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SEVILLA

MIÉRCOLES 23 DE RABÍ I, 479

8 DE JULIO, 1086 / 23 DE TAMÚS, 4846

Era de noche cuando despertaron a Ibn Ammar. Parpadeó a la luz de la lámpara que brillaba sobre él desde el cuadrado de la trampilla. No distinguía quién sostenía la lámpara. Sólo vio que bajaban la escalera y se asombró de no sentir temor, ni sombra de temor.

Reconoció al khádim, que bajaba por la escalera, y se puso de pie, tambaleándose por el peso de las cadenas. Estaba seguro de que oiría su condena a muerte, y quería recibir la noticia de pie.

El khádim corrió hacia él.

—¡Deprisa, señor! ¡El príncipe quiere veros! —dijo, dejando a un lado la lámpara y apresurándose para ayudar a Ibn Ammar con manos temblorosas a ponerse el capote que le había traído—. ¡Deprisa, señor! ¡Deprisa! —insistía.

—¿Para qué quiere verme? —preguntó Ibn Ammar, mientras bajaban por la escalera de la torre, cargando entre los dos la pesada cadena.

—No lo sé —respondió el khádim.

—¿Hay algún pretexto? —preguntó Ibn Ammar.

—El príncipe ha dado una fiesta esta noche —contestó el khádim, titubeando—. Una fiesta para la embajada de Yusuf ibn Tashfin, el emir almorávide.

Ibn Ammar recordó que hacía unos días había oído tocar a la gran banda militar del príncipe. Así pues, la embajada había sido recibida con gran pompa y con todos los honores. Pero ¿qué quería el príncipe de él? ¿Acaso querían concluir la fiesta con su ejecución?

Atravesaron el parque. No se veía a nadie. El khádim había apagado la lámpara al salir de la torre. A juzgar por la posición de las estrellas, debía de ser una hora pasada la medianoche.

Llegaron a la puerta, donde un centinela con el uniforme de la guardia personal del príncipe iluminó el rostro de Ibn Ammar y los dejó pasar. Siguieron hacia la puerta del palacio de az–Zahir. Allí los esperaba un camarero del príncipe, que también los instó a apresurarse. Ibn Ammar lo conocía, e intentó leer en su rostro qué era lo que le esperaba, pero no pudo distinguir nada a la luz trémula de la lámpara que llevaba el camarero.

Jadeando por el peso de las cadenas, Ibn Ammar siguió a sus acompañantes por la amplia escalera de caracol que conducía a la planta superior de la gran torre–palacio, a las habitaciones privadas del príncipe y el lujoso madjlis de la plataforma superior, que era lo que más gustaba al príncipe de todos sus edificios. Ibn Ammar conocía el camino; lo había recorrido muchas veces en épocas mejores.

Cuando llegó arriba estaba sin aliento y las piernas le temblaban por el esfuerzo. Tuvo que sentarse en los últimos peldaños. El corazón le golpeaba las costillas como un mazo. Era la primera vez en casi dos años que salía de su celda.

El madjlis estaba iluminado como la Mezquita del Viernes al final del Ramadán; la luz era tan intensa que Ibn Ammar tuvo que cerrar los ojos. Siguió al camarero a ciegas hasta el centro de la habitación y se detuvo, permaneciendo inmóvil mientras el hombre se retiraba sigilosamente. El peso de las cadenas tiraba con fuerza de sus brazos. Cuando sus ojos se hubieron acostumbrado a la claridad, miró con cautela, sin mover la cabeza. Al–Mutamid estaba junto a una de las puertas que daban al río. Tenía las manos a la espalda, y miraba la noche. Llevaba una sencilla faja de lino blanco en la cabeza, y una túnica blanca como la que solía vestir su padre en las grandes recepciones: una eficaz mascarada para impresionar a los puritanos señores de África. A Ibn Ammar le pareció que el príncipe había engordado aún más desde la última vez que lo viera, pero también podía tratarse de una ilusión creada por su postura inclinada, o porque la túnica blanca lo hacía parecer más voluminoso sobre el fondo oscuro.

El príncipe se quedó un largo rato en esa posición, inmóvil. Luego se volvió repentinamente y clavó la mirada en Ibn Ammar. Tenía la cara empapada de sudor, y los ojos le brillaban con extraña intensidad a la luz de las lámparas, como si estuvieran llenos de lágrimas. Pero cuando Ibn Ammar estuvo más cerca, advirtió que sólo estaban vidriosos por el vino.

Ibn Ammar esperó a que el príncipe iniciara la conversación, como mandaban las convenciones. No quería mostrar flaquezas. Tampoco quería dejar ver ningún signo de miedo o debilidad, y sostuvo la mirada, decidido a no apartarla. Pero al–Mutamid porfió en su silencio y no hizo más que mirarlo fijamente, como un niño decidido a demostrar que su mirada es indoblegable, así que Ibn Ammar agachó la cabeza y dijo con forzada ligereza:

—En otros tiempos se nos habrían ocurrido unos versos sobre esta noche. Pero ya no es época de versos.

Al–Mutamid abrió la boca, con los ojos fijos aún en Ibn Ammar, e intentó en vano volver a cerrarla, como si se le hubiera agarrotado. Se dio media vuelta y, con andar rígido, fue al baldaquín dorado que cubría su asiento, cogió una copa, que había llenado un paje invisible, la levantó sin beber de ella, cerró el puño a su alrededor, como si quisiera hacerla añicos, la apretó hasta que empezó a temblarle el brazo y, finalmente, aflojó los músculos, separando los dedos uno a uno, hasta que la copa se le resbaló de la mano y se hizo trizas contra el suelo. Estaba borracho, e intentaba disimularlo.

—Hace unos días oí tocar a la gran banda, y hoy a los atabales —dijo Ibn Ammar en voz baja.

Al–Mutamid se volvió, con la cabeza recogida, y achinó los ojos, como si quisiera enfocar un punto determinado.

—¿Te han dicho a quién he recibido? —preguntó en tono amenazador.

Ibn Ammar negó con la cabeza.

—He recibido al embajador de Yusuf ibn Tashfin —continuó al–Mutamid—. ¡Al embajador de ese emir bereber contra el que siempre me advertías! —Se detuvo muy cenca de Ibn Ammar, mirándolo con ojos inyectados de sangre—. ¿No era así? ¿No me advertías siempre contra él?

—Debe de haber buenos motivos para que recibas a su embajador —respondió Ibn Ammar.

—¿Conoces esos motivos? —preguntó al–Mutamid.

—No —dijo Ibn Ammar.

El príncipe le echó una mirada acechante y empezó a ir y venir por el salón con pasos sorprendentemente seguros, como un hombre que, presa de una gran excitación, tiene dificultades para ordenar sus ideas.

—El rey de León ha amenazado con reunir a su ejército —dijo de mala gana—. Ha planteado unas exigencias exageradas. Pero no se llevará más oro de Sevilla. Que venga, si cree que se lo podrá llevar. Que venga con sus malditos jinetes. Los enviaremos de regreso con cabezas ensangrentadas.

—¿Las tropas de Yusuf ibn Tashfin participarán si se llega a entablar una batalla? —preguntó Ibn Ammar.

—Si —dijo al–Mutamid, sin volverse hacia él.

—¿El embajador ha traído la respuesta afirmativa?

Al–Mutamid asintió, titubeando.

—Pero ¿ha impuesto condiciones? —preguntó Ibn Ammar, tanteando cuidadosamente el terreno.

El príncipe interrumpió su deambular por el salón, deteniéndose junto a la puerta que daba al río.

—Quieren Algeciras —dijo, en voz tan baja que apenas pudo oírsele.

—¿El puerto? —preguntó Ibn Ammar—. ¿O toda la ciudad?

El príncipe no respondió.

Así pues, quieren toda la ciudad, lo cual incluye el al–Qasr, pensó Ibn Ammar. Era la misma táctica de todos los emires bereberes que habían llegado del norte de África. Nada más desembarcar en Andalucía, hacerse de un punto de apoyo en la costa, desde el cual poder volver a su país en caso de emergencia. Cádiz, Algeciras, Málaga. Habían hecho falta grandes esfuerzos para volver a arrebatarles esas ciudades. Málaga aún seguía en manos del príncipe de Granada, cuyo abuelo había sido también un emir bereber. Ahora los almorávides volvían a extender la mano hacia Algeciras, desde donde podía llegarse a Ceuta en sólo medio día si el viento era propicio. Y esta vez ni siquiera necesitarían luchar para conseguir ese punto de apoyo. Se lo entregarían inmediatamente, como regalo de bienvenida.

—¿El embajador ya ha recibido una respuesta afirmativa? —preguntó Ibn Ammar.

—Esperará hasta mañana —dijo el príncipe, mirando hacia la noche.

Ibn Ammar escuchó sus palabras y, por un instante estuvo tentado de rendirse al peso de las cadenas y dejarse caen al suelo.

—¿Queda alguna otra elección? —pregunto.

—Hay que optar entre morir ahogados o morir quemados —respondió al–Mutamid, sin ánimos—. Entre pastores de cerdos y arrieros de camellos.

—El fuego se puede apagar con agua y el agua se puede secar con fuego —dijo Ibn Ammar, sorprendido de la seguridad en si mismo que acompañó a sus palabras—. Se puede amenazar a los pastores de cerdos con los arrieros de camellos, y a los arrieros de camellos con los pastores de cerdos.

Al–Mutamid lo miró cansado.

—No es momento para juegos de palabras —dijo, sin dejar ver ni rastro de una sonrisa.

Ibn Ammar no apartó la mirada. Estaba de pie, con la espalda erguida a pesar de que el peso de las cadenas casi le arrancaba los brazos de los hombros.

—El rey de León ha conquistado territorios muy extensos —empezó a decir, con voz penetrante—. Necesita tiempo para lograr cierta cohesión en su reino. No le interesa que un ejército bereber se establezca en Andalucía. Puede ser que todavía considere mínimo ese peligro. Puede ser que ni siquiera se imagine lo que le espera si esos jinetes del desierto atacan León. Pero ¿no es momento de explicárselo? ¿No podría convencérsele de firmar un nuevo armisticio bajo la amenaza de entregar Algeciras?

El príncipe dio media vuelta, llamó con un grito impaciente al paje para que le trajera una copa llena y sólo después de beberla se volvió nuevamente hacia Ibn Ammar.

—¡Demasiado tarde! ¡Es demasiado tarde! Me exigen que dé una respuesta mañana mismo.

El paje vio los trozos de la copa rota en el suelo y se agachó para recogerlos, pero el príncipe le dio tal patada que el chico salió corriendo espantado, chocando dos veces contra la pared antes de encontrar el hueco de la puerta.

—¡De momento sólo hace falta anunciar que la respuesta será afirmativa! —continuó Ibn Ammar con el mismo énfasis—. Se puede vincular ésta a determinadas condiciones que hagan inevitable una prórroga. Se puede argumentar que hace falta la aprobación de todos tus hijos, pues la decisión concierne directamente a su herencia. O se puede decir que hace falta tiempo para desalojar los edificios necesarios de la ciudad. De ese modo puede conseguirse una dilación, que luego podrá alargarse aún más arguyendo una enfermedad del embajador que lleva las negociaciones o una avería del barco que tiene que llevarlo a Ceuta. El tiempo ganado puede aprovecharse para negociar con el rey de León. Si se consigue prolongar las negociaciones hasta el otoño, habrá pasado el momento propicio para emprender una campaña. Se habría ganado un aplazamiento hasta la primavera. Casi un año entero. Sólo Dios sabe lo que puede suceder en un año. Yusuf ibn Tashfin es un hombre anciano. El rey de León podría enfermar. —Hablaba con tal fervor que contagió su entusiasmo al príncipe. Conocía bastante bien a al–Mutamid como para poder interpretar correctamente los indicios: la postura más tensa, el mentón echado hacia delante, los labios apretados con energía. Sin duda, sus palabras habían hecho mella en él. Pero eso no era suficiente. Tenía que seguir impresionándolo, tenía que moverlo a actuar, no podía ceder aún, le quedaba muy poco tiempo. La cadena era tan pesada que le nublaba la vista—. ¿Por qué no habríamos de conseguir postergar el asunto? —continuó, elevando la voz—. ¿No somos andaluces? ¿Acaso tenemos que escondernos de esos pastores de cerdos y de esos arrieros de camellos? ¿De nuestro lado están la experiencia, la inteligencia, la educación, los conocimientos? ¿No llevamos ventaja en todo a esos bárbaros españoles y a esos nómadas del desierto? ¿Quién dice que no podemos con ellos, que no podemos servirnos de unos contra otros? ¿Quién es ese emir, que se atreve a exigirnos Algeciras? ¿Quién era su padre? ¿Qué era? ¡Un pastor de cabras en un país de arena y piedras!

El príncipe vació su copa de un trago y se dejó caer pesadamente sobre los cojines colocados bajo el baldaquín.

—¡Si! —dijo con voz ronca, salida del fondo del pecho—. El hijo de un maldito arriero de asnos. ¡Un comegrillos! ¡Un limpialetrinas! ¡Un apestoso pedo campesino! —Se volvió hacia lbn Ammar con un gesto ampuloso—. ¿Quieres que te diga qué me ha regalado? ¡Una cantante! ¡Como lo oyes! —Rugió al paje, ordenándole que trajera inmediatamente a la cantante—. ¡Un ruiseñor del desierto! —se burló—. Una cantante al más puro gusto campesino, ya verás. Canta como una corneja. Pero, Dios sabe, quizá en el desierto no conocen más canto que el de las cornejas.

Entró la muchacha. Era alta y delgada, y llevaba la cabeza erguida. Su pelo negro estaba tejido en una gruesa trenza, que le caía por delante del hombro y le llegaba hasta la cadena. Llevaba una pesada diadema de plata en la frente y un estrecho vestido de color añil, extrañamente abombado en las piernas. Tenía unas campanitas de plata en los tobillos y muñecas, y una pandereta en las manos.

Echó un vistazo asombrado a Ibn Ammar y sus cadenas y luego miró sin temor al príncipe, que la observaba con ojos furiosos, y se quedó esperando a que le dijeran algo. Había estado durmiendo en una antecámara, y no parecía comprender dónde se hallaba ni para qué la habían despertado.

—¡Qué haces ahí parada! —gritó el príncipe—. ¡Deja que te oigamos! ¡Canta algo! ¡Vamos, empieza!

La muchacha miró a Ibn Ammar como buscando ayuda, levantó la pandereta por encima de su cabeza y, mientras sus pies empezaban a marcar un ritmo lento en el suelo y sus dedos golpeaban con dureza la pandereta, se puso a cantar.

Era un canto foráneo, extraño a los oídos andaluces, pero en modo alguno el graznar de una corneja. La voz le salía de lo más profundo de la garganta; en los agudos tenía un sonido al mismo tiempo duro y elástico, y cuando levantaba la voz llegaba casi a gritar, con una energía animal que produjo escalofríos a Ibn Ammar. No era una cantante educada según las normas del arte; era una muchacha bereber de las montañas, y su canción era una canción de su pueblo. Cada estrofa terminaba con un baile desenfrenado, golpes de pandereta y un grito, que sonaba como una incitación.

El príncipe se echaba a reír y se daba palmadas en los muslos cada vez que oía ese grito, como si no pudiera pasarlo por alto. Agitó su copa al tiempo que llamaba al paje para que volviera a llenársela, y girándose hacia Ibn Ammar, dijo riendo:

—¡Escucha eso! ¡Escucha esos berridos!

La letra de la canción era en árabe, pero la muchacha cantaba en un dialecto muy difícil de entender. Sólo después de la tercera estrofa empezó a comprender el sentido de aquellas palabras, y miró preocupado al príncipe, que entre tanto había decidido prestar atención y escuchaba con gesto serio.

Lo que estaba cantando la muchacha era un canto de alabanza a la gente de su país. Una canción que ensalzaba el arrojo del joven guerrero bereber, su voluntad de victoria en el combate y el valor leonino con que derrotaba a todos sus enemigos. Una canción que aconsejaba no enemistarse con ellos y, al mismo tiempo, deseaba felicidad a quienes vivían bajo el techo protector de su amistad.

Ibn Ammar vio que la canción teñía de rabia el rostro del príncipe. Lo vio levantarse de un salto y precipitarse sobre la bailarina con un grito gutural. Contempló, impotente, cómo la cogía entre sus brazos, la levantaba como a una muñeca de trapo y la llevaba hacia la puerta que se abría hacia el río. Vio el rostro aterrorizado de la mujer, sus ojos de pánico dirigidos hacia él, suplicantes. Vio cómo el príncipe la arrojaba por encima del pretil y oyó su grito débil y alargado, que se cortó de repente cuando el cuerpo de la muchacha llegó a los pies de la torre. Creyó oir el chapoteo del agua que se cerraba sobre ella, oyó ladridos y el «quién anda ahí» de un centinela. Entonces le flaquearon las piernas y las cadenas lo arrastraron hacia abajo, al interior de un agujero negro y sin fin.

Cuando despertó, estaba nuevamente en su celda, y sólo los dolores en el hombro y las marcas violáceas dejadas por los grillos en sus muñecas le decían que aquello que había vivido no había sido una pesadilla. Era casi mediodía. Desde fuera llegaban los golpes sordos de los grandes atabales, acompañando hacia el puerto a la embajada del emir almorávide.

Cuatro días después fue a verlo el ghulam del príncipe ar–Rashid, quien le transmitió los saludos de su señor, le entregó una pequeña hoja de papel e hizo una profunda reverencia antes de abordar el tema que lo había llevado allí.

El príncipe había despedido a la embajada con una respuesta vaga, acordando de momento que el asunto quedaría pospuesto hasta treinta días después. La muerte de la cantante bereber se había guardado en secreto, pero todos los hombres influyentes de la corte estaban enterados, como lo estaban también de que el príncipe había recibido a Ibn Ammar en audiencia privada.

—El hadjib está muy nervioso —dijo el ghulam con una sonrisa indescifrable.

Cuando volvió a quedarse solo, Ibn Ammar se sentía extrañamente solemne. Sentía alegría, pero no una alegría rebosante, sino más bien serena, casi indiferente, como si la noticia que acababan de darle no tratara de si mismo sino de algún otro.

A la mañana siguiente, apenas despuntó el alba, se puso a componer dos poemas, uno para el príncipe y otro para su hijo ar–Rashid. Durante los dos últimos meses de cautiverio había jugado muchas veces con la idea de desmentir de una vez por todas las calumnias lanzadas contra él con un par de versos claros y sinceros. Incluso había compuesto mentalmente esos versos, pero los guardaba para si. Ahora se limitó a expresar su gratitud, empleando sólo unas pocas líneas, para conferir a ambos poemas la forma del agradecimiento espontáneo. Ese mismo día los llevó al papel.

El ghulam de ar–Rashid le había prometido volver el día siguiente. Pero no fue. Ibn Ammar tuvo que entregar ambos poemas al khádim. Esperó con creciente impaciencia nuevas noticias.

Había calculado que el embajador del emir y el emisario sevillano que el príncipe había enviado con él debían de haber llegado a Ceuta después de cinco días de viaje, como mucho. Si habían presentado su informe ante el emir el mismo día de su llegada, el emisario del príncipe podía estar de regreso en Algeciras el sexto día. Las primeras noticias llegarían a Sevilla el séptimo día, mediante palomas mensajeras.

Pero el séptimo día pasó sin que nada ocurriera. Lo mismo el octavo y el noveno. Ibn Ammar sentía que el miedo hacía pasto de él. Nunca había sido un héroe. Sabía lo que era el miedo.

Desde que fue tomado prisionero en Segura había pensado muchas veces en su muerte. No había sentido miedo, pero lo había atormentado la idea de que cuando estuviera cara a cara con la muerte pudiera embargarlo ese miedo acompañado de gimoteos y castañeteo de dientes que tantas veces había visto en otros, ese mezquino e indigno miedo a la muerte que lo hace a uno arrojarse a los pies del verdugo y de Dios y suplicar clemencia. Él no quería morir así. Quería tener una muerte digna. Y si algún día el hijo que tenía en Murcia llegaba a enterarse de quién era su padre no tendría de qué avergonzarse.

Ahora tampoco tenía miedo a la muerte. Sólo tenía miedo de su propia debilidad, miedo de que la incertidumbre en la que vivía, esa constante tensión entre esperanza y abatimiento, pudiera debilitarlo y hacerlo caer en manos de ese miedo a la muerte que tanto temía.

La noche del décimo día fueron a buscarlo a la celda. En lugar del khádim, esta vez eran tres askari de la escolta negra del príncipe, tres gigantes negros que se lo llevaron en silencio. Ibn Ammar no hizo ninguna pregunta. Estaba seguro de que habían elegido tres hombres que no entendían una palabra de árabe.

Lo llevaron a la torre de la parte antigua del al–Qasr, que cobijaba el tesoro público, donde ya una vez había tenido un encuentro nocturno con el príncipe.

El imponente salón de la planta superior, con su columna central de una braza de ancho, que en aquel entonces había estado repleto del brillo del oro, estaba ahora completamente vacío. El golpe de la puerta cerrándose a sus espaldas resonó hueco en la bóveda. En algún lugar, en la parte posterior de la cámara, ardía una luz, que de pronto se movió, deslizando una sombra negra sobre las paredes y acercándose lentamente, hasta que el príncipe salió de detrás de la columna. Tenía un candelabro de varios brazos, que levantó por encima de su cabeza cuando estuvo frente a Ibn Ammar.

—¡Sí, mira a tu alrededor! —dijo, mientras el brazo del candelabro describía un amplio arco—. Lo que estás viendo es obra tuya. Todo el oro que alguna vez hubo aquí, ahora está en manos de los españoles. Tú se lo diste. Decías que podías comprar la paz con él. ¿Dónde está la paz? ¿Dónde está mi oro?

Ibn Ammar no dijo nada. Estaba de espaldas a la puerta, encorvado para llevar mejor el peso de las cadenas. Se sentía demasiado débil para enderezar la espalda, demasiado cansado. Sabía perfectamente lo que le esperaba desde el momento mismo en que vio aparecer a los tres askari en la trampilla del techo de su celda. Prestó atención a su interior. No sentía miedo.

El príncipe dejó el candelabro sobre uno de los arcones vacíos dispuestos en fila junto a la pared. Había bebido, pero no estaba borracho, como si lo había estado diez días atrás, en el palacio de az–Zahir. De pie junto a la columna, con los hombros encogidos, parecía un tronco.

Ibn Ammar vio la expresión forzada de su rostro y tuvo que sonreír. Lo conocía demasiado bien. Se daba cuenta de que el príncipe estaba buscando con apasionado celo las palabras adecuadas al papel que se había propuesto desempeñar: el papel de amigo defraudado y príncipe traicionado. El mismo escenario, la cámara del tesoro vacía, había sido cuidadosamente elegido para aquella representación, lo mismo que el traje negro que llevaba. Era aquella vieja afición por lo teatral, que el príncipe había mostrado ya desde joven y que ahora, con la edad, resultaba cada vez más grotesca.

Ibn Ammar lo observó con una curiosidad extraña, indiferente. Las cadenas tiraban inexorablemente de sus muñecas. Ibn Ammar se dio por vencido: dejó que su espalda resbalara contra la puerta, hasta quedar sentado en el suelo, con las cadenas entre sus piernas.

—¡Levántate! —rugió el príncipe con voz de trueno—. ¡Te ordeno que te levantes!

Ibn Ammar no se movió.

—Venga, Muhammad —dijo, cansado—. Las cadenas pesan demasiado.

—¡No me hables en ese tono! —gritó el príncipe—. ¡Estás hablando con tu señor! —Se acercó dos pasos y estiró la mano, en un ademán imperativo—. ¡Levántate! —gritó—. ¡Tienes que levantarte!

Iba Ammar lo miró tranquilamente a los ojos.

—¿Qué quieres, Muhammad? —dijo—. ¿Quieres asustarme?

Vio que el príncipe se hinchaba y contenía el aire, al tiempo que lo miraba con expresión de rabia contenida. Vio que al alcance de la mano, en la columna central, entre algunos objetos polvorientos de la colección de curiosidades del antiguo qadi, colgaba también un hacha. La reconoció: era aquella pesada hacha de guerra que don Alfonso, el rey de León, le entregó como obsequio para al–Mutamid después de las negociaciones del armisticio, seis años atrás.

El príncipe se volvió de repente y se puso a andar de un lado a otro, junto a la columna.

—¡Has intentado volver a mi hijo contra mi! —dijo, escupiendo cada palabra—. ¡Has intentado ponerlo de tu parte!

—Eso es lo que tú dices, Muhammad —contestó Ibn Ammar—. Tu hijo comparte mis puntos de vista; eso es lo que lo ha puesto de mi parte. Es demasiado inteligente para dejarse influenciar.

—¡Has intentado engatusarlo con tus malditos versos! —gritó el príncipe, con creciente furia.

—Un pequeño poema, Muhammad, sólo dos o tres versos —replicó Iba Ammar, pero el príncipe lo interrumpió de un grito.

—¿De dónde sacaste las cosas para escribir? ¿Quién te dio el papel? ¿Quién?

—¿Qué importa eso, Muhammad? —respondió Ibn Ammar.

—¡Quiero saberlo! —gritó el príncipe—. ¡Quiero saberlo! —La voz le salía chillona de rabia, e Ibn Ammar comprendió de repente que aquella rabia ya no era fingida. Ya no era una pose, no era un papel estudiado. Era la misma furia que Ibn Ammar le había visto una vez, cuando eran jóvenes, en Silves, y al–Mutamid llamó al verdugo. El hijo del príncipe, con su rostro campechano, ardiendo en celos porque la bailarina a la que amaba con delirio, aunque estaba sin duda a su disposición, a sus espaldas se entregaba a su amigo, más afortunado. La envidia del príncipe, pequeño y regordete, hacia el alto y joven poeta que tenía a su lado, que siempre atraía todas las miradas, escribía los mejores versos y sabía hallar la respuesta más ingeniosa.

¿Había estado alguna vez su amistad, incluso en las épocas más felices, libre de esas tensiones, producto de la diferencia social y ahondadas aún más por el abismo que existía entre el talento del uno y del otro, y por sus evidentes diferencias físicas? Desde el principio, habían sido demasiado distintos para ser amigos. El príncipe, que quería ser todo lo que encarnaba Ibn Ammar y lo tomó por amigo para así, como mínimo, poder estar cerca de su sueño, y el insignificante poeta que ansiaba el poder y sólo podía participar en él a través de ese amigo. ¿No había sido obvio que esa amistad tenía que fracasar? ¿No había sido evidente que el uno, que sólo podía construir sobre su poder ilimitado, volvería algún día ese poder contra el otro?

Ibn Ammar escuchaba los gritos del príncipe. Su voz rebotaba con tal intensidad en la bóveda que Ibn Ammar apenas entendía sus palabras.

—¡Dime quién escribió esos malditos versos! ¡Dime si lo hiciste tú! ¡Dímelo!

¿No eran esas las mismas preguntas que le había hecho hacía ya dos años, inmediatamente después de su llegada a Sevilla? Las mismas absurdas preguntas sobre el autor de aquel denigrante poema que había terminado definitivamente con su amistad. ¡Qué delgada debía de ser la coraza del honor del príncipe, si bastaban unos pocos versos calumniantes para afectarlo! ¡Qué débil era al–Mutamid, qué inseguro de sí mismo, qué insignificante, bajo esa conducta ampulosa!

—¡Dime si tu escribiste esos versos! —gritó el príncipe—. ¡Quiero saberlo! ¡Dímelo! ¡Quiero saber la verdad!

—Ya es demasiado tarde, Muhammad —respondió Ibn Ammar en voz baja—. Aunque te dijera la verdad, no me creerías.

—¡Dímelo! —gritó el príncipe—. ¡Dime la verdad!

Iba Ammar lo miró sonriendo.

—Es lo que tú supones, Muhammad —dijo.

Vio que el príncipe se estremecía y se ponía rojo, como si una vena le hubiera estallado en la cabeza. Vio que estiraba el brazo y buscaba a tientas el hacha. Todavía no sentía miedo.

Entre el remolino de imágenes y jirones de recuerdos que le vinieron a la mente se encontraba también aquella inquietante historia que una vez le contara su padre sobre Abd–ar–Rahmán an–Nasir, el gran califa de Córdoba, quien en su lecho de muerte, tras vivir setenta años, cincuenta de ellos gobernando Andalucía en la guerra y en la paz, cogió su diario y contó los días de completa felicidad de que había gozado en toda su vida. El califa había llegado a contar catorce.

Iba Ammar pensó en los días de completa felicidad de que había gozado él. ¿Cuántos habían sido? ¿Bastantes para una vida de cincuenta y cinco años? ¡Cuántas cimas, cuántos abismos! Suficiente de ambas cosas, que, además, eran inseparables. ¡Una gran vida! Nunca había necesitado depositar sus esperanzas en el paraíso. Nunca se había dejado llevar por el miedo al infierno. Había vivido. Ahora veía la muerte ante sus ojos. ¡Qué muerte tan tonta!

No hizo el menor intento de esquivar el hacha. No tenía miedo. Ni rastro de miedo.