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MURCIA
JUEVES 29 DE RAMADÁN, 455
29 DE TISHRI, 4824 / 25 DE SEPTIEMBRE, 1063
Un pájaro cantaba ante la ventana, fuerte y sin descanso, con trinos sostenidos que siempre terminaban en un tono alto e interrogante. Aún estaba oscuro. Fuera empezaba a despuntar el alba. Había que cerrar las mosquiteras. Ibn Ammar yacía de espaldas, estirado, desnudo bajo la fresca sábana de lino, que olía a clavel. Estaba relajado, los brazos y piernas completamente laxos, los ojos entornados, escuchando los melodiosos trinos acompañados del agudo silbido final, que sonaba como una incitante señal. Hasta que, de pronto, el pájaro interrumpió su canto y echó a volar. Poco después se oyeron a lo lejos unos gritos espantosos que rompieron bruscamente la paz de la mañana.
Ibn Ammar estiró el brazo bajo la sábana y buscó a tientas con la mano, pero el otro lado de la cama estaba vacío; sólo un hálito de calor indicaba el lugar en el que había estado la muchacha. Ella había ido a la cocina, para tener listo el desayuno antes del amanecer. Seis días había pasado Ibn Ammar sin tocarla. Era sólo una criada encargada de llevar la casa. Ibn Ammar no había pensado hacerla servir también en su cama. Pero esa noche, al volver a la casa en busca de un lugar fresco tras un largo y caluroso día de ayuno en la terraza, esa noche tibia y preñada del perfume de las rosas, bajo un brillante cielo estrellado y sin luna, después de haber bebido demasiado vino muy deprisa y con el estómago vacío, el deseo de poseer a una mujer se había impuesto. Ibn Ammar había llamado a la muchacha y había encontrado bajo su buba un cuerpo delgado, firme pero flexible, y, bajo el pañuelo que le cubría la cabeza, un rostro joven y hermoso. Ella se había resistido, quedándose rígida entre sus manos, y él la había tomado bruscamente en la avidez de la borrachera. Pero más tarde, cuando la borrachera ya se había disipado, Ibn Ammar intentó borrar ese mal comienzo, y, bajo su cuidadoso abrazo, el rostro de la muchacha recuperó su dulzura. Entonces ella se había despojado del manto de temor que la envolvía y su melosa ternura había despertado los sentimientos de Ibn Ammar hasta más allá de lo conveniente, tratándose de una criada.
Ibn Ammar se sentó en la cama al verla entrar en la habitación con la bandeja del desayuno en equilibrio sobre una mano, envuelta descuidadamente en su ghilala, el cabello aún alborotado por la noche. La vio quitarse las sandalias y arrodillarse junto a su cama, una sonrisa entre avergonzada y cómplice en el rostro, el comienzo suavemente redondeado de sus pechos en la abertura de la ghilala. La muchacha intentó cubrirse al notar la mirada de Ibn Ammar, pero él no la dejó hacerlo. Con una suave presión, separó sus dedos del ribete de la ghilala, cogió firmemente a la joven, le quitó el traje deslizándolo por encima de sus hombros y la atrajo hacia sí. Sus cabellos estaban impregnados del perfume fresco y cálido del pan recién horneado.
Ibn Ammar se levantó poco antes de amanecer. Subió a la terraza y contempló sobre el amplio valle del Segura, allí donde éste se abría al mar, el disco rojo del sol, que surgía lentamente entre los vapores del alba. La muchacha estaba abajo, lavándose en el pozo del patio interior. Él la veía vagamente entre el tupido follaje de las parras que cubrían enteramente la baranda. Ella estaba desnuda y despreocupada de su desnudez. Ibn Ammar la oía tararear una melodía.
Recordó una mañana, una mañana al término de una larga fiesta en la terraza del palacio de Dimaq, en las afueras de la ciudad, cuando todos, el príncipe y los pocos hombres de confianza que aún lo rodeaban, se encontraban en ese vacilante estado en el que la cabeza, llena de bruma, vuelve a despejarse, mientras que el cuerpo empieza a adormecerse, en ese estado de clarividencia en el que los ojos y las orejas perciben colores y sonidos nunca antes percibidos, todos los sentidos se agudizan hasta lo inaudito, los pensamientos poseen una dolorosa agudeza y, al mismo tiempo, cabeza y cuerpo se colman de paz, de una paz celestial, que todo lo nubla y todo lo esclarece. Recordó una mañana así. El príncipe había mandado traer a sus djawari. Las muchachas habían salido rápidamente a la terraza, todavía sumidas en sus sueños, todavía adormiladas. Se habían agolpado alrededor de la fuente y se habían lavado los ojos. Las gotas de agua quedaron colgando de sus rostros como gotas de rocío, y la brisa matutina abolsó sus ligeros vestidos de seda, que, a la luz del sol naciente, dibujaban las siluetas de sus cuerpos esbeltos, tentadoramente hermosos. Pero la atmósfera ingrávida de esa mañana no hacía brotar ningún deseo físico. Las muchachas eran como flores, como dulces potrancas de largas piernas en un prado bañado por el sol de la mañana, tan asustadizas e inocentes que todos contenían la respiración para no destruir esa bella imagen.
Aún estábamos despiertos, cuando la noche lavé
con rocío el negro maquillaje de sus ojos
y la suave brisa de la mañana
trajo hasta nosotros el perfume del vino.
El perfume tenía cuerpo, nosotros no;
el vino era como un fuego fresco en la aurora.
Aquella mañana al–Mutadid había regalado a Ibn Ammar una muchacha, en agradecimiento por la inspiración de este poema. El príncipe nunca había sido más generoso que en esos momentos de serena ingravidez, tras una noche bebiendo en espera de la mañana.
Ibn Ammar pasó la mañana escribiendo. El comerciante en paños le había hecho tantos encargos que apenas daba abasto. A él tenía que agradecer su nuevo domicilio, donde vivía desde hacía una semana. Era una pequeña casa de campo a algo más de una hora de camino de la ciudad, al pie de las montañas, justo al lado del canal de riego que delimitaba las huertas del sur. Era un edificio de una planta con un pequeño patio interior. La esquina norte de la casa tenía la forma de una torre fortificada y era dos veces más alta que el resto de la casa. La parte inferior de esta torre estaba rodeada de un sólido muro; la superior, provista de almenas: un pequeño bastión que antiguamente debía de haber ofrecido protección contra cualquier ataque a los anteriores ocupantes de la casa. Ahora los muros estaban cubiertos de arriba abajo por parras, lo cual quitaba a la torre su aspecto marcial y hacía que pareciese la copa de un árbol que salía de la casa. También crecían parras sobre la pérgola que rodeaba la casa. Todo el edificio desaparecía casi en medio del verde. Era como una parte viva del jardín que lo enmarcaba, un jardín umbroso hecho para contemplarlo, de entre cuarenta y sesenta pasos, rodeado por un muro de la altura de un hombre, que quedaba oculto tras los rosales trepadores y los geranios. En el centro se levantaba un quiosco de construcción ligera rodeado por palmeras. Y, oculto entre arbustos y colchones de flores, un susurrante arroyo que se alimentaba, mediante una noria, del agua del canal de riego que corría tras el muro.
Según Ibn Mundhir, la casa pertenecía a un antiguo médico de la corte, quien la había hecho construir para su mujer. La mujer había muerto, y era de suponer que la casa estaba vacía desde hacía años. Ibn Ammar había podido ocuparla por un alquiler mensual de dos dinares. La casa era demasiado lujosa para ese precio; el equipamiento, que incluía mula y jardinero, demasiado completo; la muchacha, demasiado bonita para criada. Aquello era un regalo. Algún día tendría que pagar por él.
Por la tarde fue a buscarlo un mensajero del comerciante en paños. Ibn Mundhir estaba en su casa de campo, que quedaba dos millas al suroeste de allí, en medio de las montañas, en un valle transversal oculto entre boscosas laderas. El comerciante estaba allí desde el inicio del ramadán; iba a la ciudad sólo muy de vez en cuando, y se mantenía en contacto con sus negocios en Murcia y Cartagena a través de mensajeros. La casa estaba en un lugar muy bien elegido para este fin. La carretera era fácilmente accesible desde allí gracias a un camino de herradura, y Murcia estaba al alcance de la vista. Y si hacía falta tomar una decisión urgente, podía establecerse una rápida comunicación con ambos lugares mediante palomas mensajeras.
Un criado esperaba a Ibn Ammar en la puerta. Era la segunda vez que Ibn Mundhir lo recibía en esa finca. Ibn Ammar siguió al criado hacia el patio interior de la casa señorial, donde un surtidor esparcía agua pulverizada que se quedaba flotando en el aire como una fina niebla y hacía aparecer un arco iris. Cuando entraban en el emparrado que rodeaba el patio interior, en el otro extremo se abrió una puerta por la que salió una mujer vestida con una jubba azul. No llevaba velo. Sólo cuando advirtió que el hombre que se acercaba a ella era un forastero, se llevó el velo a la cara, se detuvo de golpe, dio media vuelta rápidamente y volvió a desaparecer tras la puerta. Pero Ibn Ammar ya la había reconocido, quizá precisamente porque ella se había subido el velo, pues la imagen de sus ojos en la estrecha abertura que dejaba al descubierto el litham permanecía grabada con fuego en la memoria de Ibn Ammar. Eran los ojos que una vez le habían recordado a su madre. Era la doncella que le había pedido que escribiera un verso de respuesta a una declaración de amor, frente a la mezquita principal.
El criado acompañó a Ibn Ammar hasta la sala de baños y lo dejó en manos de un mozo, quien le quitó la ropa y le entregó una futa blanca como la nieve. Ibn Ammar apenas podía ocultar su excitación. «Te vi tras las rejas de la ventana…». Así pues, su intuición no lo había engañado. La doncella era la enviada de aquella mujer que le había hablado a través de la ventana de rejas el día de la fiesta.
Ibn Ammar tomó un corto baño para quitarse el polvo del viaje, y dejó que el mozo le diera fricciones y masajes. Cuando volvió a la maslah, se encontró con que allí lo esperaba el dueño de la casa, envuelto en un brillante capote azul y con una toalla del mismo color enrollada en la cabeza de manera tal que semejaba el turbante de un erudito. Ibn Mundhir se veía descansado, fuerte, nervudo. Bajo el turbante azul destacaba su rostro moreno por el sol.
Ibn Ammar lo observó con expectante atención. Una recepción en los baños era algo nuevo. Algo había cambiado. A un insignificante katib no se lo recibe en la sala de baños.
El comerciante se echó aceite en las manos y se frotó los dedos con sumo cuidado. Esperó hasta que el hammani los hubo dejado solos, y entonces dijo con voz malhumorada y ronca:
—Te he hecho venir para transmitirte una invitación, una invitación a la fiesta del final del ayuno en la corte de Hassún ibn Tahir, el príncipe heredero. —Estaba sentado junto a la piscina, en la que metía la punta de los dedos para luego humedecerse los labios con ellos. Parecía que el ayuno le causaba un gran fastidio—. Puedes pasar la noche en mi casa y partir mañana al mediodía. Pondré a tu disposición a dos de mis hombres para que te acompañen.
Ibn Ammar se recostó cómodamente. Así que era eso. Así que eso era lo tenían pensado para él.
El príncipe heredero vivía en un palacio de verano a tres horas de viaje de Murcia, hacia el norte, en un valle transversal del Segura. Era un hombre sin ambiciones, según se decía; no sentía el menor interés por los asuntos de gobierno, y, si se hacía caso de las habladurías que corrían por la ciudad, tampoco daba la talla que era de esperar en un sucesor al trono. Pero era el primogénito del qa’id y, como tal, el designado para sucederlo. Ibn Ammar nunca lo había visto en persona.
—¿A quién tengo que agradecer la invitación? —preguntó cortésmente.
Ibn Mundhir continuaba humedeciéndose los dedos.
—Alguien se ocupó de que el príncipe heredero leyera el poema que escribiste para el príncipe Muhammad. Al parecer, quedó impresionado. Hassún ibn Tahir muestra más interés por la literatura y la poesía que su hermanastro. Si es posible, mañana deberías intentar superarte a ti mismo cuando te presentes ante él. —El comerciante echó a Ibn Ammar una breve mirada escrutadora, con el rostro liso e inexpresivo, sin dar la menor oportunidad de que se leyera en él qué era lo que realmente pensaba de Hassún ibn Tahir—. Quiero ser franco —continuó, con voz apagada—. Nos han informado de que el qa’id está muy enfermo. Los médicos no dicen nada, como de costumbre, pero parece que ya casi ninguno espera que se cure. Nadie contaba con esto. El qa’id siempre ha disfrutado de muy buena salud. Que Dios lo ampare. —Se levantó y, volviendo la espalda a Ibn Ammar, se colocó frente a la elevada ventana que daba al parque—. No tenemos mucha información sobre las intenciones del príncipe heredero. Casi no tenemos contacto con las personas que lo rodean. Al parecer son más bien hombres de dudosa reputación: astrólogos, curanderos bizantinos, literatos de segunda… A un hombre de tu talento no puede resultarle difícil ganarse su confianza.
—¿Qué esperáis que haga? —preguntó serenamente Ibn Ammar.
El comerciante dio media vuelta girando sobre sus talones y miró a Ibn Ammar directamente a los ojos.
—Nada —dijo sin titubear—. Nada en especial. —Parecía sincero. Empezó a andar en círculos por la maslah, con las manos a la espalda—. Pero el negocio del comercio exterior se ha puesto muy difícil. Ahora es más inseguro que nunca antes. Barcos de Pisa y Génova mantienen una auténtica guerra de corso en la ruta de Sicilia. ¡Dios los maldiga! También las rutas comerciales del Magreb están expuestas a constantes ataques. Fez ha sido conquistada por una banda de beduinos, y no sabemos nada de nuestros agentes comerciales destacados allí. Palermo, devastada por una nueva y dura derrota ante los normandos, y el comercio con Sicilia interrumpido por completo. Llegan malas noticias de todas partes, que Dios nos ampare. Estaríamos tranquilos si supiéramos que cerca del príncipe heredero hay un hombre que conoce estos problemas; eso es todo. —Su voz era tan ronca que ya casi no se le entendía. Se detuvo junto a la piscina y volvió a humedecerse los labios.
—No sé si conozco lo bastante bien vuestros problemas —dijo Ibn Ammar titubeando—. Casi todas las cosas que me acabáis de decir son nuevas para mí. Yo escribo poemas, entiendo algo de literatura y quizá también de ciencia, pero no sé nada de comercio.
Ibn Mundhir se volvió hacia él y, por primera vez desde que Ibn Ammar lo conocía, su rostro mostró algo parecido a una sonrisa amigable.
—Ya tendremos ocasión de hablar de ello —dijo el comerciante—. Eres un hombre muy rápido de entendimiento; nos entenderemos.
Llamó al hammami dando unas palmadas, se sacó el turbante de la cabeza, se inclinó sobre la piscina, sumergió ambas manos y se tumbó sobre su espalda.
—He mandado preparar una pequeña comida. Espero que seas mi invitado.
Ibn Ammar observó al comerciante, que lamía con avidez los dedos humedecidos mientras el hammami lo ayudaba a vestirse, y lo que vio fue a un hombre pequeño y delgado, calvo, con la piel de la cabeza muy pálida, en marcado contraste con su cara morena, ya no tan imponente como antes, como si al quitarse el turbante hubiera perdido también parte de su dignidad.
Un príncipe enferma, su hijo tiene un par de manías que lo hacen inaccesible para los poderosos comerciantes del bazar, y eso basta para que se empiecen a enhebrar simples palabras sobre un insignificante katib, haciendo de éste un huésped honorable y un aliado, pensaba Ibn Ammar.
Cuando salieron de los baños los recibió un enorme parque. El camino, de suave pendiente, ascendía a la sombra de los pinos. A una cierta distancia, a la izquierda del camino, se levantaba un seto tras el cual se extendía la parte privada del parque. El dueño de la casa caminaba en silencio, con paso rápido y enérgico. Sostuvo el ritmo, sin esfuerzo visible, hasta que llegaron al punto más alto del parque, a unos trescientos pasos de los baños. En esa pequeña elevación del terreno, coronada por una torre de tres plantas, hacían esquina los muros que rodeaban la finca. Cuando subieron a la primera plataforma se abrió ante ellos una amplia vista del norte, Murcia, y del este, el valle del Guadalentín y las montañas que se alzaban detrás; el sol flotaba sobre ellas como una gran bola de fuego.
Ibn Mundhir se acercó al pretil, apoyó ambos brazos y se quedó en esa posición hasta que el sol se escondió tras las montañas. Un criado apareció sin hacer ningún ruido, vertió sobre las manos del comerciante y su invitado el agua para las abluciones y volvió a retirarse con el mismo sigilo, mientras los dos hombres cumplían con la oración. Un instante después regresó el mismo criado con dos grandes bandejas plateadas llenas de comida, colocó los ahumadores para espantar a las moscas y escancio vino.
Ibn Mundhir se dio la vuelta.
—Cuanto más viejo me hago, más me atormenta la sed —dijo el comerciante, agobiado—. Cada tarde tomo un baño, sólo para tragarme un poquito del agua. Que Dios me perdone. Cuando el ramadán cae en la época calurosa, los días se hacen terriblemente largos.
Caminó junto al pretil, mirando hacia el parque. Sólo se veía la parte occidental, donde se encontraban la casa de huéspedes y los edificios de explotación de la finca. La mayor parte de la zona privada quedaba oculta tras la enorme copa de un pino.
—Estos instantes —siguió diciendo en voz muy baja—, cuando el sol ya se ha puesto y ya he hecho la oración; estos instantes de duda, en los que ya se me permite comer y beber, y, sin embargo, todavía espero un momento antes de sentarme a tomar el primer trago y el primer bocado; estos instantes son los que más me agradan. A mi edad, me dan más placer que ninguna otra cosa. Son los únicos instantes en los que me siento realmente libre, dueño de mis decisiones. —Dirigió la mirada hacia los platos tentadoramente dispuestos, las garrafas de cristal metidas en cubas llenas de hielo para mantenerlas frescas. Y, en un repentino arranque, se apartó del pretil y se sentó en uno de los cojines—. Tampoco hay que prolongarlos demasiado —añadió, refunfuñando.
Ibn Mundhir comió y bebió con sano apetito, masticando cuidadosa y largamente con exagerados movimientos de mandíbula, como si siguiera el consejo de un médico que le hubiera recomendado triturar cada bocado con un número determinado de mascadas. Luego, entre bocado y bocado, empezó a hacer breves preguntas a Ibn Ammar. Preguntas sobre el tiempo que había vivido en Sevilla, sobre al–Mutadid, el príncipe, sobre la posición de Ibn Ammar en la corte del príncipe, sobre su relación con el príncipe Muhammad ibn Abbad. Preguntas que ponían de manifiesto que el ajedrecista ya lo había informado exhaustivamente de todos los detalles.
—¿Y tus relaciones con el príncipe eran de tipo amistoso?
—Muy amistosas —confirmó Ibn Ammar.
—¿Más que amistosas, quieres decir?
—Mucho más —dijo Ibn Ammar sin malicia. Dios sabía la gran amistad que lo había unido al príncipe. La primera vez que se vieron él tenía veintitrés años; el príncipe, catorce. Poco antes se había hecho un lugar entre los poetas de la corte, y era, con mucho, el más joven de todos cuantos gozaban del favor del monarca. El príncipe acababa de salir de la pubertad; era un joven muy poco educado, con granos en la cara, un gran corazón y una fatal inclinación hacia la poesía. Ibn Ammar era su gran modelo. El príncipe lo seguía con incansable devoción, unas veces respetuoso, otras molesto, otras simplemente fascinado. Leía en los ojos de Ibn Ammar todos sus deseos y lo colmaba de regalos; hasta mandó construir para él un palacio en Silves, junto al suyo, para tenerlo siempre cerca. No tomaba ninguna decisión sin antes pedir consejo a Ibn Ammar. Sí, había sido más que una estrecha amistad.
—¿Quieres decir que vuestras relaciones eran más intimas de lo que es normal entre dos hombres? —preguntó Ibn Mundhir con moderada insistencia.
Por un momento, un sentimiento de furia invadió a Ibn Ammar. La vieja y estúpida sospecha de siempre. Igual que en Sevilla. Estaba a punto de responder violentamente, pero de pronto recordó el encuentro con la doncella esa tarde, en el patio interior de la casa, y pensó que posiblemente en ese mismo instante una mujer de la casa de Ibn Mundhir estaba buscando la forma de hacerle llegar un mensaje, y esta idea lo divirtió tanto que le hizo olvidar su enfado.
—No —dijo.
—Pero ¿había rumores? —insistió el dueño de la casa.
—Suposiciones, chismes malintencionados —dijo escuetamente Ibn Ammar.
—Rumores a los que el monarca dio crédito —continuó impasible el comerciante.
—Por desgracia —contestó Ibn Ammar. Tras una pausa, añadió a modo de explicación—: Su hijo mayor, Ismail ibn Abbad, el príncipe heredero, mantenía ese tipo de relaciones de las que habláis. Por eso, el monarca tenía un oído abierto a las murmuraciones.
—¿Y no pudiste disipar sus sospechas?
—No; me fue imposible. Ya no me concedió audiencia. Una vez decretado mi destierro, me dieron sólo tres horas de plazo para abandonar la ciudad.
—¿Cuándo fue eso?
—Hace cinco años; hace exactamente cinco años.
—¿Y el príncipe? ¿No pudo interceder por ti ante su padre?
—No —dijo Ibn Ammar—. Vos no conocéis al monarca de Sevilla. Al–Mutadid nunca reconsidera una decisión.
—¿Y el príncipe no te ayudó en el destierro?
—Lo hizo. Me ayudó contra la voluntad de su padre. Primero estuve en Málaga. Cada semana, el príncipe me enviaba un mensajero con dinero, cartas, poemas, regalos. Estábamos en constante contacto, hasta que su padre lo averiguó. Me fui a Almería. Allí reiniciamos nuestros contactos, con cuidado, en secreto, cambiando de mensajeros y de puntos de encuentro. Pero su padre volvió a descubrirnos y envió a dos de sus hombres a matarme. Por eso huí a Murcia y empecé a jugar al escondite. Temía por mi vida.
Ibn Mundhir lo miró con expresión de duda.
—Ese temor, ¿es realmente fundado?
—Yo he visto con mis propios ojos a los dos hombres que me perseguían —dijo Ibn Ammar. Al ver que aún quedaban rastros de duda en los ojos de Ibn Mundhir, añadió tranquilamente—: Vos no conocéis a al–Mutadid, os contaré algo de él.
No necesitó buscar mucho en su memoria, había tantos ejemplos… Habló de Abú Amir ibn Maslama, poeta de una distinguida familia cordobesa, que había desempeñado el cargo de visir en el califato y a quien el padre de al–Mutadid, el gran qadi, había llevado a Sevilla en calidad de amigo. Un día, al–Mutadid advirtió que Ibn Maslama siempre se mantenía reservado, mientras que los otros poetas de la corte prodigaban sus poemas de alabanza al monarca. Éste pidió a Ibn Maslama que también él le hiciera un poema de homenaje. Ibn Maslama solicitó la dimisión. Recibió serias advertencias. Una semana más tarde lo encontraron ahogado en el estanque de su casa de veraneo.
Contó el caso del arquitecto bizantino que había decorado la sala de recepción del palacio de Dimaq, con tanto arte que desde entonces el edificio pasaba por ser uno de los más hermosos de toda Andalucía. El soberano estaba muy orgulloso. Cuando el arquitecto recibió una oferta de al–Ma’mún, el monarca de Toledo, al–Mutatid le duplicó la paga, pero prohibiéndole que aceptara la oferta de Toledo. El arquitecto se marchó en secreto. Tres meses más tarde apareció apuñalado en su cama, en la corte de al–Ma’mún.
Contó la historia del comerciante en piedras preciosas Ibn Said, conocida en toda Sevilla. El comerciante había regresado de un viaje de dos años a la India, trayendo consigo una colección de hermosísimas joyas y perlas. Como de costumbre, el comprador del monarca subió a bordo del barco antes de que se concediera el permiso para desembarcar el cargamento y, despreciando todo el derecho consuetudinario, compró la colección completa a un precio que no dejaba margen de ganancia alguno al comerciante. Ibn Said acudió al qadi, pero no obtuvo justicia. Así las cosas, el viernes se presentó en la puerta de la mezquita del al–Qasr, donde se reunían quienes querían pedir justicia al monarca. Tres veces entregó su petición al secretario del monarca, y tres viernes contó a toda la gente que se reunía ante la puerta de la mezquita la injusticia que se había cometido con él. Al–Mutadid ordenó que lo detuvieran y le quemaran los ojos, confiscó todas sus propiedades y lo expulsó de la ciudad.
El comerciante en piedras preciosas, ciego y convertido en mendigo, continuó su vida, y en los años siguientes viajó a La Meca con un grupo de peregrinos. Ya en La Meca, se instaló junto a la Puerta de la Salud, por la que pasaban todos los peregrinos, y cada vez que reconocía una voz con acento andaluz, detenía a la persona y le contaba la injusticia que había cometido con él al–Mutadid.
Naturalmente, esto llegó a oídos del monarca. Este mandó escribir una carta en la que pedía perdón al comerciante y le prometía que repararía su error si volvía a Sevilla, y envió a La Meca un mensajero con la carta y una cajita llena de dinares de oro.
El mensajero encontró a Ibn Said junto a la Puerta de la Salud y le leyó la carta. El ciego se mostró desconfiado. Pidió al mensajero que le entregara la cajita, palpó las monedas y comprobó su autenticidad con los dientes. Un instante después, se desplomó, sacudido por convulsiones y echando espuma por la boca. Al–Mutadid había calculado muy bien la desconfianza del comerciante, y había mandado dar unas pinceladas de veneno a las monedas.
—Una de las características más detestables de al–Mutadid es su sed de venganza —dijo Ibn Ammar.
Ibn Mundhir dejó que su mirada errara pensativa sobre las fuentes vacías. Luego levantó la cabeza y dijo con una suave sonrisa en los labios:
—Será mejor que no cuentes esas historias en la corte de Hassún ibn Tahir. El príncipe heredero es un admirador del monarca de Sevilla, por los motivos que sean. —Ibn Mundhir sabía más de lo que decía y estaba mejor informado de lo que quería admitir. No se lo debía subvalorar.
—Tal vez yo no sea el hombre adecuado para la tarea que habéis pensado —dijo Ibn Ammar—. Mi admiración por al–Mutadid tiene sus limites, y tampoco poseo las inclinaciones que, según parece, esperabais que poseyera.
—No esperaba nada semejante —dijo rápidamente Ibn Mundhir.
—¿No?
—¡No!
—Pero era fácil suponerlo. Circulan rumores sobre el príncipe heredero.
—Absurdo —dijo Ibn Mundhir—. La gente habla demasiado. El príncipe ha cumplido cuarenta años y no tiene hijos, a pesar de que no le faltan mujeres. Eso siempre da pie a rumores —comentó con amargura, como si hablara por experiencia propia. Se levantó trabajosamente y añadió en tono sorprendentemente claro—: No, tú eres el hombre adecuado. Estoy convencido de que tú eres el hombre adecuado para esta tarea. Ya veremos.
A la mañana siguiente, Ibn Ammar oyó al despertar un suave canto. Esta vez reconoció la voz de inmediato. Era la qayna quien cantaba a horas tan tempranas. De modo que también ella se encontraba en la finca.
Ibn Ammar se puso a trabajar muy temprano. Se sentó en un quiosco del parque y empezó a concebir el poema que tendría que recitar esa noche ante el príncipe Hassún ibn Tahir. En algún momento apareció una persona vestida de azul, que andaba entre los árboles como buscando algo. Ibn Ammar estaba tan sumido en su trabajo que tardó en darse cuenta de su presencia. Debía de ser la doncella, pero estaba tan lejos de él que no podía gritarle que se acercara sin llamar la atención. Salió del quiosco y dio unos pasos hacia ella. Ella se alejó pendiente arriba. Estaba a unos cincuenta pasos de él, y mantenía siempre esa distancia. Era efectivamente la doncella. Al llegar a la parte más elevada del parque, la muchacha se desvió del sendero flanqueado por pinos y desapareció tras un rosal. Cuando Ibn Ammar llegó allí, ella lo esperaba tras un granado. Ahora Ibn Ammar estaba seguro de que la doncella lo estaba guiando, y de que no necesitaba correr para seguirla. Lo guió hasta los altos pinos que crecían al pie de la torre y, de repente, desapareció detrás de un árbol cuyas ramas tocaban el suelo. Al llegar al árbol, Ibn Ammar vio a la muchacha a menos de veinte pasos de distancia. Estaba a este lado del seto que dividía el parque, muy cerca del lugar donde el seto se unía con el muro exterior. La muchacha apartó una rama y atravesó el seto, perdiéndose de vista cuando la rama volvió a su lugar.
Parecía como si aquél fuese el lugar adonde la doncella había guiado a Ibn Ammar: un acceso secreto a la parte cerrada del parque. Ibn Ammar sintió que se le aceleraba la respiración. Por su vida ya habían pasado algunas esposas de comerciantes, mujeres de comerciantes enriquecidos que mostraban ciertas aspiraciones poéticas, damas aburridas en busca de pequeñas aventuras como las que describían las historias que leían en secreto. No era la primera vez que entraba al harén de una casa de campo a través de una entrada oculta en el jardín, pero sí era la primera vez que lo hacía en pleno día, y también era nuevo el hecho de que aún no hubiera visto a la mujer que lo esperaba.
Atravesó el seto. No habían abierto una puerta en él, pero las ramas cedían y en ese punto del seto no había zarzales espinosos; además, uno de los maderos de la valía, que corría paralela al seto, estaba suelto. Ibn Ammar miró hacia el otro lado a través de la verde cortina de hojas. La doncella seguía allí. Estaba en un bosquecillo de adelfas, junto a un quiosco cubierto hasta arriba de rosas. Ibn Ammar la veía de espaldas. Sólo al acercarse advirtió que se trataba de otra mujer, más alta que la doncella y de movimientos más elásticos, pero vestida con una jubba del mismo color que la túnica de la doncella, aunque del más fino brocado de seda, al que el sol daba un brillo dorado.
Ibn Ammar se acercó lentamente, sin dejar de contemplar a la mujer. No tenía que preocuparse por lo que pudiera haber alrededor; ella ya se habría cuidado de que no hubiera nadie cerca. Estaba a sólo unos cinco pasos de la mujer, cuando ésta se volvió. No llevaba velo, y por un instante Ibn Ammar vio su rostro, el rostro de una hermosa andaluza: ojos oscuros, nariz enérgica y ligeramente curva, boca grande y torcida en una delicada sonrisa, que no armonizaba con el brusco movimiento con el que se subió el velo y retrocedió hacia la entrada del quiosco.
—¿Quién sois? —preguntó la mujer, y el miedo en su voz semejó sorprendentemente auténtico. Ibn Ammar estaba confuso. Aquella voz le recordaba a otra.
—¿Qué buscáis aquí? —preguntó la mujer con aspereza.
—Perdonadme, sayyida —dijo Ibn Ammar haciendo una reverencia, sin quitar la vista de la mujer—. Y perdonad a mis ojos, que no quieren apartarse de vos.
Ella respondió a su mirada, y él creyó ver que bajo su velo continuaba la misma sonrisa. Ibn Ammar dijo rápidamente:
—He venido siguiendo a una criada a la que creía conocer. La seguí como se sigue a una esperanza. Y, sayyida, nunca una esperanza se ha colmado con tanta hermosura. —Dio un paso hacia la mujer, pero ella levantó una mano en gesto de rechazo.
—Habéis entrado en el harén de esta casa, en la que estáis invitado, ¡y vos lo sabéis! —dijo ella con ademán negativo.
Ahora reconocía Ibn Ammar su voz. Era la misma voz. Ella era la mujer que, tiempo atrás, lo había llamado por su nombre. Era ella, aunque ahora simulaba ser una dama sorprendida y asustada por un intruso inesperado. Simplemente jugaba al viejo juego. Ibn Ammar había despertado su interés, y ese interés había sido tan grande que ella le había enviado una mensajera y hasta se había atrevido a encontrarse con él. Había dado muchas facilidades a Ibn Ammar, e incluso le había dejado ver un breve instante lo que le esperaba detrás del velo. Ahora volvía a retroceder, guardaba una cierta distancia, mantenía libre una vía de escape. Ahora le tocaba a él. ¿Era un hombre por el que valía la pena interesarse? ¿Valía la pena arriesgarse por él o era sólo un aburrido cabeza de chorlito?
Ibn Ammar aceptó el juego, se atuvo a las reglas. Lo había jugado muchas veces, y siempre lo había excitado muchísimo más que la ligera disponibilidad y la obsequiosa complacencia de las muchachas del palacio de Silves o de la corte de Sevilla. Amaba el riesgo, lo necesitaba. Siempre había pasado por ser un hombre de extraordinario valor. Sólo él sabía que tras su arrojo se ocultaba un profundo miedo. Él lo sabía, como lo habían sabido también su madre y algunas de las mujeres a las que había conocido. Ya de niño había sido miedoso, había estado siempre asediado por malos presentimientos y espantosas pesadillas. Pero había aprendido a vivir con sus temores, y se había dado cuenta de que éstos desaparecían apenas encontraba el valor de enfrentarse con un peligro.
De niño había mostrado un pánico cerval por las serpientes, pero a los ocho años había conseguido, ante los ojos de su padre, coger una escalera, trepar con ella a lo alto de la casa y coger con la mano desnuda una víbora que tomaba el sol sobre el tejado. Lo había hecho sólo para demostrar que era el joven valiente que su padre quería que fuese, y, para su sorpresa, gracias a aquella emocionante experiencia, descubrió que apenas echar a correr en busca de la escalera había perdido el miedo.
—¿Qué estáis esperando? ¿Por qué seguís aquí? —dijo la mujer echando un rápido vistazo alrededor—. ¿No sabéis lo que os espera si los centinelas os ven aquí?
—Sólo temo una cosa, sayyida —respondió Ibn Ammar conteniendo su fuego—, despertar vuestro malestar.
Respiró hondo el perfume de las rosas, manteniendo tranquilamente la mirada sobre la mujer. Estaba frente a la esposa de su anfitrión; aquélla debía de ser la esposa de Ibn Mundhir. A juzgar por el valor de las joyas que llevaba y por la elegancia de su ropa, sólo podía ser la señora de la casa. Era una mujer orgullosa y valiente, sólo un poco más joven que Ibn Ammar; sería un placer jugar con ella.
Hoy sólo harían las primeras jugadas, un tanteo, un cuidadoso acercamiento, una breve charla con palabras bonitas y alusiones solapadas. Ella lo rechazaría y lo mantendría a raya; pero, al final, él lograría arrancarle la promesa de que volvería a enviarle a una mensajera para concertar un nuevo encuentro.
—No me despidáis sin darme la esperanza de volver a veros, sayyida —dijo Ibn Ammar en tono suplicante—. Haré lo que me ordenéis: si no queréis yerme, empequeñeceré; si no queréis oírme, estaré callado; si me castigáis con vuestro silencio, tendré paciencia. Pero no me dejéis marchar sin la esperanza de volver a veros.
Ibn Ammar intentó nuevamente acercarse un paso a la mujer, y esta vez ella se lo permitió, levantando la mano sólo porque las reglas así lo exigían.
Y empezaron a jugar al viejo juego.