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RIO ALCANADRE

MARTES, 29 DE IYAR, 4844

7 DE MAYO, 1084 / 28 DE DUL–HIDJDJA, 476

—¿Cuánto tiempo hace que estás con él? —preguntó Felicia mientras extendía una sábana sobre un arbusto. Habían ido al río esa mañana para lavar la ropa. Una veintena de mujeres estaban arrodilladas la una junto a la otra en la orilla del río, con los niños jugando entre ellas. Era una bonita imagen: el talud de la orilla, con su verde frescor, y los vistosos vestidos, mantas y piezas de ropa tendidos a secar como grandes flores brillando al sol.

—No mucho —dijo Karima. Tenía que ser discreta. Felicia le había hecho un lugar en su corazón, y parecía pensar que aquello le concedía derecho a estar enterada de todo. Era extremadamente curiosa. También las otras mujeres la observaban con gran curiosidad. Ya desde el día de su llegada había despertado la atención de todo el campamento. Una judía andaluza, experta en el ante de curar, acompañada de un hidalgo español, al que merecía la pena mirar más de una vez, y un criado negro como la pez, a quien bastaba oír hablar para saber que le faltaba lo que les falta al buey y al capón.

—¿Y no viene nada en camino? —preguntó Felicia con mirada inquisidora.

Karima contestó con una expresiva sonrisa, que podía significar cualquier cosa. Felicia era la mujer del cocinero, y ocupaba un lugar destacado en la jerarquía del campamento, y ello no sólo porque su marido tuviera un puesto importante y porque se contaran entre los miembros más antiguos del grupo, sino por la natural autoridad que irradiaba, que era reconocida por todas las otras mujeres. Era una mujer impresionantemente gorda, pero a pesar de ser tan voluminosa se movía con inesperada gracia. Era más joven de lo que parecía a primera vista; tenía unos veinticinco años, brillantes ojos de niña y una cara alegre y bonita, con hoyuelos en las mejillas. Emanaba un cálido cariño maternal, y, como una madre, quería saberlo todo acerca de Karima.

Cuando Karima, Lope y Lu’lu llegaron, Felicia estaba pariendo. Sus gritos de dolor habían paralizado todo el campamento. Karima ofreció su ayuda, pero el cocinero, con esa desconfianza a todo lo desconocido tan profundamente enraizada en la gente pequeña, no quiso dejarla atender a su mujer. Acto seguido, Lu’lu se puso a cantar sus alabanzas, mitad en árabe, mitad en un español entrecortado. Presentó a Karima como a una gran médica, bendita de Dios, hija del más famoso hakim judío de Sevilla. Y las mujeres andaluzas del campamento, que entendían árabe, insistieron tanto al cocinero, que éste terminó cediendo.

Karima se encontró con que el niño venía de nalgas. Ya estaba muerto. La mujer que había hecho las veces de comadrona, había intentado hacerlo girar a la fuerza, con lo que había empeorado aún más las cosas. Karima tuvo que amputar un brazo al pequeño con el escalpelo, una operación horrible, pero con la que, al menos, consiguió salvar a la madre. Desde entonces Karima estaba bajo la especial protección de Felicia. Y desde entonces estaba expuesta también a sus constantes preguntas.

¿Cómo había ido a parar a manos de un hidalgo español la hija de tan famoso médico judío? ¿Qué hacía una mujer tan rica, que podía permitirse el lujo de tener a un eunuco negro como criado, en un campamento de mercenarios en el extremo norte de Andalucía? Felicia creía intuir una apasionada historia de amor, como las que relataban los cuentistas de los mercados. Era difícil eludir sus preguntas sin ofenderla, y a Karima le resultaba aún más difícil, por cuanto ni ella misma conocía la respuesta a muchas de esas preguntas.

¿Cómo había ido a para allí? Una judía de Sevilla, viuda de un médico, criada y mimada en casa de un médico. ¿Por qué estaba con Lope? ¿Por qué se había echado a cuestas todo aquello? Era una historia extremadamente confusa. ¿Y cómo explicar a Felicia que, después de tanto tiempo, esa historia no estaba haciendo más que empezar? Felicia no lo habría entendido. A veces ni la misma Karima lo entendía.

Había pasado dos meses en cama en Alcántara, hasta que sanó su herida. Luego había necesitado otros dos meses para recuperarse de todas las secuelas. Durante ese tiempo, había sopesado cuidadosamente los motivos que tenía para volver a Sevilla, y de pronto había decidido seguir con Lope. Se decía a sí misma que Lope no le dejaba más elección que la de acompañarlo para encontrar a los hombres del puente. Pero sabía muy bien que aquello no era más que una excusa para tranquilizar su conciencia. Nadie la había obligado a ir con Lope de ciudad en ciudad, a pasar los días de pie ante las puertas de alguna ciudad o recorriendo algún mercado, a pasar las noches examinando los rostros de los borrachos en las tabernas, y los domingos, a los hombres que pasaban de camino a la iglesia. No, ella había seguido a Lope libremente, y tenía claro por qué lo había seguido.

Lo amaba. Lo amaba tan ciegamente que muchas veces sentía pavor. Era un amor más fuerte que su dignidad, más fuerte que la razón. Lo amaba, aunque él no correspondiera a su amor.

Karima había intentado luchar contra ese amor. Cuando tras un año viajando incesantemente de ciudad en ciudad llegaron a León, un día encontró las fuerzas necesarias para separarse de Lope. Se alojó en casa de unos antiguos amigos de su padre, miembros de la comunidad judía de la ciudad. Trabajó como maestra. Se apartó de Lope. Pasó meses sin verlo. Pero él la esperaba, y ella lo sabía.

En Alcántara, Lope había hecho la promesa de pasar todo un año sin lavarse, sin cortarse el pelo y sin cambiarse de ropa. Era un acto de luto. Cuando Karima lo abandonó, Lope estaba casi irreconocible, con la barba desgreñada, el cabello apelmazado de suciedad, la ropa asquerosa y convertida en harapos.

Luego, un día, Karima lo volvió a ver, y lo encontró tal como había sido antes; un poco más delgado y una pizca más pálido, pero con los mismos ojos entornados bajo las cejas rectas, y el mismo movimiento de cabeza con que se apartaba los pelos de la frente. Había pasado un año, el tiempo del luto había terminado; Lope había cumplido su promesa.

Karima había pensado mucho en aquella promesa, y en aquella otra que exigía a Lope matar a los hombres del puente cuando los encontrara. Había pensado mucho en Lope. Había reunido todo lo que sabía de él: lo que el mismo Lope le había contado y lo que había oído de boca de su padre, de Ibn Eh y de Lu’lu. Tenía toda su vida ante sus ojos: había sido arrebatado a sus padres de muy niño y luego adoptado por un hidalgo, de modo que ya desde muy joven no había tenido más casa que la calle y los campamentos militares. Después también había perdido al hidalgo, y al hombre con el que siguió después, y a su siguiente señor. Había ido siempre de un pueblo a otro, sin quedarse nunca en ningún sitio el tiempo necesario para echar raíces. Después lo había vuelto a perder todo, incluida ella, incluida aquella joven a cuyos brazos lo empujara Ibn Ammar. Y luego nueve años en un calabozo, una eternidad, media vida. Al salir en libertad, el reencuentro con la joven en Sevilla, sólo para volver a perderla poco después, y esta vez para siempre.

¿No era comprensible que hubiera perdido el suelo bajo sus pies? ¿No eran esas promesas, no obstante, un último intento de agarrarse a algo, para no precipitarse en el abismo?

Cuando, a finales del otoño, un hermano del hombre más distinguido de la comunidad judía de León le hizo una honrosa oferta, Karima ya había tomado una decisión. Ese mismo día mandó a Lu’lu a buscar a Lope, y al día siguiente se pusieron en camino los tres. Recorrieron todas las ciudades del lado sur de la frontera sin encontrar a ninguno de los hombres. A principios de la primavera llegaron a Navarra y continuaron la busca. Se suponía que uno de los hombres era navarro. Pero también allí buscaron en vano.

Al principio, Karima rezaba para que Dios les permitiera encontrar a uno de los hombres. Estaba convencida de que sólo el cumplimiento de la promesa podía liberar a Lope del estado en que se encontraba, y en ello había depositado todas sus esperanzas. Pero después se había dado cuenta de que el tiempo era un mejor aliado.

Durante todos esos meses que habían pasado juntos yendo de un lado a otro, Lope la había tratado siempre como a una extraña. Siempre con la misma reserva, evitando los contactos cotidianos y dirigiéndole la palabra sólo cuando era necesario. Lope irradiaba un frío que la congelaba. Era como si hubiera levantado a su alrededor una muralla invisible que ella no podía traspasan.

Pero, en algún momento, el celo con que ella lo ayudaba en su busca había empezado a influir en él; en algún momento, la constante proximidad había abierto una brecha en el muro que rodeaba a Lope. Y cuando dieron por terminada la infructuosa busca en Navarra, con el inicio de la primavera, poco a poco empezaron a notarse cambios en el mismo Lope. Cambios apenas perceptibles, pero que Karima advertía: el rastro de una sonrisa, una mirada que se detenía sobre ella más tiempo del necesario para comunicarse, un tono inseguro en su voz, desmintiendo la expresión indiferente de su rostro.

En Nájera se toparon con un hidalgo que había reclutado mercenarios para un caballero castellano al servicio del príncipe de Zaragoza. Lope se hizo ciertas esperanzas de encontrar a alguno de los hombres en la tropa mercenaria de ese castellano. Era una última esperanza tras la larga e infructuosa búsqueda, pero Lope dudaba si pedir a Karima que lo acompañara a un campamento de mercenarios. Y cuando finalmente se lo pidió, fue como una tácita promesa de que abandonaría la busca en caso de no encontrar allí a ninguno de los hombres.

Ella accedió, conteniendo su alegría y decidiendo secretamente que no encontrarían nada aunque se topasen con alguno de los hombres. Karima llegó al campamento nerviosa y expectante. El día siguiente a su llegada examinó a todos los hombres, y volvió a hacerlo un día después, para demostrar a Lope su buena voluntad. Y no hizo falta que recurriera a la mentira, pues no vio a ninguno de los hombres del puente.

Desde entonces se sentía aliviada. Esa misma mañana había creído ver en Lope una cierta despreocupación, como si, entre tanto, también él se hubiera hecho a la idea de abandonar la busca. El cielo había estado gris todo una semana, en la que habían caído intensos chaparrones, acompañados de un viento invernal. Ahora el sol volvía a brillar y a calentar la piel, pero sin ser aún tan intenso como para agostar el verde frescor de las plantas. Era un hermoso día de primavera, y la canción con que las mujeres acompañaban la colada era una melodía llena de buenos augurios.

Observó a Felicia, que estaba golpeando perezosamente la ropa húmeda contra la piedra y, de tanto en tanto, se estiraba soltando placenteros bostezos. No habían pasado más que cuatro días desde el terrible parto, pero apenas se le notaba nada; era como si Felicia hubiera olvidado hacía mucho tiempo los dolores y al niño muerto. Karima intentaba imitar sus movimientos, pero perdía el ritmo una y otra vez.

Felicia le dirigió una mirada compasiva.

—No has lavado mucha ropa en tu vida, ¿eh? —dijo, y, tirando hacia sí el cesto de ropa de Karima, añadió en un tono que no admitía protestas—: Este no es trabajo para ti, hermana, ¡no es trabajo para una mujer como tú!

Una voz clara y risueña les llegó desde detrás:

—¡Por las flechas de Cupido, vaya espectáculo!

Felicia lo miró enarcando las cejas.

—¡Dios mío, Esteban! ¡Ya estás otra vez donde no debes! —rezongó. Las otras mujeres también se volvieron y saludaron con fuentes gritos al hombre llamado Esteban, pero sus voces sonaban más burlonas que enfadadas. El hombre, de unos treinta años, era bajo y corpulento, de cabeza redonda y cara regordeta, un monje de hábito oscuro y cabeza tonsurada, pero sin la tonsura afeitada al ras, sino cubierta de pelusilla, y con el hábito ceñido a la cintura con un cordón de brillante seda azul.

—¿Por qué no habría de estar aquí, donde se ofrece una vista incomparable? —dijo, deteniéndose detrás de Karima, para continuar con entusiasmo—: ¡Oh! ¡Qué es lo que veo! ¡Una nueva estrella en nuestro firmamento! ¡Esbelta y flexible como Salomé bajo sus velos, bella como la reina de Saba, tentadora como la mujer de Putifar, excitante como Betsabé en el baño!

—Por el Hijo y por su Madre —dijo Felicia con fingida desesperación—. ¡Algún día me gustaría ver que se parara tu molino!

—¡Eh, Esteban! ¿Te gusta? —dijo una de las mujeres que se encontraban río abajo.

—Ya te gustaría frotarle el comino, ¿eh, Esteban? —dijo otra—. ¡Ya te gustaría perforarle la concha!

—Qué puedo decir —continuó el monje—. Una figura como tallada en madera fina; una piel tan blanca como la leche fresca; un trasero tan firme como un melón. El coral siente celos de sus labios; las perlas envidian sus dientes.

—¡Ya verás si te oye su tío! —interrumpió Felicia, furiosa—. Te sacudirá el polvo del hábito a palos.

—Tal vez ella no quiera que el tío se entere —dijo el monje—. ¿Por qué no habría de llamar, si veo una puerta? —Su voz tenía de pronto un tono provocador, que hizo que Karima se volviera involuntariamente. Vio sus ojos dirigidos hacia ella, acechantes. Recordó que lo había visto más de una vez rondando su cabaña.

—¡Qué quieres, Esteban! —bromeó una de las mujeres—. ¡Si tu antorcha ya no arde!

—Eso depende de quién la encienda —respondió el monje.

Felicia se inclinó hacia Karima, preocupada.

—No hagas caso —dijo Felicia, como si tuviera que disculparse por la impertinencia del hombre—. Es inofensivo. ¡No es más que un bocazas!

—Si pudiera hacer lo que quiere, no sería tan inofensivo —dijo otra de las mujeres.

—¡Bah! Todos son iguales —suspiró Felicia—. Y los monjes y sacerdotes son los peores.

—Ya puedes gritarlo en la iglesia —dijo la otra—. Desde que el primero me arrastró tras el altar, cada vez que voy a confesarme llevo un cuchillo.

Y, divertidas, empezaron a hablar con alegría y cruda sinceridad sobre los monjes y sacerdotes con los que habían llegado a las manos alguna vez. Sobre uno que, en el confesionario, siempre apretaba la mano de sus ovejas contra el cirio desnudo. Sobre otro que leía las horas de manera muy peculiar, pero que era tan piadoso que no dejaba las oraciones hasta los primeros sonidos del toque de avemarías, y continuaba sus lecciones cuando el sacristán empezaba a dar las campanadas. Sobre otro que era aún más piadoso, hasta el punto que se hacía dar de latigazos cada vez que terminaba el acto.

—Pero los latigazos los quería suaves, ¡con una cola de zorro!

Comadrearon a más no poder sobre los sacerdotes, para pasar luego a los maridos de sus amigas que no se encontraban cerca, luego a sus propios maridos y, finalmente, a todos los hombres en general. Empleaban expresiones que Karima no llegaba a comprender, contaban historias que la hacían sonrojarse, se superaban unas a otras con ambigüedades y chistes picantes, gritaban a voz en cuello, soltaban tacos, dejaban escapar risitas reprimidas y se quedaban tumbadas riendo. Karima sólo escuchaba boquiabierta.

En algún momento, Felicia extendió un brazo hacia ella.

—¡Aquí hay algo escrito! —dijo, y le alcanzó un trozo de papel plegado varias veces.

—¿De dónde lo has sacado? —preguntó Karima.

Felicia señaló la pieza de ropa que tenía en la mano. Era el jubón acolchado que Lope llevaba siempre bajo la cota de mallas. En la parte de dentro, en el lado izquierdo, a la altura del pecho, había un pequeño bolsillo.

—Estaba dentro —dijo Felicia—. Siempre hay que revisar todos los bolsillos. Dios ha hecho a los hombres olvidadizos para que nosotras podamos con ellos.

Karima desplegó cuidadosamente la hoja. El papel estaba blando y manchado, pero todavía podían leerse claramente los dos nombres, y también se notaba aún el circulo que había trazado Lope alrededor de ellos. El recuerdo de aquello seguía tan vivo en la mente de Karima que los ojos se le llenaron de lágrimas. Guardó cuidadosamente el papel en su manga.

—¿Es algo importante? —preguntó Felicia.

—Sí —dijo Karima—. Algo importante.

Una hora antes del mediodía cogieron sus cestos de ropa y emprendieron el camino de regreso. El campamento se encontraba en una amplia meseta, cortada a pique por tres de sus lados, que se levantaba a unos treinta hombres de altura por encima del valle y el río. Un sendero estrecho y sinuoso conducía hasta lo alto de la meseta.

Karima, sin haberlo pensado mucho, había imaginado que un campamento de mercenarios sería algo parecido a un castillo, rodeado de palizadas y poblado exclusivamente por hombres. En lugar de ello, se había encontrado con una especie de pueblo en medio del bosque. Tiendas, refugios y pequeñas cabañas de esteras, cubiertas con juncos, se levantaban a ambos lados de una amplia vereda, entre grandes pinos. La entrada estaba protegida por una colosal estacada hecha de ramas, palos y arbustos espinosos. Un pueblo con una gran recua de caballos, con ovejas, vacas, cabras y gallos, y bandadas de gansos e incontables perros. Una pequeña comunidad de medio millar de habitantes, la mayoría de los cuales eran mujeres y niños, como comprobó Karima sorprendida el día de su llegada.

Era un grupo abigarrado. Españoles de todas las regiones del país, franceses, gente de las montañas, andaluces, musulmanes, cristianos y judíos, personajes inquietantes y muchachas hermosísimas, y por doquier niños de todas las edades.

Al llegar a la meseta, Karima vio a su vecina, Alienor, la Provenzala, que vivía en la cabaña contigua a la suya. Era la mujer de uno de los dos capitanes del Don. Felicia le había advertido de ella desde el primer día:

—Cuidado con ésa. ¡Tiene fuego bajo la piel!

La Provenzala estaba a treinta pasos de ellas, descalza y con la falda recogida, de modo que se le veían las piernas casi hasta las rodillas. Llevaba la faja de la cabeza tan mal puesta que le caía el cabello, de un tono pardo rojizo. Alrededor del talle se había atado un pañuelo, que acentuaba sus formas. Tenía una belleza casi escandalosa, de la que era plenamente consciente, y hacía alarde de ella en cada movimiento. Llevaba un atado de ropa a la cabeza, lo bastante ligero como para no molestarla. Andaba contoneándose, balanceando los hombros, enseñando los brazos; se movía con la gracia de un animal. Al girar por la amplia calle central del campamento, pareció enderezarse más aún, haciendo su andar todavía más provocativo.

Karima descubrió una expresiva mirada en el rostro de Felicia y se la devolvió, sonriendo y achinando los ojos. De pronto, se puso sobre la cabeza el cesto de la colada, que hasta entonces había llevado en los brazos, se recogió la falda y se llevó las manos a las caderas. Era un palmo más alta que Alienor, y más ancha de hombros, y podía exhibirse tanto como la bella Provenzala. Con la cabeza en alto, pasó sin mirar a los hombres que venían en dirección contraria o la observaban fijamente desde las cabañas de ambos lados de la calle. Escuchó los gritos y los silbidos, y supo que éstos no eran sólo para Alienor.

—¡Eh, palomita! —la llamó Felicia—. ¡No vuelvas locos a los hombres! ¡Al Don no le gusta! —le advirtió, y, sonriendo, le clavó un dedo en el costado. Karima se apartó con un ágil movimiento, bajó el cesto de la cabeza, se lo apoyó en la cadera y, con el brazo libre, rodeó a Felicia por los hombros y la atrajo hacia si. Las dos se miraron y, en ese mismo instante, se echaron a reír, sujetándose la una a la otra, y siguieron andando entre carcajadas, hasta que, de repente, Karima se dio cuenta de que estaba riendo y se detuvo, sin apenas poderlo comprender. Sólo Dios sabía el tiempo que llevaba sin reír. ¡Cuánto tiempo!

Cuando llegó a la cabaña, sólo Lu’lu estaba sentado bajo el alero. El criado la miró radiante de felicidad. En todos esos meses errando de pueblo en pueblo, Lu’lu había sido siempre un espejo del estado de ánimo de Karima. La había ayudado mucho, consolándola cuando necesitaba consuelo, y dándole ánimos cuando estaba al límite de sus fuerzas. Era un hombre muy comprensivo, siempre pendiente de ella. Había sido el apoyo del que Karima se había valido una y otra vez.

Lope estaba en los establos. La mayor parte de los hombres parecían ocupados con sus caballos o sus armas.

—Corre el rumor de que la tropa partirá hoy mismo —dijo Lu’lu.

Karima conocía el rumor. Felicia también le había hablado al respecto. Cada año, en torno a esas fechas, la tropa del Don levantaba un campamento estable en territorios del señor de Lérida, desde donde podían emprenden expediciones de saqueo, que se prolongaban hasta finales del otoño. Hacía tres semanas había partido ya una avanzadilla, en busca de un lugar adecuado. Esa noche habían llegado dos hombres de la avanzadilla y habían presentado sus informes al Don, señal de que no tardarían en ponerse en mancha. Primero partiría el grueso de la tropa, para conquistar el lugar. Un par de días después los seguiría el resto del convoy, con las mujeres y niños. Así lo hacían cada año, y así lo harían también esta vez. Lo único que no sabía era cuál sería el objetivo.

Karima se puso a extender sobre el tejado de la cabaña las piezas de ropa, todavía húmedas. Lu’lu quiso ayudarla, pero ella no se lo permitió. Tenía que desempeñar el papel que las otras mujeres del campamento esperaban de ella. Y le resultaba muy difícil hacerlo. El comportamiento impersonal y distante de Lope le hacía casi imposible desempeñar correctamente ese papel. Karima pasaba por ser la mujer de Lope, o su amante, su compañera de cama o como quiera que lo llamaran las mujeres del campamento. Había llegado con él y vivía en la misma cabaña que él, de modo que le pertenecía. Nadie lo había puesto en duda hasta entonces, pero era evidente que las mujeres pronto empezarían a sospechar. La rigurosa reserva con que la trataba Lope era ya de por si llamativa, y también Lu’lu se lo había hecho ver.

—El monje pelirrojo estaba abajo, en el río —informó Karima—. Ha dicho cosas irrepetibles.

Lu’lu asintió, preocupado.

—Si, señora —respondió—. Ya va siendo hora de que se lo digáis también al señor.

Ella asintió, decidida.

—Como mínimo tenemos que aparentar que somos marido y mujer —dijo Karima—. O tenemos que inventar alguna historia que explique por qué no nos tratamos como tales.

—¿Qué clase de historia? —preguntó Lu’lu.

—Cualquier historia que sea creíble —contestó ella—. Yo podría decir que he enviudado hace poco y que todavía tengo que mantener el luto que prescribe nuestra ley.

—Eso no será suficiente, señora —respondió cautamente Lu’lu, y tras echarle de soslayo una mirada inquisidora, añadió en voz baja—: La manera en que os habla el señor seguiría despertando sospechas.

Ella no respondió. Sabía que Lu’lu tenía razón. Desde Alcántara, Lope la había tratado siguiendo con inflexible obstinación todas las normas de la cortesía, de modo que a ella no le había quedado más remedio que responderle del mismo modo. Sin embargo, con el transcurso de los meses el mismo Lope había empezado a encontrar ridículo el trato formal, de modo que, por tácito acuerdo, habían pasado a evitar todo tratamiento directo. Había sido la única salida que les permitía tratarse con cierta familiaridad, al menos ante los demás, sin que Lope tuviera que renunciar a su reserva.

Hasta entonces habían conseguido ocultar su extraña relación, pues nunca se habían quedado más de tres días en un mismo lugar, pero en este campamento no podrían seguir ocultándola durante mucho tiempo. Aquí los ojos de los vecinos estaban constantemente dirigidos a ellos, aquí estaban bajo observación día y noche, aquí no tardaría en conocerse la verdad. Karima decidió no esperar más y hablar con Lope ese mismo día.

Pero cuando Lope volvió de los establos, Karima volvió a posponer el tema, pues al parecer Lope no estaba del humor adecuado, y luego ella no encontró la ocasión apropiada, y después le faltaban palabras, y finalmente ya fue demasiado tarde, pues llegó desde la puerta el toque de cuerno que habían estado esperando todo el día, y en todos los rincones del campamento los hombres se levantaron de un brinco, cogieron sus armas y se echaron al hombro la silla de montar. Lope también cogió sus cosas. El toque de cuerno era la señal para emprender la mancha.

Karima lo acompañó hasta los establos. Caminó a su lado mientras él llevaba los dos caballos hacia la puerta, donde se habían reunido los jinetes. Vio a los otros hombres despedirse de sus mujeres. Vio cómo las abrazaban y cómo ellas los ayudaban a montar y los acompañaban andando un trecho junto a sus caballos. Vio cómo las mujeres se aferraban a sus hombres entre sollozos y lamentos, como si no quisieran dejarlos manchar. Vio todo aquello y se quedó allí, silenciosa, mientras Lope subía a su caballo. Vio su rostro imperturbable, sus labios apretados. Quiso decirle algo. Quiso decirle que tuviera cuidado, que ella lo estaría esperando, pero no llegó a decir nada. Sintió que se le humedecían los ojos y bajó la mirada, y entonces se dio la señal para partir, y ya fue demasiado tarde.

Vio que Lope se despedía de ella inclinando la cabeza, y Karima le devolvió el saludo mientras lo veía espolear a su caballo. Y sólo en ese momento, cuando él ya estaba casi demasiado lejos, Karima hizo de tripas corazón y corrió tras él, gritando:

—¡Lope! ¡Lope!

Corriendo junto a su caballo, se sacó el trozo de papel de la manga y se lo dio.

Lope lo cogió, y ella creyó ver cómo, de repente, la máscara de dureza caía del rostro de Lope, y vio cómo se sonrojaba. Y antes de que él pudiera volverse, Karima gritó rápidamente:

—¡Vuelve pronto, Lope! ¡No me hagas esperar demasiado!

Karima lo siguió con la mirada hasta que se perdió de vista.