aún a medio construir. La plaza estaba vacía; sólo ante el portal de la iglesia se agolpaba la gente, centenares de mendigos, enfermos e inválidos, a quienes había reunido allí la esperanza en la caridad de los parroquianos el día de Viernes Santo.

Yunus y los jinetes que lo llevaban rodearon la iglesia trazando un amplio arco, hasta llegar a un edificio con formas de castillo que se levantaba justo al lado de la iglesia. Allí los recibió un hombre vestido de negro, que cogió con expresión indiferente la soga a la que estaba atado Yunus y tiró de él hacia el interior del edificio como si de una res se tratara. Una vez en el interior, el hombre encerró a Yunus en una pequeña habitación oscura que llenaba el hueco de una escalera.

Yunus se acurrucó en el suelo. La habitación era demasiado estrecha para tumbarse, y demasiado baja para estar de pie. Esperó. Más tarde, en algún momento indeterminado, oyó un suave canto procedente del exterior, y, en algún otro momento, el hombre vestido de negro volvió a la habitación y dejó una jarra de agua en el suelo.

Yunus bebió con tragos breves y cuidadosos. Era agua buena, fresca, y Yunus tuvo que contenerse para no arrojarse ávidamente sobre ella. Luego oyó acercarse unos pasos y lo cegó el brillo de una lámpara. Cuando sus ojos se hubieron acostumbrado a la luz, vio ante él a dos sacerdotes vestidos con sobrepellices oscuras, que lo estaban mirando como a un insecto venenoso. Hablaban en francés, pero tan deprisa que Yunus no entendía lo que decían. Luego volvió nuevamente el hombre de negro, le hizo una seña para que saliera de la habitación y lo guió escalera arriba y luego por un largo pasillo iluminado tan sólo por delgadas ranuras que hacían las veces de ventanas. Se oía un extraño rugido, cada vez más intenso. Luego se abrió una puerta y estaban en la iglesia. El rugido era ahora tan fuerte que retumbaba en los oídos. Yunus podía distinguir ruidos particulares que brotaban del fragor general: gritos, carcajadas, ladridos y el sonido apagado de un gong de madera.

Se hallaban en el coro de la iglesia, frente al altar, que estaba velado con telas negras. Dominaba una sombría penumbra; no ardía ni una sola vela, y sólo por el otro extremo de la nave, cerca de la puerta principal, donde el tejado aún estaba abierto, se colaba una ancha franja de luz tan intensa que cegaba.

El hombre de negro acercó a Yunus a la barandilla del coro, que separaba éste de la nave de la iglesia. Ahora Yunus veía a los fieles, que llenaban toda la iglesia. Y, en ese mismo instante, la gente lo vio a él y el ruido se hizo aún más intenso. Y brotaron los mismos gritos que ya había oído en la calle:

—¡Allí está! ¡El judío! ¡Allí está el judío!

Gritos agudos, que resonaban en la bóveda de la iglesia.

Habían clavado un poste de madera en el suelo. Yunus comprendió que el poste había sido preparado para él. No se defendió cuando lo pusieron de espaldas contra el poste, le encadenaron las manos y le pasaron una cuerda por debajo de las axilas. A través de la barandilla del coro veía rostros individuales, bocas abiertas gritando a voz en cuello, puños levantados. Cerró los ojos.

Cuando volvió a abrirlos, había tres hombres frente a él. Los tres eran más bajos que Yunus, y tenían los brazos gruesos, las cabezas redondas y el cabello muy corto. Yunus los observó, uno tras otro; no tenía miedo. Los dos de los extremos esquivaron su mirada; sólo el del centro la mantuvo, y le enseñó los dientes en una sonrisa burlona. Tenía una brecha inmensa en la mandíbula superior.

Desde el fondo del coro subía ahora un canto solemne que poco a poco fue haciéndose más intenso y apagó paulatinamente el barullo de los parroquianos. Luego llegó desde el altar la voz del sacerdote, y, desde la nave de la iglesia, la múltiple y monótona respuesta de la comunidad, que golpeó contra la bóveda como una ola. Yunus conocía el ritual de la misa cristiana y también conocía, a grandes rasgos, el texto de los Evangelios, así que podía seguir la lectura. Observó a los tres hombres que estaban frente a él y, nerviosos, cambiaban a cada momento la pierna en que apoyaban el peso de sus cuerpos.

—Ahora guardad silencio y escuchad las palabras del santo Evangelio según San Marcos —oyó decir al sacerdote y vio que, de repente, todas las miradas se dirigían hacia él. Supo entonces lo que le esperaba, y lo embargó el miedo. De pronto recordaba con toda claridad la descripción de aquel interrogatorio al que el Consejo había sometido a Jesús de Nazaret dos días antes de la fiesta del Pésaj, en Jerusalén. Los miembros del Yeshiva le habían preguntado si era realmente hijo de Dios, y él había contestado «vosotros lo habéis dicho». Con esta extraña respuesta indirecta y ambigua había perturbado a todo el Yeshiva, pues la afirmación implícita en ella atentaba contra el primer y más importante precepto del judaísmo, contra la férrea certeza de que existe un único Dios, un solo y único Señor del cielo y de la Tierra.

Yunus también sabía cómo continuaba la historia, relatada con todos sus desagradables detalles en los cuatro Evangelios: los miembros del Sanedrín habían escupido al blasfemo y habían ordenado a sus siervos que le pusieran un saco en la cabeza y lo golpearan, exhortándolo en tono de burla a adivinar quién le daba cada golpe, para que demostrara así su presunta omnisciencia divina.

El sacerdote leyó con voz muy potente los antecedentes de la historia, que empezaban con la cena de la noche del Seder y continuaba con la captura de Jesús de Nazaret, esa misma noche. La comunidad acompañaba las palabras del sacerdote con gritos. Las mujeres sollozaban, los hombres proferían violentas amenazas cuando se mencionaba a Judas Iscariote. Yunus ya no recordaba el desarrollo exacto de la historia, pero suponía que ahora seguiría la lectura de la captura. Y así fue.

De pronto los acontecimientos se precipitaron. Cuando el sacerdote llegó a la parte en que el gaón anunciaba la pena de muerte por blasfemia contra Dios, los tres hombres se adelantaron de repente y escupieron a Yunus a la cara, de forma tan sorpresiva que Yunus apenas pudo cerrar los ojos a tiempo. Sintió cómo le caían en la cara los escupitajos, escuchó el rugido de la gente y los gritos furiosos y enardecedores de los tres hombres, y un instante después ya tenía la cabeza cubierta por un saco y oía la voz potente y penetrante del sacerdote elevándose sobre el clamor de la multitud:

—Entonces algunos se pusieron a escupirle, le cubrieron los ojos y lo golpearon con los puños.

Yunus escondió la cabeza entre los hombros, apretó los dientes, cerró los ojos. Esperó inmerso en un creciente pavor el primer golpe, lo sintió venir, pero no estaba preparado para la terrible rabia con que le cayó encima. Sentía como si se le hubiera reventado el cráneo. La cabeza se le balanceaba de un lado a otro bajo los golpes, y en sus oídos resonaba un rechinante crujido, un trueno que apagaba todos los demás sonidos. Ya no podía distinguir dónde le caían los golpes. Quería gritar, pero el grito se le atascaba dolorosamente en la garganta. Sintió que estaba a punto de perder el conocimiento e hizo el desesperado esfuerzo de mantener firmes las rodillas, aterrorizado por la idea de que si flaqueaba caería en el vacío. Hasta que lo abandonaron todas sus fuerzas y se desplomó, quedando de pie sólo porque lo sostenían sus ataduras. En ese mismo instante cesaron los golpes, y Yunus comprobó que prácticamente no sentía dolor alguno, tan sólo el insoportable y ensordecedor bramido que parecía a punto de hacerle estallar la cabeza.

Prestó atención a los sonidos lejanos, que poco a poco se abrieron paso hasta su conciencia sofocando el horrible bramido. Chillidos de niños, gritos penetrantes y el aullido de un perro. Y luego otra vez la voz del sacerdote:

—En verdad, tú eres uno de ellos, tú habías como el galileo, ¡tú eres de los suyos!

Yunus entendía cada palabra, pero no llegaba a comprender el significado. ¿De qué galileo hablaba? ¿Y quién no conocía a ese galileo? El bramido que atormentaba sus oídos cedió y fue reemplazado por un dolor sordo y palpitante que parecía llenarle toda la cabeza. Yunus intentó localizar el dolor, entreabrió los ojos, movió cuidadosamente la mandíbula inferior, se tanteó los dientes con la punta de la lengua. Con cada movimiento surgían nuevos dolores, como si le clavaran en las sienes agujas al rojo vivo. Notó sabor a sangre entre los dientes, el labio superior se le empezó a hinchar y endurecer, y en el ojo derecho sentía una fuerte presión que le impedía levantar el párpado. Sentía la presión de sus ataduras en el pecho y las axilas, pero no hizo ningún intento de incorporarse. Prefería seguir colgado. Estaba infinitamente cansado, y daba gracias porque finalmente lo hubieran dejado en paz. Era la primera vez que sentía que le habían dado una paliza, una experiencia completamente nueva. Ni siquiera de niño le habían pegado, ni su padre ni ningún otro.

Sintió vagamente que le quitaban el saco de la cabeza y lo desataban del poste. Movió las piernas mecánicamente, como intentando andar, mientras lo sacaban de la iglesia para llevarlo de regreso a la pequeña habitación bajo la escalera. Más tarde comprobó, humillado, que mientras lo golpeaban le había fallado el esfínter, y se puso a limpiar su traje. Pero pronto lo dejó. Los dolores que le llenaban la cabeza eran más soportables si no se movía.

Cuando ya había oscurecido lo visitó un monje, que le dio de beber agua y le lavó la cara con un trapo húmedo.

—Te esperan fuera, para llevarte de regreso —dijo mientras ayudaba a Yunus a ponerse de pie. Rebosaba compasión.

Los que esperaban eran los mismos hombres que habían traído a Yunus esa mañana, pero ahora iban a pie. Tenían prisa, y actuaron con rudeza cuando Yunus no podía mantener el paso. Cuando tomaron la calle del campamento, unos cuantos adolescentes repararon en ellos, y uno reconoció a Yunus y se puso a gritar:

—¡Allí está el judío que han apaleado en la iglesia!

Una anciana se interpuso en su camino intentando escupir a Yunus. Los guardias la hicieron a un lado.

—¡Pero no hagáis tonterías! ¡Esfumaos! ¡Apartaos del camino!

Bajo la luz trémula de una antorcha, Yunus distinguió el rostro de un hombre que le era familiar. Un rostro pálido y afeitado al ras, con marcadas arrugas alrededor de los labios. Perdió de vista al hombre. Cincuenta pasos más adelante volvió a verlo y recordó quién era. Lo conocía de Conques. Era un monje al que había extirpado un furúnculo durante su primera visita al monasterio; un hombre sencillo y quejumbroso que, a pesar de la fuerte dosis de opio, había acompañado la inocua operación con alaridos bestiales. El hombre estaba en medio de la calle, sosteniendo una antorcha por encima de su cabeza y con la otra mano levantada hacia Yunus; una mano como una garra, el índice y el meñique extendidos. De pronto se puso a gritar. Frases cortas surgidas de un arrebato nervioso, gruñidos tan ensordecedores como incomprensibles, que se precipitaban unos sobre otros.

Los dos guardias lo amenazaron con sus lanzas, pero el monje no se dejó acallar. Empezó a andar hacia atrás, siempre frente a ellos y sin dejar de gritar. Y ahora podía entenderse lo que gritaba:

—¡Satanás! ¡Satanás! ¡Es un siervo de Satanás, un discípulo del demonio! ¡Ha hecho un pacto con el demonio!

Empezó a acercarse cada vez más gente, hasta que el tumulto era ya tan grande que los guardias tenían problemas para abrirse paso. El monje levantó los dos brazos y empezó a hablar a la gente en tono de predicador:

—¡Escuchadme, soldados de Cristo, nuestro Señor! ¡Prestadme atención! Yo vengo del convento de Santa Fides. Conozco a este hombre. Es un judío, un hereje, un siervo de Satán. Lo conozco, y os voy a contar cómo este hombre arrojó a uno de nuestros hermanos en brazos de Satán, el Espíritu del Mal y Señor de las Tinieblas. ¡Os lo voy a contar!

Los guardias se habían detenido, y Yunus con ellos. Ya no había por dónde pasar, un denso círculo se había cerrado alrededor de ellos, un circulo de rostros boquiabiertos y ojos temerosos dirigidos hacia Yunus con nerviosa curiosidad. El monje continuó su sermón:

—¡Escuchad lo que os voy a decir! Un día Dios castigó a uno de nuestros cofrades enviándole enfermedad. El demonio le inspiró la idea de mandar traer a un médico, a pesar de que en el capítulo diecisiete de Jeremías dice: «¡Huid del hombre que se confía a hombres!». ¡Ay, si tan sólo hubiese depositado su confianza en Dios y en Santa Fides! Pero así fue como llegó este mago judío a nuestro convento. —Cogió la cruz que le colgaba del pecho y apuntó con ella a Yunus—. Mediante lisonjas y poderes mágicos, se ganó la confianza de nuestro cofrade y, finalmente, lo inició en sus misterios. Se aprovechó de la curiosidad blasfema de este desgraciado hermano y le prometió un encuentro con el diablo, con el mismísimo Satanás, el Maestro de la Maldad. Y oíd, hijos de la fe verdadera, oíd lo que ocurrió después.

Yunus miraba al monje, completamente desconcertado. ¿De qué estaba hablando ese hombre? ¿Qué quería de él? En Conques se había topado con él muy a menudo, y jamás habían tenido siquiera una discusión. ¿Qué podía tener ahora contra él?

—¡Oíd cómo este hechicero judío invocó al demonio para perder a nuestro hermano! —continuó el monje en voz más alta—. Se encontraron en un lugar secreto, y el Príncipe del Infierno dijo a nuestro cofrade:

»—Si quieres participar de las enseñanzas ocultas de la magia, debes hacerme una ofrenda.

»Y nuestro cofrade, en su ceguera, le preguntó:

»—¿Qué ofrenda debo hacerte?

»Y Satán respondió:

»—Debes ofrecerme aquello que más ama el hombre.

»Nuestro cofrade preguntó entonces:

»—¿Y qué es eso, oh, Príncipe de las Tinieblas?

»Y Satán le respondió:

»—Es el flujo de tu semen; dame tu semen y serás maestro en todas las ciencias de la magia y conocerás los secretos de los libros sellados.

»Eso fue lo que dijo Satán a través de este judío, que es su discípulo y su siervo fiel; y, en verdad, lo dijo a un sacerdote consagrado. ¡Ay, infame sacrilegio! ¡Ay, terrible, maldito suceso!

Los espectadores hicieron la señal de la cruz, algunos lanzaron suspiros y otros se pusieron a rezar. Una mujer repetía una y otra vez, siempre en el mismo tono agudo y sollozante, el mismo versículo de la Biblia. Yunus veía con espanto cómo se convertía la hostilidad de los rostros en odio declarado. Pero todavía era incapaz de comprender lo que estaba ocurriendo. ¿Cómo era posible que esa gente creyera a ese hombre, que evidentemente estaba loco? ¿Por qué a ninguno se le ocurría preguntarle si él había estado presente en ese supuesto encuentro con el diablo? ¿Cómo sabía con tanta exactitud qué se había dicho en ese encuentro? ¿Cómo era posible que nadie desconfiara de sus palabras?

—¡Prestad atención! —continuó el monje, gritando a voz en cuello—. ¡Prestad atención a lo que os voy a decir, ovejas de Cristo! Este hermano entregado al demonio empezó a tener trato con una monja y se la llevó a escondidas a su celda, para hacer con ella lo que el demonio y este judío le habían encargado. Y cuando el abad, preocupado por su cofrade, fue a ver qué ocurría, aquel siervo indigno del Señor transformó a la mujer en una perra gracias a las artes mágicas que este diabólico judío le había enseñado, consiguiendo así ocultaría al abad. ¡Todo esto os digo! ¡Lo le visto con mis propios ojos y puedo jurarlo ante el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo! —Dio un paso hacia Yunus y le apuntó con la cruz, como con un arma—. ¡Y este judío, este hereje y enemigo de nuestro Señor Jesucristo, fue quien entregó al demonio esa alma desgraciada! ¡Fue éste quien lo hizo!

Se acercó aún más, y con él los que estaban a su lado. El círculo se estrechó, y Yunus advirtió que los dos guardias empezaban a apartarse cautelosamente de él.

—¡Fue éste! ¡Éste de aquí! —gritó el monje. Estaba a menos de tres pasos de distancia. Yunus veía la cruz ya casi sobre su rostro, y veía las caras deformadas de la gente, en las que el odio finalmente había ganado la partida al temor que los había contenido hasta entonces.

—¡Éste es el culpable! ¡Este judío!

Yunus se quedó inmóvil, incapaz de moverse. Cerró los ojos para no ver cómo caían sobre él y bajó la cabeza, impotente, incapaz de pensar y rígido como un animal a punto de ser sacrificado. Y esperó lo peor. Hasta que de pronto llegaron a sus oídos unos gritos, órdenes enérgicas y el sonido de cascos de caballos.

—¡Dejad paso! ¡Dispersaos! —dijo una voz acostumbrada a impartir órdenes.

Yunus abrió los ojos y vio acercarse a dos jinetes que metían sus caballos entre la multitud sin ningún miramiento. El que iba delante era desmedidamente alto, de piel clara y cabello rubio, imberbe y con un corte de pelo como Yunus no había visto jamás: toda la nuca afeitada hasta lo alto de la cabeza, los cabellos de la coronilla cortados del tamaño de una uña y más largos conforme se aproximaban a la cara, hasta caer sobre la frente en un mechón hirsuto. El hombre detuvo su caballo junto a Yunus y esperó a que el segundo jinete llegara a su lado. Entonces ambos hicieron girar a sus caballos sobre las patas delanteras, deshaciendo con esta sencilla maniobra el circulo que se había formado alrededor de Yunus. Sólo cuando se encontraba a cubierto entre los dos caballos, Yunus advirtió que otros dos jinetes habían acudido también en su auxilio: el hidalgo español que los había acompañado desde Sevilla y su mozo.

La siguiente hora la pasó Yunus como en sueños, siempre al borde de un desmayo y, al mismo tiempo, completamente despierto. Lo llevaron a una tienda llamativamente grande. Allí lo recibió un criado negro, y éste mismo lo condujo ante un hombre que, hablando un árabe muy fluido, se presentó como hijo de un qa’id; era de origen árabe, natural de Sicilia, y había sido vasallo del emir de Palermo, aunque ahora estaba al servicio de un señor normando. El hombre padecía una hinchazón en su mano derecha, que ya alcanzaba el doble de su tamaño normal. Un quiste de pus que un curandero había cortado demasiado pronto, por lo que se había formado un nuevo quiste debajo del primero, que entretanto ya afectaba a todo el brazo. La franja roja que indicaba el avance de la infección llegaba ya hasta el codo.

Yunus retiró el vendaje, hizo un corte y lavó el quiste abierto con clara de huevo y vinagre. Una vez terminada la operación, se acercó el barón normando, un gigante de cara roja y cabello pajoso, y preguntó, sinceramente preocupado, por el estado del enfermo, como si se tratara de un pariente cercano. Resultaba increíble. Un musulmán siciliano al servicio de un señor normando, en pleno campamento de los caballeros franceses en campaña precisamente contra esos musulmanes de los que formaba parte el siciliano.

Pero fue aún más increíble cuando llevaron a Yunus a otra tienda, donde le esperaba Ibn Eh. Éste le informó de que el barón normando, llamado Robert Crispin, era además vasallo del obispo de Roma, a quien toda la cristiandad reconocía como papa y señor supremo.

—Estos normandos parecen ser un pueblo muy singular —explicó Ibn Eh con admiración—. Muy pragmáticos, muy distintos de los franceses. Este Robert Crispin, su jefe, hasta aceptó mi pagaré sin titubeos.

—¿Qué pagaré? —preguntó Yunus.

—Le propuse que nos rescatara —respondió Ibn Eh con una sonrisa de satisfacción—. Acto seguido, habló con el conde Ebles de Roucy y acordaron un rescate de cien dinares de oro. El barón pagó al conde francés con una silla de montar que, para ser sinceros, no vale ni cincuenta dinares. Y yo le extendí a cambio un pagaré por cien dinares. También son muy hábiles para los negocios, estos normandos.

Yunus sabía que Ibn Eh había calculado perder tres o cuatro veces esa suma.

—¿Y por qué aceptó meterse en este asunto? —preguntó Yunus.

—Necesitaba un médico —respondió Ibn Eh—. El siciliano es su mano derecha. Por lo visto, le tiene una gran estima.

—¿Significa eso que estamos en libertad o simplemente que hemos cambiado de señor y ahora somos prisioneros de estos normandos? —preguntó Yunus en un súbito rapto de desconfianza.

Ibn Eh se encogió de hombros y estiró los brazos.

—Yo diría que ahora tenemos un nuevo señor, del cual podemos sentimos bastante satisfechos —contestó sin amargura.

—¿Quieres decir que nos obligará a marchar con él?

Ibn Eh lo negó balanceando suavemente la cabeza y, alegre, dijo:

—Pero, naturalmente, iremos con él. Escribiré a mi hijo diciéndole que se quede en Le Puy hasta que hayan pagado todos mis deudores y la situación se haya normalizado, y que luego vaya a Narbona y coja allí un barco a casa, como estaba previsto. Y nosotros cruzaremos las montañas a salvo bajo la protección de estos normandos; hasta llegar a Barbastro.

—¿Hasta Barbastro? —preguntó Yunus.

—La ciudad que quieren atacar —dijo Ibn Eh en voz baja y hablando de pronto en hebreo.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Yunus.

—Me lo ha dicho el siciliano —contestó Ibn Eh, añadiendo rápidamente—: Desde Barbastro hay sólo tres días de viaje a Zaragoza, y tan pronto como lleguemos a Zaragoza estaremos a salvo. Como ves, no tenemos de qué preocuparnos. —Miró a Yunus de reojo, y, al ver que sus palabras no habían causado el efecto deseado, se levantó rápidamente, lo cogió del brazo y lo ayudó a ponerse de pie—. Ven, amigo —dijo, intentando infundirle ánimos—. Tengo otra sorpresa para ti. Estos normandos también son muy civilizados. Tienen una tienda especial para tomar baños. Te he mandado preparar un baño.

Yunus cerró los ojos. Cada movimiento hacía latir un dolor agudo en su cabeza.

—¡Hoy es sabbat, Etan! —exclamó sin levantar la voz.

—Lo sé —respondió Ibn Eh, sin hacerle ningún caso. Tirando de Yunus con suave energía hacia la salida de la tienda, añadió—: Pero creo que esta vez Dios nos perdonará. Hoy no es un sabbat corriente, Yunus, hoy no.