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BARBASTRO

SÁBADO 17 DEJULIO, 1064

29 DE AB, 4824 / 29 DE RADJAB, 456

Partieron dos horas antes de la puesta de sol. Setenta hombres con cien caballos, la mitad pertenecientes al campamento normando; los otros, al campamento del rey de Aragón. Desde que el rey moro de Zaragoza había reforzado las guarniciones de los castillos fronterizos con divisiones de caballería ligera, ya nadie se arriesgaba a emprender una cabalgada hacia el sur si no se disponía como mínimo de medio centenar de hombres. Tres semanas atrás, una patrulla francesa había sido aniquilada por los moros. Sólo había quedado con vida un hombre, que había regresado al campamento descalzo y semidesnudo, y sin nariz ni orejas.

Cabalgaron ocho horas casi sin pausa, adentrándose en la oscuridad de la noche, primero hacia el sur, hasta dejar atrás el castillo de Monzón, luego hacia el sureste, por la llanura. Al frente cabalgaba un adalid, un peón natural de la región que conocía cada sendero y en quien se podía confiar, pues su mujer y sus dos hijos estaban bajo vigilancia en el campamento. El adalid, apartándose de las carreteras, los guió por estrechos senderos de pastores y a través de cumbres boscosas flanqueadas por precipicios cortados a pique, hasta una colina que se levantaba sobre la planicie como última estribación de la cadena de montañas. Pasaron el resto de la noche en un encinar que crecía en la pendiente occidental de la colina. Establecieron guardias y durmieron en el suelo, envueltos en las mantas de sus sillas de montar, entre los caballos estacados, junto a sus armas listas para ser empuñadas.

A Lope le había tocado hacer la última guardia con el viejo Pero. El adalid los guió a la cima de la colina, donde buscaron un lugar cómodo, un tronco donde apoyar la espalda. El viejo Pero no tardó en quedarse dormido, y Lope lo dejó dormir. Se sentía fresco, no había ningún peligro de que también él fuera vencido por el sueño.

Cuando empezó a amanecer, Lope trepó a un árbol y echó un vistazo a la llanura. Al sur, a unas tres millas de allí, había un pueblo bastante grande. Lope llegaba a ver la cúpula de la mezquita, la delgada punta del minarete y los tejados cubiertos de paja de las casas aglomeradas detrás de la palizada que rodeaba el pueblo. Recorrió con la mirada los caminos y los lugares de trilla. No se veía a nadie, ni un solo campesino yendo a trabajar a los sembrados, ni un arriero, ni un pastor sacando el ganado a pastar. Todo estaba quieto, extrañamente quieto.

Antes de salir el sol sonó el pitido que los llamaba de regreso al lugar donde habían acampado. Los hombres estaban reunidos en grupos; habían enviado exploradores que confirmaron lo que había notado Lope. Los campesinos se habían atrincherado en el pueblo; la sorpresa había fracasado. Algún vigía o algún pastor de cabras debía de haberlos visto llegar por la noche y habría avisado a la gente del pueblo. Los moros no se dejaban sorprender tan fácilmente, vivían alertas por los muchos ataques que ya habían sufrido, y con cien caballos era prácticamente imposible acercarse sin ser vistos. Ya no se podía hacer nada.

Dos o tres jinetes aragoneses abogaron por asaltar el pueblo, pero todos los demás se opusieron. Habría demasiados heridos, podían perder demasiados caballos. El posible botín no lo merecía, y el camino de regreso era demasiado largo. Desde que se sabía que los moros de Barbastro ya no tenían agua, nadie quería arriesgar demasiado. Así las cosas, emprendieron el regreso, enviando por delante una avanzadilla de doce hombres, a quienes se mandó que no se perdieran de vista. Cabalgaron dos horas a paso ligero hacia el oeste por campo abierto, con la esperanza de poder asaltar a unos cuantos campesinos, a los que luego podrían canjear por trigo. Pero la región parecía desierta. Todos los pueblos por los que pasaron estaban cerrados y en los minaretes ondeaban largas banderillas verdes. Era como si en lo alto de cada colina hubiera un espía siguiendo sus pasos y anunciando justo a tiempo su llegada.

Empezaron a cabalgar a un ritmo más lento. Cuando pasaban por campos de trigo aún sin cosechar se detenían y, bajo el calor sofocante, cortaban ellos mismos con sus espadas y cuchillos las espigas, que luego guardaban en sacos que habían traído consigo para llenarlos con el grano de los moros. En el valle del Cinca hicieron la primera parada, para que los caballos pudieran descansar. Lope y otros seis fueron enviados por agua. Cuando volvió, frente al capitán estaba uno de los aragoneses, un hombre fuerte como un toro, de cabello negro, cabeza estirada hacia delante y cuello muy corto; tendría entre treinta y cuarenta años, Lope no podía calcular su edad con más exactitud. Sólo sabía que los aragoneses llamaban a aquel hombre el «Cuatrodedos», porque le faltaba el dedo meñique de la mano izquierda.

El hombre miraba fijamente al capitán, con los ojos entornados.

—Me resultas familiar, viejo —dijo—. Tengo la sensación de que ya te he visto antes, en alguna otra parte.

El capitán volvió lentamente la cabeza, abrió los ojos, miró al hombre como se mira a un tipo cargante que viene una y otra vez a pedir algo, y volvió nuevamente la cabeza.

—Te pareces a alguien a quien llevo veinte años buscando; te le pareces endemoniadamente —continuó el hombre. Se acercó dos pasos más al capitán y cruzó los brazos—. ¿Es posible que hace veinte años estuvieras por esta región? —preguntó—. ¿Es posible que sirvieras en la guardia personal del señor de Lérida, hace veinte años?

El capitán fingió que no oía nada, pero el otro no se dejó rechazar tan fácilmente; se quedó allí, como un tronco, con las piernas muy abiertas e inquietantemente tranquilo. También su voz parecía tranquila cuando volvió a hablar.

—En el campamento se dice que una noche tiraste a un moro de su caballo sin tocarlo con las manos, como por arte de magia. El hijo de perra al que estoy buscando también podía hacer cosas así.

Algunos hidalgos de la tropa aragonesa que andaban cerca de allí prestaron atención y empezaron a acercarse, uno a uno.

—Yo estuve presente cuando le acertaron con una flecha. Vi cómo el astil le atravesaba la pantorrilla. Debieron de quedarle dos cicatrices, y yo sé en qué parte. Me harías un gran favor si me permitieras verte la pierna. Sólo ese lugar, en la pantorrilla derecha. Así podrás liberarme de una horrible sospecha y devolver la paz a mi alma.

El capitán le escupió a los pies.

—¡Lárgate! —gruñó—. ¡No me vengas a mí con historias!

El hombre al que llamaban Cuatrodedos no se movió. Y Lope, que no dejaba de mirarlo, sintió de repente un ligero temor, como jamás lo había sentido estando con el capitán. Siempre se había sentido seguro al lado del capitán, siempre había estado convencido de que el capitán podía acabar con cualquier adversario, siempre había tenido una confianza ilimitada en su astucia, su fuerza y su habilidad en la lucha. Ahora, por primera vez, empezaba a dudar. Miró al capitán, que estaba sentado en el suelo en una postura extrañamente relajada, huesudo, macilento, con los cabellos pegados y la cara manchada de polvo, que le daban un aire demacrado y viejo. Y miró al hombre que se erguía frente a él, pesado, brutal y rebosante de energía. E intuyó que el capitán no podría acabar con ese individuo, que contra él no tendría ninguna oportunidad.

—Escúchame, viejo —dijo el hombre—. El hijo de perra al que estoy buscando tiene las vidas de mi padre y mi hermano sobre su conciencia. Lo estoy buscando desde hace veinte años y lo encontraré. Por eso quiero comprobar si tienes esa cicatriz en la pantorrilla derecha. Lo comprobaré, viejo, aunque no colabores. No te perderé de vista, viejo, recuérdalo. A partir de ahora no te perderé de vista.

El hombre se quedó un largo rato mirando fijamente al capitán, con el mentón apuntando hacia delante, como si quisiera obligarlo con la mirada a mostrar la pierna. Luego dio media vuelta y se marchó, sin volver la mirada ni una sola vez.

Sólo cuando el hombre ya no podía oírlo, el capitán levantó la cabeza, miró a su alrededor y dijo, encogiéndose de hombros:

—¿Qué quiere ese bocazas? ¿Qué quiere de mí? ¿Qué tengo que ver yo con sus historias?

Quería parecer burlón, pero su voz sonó más bien oprimida, como si tuviera en la garganta algo que le entorpecía el habla.

Los siguientes días transcurrieron en perezosa inactividad. En todos los campamentos se estaba a la espera de que la ciudad empezara a negociar la rendición. La construcción de la torre de asedio se había detenido y las guardias se habían duplicado en prevención de un ataque moro. Los centinelas se aburrían y mataban el tiempo jugando a los dados. Se jugaban ya el botín que esperaban conseguir.

A veces, por las noches, se reunían pequeños grupos, que se deslizaban a hurtadillas hasta las murallas de la ciudad con la intención de dar caza a algún moro que pretendiera huir. Pero en el sector normando esta cacería no dio ningún fruto. La mayor parte de los moros intentaban escapar por el río, se escabullían bordeando el cauce o dejaban que la corriente los llevara río abajo, donde se encontraban los franceses. Los franceses atrapaban dos o tres cada noche.

Lope era el único que aprovechaba el tiempo. Cada día pasaba algunas horas con el viejo Pero, practicando el tiro con arco en una colina pelada que se levantaba media milla al sur del campamento. En Sabugal había aprendido a usar el arco largo. Ahora tenía que olvidar todo lo que había aprendido. El arco moro requería un manejo completamente distinto al del arco largo. Ambas armas eran muy diferentes ya en su forma exterior. El arco largo estaba hecho de una sola pieza de madera de tejo; el moro, de varias piezas de madera, cuerno y tendones de animales artísticamente unidas con cola. Además, el arco moro tenía los extremos curvos, lo que le daba la extraordinaria característica de que el arquero sólo tenía que emplear todas sus fuerzas al principio, mientras que al final, cuando el arco ya estaba casi completamente extendido, los extremos seguían siendo flexibles, gracias a lo cual el arquero podía apuntar a su blanco con mucha más precisión. Igualmente distinta era la técnica con que se disparaba cada arco. En el arco largo, se tiraba de la cuerda con los tres dedos centrales; en el moro, con el pulgar. El arquero rodeaba la cuerda con la primera falange del pulgar y se cogía la punta de éste con el índice. De este modo le quedaban tres dedos libres, con los que podía llevar las riendas cuando iba a caballo. Ése era el misterio de los arqueros moros a caballo. Una mano sostenía el arco y sacaba las flechas de la aljaba con el pulgar y el índice. La otra mano también utilizando sólo el pulgar y el índice, cogía la flecha, la ponía en la cuerda y tiraba. La dificultad estaba en que esa mano, al tener los otros tres dedos que llevar las riendas siempre a la altura del arzón, tenía muy poco margen de movimiento. En lugar de mover la mano, el arquero tenía que mover el cuerpo para acomodarlo a la mano. Esto no sólo exigía que el arquero fuera un gran jinete, sino también que tuviera un dominio acrobático de su cuerpo. Y eso fue lo primero que el viejo Pero enseñó a Lope.

Practicaron de pie y a caballo. Practicaron la posición de la mano al coger la cuerda y al sacar la flecha de la aljaba. Practicaron la posición de los dedos, los brazos y los hombros, y los movimientos necesarios para tensar el arco y para apuntar. Practicaron un día tras otro, sin que Lope disparara nunca una sola flecha. El viejo Pero economizaba mucho sus flechas; era un profesor con método. Sólo una vez hizo volar las flechas, al principio, cuando introdujo a Lope en el arte de tirar con arco: disparar doce flechas en el tiempo que un sacerdote apresurado necesita para rezar un padrenuestro, y acertar con todas a un blanco del tamaño de una piel de oveja colocado a ochenta pasos. Acertar al mismo blanco, colocado a la misma distancia, cabalgando a todo galope. Y, a pie firme, acertar como mínimo con dos de tres flechas a una distancia de trescientos metros. Ese era el arte que Lope debía aprender.

En todo ese tiempo, el capitán no dio un solo paso fuera de los limites del campamento. Se comportaba de un modo extraño. Ya no bebía vino, holgazaneaba en su choza, mandó pulir sus armas, su yelmo, su armadura, su silla de montar. Nada le parecía bien. Estaba insufrible, malhumorado, camorrista. Lope lo observaba con preocupación. Por la mañana, mientras el capitán se vestía, Lope, casi sin darse cuenta, le miraba las piernas, pero no pudo llegar a ver si tenía dos cicatrices en la pantorrilla derecha. Tampoco podía recordar haberle visto alguna vez esas cicatrices.

El hombre al que llamaban Cuatrodedos no había vuelto a aparecer. No lo volvieron a ver hasta ocho días después de la infructuosa cabalgada, y se encontraron con él por pura casualidad.

Ese día el capitán había mandado que le trajesen una jarra de vino por primera vez desde la cabalgada. El vino despertó su espíritu emprendedor, y al ocultarse el sol envió a Lope al pueblo de cantinas para que anunciase a la negra Doda que la visitaría esa noche. Exigió que Lope fuera vestido con la armadura completa, y que el viejo Pero y el cabañero fueran con él. Cuando visitaba a alguien, quería presentarse como un gran señor.

Lope salió cabalgando por delante. Al llegar a la casa de la bella Doda y entrar en el patio vio salir por la puerta a Mira, la muchacha. Nada más verla se le cortó la respiración. Era todavía más bonita de lo que él recordaba. Tenía el cabello suelto y sonrió a Lope cuando éste desmontó, pero no pareció reconocerlo, a pesar de que una antorcha iluminaba la fachada de la casa. No lo reconoció hasta que Lope mencionó el nombre del capitán. La muchacha se llevó la mano a la boca, como apenada, quitó a Lope el yelmo, que le cubría la mitad de la cara, lo llevó a la luz de la antorcha y le preguntó, en tono de falso reproche, por qué no se había dejado ver en todo ese tiempo.

—¿Dónde te habías metido? Te he estado esperando —dijo Mira tirando de Lope hacia la casa y arrimándose a él; luego llamó a un criado para que se ocupase de su caballo—. ¿Sabes una cosa? —dijo—. ¡Ay, me enfadé mucho con mi señora! ¡No sabes cuánto me enfadé!

No llamaba a Lope por su nombre, también lo había olvidado; pero eso a él no le importaba. Sentía el cuerpo de la muchacha a través de la coraza de cuero, y el fuerte perfume que brotaba de su cabello le llenaba la nariz. Lope todavía conservaba en la memoria cada una de las palabras que se habían dicho aquella noche junto al fogón de la cocina, cada uno de los movimientos de sus labios y sus manos.

En el interior de la casa todo había cambiado. Esterillas en el suelo; vigas nuevas en el techo; la habitación donde la dueña recibía a sus visitantes ahora estaba separada del resto por una pared recién enfoscada; había cacerolas de cobre y garrafas de vidrio junto al fuego, signos de un nuevo bienestar exhibido con orgullo. Mira también mostraba indicios de ese nuevo bienestar. Llevaba un collar de coral rojo y pulseras de plata en las muñecas, y su vestido era de seda. Ya no era la criada de la cocina. Al parecer, ese puesto lo ocupaba ahora una segunda muchacha, que estaba junto al fogón; una chica de catorce años, grande y corpulenta, más alta que Mira y de cabellos rubios que le colgaban sobre la espalda en una trenza. Mira le dio a entender con un movimiento de la mano que se marchara de la cocina. La muchacha obedeció de mala gana y, al pasar al lado de Lope, lo miró a la cara mostrándole los dientes en una sonrisa que, por un momento, dejó ver también su lengua. Pasó tan cerca a Lope que su falda lo rozó. Lope se sobresaltó al sentirla; estaba tan confuso que no se atrevió a volverse para seguirla con la mirada mientras salía de la habitación.

—¿Has visto eso? —dijo Mira, señalando la pared nueva, cuyo enfoscado aún estaba húmedo en algunos puntos—. La mandamos construir por deseo del conde de Tolosa —explicó—. El conde de Tolosa ya ha estado aquí tres veces. Cuando viene lo escoltan doce caballeros; es un señor muy distinguido. —Con perceptible orgullo, añadió—: Nosotras ya sólo recibimos a señores distinguidos.

Lope no le hizo caso. Le dijo lo que el capitán le había encargado que dijera. Mira frunció las cejas y respondió que su señora no estaba en casa, que tenía que consultárselo a ella, y que los distinguidos señores a los que recibían ahora solían anunciar su visita con algunos días de antelación. Luego ladeó la cabeza, examinó a Lope desde sus cejas fruncidas, le dijo que esperara y se marchó apartándose el cabello de la frente.

Lope se quedó en la cocina sin saber qué hacer. Miró el banco colocado junto al fogón, en el que había estado sentado con ella aquella vez. No se percató de que la criada había regresado a la cocina, no oyó el susurro de sus pisadas sobre las esterillas hasta que estuvo detrás de él. La muchacha pasó por su lado sin mirarlo, con un hatillo de leña bajo el brazo. La falda azul que llevaba puesta le quedaba muy corta, por encima de las rodillas. Lope la observó mientras trabajaba en el fogón, limpiando las cenizas, soplando para avivar el fuego y colocando cuidadosamente la leña. Sus piernas eran largas y morenas. Al inclinarse sobre el fuego, la trenza se le cayó hacia delante. La muchacha volvió a echársela a la espalda con la mano y, al hacerlo, giró la cabeza y sonrió a Lope por encima del hombro.

Lope esquivó su mirada, pero vio por el rabillo del ojo que la muchacha se levantaba y, limpiándose la ceniza de las manos, se acercaba lentamente hacia él.

—Eh, guapo —dijo la criada—. ¿Qué tal? —Se detuvo a dos pasos de Lope y, sin quitarle la mirada de encima, se levantó la falda con un rapidísimo movimiento y enseñó lo que tenía para vender—. ¿Quieres que te lo haga? —dijo—. Ven conmigo, guapo, medio penique de plata. Di lo que quieres a cambio y yo lo haré.

La muchacha se acercó aún más, cogió la mano de Lope y se la metió entre las piernas. Lope sintió el suave vello de su pubis y retiró la mano violentamente; se alejó un paso, pero la muchacha se arrojó sobre él, haciéndolo caer, y lo abrazó por el cuello.

—Te lo haré muy bien, guapo. ¡Ven conmigo!

Lope quería decir algo, pero no podía; intentaba resistirse, pero tenía los pies clavados a la esterilla. Entonces, de repente, la muchacha se alisó rápidamente la falda, regresó apresurada al fogón y se puso a coger las cacerolas de cobre. En ese mismo instante, Lope oyó el ruido de la puerta y, todavía sin haberse incorporado del todo, vio entrar a un hombre. Supo enseguida quién era, pues, a pesar de que nunca lo había visto, muchas veces había escuchado cómo lo describían los hombres del campamento. Sólo podía tratarse de ese hombre, del carnicero de Carcasona, el hermano de la negra Doda, o su chulo, o su amante, o lo que fuera. Un gigante que tenía que inclinarse para pasar por la puerta. Cabello hirsuto y rojo parduzco, como el bigote que le colgaba sobre las comisuras de los labios; boca ancha y de grandes dientes; brazos desnudos, morenos, muy velludos; manos grandes como palas. Detrás del carnicero entró la bella Doda, riendo, ligera, con la falda ondeando al ritmo de sus movimientos y cintas de colores en el cabello. La mujer dijo algo en un idioma que Lope no comprendía y soltó una risotada; su mirada acarició a Lope, que la observaba petrificado de espanto. Pero la mirada pasó de largo y la mujer desapareció tras la doble cortina de la pared nueva.

—¡Vino! —gritó el carnicero hacia el fogón, donde estaba la criada, y ésta bajó rápidamente a la bodega, mientras el hombre seguía a la bella Doda a la otra habitación.

La puerta de la casa seguía abierta, y Lope vio entrar rápidamente a Mira, temerosa y con la cabeza gacha. Tras ella entró un segundo hombre, y también a éste lo reconoció Lope al primer vistazo: era el hombre al que llamaban Cuatrodedos.

Éste cerró la puerta al ver a Lope.

—¿Qué hace este chico aquí? —preguntó sin quitar los ojos de Lope.

—Es del campamento normando, sólo ha venido para anunciar que su señor vendrá esta noche; se irá enseguida —dijo Mira con temblorosa precipitación. Se había retirado a la pared posterior, recogiéndose junto al fogón. Lope dio un paso hacia la puerta.

—¡Tú te quedas aquí! —dijo Cuatrodedos. Caminó lentamente hacia el centro de la habitación, al tiempo que desabrochaba las correas de sus calzones de montar de cuero.

La criada volvió de la bodega con una jarra de vino y la llevó a la habitación contigua, de la que salían la voz profunda y ronca del carnicero y la risa aguda de la mujer. Cuatrodedos siguió a la criada con la mirada, recorriéndola de arriba a abajo. Cuando regresó, el hombre dijo:

—¡Tráeme a mí también una jarra, chica!

La criada le volvió la espalda, fingiendo que no lo había oído. Se hizo un inquietante silencio, hasta que Mira se levantó para bajar a la bodega.

—¡Tú no! —dijo Cuatrodedos con aspereza, y señaló con la cabeza a la criada—: ¡Ella!

La muchacha miró a Cuatrodedos, luego a Mira, y, al ver que Mira asentía rápidamente con la cabeza, se dirigió nuevamente al sótano, sin prisas, y volvió con una jarra llena.

Cuatrodedos cogió la jarra.

—¿Qué te pasa? —dijo—. ¿Eres nueva aquí?

La criada echó la cabeza hacia atrás y contestó desdeñosa:

—Por qué no.

El hombre la miró fijamente. Estaba de pie frente a ella, sereno, con la jarra en la mano izquierda y una sonrisa en la cara. Lanzó el golpe de un modo tan repentino que la criada no tuvo tiempo de esquivarlo. Le dio en la cabeza con el dorso de la mano, con tal fuerza que la hizo caer. La muchacha, soltando un suave quejido, corrió a refugiarse bajo el fregadero, en el rincón más apartado de la habitación. Cuatrodedos la siguió lentamente, quitándose los pesados calzones de cuero al caminar, arrojó éstos al banco colocado junto al fogón, se sentó en él y se recostó cómodamente contra la pared.

De pronto, la voz del carnicero irrumpió con violencia desde la habitación contigua. La mujer respondió con un estridente aluvión de palabras, y el carnicero volvió a gritarle: una acalorada discusión que se encendió y volvió a apagarse con la misma rapidez y violencia. Un momento después, el carnicero salió a la cocina y, mirando con ojos entornados las llamas que ardían en el fogón, dijo:

—¡Ven, nos vamos!

—Ve tú primero, yo iré después —dijo Cuatrodedos. Y, señalando a Lope con la jarra llena, añadió—: Estamos esperando a su señor, uno del campamento normando, un viejo conocido. Tengo que hablar unas cuantas cosas con él.

—Como quieras —rezongó el carnicero, y salió de la casa. Antes de cerrar la puerta, volvió a meter la cabeza y dijo, dirigiéndose a Mira—: Y vosotras, atendedlo bien, dadle lo que desee. No paga, la casa invita.

Lope vio cerrarse la puerta. El cerrojo ya no estaba puesto. Cuando el carnicero se hubiera alejado, quizá él podría arriesgarse a escapar para poner sobre aviso al capitán. Abrir la puerta de un empujón, cruzar el patio, correr hacia la puerta exterior y perderse en el tumulto de la calle de las tabernas. El caballo podría volver a recogerlo luego. Pero era probable que la puerta estuviese cerrada con llave, y Cuatrodedos alertaría al guardia justo a tiempo para que le impidiera el paso. Aunque la puerta estuviera abierta, no tenía la certeza de conseguirlo, pensaba Lope. Tenía que esperar una oportunidad más propicia.

Cuatrodedos estaba sentado tranquilamente en el banco, con las piernas estiradas.

—Qué pasa con el servicio —dijo en voz muy baja.

Ninguna de las muchachas se movió de su sitio, ni Mira, ni la criada, que seguía con la mano en la mejilla dolorida. Lope vio que los ojos del hombre se empequeñecían, y, unos instantes después, vio que Mira cedía antes que la criada y se dirigía hacia Cuatrodedos, lentamente, paso a paso. Y, petrificado de espanto, vio cómo se arrodillaba entre las piernas extendidas del hombre y empezaba a desabrocharle el cinturón.

¡Esfúmate! —dijo Cuatrodedos, apartando a Mira de un empujón. Y, volviéndose a la criada, dijo—: ¡Tú! ¡Ven aquí!

Lope vio que la criada salía temerosa de su rincón y se colocaba frente a Cuatrodedos, protegiéndose la cara con las manos. Vio que el hombre se inclinaba hacia la muchacha, le cogía la falda, tiraba de ella y la obligaba a arrodillarse.

—¡Ven aquí, pequeña, no te portes así! —le oyó decir Lope.

Luego vio cómo le cogía la trenza y se la enrollaba en la mano, como una cuerda, mientras ella le desataba los pantalones. Entonces Lope apartó la mirada. Ahora, pensó, éste es el momento. Cuando se levante yo ya estaré en la puerta. Y si intenta seguirme, la criada se interpondrá en su camino. Desplazó todo su peso hacia un lado y empezó a moverse imperceptiblemente hacia la puerta.

—¡Tranquilo, muchacho! ¡Quédate donde estás! —dijo Cuatrodedos con tal voz que Lope se quedó inmóvil en el acto. Apenas se atrevía a respirar. Se quedó quieto, con la cabeza gacha y los hombros levantados. Por el rabillo del ojo veía a Mira, que, con la espalda apoyada contra la pared, lo miraba con ojos muy abiertos y asustados. Entonces, de repente, llegó desde fuera la voz del capitán, potente y vociferante, irreconocible a pesar de oírse muy cercana. Parecía que había estado bebiendo en el camino, que se había detenido en las tabernas de la calle del pueblo.

Lope vio que Cuatrodedos se levantaba de golpe, apartaba a la criada con un ágil movimiento y se dirigía a la puerta, pasándose por el cinturón la bragueta caída del pantalón. Cuando la puerta se abrió, Cuatrodedos ya estaba pegado a la pared, oculto en las sombras, apenas reconocible. El capitán no lo vio al entrar. Se detuvo frente a Lope, tambaleándose y con los ojos entornados, y, recorriendo la habitación con la mirada, gruñó:

—Pensaba que sería recibido como la paloma después del diluvio. ¡Pero con qué me encuentro en lugar de eso! ¡Nadie a la puerta! ¡No hay luz en el patio! ¡Ni siquiera un vaso lleno como saludo! —Y mirando a Lope a los ojos, gritó—: ¡Qué haces tú aquí! ¡Fuera, vete! ¡Ocúpate de los caballos!

Sólo al ver que Lope no se movía, el capitán se dio cuenta de que ocurría algo y volvió lentamente la cabeza. No mostró ningún signo de temor, ni siquiera parecía sorprendido, o se controlaba tan bien que uno no podía notarlo. Se quedó quieto, mirando por encima del hombro a Cuatrodedos, que se había separado de la pared y caminaba lentamente hacia el capitán.

—Buen lugar para un reencuentro —dijo Cuatrodedos en voz baja—, ¿no te parece, viejo? —Empezó a trazar un semicírculo alrededor del capitán, de manera que podía mirarlo sin perder de vista a Lope—. Me alegro de volver a verte después de tantos días; me alegro sinceramente, viejo.

—¡Desaparece! —dijo el capitán—. ¡Lárgate de aquí!

Cuatrodedos balanceó lentamente la cabeza y torció la boca en una especie de sonrisa.

—No me entiendes, viejo. Todavía no me entiendes —dijo, arrastrando las palabras—. Quiero verte la pierna, sólo esa parte de la pantorrilla derecha. No quiero pelea, ¿me escuchas? Pero ya me rechazaste una vez, y con una tengo suficiente.

Lope miró al capitán y supo enseguida que no estaba dispuesto a ceder. Lo notó en la manera en que el capitán alzaba ligeramente la barbilla y enarcaba las cejas, y en cómo empezó a respirar tomando grandes bocanadas de aire con la boca entreabierta. De pronto, Lope sintió un miedo cerval. No eran ni tres pasos los que separaban al capitán de aquel hombre, demasiado poco para poder sacar el cuchillo a tiempo o para intentar esquivarlo. Por qué no cede, pensaba Lope, desesperado. ¿Por qué no deja que le vea la maldita pierna? ¿Por qué se arriesga a que ese toro lo crucifique? ¿Qué pretende? Los ojos de Lope iban y venían del capitán a Cuatrodedos, y de pronto empezó a concebir la punzante sospecha de que si el capitán se negaba a enseñar la pierna era únicamente por testarudez. Pero en ese mismo instante se abrió la puerta y entraron los dos normandos que habían participado en la incursión a la muralla de la ciudad, bromeando, riendo, colorados por el vino.

—¡Hombre, pensaba que ya estarías haciendo lo tuyo! ¿Dónde están las mujeres? —dijo uno de los normandos dando un manotazo en la espalda al capitán. Y, con la misma alegría, incluyeron a Cuatrodedos en su saludo—: ¿Celebramos los cuatro, o qué haces tú aquí?

—Ya estoy servido —dijo Cuatrodedos, y, empujando al capitán de camino a la puerta, añadió—: ¡Hasta pronto, viejo! ¡Volveremos a vernos!

Un instante después ya se había marchado.

Lope había olvidado por completo la orden del capitán. Se volvió aliviado hacia Mira y la vio salir riendo de su rincón. Por un instante, creyó que venía hacia él, pero la muchacha pasó de largo y se arrojó al cuello del normando más alto, abrazándolo con fuerza y cubriéndolo de besos mientras el cabello le volaba sobre los hombros.

—Ocúpate de los caballos —refunfuñó el capitán—. Y mantén los ojos abiertos, no quiero más sorpresas. ¿Entendido?

Cuando Lope pasó a su lado, el capitán le dio un manotazo. Pero Lope no sintió el golpe.

Lope hizo la primera guardia de la noche sentado a la puerta del establo, mientras el cabañero y el viejo Pero dormían acostados sobre la paja, entre los caballos. Desde allí, Lope oía el barullo de la casa, la desenfrenada algarabía de los hombres, la risa de la bella Doda, y las voces agudas de las muchachas y sus estridentes gritos. Oía la voz de Mira, sus risitas alegres y chillonas. La oía aunque se tapara las orejas con las manos.

Pasó toda la noche en vela. Se quedó despierto incluso mientras los otros dos hacían la guardia y el interior de la casa estaba ya en silencio.

Una vez salió Mira. Estaba semidesnuda, y tan borracha que se cayó al suelo. Se arrastró hasta la esquina de la casa y Lope la oyó vomitar. Pero cuando Lope se le acercó, ella se defendió sacando los puños y bufando como una gata.

Quedaba por delante una larga noche.