MSHAD
Segundo Interludio
(1071—1082)
Lope vivió dos meses de completa felicidad.
A finales de agosto, él y el infanzón que estaba al mando del séquito del joven conde de Guarda fueron llamados inesperadamente por Ibn Ammar. Del norte llegaban noticias alarmantes, que también les incumbían.
Don Sancho, el rey de Castilla, había llegado a un acuerdo secreto con algunos de los hombres más influyentes de la nobleza gallega y, so pretexto de un peregrinaje, había marchado hacia Santiago de Compostela, donde se había encontrado con su hermano don García, el rey de Galicia, a quien había atacado por sorpresa y tomado prisionero. Don Alfonso de León, el tercer hermano, cuyo reino habían tenido que atravesar las tropas castellanas camino de Galicia, se sentía tan engañado como don García. Antes de que el rey de León pudiera reaccionar, don Sancho ya había regresado a Burgos con su prisionero, había obligado a su hermano a jurarle vasallaje y había tomado como rehén a su hijo de dos años, Ramiro.
Pocos días después llegó a Sevilla un emisario de don García, pidiendo asilo para su señor. Dos semanas más tarde, llegó el depuesto rey en persona, agotado, acompañado sólo de un pequeño séquito, casi sin dinero. Por consejo de Ibn Ammar, al–Mutamid le preparó una recepción principesca y puso a su disposición un palacete de la ciudad, atendido por un gran número de criados.
Ibn Ammar observaba con gran preocupación los acontecimientos del norte. Era evidente que se llegaría a la guerra. Don Alfonso de León estaría entre la espada y la pared mientras don Sancho dominara Castilla y Galicia. No le quedaba otro remedio que atacar.
El enfrentamiento se produjo los primeros días de enero del año 1072, a orillas del pequeño río Pisuerga, cerca de Golpejera, a hora y media de camino al norte de Carrión. El combate se alargó durante todo un día sin decantarse en favor de ninguno de los hermanos, hasta que, finalmente, don Sancho recurrió a un ardid bastante corriente. Fingió una huida, dejando en manos de su adversario todo su campamento, con sus provisiones y vino. Luego esperó hasta que las tropas de León hubieron celebrado su supuesta victoria y atacó al amanecer. El ejército de don Alfonso fue aniquilado. Él mismo fue tomado prisionero, y con él, toda la nobleza de León. Pocos días después, don Sancho se hizo coronar rey de León. Había conseguido lo que ansiaba desde el principio: el reino completo de su padre. Ahora era rey de Castilla, Galicia y León.
Desde el día en que llegaron a Sevilla las primeras noticias de la victoria de don Sancho, Lope esperaba lleno de temerosa incertidumbre un mensaje de Guarda. No cabía duda de que el nuevo rey obligaría a los condes del Duero a someterse sin oposición y a entregarle rehenes. Ya antes de la batalla decisiva contra don Alfonso, don Sancho había dejado ver sus pretensiones sobre los territorios al sur del Duero, en tanto que había sentado a un hombre de su confianza en el sillón episcopal de Braga, a pesar de que el pueblo ni siquiera tenía catedral. Tarde o temprano exigiría que el hijo del conde fuera llevado a su corte. El mensaje llegó en marzo. Antes de lo esperado. El rey advertía manifiesta hostilidad y quería tener las espaldas cubiertas.
Don Alfonso, que había sido encerrado en el monasterio de Sahagún, había conseguido escapar con la ayuda de su hermana Urraca, y había acudido a al–Ma’mún, el príncipe de Toledo, quien puso a su disposición una residencia cercana a la ciudad y el palacete y coto de caza de Brihuega, a orillas del río Tajuna, donde podía entregarse a su afición favorita.
Entre tanto, la hermana, Urraca, había empezado a excitar los ánimos de la nobleza leonesa. Urraca tenía treinta y seis años, y era la mayor de los cinco hijos del gran don Fernando. Era una mujer voluntariosa y enérgica. La prohibición de casarse que le impusiera su padre le había impedido formar una familia y tener hijos. Todo su amor lo vertía, pues, sobre su hermano Alfonso, cinco años menor que ella. Ya de niños, Alfonso había sido su hermano preferido, por sus maneras dulces y complacientes. Por el contrario, a Sancho, tosco y fanfarrón, siempre lo había odiado. Urraca se atrincheró en la colosal fortaleza de Zamora, que su padre le había dejado en herencia, y desafió abiertamente a Sancho a que fuera por ella. Al–Ma’mún la apoyaba secretamente con dinero. El príncipe toledano sabía muy bien, como lo sabía Ibn Ammar en Sevilla, el enorme peligro que representaría para Andalucía un reino español unido bajo una sola mano.
El conde de Guarda intentó librarse de la imposición de entregar a su hijo, pero finalmente tuvo que ceder, y en junio Lope recibió la orden de llevar al muchacho a Sahagún, donde don Sancho estaba congregando a su ejército. Antes de la partida, Lope fue llamado una vez más al palacio del hadjib. Ibn Ammar no estaba solo cuando lo recibió. Lo acompañaba don García, y entre ambos le hicieron una oferta que le facilitó mucho más de lo que se hubiera atrevido a imaginar la despedida de Nujum.
Don García suponía que el rey llevaría consigo a sus rehenes al campamento de batalla de Zamora, para tenerlos a seguro. Prometió a Lope darle un castillo si éste conseguía rescatar a su hijo Ramiro y llevarlo a Sevilla. Era una oportunidad de las que sólo se presentan una vez en la vida, y Lope no dudó en aceptar la propuesta.
Cuando llegó, el ejército del rey ya estaba acantonado a las puertas de Zamora, y el anillo que sitiaba la ciudad estaba casi cerrado. Pero contra la suposición de don García, su hijo Ramiro no se encontraba en el campamento, sino al cuidado de la reina, en Burgos. Así, a Lope le resultaba imposible llegar hasta él.
El sitio se prolongó. La ciudad estaba rodeada por una imponente muralla, que la hacía prácticamente inexpugnable. Sólo cabía esperar que los venciera el hambre. Pero, al parecer, doña Urraca había acumulado suficientes provisiones. Don Sancho intentó trabar contacto con algunos de los guardias de la muralla, para convencerlos con sobornos y promesas de que dejaran que su gente entrara por la noche en alguna de las torres. Doña Urraca, por su parte, consiguió sobornar a uno de los hombres cercanos al rey para que intentara asesinarlo. En un momento de descuido, el hombre arremetió contra don Sancho y le clavó una espada en el pecho. Llamaron a los médicos de cámara. Cuando éstos llegaron, don Sancho seguía con vida, pero ninguno se atrevió a sacarle el arma mortal de la herida. El asesino consiguió escapar.
La noticia del atentado atravesó el ejército de sitio como un viento tormentoso. El rey aún no había muerto cuando ya empezaban a retirarse algunos de sus seguidores, los castellanos primero que nadie. Todos querían llegar a sus propiedades cuanto antes, para poder defenderlas mejor durante el periodo sin rey que se avecinaba, y si se presentaba la oportunidad quizá incluso para ampliarlas. Todos querían aprovechar la ventaja que les daba sobre quienes se habían quedado en sus casas el hecho de saber que el rey había muerto. Hasta los rehenes que don Sancho había traído consigo al campamento se esfumaron rápidamente. Sólo Lope se quedó allí, con el hijo del conde.
Lope siguió a los pocos soldados y a los capellanes que se quedaron con el rey hasta el final y se apresuraron a llevar su cadáver al monasterio de Oña, al que, como era costumbre, don Sancho había hecho una donación antes de subir al trono para ser luego enterrado allí. Parte del séquito se quedó en el monasterio acompañando al rey muerto; los demás, entre ellos Lope, siguieron camino hacia Burgos. La mala noticia había llegado antes que ellos. La ciudad estaba revuelta; la corte, disuelta. Con ayuda de uno de los capellanes, Lope entró en el castillo y se ganó la confianza de un mayordomo. Dos días después, cuando la reina y lo que quedaba de su corte ya habían partido hacia Oña para el entierro, Lope consiguió escabullirse del castillo y de la ciudad llevándose consigo al hijo del conde y al príncipe Ramiro. Escaparon los tres en un solo caballo, cabalgando primero hacia el sur, hasta llegar a los pies de las montañas, y luego hacia el oeste a través de la tierra de nadie, sin perder de vista las montañas. Tres semanas después llegaron a Guarda.
Don García, puesto al corriente de lo ocurrido por correos rápidos regresó de Sevilla a mediados de noviembre, cogió a su hijo y se dirigió a Tuy, donde empezaba a reunirse su gente. Lope lo acompañó, en espera de recibir el feudo prometido.
Don Alfonso había viajado de Toledo a León nada más enterarse de la muerte de don Sancho. A finales de octubre convocó allí a la corte para que sus vasallos renovaran sus juramentos de fidelidad. Sin embargo, gran parte de la nobleza castellana se mantuvo distante. Existía la sospecha de que el rey había participado en el asesinato de su hermano. De momento, don Alfonso sólo podía contar con su tierra natal, León.
A principios del año 1073, y siguiendo un consejo de doña Urraca, propuso a su hermano don García una reunión. A mediados de febrero, don García se presentó en el lugar acordado con la mayor inocencia y sin haber tomado la menor medida de precaución. Su hermano, sin mostrar ningún tipo de escrúpulos, lo tomó prisionero y lo mandó encerrar en la fortaleza de Luna, al noroeste de León. Y con él, a algunos de sus hombres de confianza, entre ellos Lope, quien desde su temerario rescate del príncipe Ramiro pasaba por ser uno de los más queridos seguidores de don García.
Mientras en el norte los reyes españoles luchaban entre sí y el victorioso don Alfonso intentaba consolidar definitivamente su nuevo poder, los reinos andaluces del sur vivían una época de paz y prosperidad. Andalucía era como una isla de calma en medio de un mar azotado por una tormenta.
En el año 1071, el ejército bizantino fue aniquilado por los turcos, que entraron en la historia universal con este toque de atabales. El emperador fue hecho prisionero. Todo el Imperio Romano de Oriente estaba al borde del desmoronamiento. Ese mismo año, los turcos conquistaron Jerusalén. La Yeshiva, el consejo superior de la comunidad judía de Palestina, se vio obligada a trasladarse a Tiro. Durante un tiempo, los peregrinos cristianos no pudieron visitar la Tierra Santa.
A principios de enero del año 1072, los normandos conquistaron Palermo, poniendo fin al dominio musulmán sobre Sicilia. En Egipto estalló una guerra civil. En el noroeste de África, tras hacerse fuertes en Marrakech, los guerreros beduinos almorávides, acaudillados por su nuevo emir, Yusuf ibn Tashfin, siguieron avanzando llevados por el fanatismo religioso y amenazaron las ricas ciudades portuarias de las costas del Mediterráneo.
En todos los países del mundo musulmán reinaban la guerra, el hambre, la violencia y la destrucción. Sólo Andalucía estaba libre de estas pesadillas.
En Sevilla, mientras el príncipe construía su nuevo palacio, que edificó allí donde hoy se levanta la Torre del Oro, Ibn Ammar seguía urdiendo sus planes expansionistas, para poder hacer frente al esperado ataque de los españoles del norte. En el verano del año 1073, cuando el hijo mayor del príncipe, Siradj ad–Daula, cumplió catorce años, Ibn Ammar convenció a al–Mutamid de que nombrara a su heredero gobernador de Córdoba: un primer paso en el camino que debía hacer de Córdoba la capital del reino.
Un año después murió Badis, el príncipe bereber de Granada, dejando su reino a sus dos nietos. Abd–Alá, el mayor, heredó Granada; Tamim, el menor, Málaga. Ambos eran aún menores de edad. Abd–Alá tenía diecisiete años; Tamim, quince. Ibn Ammar aprovechó la ocasión para emprender un ataque inmediato. Movilizó las tropas de Sevilla y Córdoba, reclutó mercenarios españoles como refuerzo, conquistó la poderosa fortificación de Alcalá la Real, en la frontera, e inició el sitio de Granada. Al mismo tiempo, mandó construir un castillo en mitad de la vega, seis horas al oeste de Granada, cerca a Pinos Puente, para presionar desde allí a la ciudad cuando, a finales del otoño, el grueso del ejército de sitio tuviera que retirarse.
Abd–Alá intentó asaltar el castillo. Al fracasar, se volvió hacia su vecino del norte en busca de ayuda, hacia al–Ma’mun, el príncipe de Toledo. Y entonces se pagó cara la indecisión que impidió a al–Mutamid, príncipe de Sevilla, trasladar la corte a Córdoba.
Cuando Córdoba fue ocupada por tropas sevillanas en el año 1070, Ibn Martin, el comandante del ejército, mandó arrestar a los cabecillas del grupo pro toledano de la ciudad, entre ellos, a un tal Hakam, un hombre de la antigua nobleza árabe cuyo linaje se remontaba a Ukasha, el seguidor del Profeta. Este Hakam ibn Ukasha escapó poco después de ser apresado y consiguió huir a Toledo. Tenía fama de gran espadachín y excelente comandante. Al–Ma’mún lo nombró gobernador de la provincia de Calatrava, que limitaba con la frontera norte de Córdoba. Ahora, ante la llamada de auxilio de Abd–Alá de Granada, Hakam le envió dinero y tropas para que atacara Córdoba.
Hakam ibn Ukasha se puso en contacto con los partidarios que tenía en Córdoba. A mediados de mayo, regresó a la ciudad con un puñado de jinetes, entró de noche, pasando inadvertido, y atacó en primer lugar el palacio del príncipe heredero, luego el del comandante general, Ibn Martin, a quien sorprendió en una fiesta íntima con músicos y bailarinas. Por la mañana, mandó que las cabezas de ambos fueran paseadas por las calles de la ciudad clavadas en largas estacas. Había conquistado Córdoba en unas pocas horas, sin necesidad de luchar.
Para Sevilla aquello fue una catástrofe. No sólo se había perdido Córdoba, sino que también hubo que entregar el castillo levantado ante Granada y todas las fortalezas que se encontraban en el camino hacia éste. Todo lo ganado se había vuelto a perder. Las fronteras volvían a ser las mismas que al principio del gobierno de al–Mutamid. El príncipe estaba destrozado por la muerte de su hijo mayor. Ibn Ammar le dedicó un conmovedor poema de pésame, lo abandonó a su teatral luto y dedicó todas sus energías a recuperar lo perdido.
A finales del verano del año 1078, Ibn Ammar consiguió inducir al levantamiento a una parte de la nobleza urbana de Córdoba y a la comunidad judía. Hakam ibn Ukasha tuvo que huir, y murió asesinado por un judío de la ciudad en un puente del Guadalquivir. Con su muerte, también la provincia de Calatrava cayó en manos de las tropas sevillanas de Ibn Ammar, y con ella, todos los territorios de dominio toledano que se encontraban al sur del Guadiana. Poco después, Ibn Ammar logró reconquistar la fortaleza de Alcalá la Real, y los castillos de Jaén se declararon independientes de Granada, echaron a sus castellanes y se anexionaron a Sevilla.
Ese mismo año, Ibn Ammar recibió una carta de Aledo. La enviaba al–Djilliqi, la Gallega, viuda del antiguo qa’id de Murcia. En la carta, la Gallega le recordaba que el nieto que Dios le había concedido gracias a la ingeniosa ayuda de Ibn Ammar había cumplido ya los catorce años, lo cual lo capacitaba para hacerse cargo de la herencia de su abuelo. Sólo, que para que su nieto subiera al poder primero era necesario expulsar del trono al tío del heredero, Muhammad ibn Tahir, tarea tanto más sencilla por cuanto muchos ciudadanos de Murcia y gran parte de la nobleza sólo esperaban alguna ayuda de fuera para levantarse contra el usurpador.
La oferta de la Gallega abría la fabulosa perspectiva de extender de un momento a otro la zona de dominio sevillana hasta la costa oriental de la península, rodeando por todas partes a los dos únicos adversarios que le quedaban en el sur de Andalucía: Granada y Almería.
Ibn Ammar proyectó la campaña de Murcia para el año 1079. Sólo podía disponer de un reducido número de tropas propias, pues necesitaba la mayor parte del ejército sevillano para aseguran los territorios conquistados al norte y este de Córdoba. Así pues, estaba obligado a reclutar un ejército mercenario. Por consejo de Abú’l–Fadl Hasdai, el hadjib de Zaragoza, Ibn Ammar se volvió hacia Barcelona.
El condado de Barcelona tenía una posición singular dentro de los estados soberanos de la península. Había surgido de la Marca Hispánica, el único punto de apoyo al sur de los Pirineos que conservó Carlomagno tras su famosa campaña contra los sarracenos en España. Desde entonces, los condes de Barcelona siempre habían reconocido como señor al rey franco —mas tarde al rey francés—, y miraban más hacia Francia que cualquiera de sus vecinos peninsulares.
En el año 1079, cuando Ibn Ammar se dirigió a Barcelona, tuvo que vérselas con dos condes al mismo tiempo, debido a unas peculiarísimas normas de sucesión dejadas en su testamento por el gobernante anterior. Hagamos aquí un alto para conocer los antecedentes de este asunto, pues en ellos se desarrolla la historia de amor más turbulenta que nos ha llegado del siglo XI:
La historia de Almodis de la
Marche
y Ramón Berenguer
El año 1052, Ramón Berenguer, conde de Barcelona, emprendió un viaje a Roma. Tomó la ruta terrestre, pues en aquel entonces Barcelona no era aún una potencia naval y el viaje por tierra era considerado más seguro. Al llegar a Narbona hizo un alto y, como visitante distinguido, fue recibido por el señor del lugar, el conde de Tolosa, quien precisamente se encontraba en esa ciudad portuaria del sur de Francia.
El conde Pons de Tolosa era un hombre de cincuenta y siete años, y uno de los señores más poderosos de Francia. Estaba casado con Almodis de la Marche, hermana del margrave de Limousin. La condesa asistió a la recepción. Cuando ella y el invitado se vieron por primera vez, debieron de salir chispas de los ojos de ambos. La tradición no dice nada al respecto, pero no pudo ser de otra manera.
Ramón Berenguer se apresuró a seguir camino a Roma, donde fue recibido por el Papa, y regresó lo más rápidamente posible, volviendo a detenerse en Narbona. Y esta vez se encontró en secreto con Almodis. Esto tampoco lo dice la tradición, pero tampoco pudo ser de otro modo, pues exactamente nueve meses después Almodis trajo al mundo mellizos, tan parecidos al conde de Barcelona que no quedaba la menor duda sobre su paternidad.
Todavía en Narbona, los amantes acordaron que el conde raptaría a Almodis y se la llevaría consigo. Una empresa disparatada, dadas las circunstancias.
El conde de Barcelona ya no era un chiquillo; la condesa de Tolosa ya no era una jovencita. Ambos estaban en la treintena y casados en segundas nupcias. La boda de Ramón Berenguer con su segunda mujer, Blanca, se había celebrado hacía apenas un año. Almodis tenía seis hijos, dos de ellos de su primer marido, Guy de Lusignan, y cuatro de su matrimonio con el conde de Tolosa. (El segundo hijo de este matrimonio sería luego el conde Raymond de St. Gilles, uno de los caudillos de la primera cruzada y uno de los más grandes caballeros de su época, cuya hija Philippie se casaría más tarde con Guilleaume X, duque de Aquitania. A su vez, la hija de éstos últimos, bisnieta de Almodis de la Marche, fue la famosa Alienor de Aquitania, reina primero de Francia y luego de Inglaterra, patrona de los trovadores y la mujer más notable del siglo XII europeo. Pero volvamos a su bisabuela).
Nada más regresar a Barcelona, Ramón Berenguer se dedicó a preparar el rapto acordado. En primer lugar, repudió a su esposa Blanca. Las leyes de la Iglesia prohibían el divorcio, pero la misma Iglesia había encontrado un elegante camino para eludir esta prohibición: el derecho canónico sólo permitía que se celebrara un matrimonio si los novios no tenían ningún pariente consanguíneo común en las últimas siete generaciones. Esta era una condición insalvable para los nobles que aspiraban a casarse. La nobleza europea estaba tan entremezclada y emparentada entre si que bajo tales condiciones ni siquiera habrían podido contraer matrimonio legitimo un príncipe español y una princesa noruega. Dicho en otras palabras: en aquella época, todos los matrimonios entre nobles eran ilegítimos a los ojos del derecho canónico. Para poder casarse, hacía falta obtener una cláusula de excepción de la Iglesia.
Luego, si alguien quería divorciarse, no tenía más que pedir a la instancia eclesiástica inmediatamente superior a la que había concedido la cláusula de excepción que la declarase nula. Era sólo cuestión de precio. Y la Iglesia ganaba por los dos lados. Si uno era rico, podía divorciarse siempre que quisiera.
El conde de Barcelona era lo bastante rico. Tras librarse así de su esposa, mandó llamar a su presencia a los miembros más distinguidos de la comunidad judía de su capital y envió emisarios al príncipe andaluz Ah ibn Mudhajid, señor de Denia, Tortosa y las islas Baleares. Los judíos de Barcelona mantenían estrechas relaciones con la numerosa e importante comunidad judía de Narbona. Ah ibn Mudjahib mandaba la mayor flota del Mediterráneo occidental. Ambos, los judíos y el príncipe moro, ayudarían a Ramón Berenguer a traer a Almodis a Barcelona sana y salva.
Ah ibn Mudjahib era musulmán, pero hijo de una cristiana. Su padre había sido un temido pirata, que había atacado Cerdeña y saqueado la ciudad portuaria de Luna. Luego, sin embargo, había sido vencido sorprendentemente por una flota de Pisa y Génova, perdiendo en el combate no sólo una gran parte de sus barcos, sino también a sus mujeres e hijos, entre ellos su hijo mayor, Ah, que tenía entonces nueve años. Era la primera gran victoria naval sobre los «sarracenos», hasta entonces considerados invencibles, y tuvo un gran eco en toda Europa. El príncipe heredero fue enviado como botín de guerra al káiser Heinnich II, a quien, como jefe supremo de la victoriosa marina italiana, le correspondía una quinta parte del botín de guerra. Así pues, Ah se crió en la corte del emperador alemán. Dieciséis años después, cuando su padre finalmente pudo rescatarlo, Ah hablaba un alemán muy fluido, como informan asombrados los cronistas andaluces.
Ah ibn Mudjahib acudió inmediatamente en ayuda del conde de Barcelona. Ordenó a su gobernador de la ciudad portuaria de Tortosa, a orillas de la desembocadura del Ebro, que pusiera a disposición del conde las galeras que éste deseara. Así, los judíos de Barcelona viajaron a Narbona en barcos andaluces y consiguieron raptar a Almodis, a pesar de que el conde de Tolosa había empezado a sospechar algo en el último momento y había encerrado a su esposa en su palacio.
La boda tuvo lugar poco tiempo después, en Barcelona.
El príncipe moro de Denia envió felicitaciones y regalos. Por el contrario, la nobleza de la Europa cristiana estaba irritada o, cuando menos, perpleja. Lo que los irritaba no era la ruptura en si de un matrimonio, sino el hecho de que Almodis y Ramón Berenguer se casaran por amor. Un matrimonio por amor, en una época en que los nobles prometían a sus hijos e hijas ya desde que eran niños, exigiéndoles pareja sólo por conveniencias económicas o políticas, era algo totalmente insólito.
La repudiada Blanca viajó de inmediato a Roma y se quejó ante el Papa, alegando que Ramón Berenguer no se había separado de ella en modo alguno por los motivos citados de un parentesco demasiado cercano, sino simplemente por amor a Almodis de la Manche, esto es, por motivos viles, al entender de los contemporáneos.
El Papa excomulgó a los amantes. El año siguiente repitió su excomunión, y un año después los maldijo por tercera vez. Tres años pasaron sin que los sacerdotes del condado de Barcelona pudieran celebrar misas. Los vasallos del conde fueron eximidos de todos sus juramentos de fidelidad y sus obligaciones feudales.
Almodis y Ramón Berenguer superaron también esta prueba. Hicieron unos cuantos regalos de cierto valor a los obispos de Barcelona y Gerona y obtuvieron a cambio un informe muy favorable sobre el parentesco del conde y su anterior esposa. Enviaron el informe a Roma. Además, el conde dejó entrever que estaba sopesando la posibilidad de, en el futuro, reconocer como señor ya no al rey francés sino al obispo de Roma. Acto seguido, el Papa cedió.
Entre tanto, los súbditos del conde habían aceptado sin más a la nueva condesa. Ésta participaba en el gobierno como nunca lo había hecho una condesa de Barcelona. Debe de haber sido una mujer impresionante, y encarnaba un ideal femenino al parecer extremadamente moderno. Cien años después, el monje normando William de Malmesbury todavía clamaba contra su «lascivia desenfrenada» (era un adversario de la bella Alienor de Aquitania, y quería atacar a la reina de los trovadores injuriando a su bisabuela). Por el contrario, el fuero urbano de Barcelona, escrito bajo la égida de la condesa, la llama «la muy juiciosa Almodis».
La historia de amor de Almodis y Ramón Berenguer tiene una continuación de final amargo. El culpable fue el derecho de sucesión vigente a la sazón, que confería al primogénito el derecho a heredar la totalidad del país natal de su padre. Sólo cuando el padre conquistaba o adquiría nuevos territorios durante su gobierno podía entregar éstos a sus otros hijos. Los mellizos que Almodis había traído al mundo no eran los primeros hijos de Ramón Berenguer. Aún vivía un hijo del primer matrimonio del conde, Pere Ramón, que poseía el derecho indiscutible a la sucesión.
Almodis, en su papel de madrastra, no le discutía este derecho, pero se afanaba, con el mismo empeño que había demostrado durante la historia del rapto, en conseguir una buena herencia también para sus mellizos. Estos se llamaban Ramón Berenguer y Berenguer Ramón. El primero, considerado el mayor por ser el primero que había visto la luz, era llamado «Cap d’Estopa», debido a su cabello rizado y para diferenciarlo de su padre, del mismo nombre. A este Cap d’Estopa compraron sus padres, por la monstruosa suma de ocho mil onzas de oro, el condado de Carcassonne–Rhaz~s, en el sur de Francia. Acto seguido, Almodis salió a la busca de una heredad adecuada para su segundo mellizo. Su amor hacia sus hijos tampoco conocía límites.
El sucesor legítimo, Pere Ramón, debió de ver en estos costosos afanes un despilfarro de su herencia. Asesinó a su madrastra, tuvo que huir y no volvió a vérselo más. Con el sacrificio de su vida, Almodis hizo finalmente de sus hijos los principales herederos del condado de Barcelona.
Cinco años después, cuando el conde se encontraba en su lecho de muerte, no le habría costado nada comportarse según el patrón habitual: dejar Barcelona al mellizo que había nacido primero, el Cap d’Estopa, y a su hermano el condado comprado en el sur de Francia. Pero, quizá porque eran mellizos, quizá porque amaba a ambos en igual medida, decidió hacer algo completamente distinto, e inaudito: dividió la herencia en dos mitades exactamente iguales, y no sólo en lo referente a las propiedades, sino también en lo que atañía al gobierno. Cada hijo recibía la mitad de los bienes, y debían turnarse el gobierno de Barcelona cada seis meses. Era un arreglo que, vistas las pautas de la época, sólo podía terminar con un fratricidio. Y así fue como terminó la historia. El Cap d’Estopa fue asesinado por su hermano.
A principios del año 1079, cuando Ibn Ammar volvió los ojos hacia Barcelona con la intención de reclutar allí una tropa de mercenarios para su campaña murciana, los dos hermanos seguían con vida. Berenguer Ramón gobernaba, y el Cap d’Estopa estaba libre para participar en la expedición. Llegaron a un acuerdo.
Al llegar la primavera, Ibn Ammar se puso en marcha con las tropas de Sevilla. Se encontró a la vieja Gallega, a quien sólo mantenía con vida su férrea voluntad de llevar a su nieto al poder, en su nido pedregoso de Aledo. Y se encontró con el nieto de ésta, que era su hijo.
Ibn Ammar había acudido al encuentro con una cierta expectación. La caída sufrida en Barbastro lo había privado de tener hijos; sólo tenía a éste, que no llevaba su nombre. Cuando lo tuvo frente a sí, sintió, desilusionado, que no albergaba ningún sentimiento paternal hacia el muchacho. Más bien le repelía. Se encontró con un quinceañero malcriado que si bien era simpático de aspecto, no tenía modales ni la menor educación: un granuja tosco en quien se notaba que se había criado en un castillo aislado, entre soldados y con una abuela demasiado condescendiente. Ibn Ammar advirtió con desagrado que el joven se le parecía extraordinariamente. Y como también otros se dieron cuenta del parecido, utilizó esto como excusa ante sí mismo para mantenerse lo más lejos posible del chico.
En mayo, Ibn Ammar avanzó con su ejército hacia las puertas de la ciudad, donde se reunió con las tropas de Barcelona. Muhammad ibn Tahír, el qa’id de Murcia, había sido informado a tiempo y se había atrincherado en el castillo de Monteagudo. Ibn Ammar no había contado con ello. Había prometido al Cap d’Estopa una suma de diez mil mithqales, además del botín que cayera en manos de sus hombres al apresar al qa’id. Pero éste hacía mucho tiempo que había puesto a buen recaudo su tesoro, y la gente de la ciudad no estaba dispuesta a reemplazarlo con su dinero mientras el qa’id siguiera en libertad. Ni siquiera permitieron que Ibn Ammar entrara en la ciudad con sus tropas, pues temían el ansia de botín de los mercenarios de Barcelona.
Ibn Ammar intentó contentar al conde con las diez mil piezas de oro acordadas, pero el Cap d’Estopa no se dejó comprar. En su siguiente encuentro tomó por la fuerza a Ibn Ammar, apresó también al príncipe ar–Rashid, que capitaneaba oficialmente el ejército sevillano con el título de comandante en jefe, y exigió como rescate el triple de esa cantidad. El príncipe tenía catorce años era un muchacho tranquilo a quien más interesaban sus estudios y el laúd que el arte de la guerra, y de todos los hijos de al–Mutamid era al que Ibn Ammar más apreciaba. Las tropas sevillanas, desprovistas de sus jefes, se retiraron de Murcia. Al–Mutamid, puesto al corriente por carta de lo ocurrido, salió a toda prisa con refuerzos de Córdoba, pero una inundación lo detuvo. Finalmente, Isaac ibn al–Balia, el nasí judío y estrecho colaborador de Ibn Ammar, consiguió reunir la suma fundiendo las diez mil piezas de oro prometidas al conde, mezclándolas con cobre y plata y volviéndolas a acuñar. El Cap d’Estopa se dio por satisfecho con los meticales falseados y dejó en libertad a sus dos prisioneros.
Pero de momento la campaña había fracasado.
El año siguiente se produjeron acontecimientos que volvieron a aplazar la anexión de Murcia. Abd–Alá, el joven príncipe de Granada, se había dirigido a don Alfonso de León y, a cambio de treinta mil mithqales, había conseguido que éste le cediera un poderoso ejército de mercenarios españoles, con cuya colaboración pretendía reconquistar la ciudad de Jaén y los demás territorios del norte de su reino que le había arrebatado Sevilla. Las cosas tomaban un rumbo muy peligroso. Como ya había hecho una vez su padre, ahora don Alfonso aparecía de repente en Andalucía, inmiscuyéndose en los asuntos internos de la región, muy ajenos a los de su reino. ¿Cómo había podido llegarse a eso?
El rey tenía que agradecer su retorno al trono de León sobre todo a la energía y a los buenos consejos de su hermana Urraca. En lo sucesivo, el influjo de ésta sobre su hermano se hizo cada vez mayor. Don Alfonso no hacía nada sin su aprobación; le pedía que diera el visto bueno a cada uno de sus decretos. La relación entre ambos era tan íntima, que la gente sospechaba que llegaban hasta el incesto. Y estos rumores habían llegado a Andalucía. Cuando las habladurías adquirieron un cariz peligroso, sumándose a ellas el hecho de que la intimidad entre ambos hermanos parecía confirmar la participación del rey en el asesinato perpetrado en Zamora, don Alfonso empezó a actuar. Era un rey dulce y complaciente, y daba la impresión de ser un hombre fácilmente manejable, pero en realidad era más tenaz y perseverante de lo que la mayoría de la gente suponía. Sólo, que perseguía sus metas con infinita paciencia.
A principios del verano del año 1074, año y medio después de ayudarlo doña Urraca a recuperar el trono, don Alfonso aprovechó la llegada de su prometida, Agnes de Aquitania, para devolver a su hermana al convento, cuya administración le había dejado en herencia su padre. Acto seguido, se reconcilió con los nobles castellanos, dándoles un cierto grado de autonomía y nombrando al más poderoso de ellos, el conde Gonzalo Salvadórez, administrador de la porción castellana del reino. Al mismo tiempo, se dedicó con tenaz celo a restringir el poder de las familias de la nobleza y a recortar la independencia soberana de los obispos y abades, para lo cual se sirvió de refuerzos foráneos. Obligó a los señores de la Iglesia a introducir en la misa el rito único prescrito por Roma, y a reconocer de esta manera el primado del Papa, con lo que don Alfonso se ganó las simpatías de éste. Aumentó la suma que ya su padre había pagado al monasterio francés de Cluny a mil meticales al año, y más adelante incluso a dos mil, con lo cual no sólo compró una misa diaria para su padre y una segunda para él, en las que los monjes mencionaban sus nombres y hacían caer sobre ellos las bendiciones del Señor —lo que contribuía a aumentar su prestigio internacional—, sino que además, y sobre todo, se ganó el apoyo de este monasterio reformista, el más poderoso de la cristiandad occidental. Subordinó varios monasterios españoles al de Cluny, librándolos así de la influencia de los nobles y obispos, y sometiendo a los monjes procedentes de la nobleza a la disciplina caustral cluniacense, que les prohibía inmiscuirse demasiado en cuestiones políticas. Al mismo tiempo, trajo cada vez más franceses a su país, lo mismo hijos de campesinos que hijos de condes, aventureros, caballeros sin heredad deseosos de adquirir un feudo luchando contra los sarracenos, monjes y sacerdotes eruditos que eran nombrados obispos o abades, o llevados a la corte de León como asesores. Los franceses llegaron en tal cantidad que pronto no hubo prácticamente ninguna ciudad española que no tuviera su propio barrio franco.
La política matrimonial del rey también apuntaba hacia Francia. Su primer matrimonio tuvo un desdichado desenlace. Agnes de Aquitania tenía catorce años cuando llegó a León; don Alfonso contaba entonces treinta y uno. El rey no había podido llegar a nada con su jovencísima esposa, por lo cual mantenía una concubina, que le dio dos hijas: Elvira y Teresa. La joven reina murió cuatro años después de su llegada, inadvertida y olvidada.
El segundo matrimonio fue más afortunado. Se realizó por mediación del abad Hugo de Cluny, uno de los hombres más influyentes de la Europa de entonces. El abad pertenecía a la familia de los duques de Borgoña, y de ahí provenía también la nueva prometida del rey: una sobrina del abad, Constance de Borgoña, hija del duque Roberto de Borgoña y nieta del rey francés Roberto el Piadoso.
Constance llegó a León a principios del año 1079, acompañada de todo un enjambre de compatriotas, entre los que se encontraban dos de sus sobrinos, que más tarde harían carrera en España: Raymond de Borgoña y Henri de Borgoña.
Ese mismo año, don Alfonso se atribuyó por primera vez el título de emperador y elevó sus pretensiones sobre el dominio de toda la península. Imperator totius Hispaniae lo llamarían en adelante los monjes de Cluny en sus plegarias.
Tres años antes don Alfonso ya había intentado ensanchar su reino. El rey de Navarra había sido asesinado por su hermano menor. Los nobles del país habían desterrado al asesino y dividido el reino. El este, con la capital, Pamplona, había correspondido al rey de Aragón; el oeste, con la fértil Rioja, a don Alfonso. Desde entonces, además del condado de Barcelona, sólo había dos reinos españoles en el norte: Aragón y León. Don Alfonso podía dirigir todas sus fuerzas contra los principados moros que se extendían más allá de sus fronteras. El primer objetivo que se fijó fue la antigua capital, Toledo. Y para conseguirla ni siquiera tuvo que entablar batalla: se le ofreció casi sin que tuviera que intervenir.
En el año 1075, poco después de que Ibn Ukasha conquistara Córdoba, murió al–Ma’mún, el príncipe de Toledo. La sucesión desató amargas luchas entre los partidarios del segundo hijo del príncipe, los partidarios del hijo del difunto príncipe heredero, esto es, el nieto de al–Ma’mún, y un partido republicano que pretendía derrocar a la familia real. En un primer momento, los partidarios del nieto de al–Ma’mún, de nombre al–Qadir, salieron vencedores de esta pugna.
Este al–Qadir no había salido aún de la adolescencia cuando lo instaron a aceptar el papel de príncipe. Fue incapaz de conciliar a los distintos partidos, que seguían luchando, y no digamos ya de someterlos. En marzo del año 1080 el partido republicano formado por los nobles de la ciudad adquirió la supremacía y expulsó de la ciudad a al–Qadir. Éste tuvo que huir tan precipitadamente que dejó atrás a su mujer y su hija. La princesa, hija del señor de Valencia, corrió tras él a pie al menos dos horas, llevando a su hija en brazos, hasta encontrar una mula. El palacio del al–Qasr fue saqueado.
Al–Qadir encontró refugio en la fortaleza de Cuenca. Desde allí se volvió hacia don Alfonso en busca de ayuda y le rindió juramento de vasallaje a cambio de la promesa de que lo repusiera en su trono. Es decir, reconoció oficialmente la sumisión del reino de Toledo a León. Si bien esto aún no abrió a don Alfonso las puertas de las ciudades y castillos de la región, si le permitió moverse libremente por el reino. De la noche a la mañana se había convertido en amo y señor de media península, y había conseguido una vía libre hacia los reinos andaluces del sur.
Otros príncipes andaluces no tardaron en reconocer la nueva posición de don Alfonso. Seis años antes, Abd–Alá de Granada todavía se había dirigido al príncipe de Toledo en busca de ayuda para enfrentarse con Sevilla. Ahora, se volvió del mismo modo hacia el nuevo señor, el rey de León. El rey ingresó en sus arcas el oro andaluz y envió una tropa de refuerzo a Granada. Mucho antes de lo esperado, don Alfonso se había convertido también en un peligro inminente para el reino de Sevilla.
Ibn Ammar sabía que tenía que rechazar como fuese el peligroso ataque granadino, si no quería renunciar a sus planes de unir el sur de Andalucía bajo el gobierno de al–Mutamid. Así, volvió a ponerse en contacto con Zaragoza, y una vez más el hadjib Abú’l–Fadl Hasdai le agenció un ejército de mercenarios. Esta vez no eran tropas de Barcelona, sino un grupo variopinto comandado por un caballero castellano llamado Rodrigo Díaz.
Rodrigo Díaz (que más tarde sería famoso bajo el nombre de «el Cid») era un noble de poca importancia procedente de la región de Burgos. En sus años mozos se había ganado un nombre como duelista, entrando luego al servicio de don Sancho, el rey de Castilla. Tras el asesinato de don Sancho, Rodrigo Díaz había enterrado sus esperanzas de hacer carrera rápidamente. La corte de don Alfonso, en la que los nobles leoneses y franceses eran quienes daban el tono, no ofrecía ninguna perspectiva de futuro a un pequeño señor castellano. Así, Rodrigo Díaz tuvo que buscar otro campo en el que dar rienda suelta a sus ambiciones y su incontenible espíritu emprendedor. Con su propio dinero, reclutó una tropa de aventureros y entró al servicio del príncipe de Zaragoza.
En el verano del año 1080, Rodrigo Díaz llegó con su tropa a Córdoba, donde fue recibido por Ibn Ammar. El castellano se encontraba aún en el inicio de su carrera, pero ya entonces dejaba entrever sus grandes cualidades como comandante e imprevisible estratega. Cuando los ejércitos de Granada y Sevilla se enfrentaron, en las cercanías de Cabra, Rodrigo Díaz no sólo consiguió una brillante victoria, sino que, además, logró apresar al comandante de la tropa española enviada por don Alfonso en auxilio del príncipe de Granada, el conde García Ordóñez de Nájera, y a todos sus suboficiales. Ibn Ammar utilizó a los prisioneros como instrumento de presión para obligar al rey de León y a Abd–Alá de Granada a entablar conversaciones de paz. La reunión tuvo lugar ese mismo año, en las cercanías de Jaén. Sevilla obtuvo la ratificación de todas sus conquistas territoriales, adquirió además el dominio sobre varios nuevos castillos, entre los cuales se contaba la fortaleza de Martos, que dominaba la ciudad de Jaén, y únicamente tuvo que devolver a Granada la fortaleza fronteriza de Alcalá la Real. Además, don Alfonso garantizó al hadjib de Sevilla cinco años de paz.
Para Ibn Ammar, esto representaba un gran éxito político, que tenía que agradecer no sólo al dinero que pagó al rey español, sino también a su habilidad personal para negociar. Los cronistas vinculan este éxito también a una partida de ajedrez, en la que Ibn Ammar habría vencido al rey. La mesa de ajedrez, con sus piezas guarnecidas de piedras preciosas, se la regaló a don Alfonso, quien a su vez correspondió al obsequio con una pesada hacha de guerra, que Ibn Ammar entregó al príncipe al regresar a Sevilla.
El rey de León aprovechó el armisticio para cercar Toledo. Hizo que al–Qadir le entregara varios castillos levantados en las estribaciones de la sierra del norte de la ciudad, emplazó en ellos guarniciones españolas, y aumentó al doble las contribuciones y el servicio militar que le debían los campesinos de los pueblos moros vecinos. Luego, mandó que su gente emprendiera sistemáticamente desde estos puntos de apoyo constantes cabalgadas y ataques que sumieran a la región en el pánico. Saqueaban a labradores y comerciantes, secuestraban a campesinos y nobles en plena calle y sólo los volvían a dejar en libertad a cambio del pago de cuantiosos rescates. Los poblados más cercanos a la frontera norte de Toledo fueron abandonados, e incluso en la capital algunas familias comenzaron a vender secretamente sus bienes y a enviar al sur su dinero y cosas de valor.
Las constantes batidas de las bandas españolas terminaron por agobiar hasta tal punto a los toledanos que en junio del año 1081 se rindieron y volvieron a reconocer como soberano al desterrado al–Qadir. Pero al–Qadir ya sólo era príncipe por la gracia de don Alfonso. Y cualquiera con ojos en la cara podía ver que el rey de León no tardaría en dominar no sólo el campo y al príncipe, sino también a la propia y poderosa ciudad, ombligo del país.
Lope pasó todos esos años prisionero en la fortaleza de Luna. Al servicio de don García, había albergado las esperanzas de obtener un feudo, tierras propias, el derecho a formar una familia; pero al caer prisionero el desdichado rey de Galicia lo había perdido todo: las esperanzas, la muchacha llamada Nujum que le regaló Ibn Ammar, y la libertad. Nueve años pasó tras las inexpugnables murallas de la fortaleza de Luna. Sólo en el año 1082 recuperó la libertad, junto con otros cuatro hombres del séquito de don García.
Una mañana templada y lluviosa de enero, sin darle ninguna explicación, lo llevaron hasta las puertas del castillo, vestido aún con las mismas ropas con las que había llegado, y cerraron tras él la portezuela abierta en medio del enorme portón. No le dieron un caballo ni le devolvieron sus armas. Tan sólo le proporcionaron una vieja manta de lana, un saco con dos panes y seis peniques de plata para el viaje. Nueve años había pasado pensando en el momento en que recuperaría la libertad, convencido siempre de que tendría que ir directamente de la puerta del castillo a Sevilla. Pero ahora que ese momento había llegado, se sentía tan indefenso como un pájaro viejo a la puerta de su jaula, sin atreverse a salir. De pronto le faltaba el valor para ir a Sevilla. De pronto lo asaltaba el temor paralizante de que el mundo que esperaba encontrar no existiera ya sino en sus recuerdos. Nueve años había pasado en la inconmovible fe de que, cuando estuviera en libertad, podría reemprender su vida allí donde la había dejado en el momento de ser apresado. Ahora, de repente, era consciente de cuánto tiempo había pasado. Ya nada podía ser como antes.
El mismo había cambiado. Lo sentía. Tenía miedo como nunca antes lo había tenido. Cuando empezó a andar, sus piernas lo llevaron, casi contra sus deseos, de regreso al lugar de donde venía. A Guarda.
El viejo conde aún vivía. Tenía ya más de setenta años, y se había convertido en un hombrecillo gris y encorvado, que padecía de artrosis y había perdido ya todos los dientes, pero conservaba la mente clara y gobernaba su pequeño condado con paternal severidad. Con la astucia de una vieja lechuza, había logrado procurarse un cierto grado de autonomía, y aún confiaba en poder dejar ésta en herencia a su hijo. Volvió a destinar a Lope al séquito del joven conde, que entre tanto vivía en Sabugal con su propia corte.
El joven conde tenía ya veintiún años. No reconoció a Lope. Sólo cuando le explicaron quién era, empezó a recordar. Era un hombre pálido y delgado, de cabellos lisos y rubios, ojos azules y dientes desiguales. La misma constitución débil que su padre, pero sin la voluntad de hierro de éste. Lope ya no sentía ninguna simpatía por él, pero intentaba que nadie lo advirtiera.
Poco a poco, Lope volvió a acostumbrarse a vivir en libertad. Poco a poco recuperó también su espíritu vital. Trabó contacto con la comunidad judía de Guarda con la intención de recibir noticias de Sevilla y, quizá, averiguar algo de Nujum. Ya no creía que ella estuviera esperándolo, pero no quería renunciar a la esperanza.
Ibn Ammar había proyectado la segunda campaña contra Murcia, que tendría que concluir finalmente con la anexión de la ciudad, ya en la primavera del año 1081, para aprovechar desde el primer momento el armisticio con los españoles. Pero tuvo que posponer sus planes un año más. No disponía de dinero suficiente para reclutar las tropas necesarias. Corrían tiempos difíciles. El costosísimo ritmo de vida de la familia principesca, la construcción de palacios, las campañas de los años anteriores, el levantamiento de fortificaciones, el reclutamiento de mercenarios, los pagos a los españoles, las ayudas a amigos que se quería conservar y los sobornos a enemigos que se quería ganar como aliados; todo aquello había supuesto sumas astronómicas, y mermado el fabuloso tesoro del príncipe.
Al mismo tiempo, los ingresos por recaudación de impuestos habían disminuido. Había habido dos malas cosechas consecutivas, y la última recolección de aceitunas había sido la peor que se recordaba. Los envíos de oro del Magreb casi habían cesado. El comercio con el norte de África estaba paralizado desde que Orán había caído en manos de los almorávides. Hasta el comercio con ultramar había sufrido grandes pérdidas, pues los barcos mercantes eran atacados ya no sólo por piratas, sino últimamente también por barcos normandos que operaban desde Sicilia y no dejaban de asolar el estrecho.
Ibn Ammar había instado al príncipe a aumentar los impuestos de guerra y a cargar con un impuesto especial a la nobleza terrateniente, que se libraba del servicio militar pagando sumas insignificantes. Sin embargo, al–Mutamid había temido por su popularidad, y no había hecho más que pedir dinero mediante corteses cartas, que no redundaron en nada. A pesar de todo, Ibn Ammar siguió adelante tenazmente con sus planes de unir el sur de Andalucía bajo el gobierno del príncipe de Sevilla.
Había vuelto a reforzar sus relaciones con los condes del Duero. El sur de Galicia constituía el único contrapeso digno de mención a don Alfonso. Los obispos de Tuy, Orense y Compostela eran partidarios de su hermano preso, don García. El obispo de Braga había sido un hombre de confianza del asesinado don Sancho, y era hostil a León porque el rey había disuadido al Papa de concederle al antiguo arzobispado de Braga el palio que le correspondía. Los poderosos príncipes de la Iglesia constituían una muralla de contención, tras la cual los condes del Duero aún podían conservar un cierto grado de libertad política. Si por algún afortunado accidente don García salía en libertad, o si don Alfonso moría de repente, los condes desempeñarían un papel importantísimo. Esto era lo que preveía la política de Ibn Ammar.
Entre las mujeres de al–Mutamid había una cristiana de Italia, que durante algunos años había sido una de las favoritas del príncipe, al que había dado dos hijas. Secretamente, había educado a las pequeñas en su religión. La princesa, preocupada por la influencia aún considerable de su rival, había exigido que la cristiana fuese castigada, y separada de sus hijas para convertir a éstas a la verdadera fe, un modo sencillo de llamar la atención de los ortodoxos, cuyo poder había aumentado en los últimos tiempos.
Sin embargo, Ibn Ammar había convencido al príncipe de dar otra solución al asunto. Había casado a la hija mayor con un sobrino de don Sisnando, conde de Tentúgal y Coimbra, cuyo único hijo carnal había muerto. La segunda hija sería entregada como esposa al hijo del conde de Guarda. La oferta iba acompañada de una tentadora dote. El conde de Guarda accedió. En marzo del año 1082, Ibn Ammar envió a Guarda un embajador que debía escoltar al hijo del conde hasta Sevilla, para que pudiera hacerse cango de la novia. Lope regresó a Sevilla en el séquito del joven conde.
Ibn Ammar recibió a Lope en una audiencia privada y lo interrogó sobre las condiciones del encierro de don García en la fortaleza de Luna. El informe de Lope hizo desvanecerse todas las esperanzas de liberar al prisionero. El depuesto rey de Galicia estaba encerrado en una torre, a la que sólo podía llegarse por una escalera que terminaba en una trampilla abierta en el suelo de la celda. Don García estaba sujeto a la pared con grilletes y no le habían permitido salir de su celda ni una sola vez en los nueve años de cautiverio que Lope había compartido con él, como tampoco habían permitido salir a ninguno de los otros prisioneros. Sólo dos centinelas podían entrar en la torre, para llevar la comida al prisionero. Ambos eran sordomudos. El jefe de la guarnición del castillo era el antiguo maestro de armas de don Alfonso, un hombre insobornable. (De hecho, don García jamás salió en libertad. Murió encadenado, diez años después).
En esa misma audiencia en el palacio del hadjib, Lope preguntó por Nujum. Hasta entonces no había podido averiguar nada de ella. Ibn Ammar tampoco pudo darle información alguna, pero le prometió que la buscaría, encargando esta tarea a su propio secretario. Nadie tenía noticia del paradero de Nujum. Sólo tras prolongadas indagaciones, un escribano de la administración financiera averiguó que, por propuesta de una comisión de ahorro establecida por Ibn Ammar, la muchacha había sido vendida seis años atrás. En las actas figuraba también el nombre del comprador: un noble adinerado y recaudador de impuestos de Carmona. Nujum había sido vendida por seiscientos dinares. Ibn Ammar mandó que la volvieran a comprar, pagando por ella sólo ochenta dinares, pero Nujum se encontraba en tal estado que no valía ni siquiera cuarenta. Se había resistido por todos los medios a entregarse a su nuevo amo, por lo cual tuvo que trabajar de criada de cocina y lavandera.
Ibn Ammar hizo esperar cuatro semanas más a Lope. Durante ese tiempo, Nujum fue atendida por manos expertas en su propia casa. Las criadas no pudieron borrar completamente las huellas de los malos años, pero cuando Lope volvió a verla, con la felicidad del momento, la encontró aún más hermosa que antes. Todo estaba ahora tal como Lope lo había soñado durante nueve largos años; lo había recuperado todo.
Durante las largas semanas que estuvo esperando a Nujum, un día, junto a una de las puertas del gran bazar, cerca de la mezquita principal, Lope se topó cara a cara con Karima. La muchacha llevaba velo, y Lope habría pasado de largo sin reconocerla de no ser porque Yunus la acompañaba. El hakim estaba más pálido y andaba encorvado y arrastrando los pies, como si hacerlo le causara intensos dolores. Lope se escabulló rápidamente en el interior de una tienda, y el hakim y su hija pasaron de largo sin verlo.