19

SAN CEBRIÁN

JUEVES 25 DE TEBET, 4824

24 DE DU’L–HIDJDJA, 455 / 18 DE DICIEMBRE, 1063

Terminaba la tercera hora de la noche y Yunus estaba a punto de acostarse, cuando un criado del obispo fue a buscarlo con la mayor urgencia. Don Alvito lo había mandado llamar. El obispo se hallaba al borde de la muerte, ya había recibido la sagrada comunión y ahora estaba expresando sus últimos deseos.

A Yunus esto no lo cogió por sorpresa. Ya en Zamora había temido que el obispo no sobreviviera a la noche. El estado del enfermo había empeorado día a día desde que dejaron Sevilla. En Mérida, la lengua y el paladar se le habían inflamado tanto que ya sólo podía ingerir líquidos, y desde Salamanca padecía también una terrible diarrea. Durante los últimos días, Yunus había insistido una y otra vez en la necesidad de hacer una pausa en el viaje. Había hablado con los capellanes y canónigos. El día anterior, en Zamora, se había dirigido incluso a don Jimeno, el arcediano, y le había hecho ver el fatal empeoramiento del estado de la enfermedad del obispo.

—El eminentísimo señor obispo no llegará con vida a León si no hacemos una pausa. Yo, como médico, no puedo responsabilizarme de que continúe el viaje mañana.

El arcediano lo había mirado con frialdad.

—¿Te atreves a predecir la hora que está determinada a nuestro señor, el obispo, y que sólo Dios conoce?

—No predigo la hora de su muerte. Sólo afirmo que, a juzgar por mi experiencia como médico, el obispo no vivirá más de dos días si no interrumpís el viaje.

—Es deseo del propio obispo llegar a León tan pronto como sea posible. Él mismo insiste en que nos demos prisa.

—Entonces vuestro deber es disuadirlo. Si quiere volver a ver su catedral, tendrá que hacer una pausa mañana mismo.

—El obispo está bajo el amparo de nuestro Señor Jesucristo, lo que le ocurra será la voluntad de Dios —había contestado el arcediano con voz de indiferencia y señalando la puerta a Yunus con un ligero movimiento de la mano.

A la mañana siguiente habían reemprendido la marcha con las primeras luces del alba. El obispo viajaba en la silla de manos, acarreada por los gigantes negros de Ibn Eh.

Yunus recordó la conversación que había sostenido con Isaak al–Balia inmediatamente después de hablar con el arcediano. Había puesto al corriente al joven rabino de su entrevista con el arcediano y le había informado del extraño hecho de que en los últimos días se le había prohibido más de una vez acercarse al lecho del enfermo.

—¿Qué otra cosa esperabas de un hombre que se entera por un médico digno de confianza de que dentro de un par de días tendrá libre el camino hacia la silla episcopal? —le había contestado al–Balia con una sonrisa cargada de sarcasmo—. ¿Quieres que él mismo se cierre el camino que ya tiene abierto?

—¿Cómo lo sabes? —había preguntado Yunus.

—Sólo sumo los hechos. El arcediano es el primer hombre después del obispo, su sucesor natural. Además, don Jimeno pertenece a una de las familias más importantes del reino de León. Y, en caso de que el obispo muera antes de que lleguemos a la capital, también será el primero en enterarse de su muerte. Una ventaja incalculable para un hombre que aspira a sucederlo. Con la noticia de la muerte del obispo, no tendrá problemas en ser recibido en audiencia por el rey, y podrá ser el primero en presentar su propuesta. Podrá prometer montañas de oro a los canónigos, antes de que los otros aspirantes se hayan enterado siquiera de que la temporada de caza está abierta. Ganará una ventaja decisiva.

Por la noche, toda la embajada había hecho alto en un monasterio; también el castellán de Zamora, quien se les había unido con sus hombres porque quería participar en la reunión de la corte del rey de León. Sólo la mesnada de don Alvito había seguido cabalgando una buena hora más, hasta llegar a una aldea que pertenecía al obispado de León. Al entrar en la aldea, al–Balia había señalado una dehesa y a los caballos que pastaban en ella.

—Mira esos caballos. No parece que puedan pertenecer a los campesinos de esta aldea.

En efecto, los caballos no parecían jamelgos campesinos. Eran corceles bien alimentados y de largas piernas, veloces caballos de silla capaces de dejar atrás en dos días el trecho que quedaba hasta León.

Luego habían llevado al obispo a la iglesia del pueblo, previamente calentada con braseros y piedras calientes por recomendación de Yunus. Allí fue llevado a toda prisa por el criado.

El obispo yacía en su lecho, cubierto por un hábito marrón oscuro. Le habían puesto la estola alrededor del cuello y una gran cruz de plata encima del pecho. Tenía las manos sobre la cruz, las palmas untadas con ceniza. Doce cirios ardían en el altar, detrás de él. El relicario de San Isidoro, a sus pies, estaba abierto, y el resplandor de los cirios se reflejaba en el brocado que al–Mutadid había extendido sobre los huesos con un desvergonzado gesto de desesperado dolor por la separación, en el momento de despedir a la embajada cristiana. Todos los hombres de la mesnada se habían reunido en torno al lecho de muerte.

Yunus se quedó a cierta distancia del altar. El arcediano estaba agachado junto al enfermo, con la oreja inclinada hacia don Alvito; los dos capellanes estaban a su lado, escribiendo en tablillas de cera lo que el arcediano leía en los labios del obispo y repetía en voz alta. Se trataba de donaciones y obsequios hechos por el bien de su alma, según podía entender Yunus. El monto de la limosna que cada uno de sus colegas debía repartir en su nombre según cierto tratado, el número de misas de réquiem que debía celebrar por él cada sacerdote y cada diácono de su obispado, el número de misas que debían celebrarse en el altar mayor de la catedral, bajo cuyos peldaños quería ser enterrado, la suma de dinero que debía repartirse entre los pobres en su nombre a las puertas de la catedral, el número de panes, el número de escudillas de sopa y el número de días que debían repartirse después de su entierro. Los capellanes garabateaban con precipitado ajetreo en sus tablillas, el obispo parecía temeroso de que no le quedara tiempo suficiente para mencionar todas las limosnas.

Unos momentos después, la enumeración del obispo se interrumpió de pronto. Se produjo un gran nerviosismo; luego todos callaron y, en el silencio, don Alvito dijo en voz alta, que todos escucharon:

—¿Dónde está el hebreo? —Al no obtener respuesta, repitió con voz acostumbrada a dar órdenes—: ¡Traedme al hebreo!

Yunus sintió que lo empujaban hacia el lecho del enfermo. El arcediano le dejó un sitio de mala gana. Yunus se arrodilló. El obispo, con mano temblorosa, le hizo una señal para que se acercase más.

—Ayúdame, amigo —dijo con voz ronca y susurrante—. Por el santísimo padre Abraham, que también es tu padre, ¡ayúdame!

Entonces empezó a enumerar rápidamente y sin relación alguna cuántas misas había celebrado en determinados días, cuántas en cada día de Pascua, cuántas en las fiestas menores y cuántas en las fiestas mayores. En un primer momento, Yunus no comprendió adónde quería llegar el obispo, hasta que el capellán más joven le susurró al oído una apresurada explicación: el obispo quiere calcular el número de misas que ha celebrado en toda su vida; todas las misas, el número exacto, ni una menos, ni una mas. Insistía en ello con la obstinación de un niño pequeño, como si la paz de su alma dependiera de ese número. Empezó una vez más la cuenta: doscientas misas por exvotos, ochenta por enfermedades superadas, ciento veinte por la boda de la reina, sesenta por el rey durante la campaña contra Zaragoza. Era increíble aquella capacidad para recordar cada misa; era como si cada una de las misas que había celebrado desde que recibió las órdenes sacerdotales hubiera dejado una pequeña marca en su memoria.

Yunus anotó las cantidades en la sábana del lecho de muerte, sumó las columnas de números, escribió los resultados debajo, volvió a sumar, añadió los días intercalados y llegó a un resultado final de veinte mil trescientas misas.

—¿Estás seguro de que el resultado es correcto? —preguntó el obispo lleno de temerosa preocupación.

—Estoy seguro —dijo Yunus con decisión.

—Veinte veces mil y tres veces cien —repitió el obispo con labios mudos; sus facciones se relajaron y cerró los, ojos con una sonrisa de satisfacción. Yacía tan quieto, que Yunus pensó que ya había muerto. Tenía la cabeza ungida con aceite y sobre la frente habían pintado con cenizas una cruz. Parecía muerto, pero, de pronto, volvió a abrir los párpados, miró a Yunus a los ojos y le preguntó con voz débil—: ¿Crees que Dios estará contento de mi?

Yunus sintió que se le saltaban las lágrimas. Las lágrimas se le acumulaban en los ojos, y la confianza infantil que le dispensaba aquel anciano en el umbral de la muerte le llegaba al corazón.

—Si, venerable padre —dijo. Era la primera vez que utilizaba ese tratamiento—. Dios, el Señor, perdonará vuestros pequeños pecados y recompensará vuestras buenas acciones.

El obispo asintió inclinando apenas la cabeza y, sin dejar de mirar a Yunus a los ojos, dijo de pronto con voz sorprendentemente clara, que todos los presentes pudieron escuchar:

—Acércate, hijo mío. Pon tu boca sobre la mía y recibe así el hálito de mi espíritu.

Se hizo tal silencio, y el silencio era tan impresionante, que Yunus apenas se atrevía a respirar. Miró, buscando ayuda, al arcediano, que estaba de pie a la cabecera de la cama, mirando por encima de Yunus con expresión de rechazo. Yunus titubeó. Algo lo detenía, un temor inexplicable, una voz de advertencia.

Luego, con repentina decisión, se inclinó sobre el obispo y apretó su boca sobre los labios marchitos y azulados del enfermo, en los que la muerte ya parecía haberse posado. Y, de pronto, volvió a levantarse, avergonzado y confundido. Se alejó caminando hacia atrás. Sintió las miradas de los demás dirigidas hacia él. Intentó esquivarías. Vio que el arcediano cogía al obispo de la muñeca y caía de rodillas. Caminando siempre hacia atrás, se dirigió hacia la puerta palpando la pared, mientras ahora también los canónigos y capellanes se arrodillaban y continuaban sus oraciones con mayor fervor. Empujó su cuerpo contra la puerta y salió al aire libre.

¿Qué se había propuesto conseguir el obispo con ese gesto? ¿Por qué lo había elegido precisamente a él? ¿Por qué, de todos los hombres que lo rodeaban, lo había elegido a él, el forastero, el no cristiano, el judío? ¿Había sido un intento de convertirlo?

Recordó que al–Balia le había advertido que tuviera cuidado de no ganarse el afecto del obispo, que evitara el trato familiar con él:

—Es un obispo cristiano que vive en olor de santidad. Tú eres un hakim judío a quien se atribuye una gran dosis de cordura. Ningún judío aceptará que tú quieras convertir al obispo a la fe de los patriarcas, pero muchos cristianos creerán que el obispo, gracias a su santidad, posee el don de hacer de ti un cristiano.

Yunus pensó en ello. Durante las últimas semanas había tenido muchas oportunidades de observar al anciano, a solas, sin testigos, sin las barreras de las convenciones. Le había cobrado cariño a pesar de su ingenua fe en los milagros, su temor al infierno, sus votos ascéticos; a pesar de la férrea astucia que había empleado en bien de su iglesia. Al anochecer, junto a su lecho de enfermo, habían discutido muchas veces sobre cuestiones de fe, y por momentos Yunus había llegado a dudar si la piedad carente de crítica del obispo era realmente tan sólo una consecuencia de su escasa formación o si acaso escondía detrás un profundo conocimiento, una forma de conocimiento que él no podía llegar a comprender con su razón apoyada en la lógica. El anciano nunca había intentado hacerlo renegar de sus creencias. No, el beso en el lecho de muerte no había sido un intento de convertirlo. Yunus desechó esa idea.

Por la mañana, Isaak al–Balia trajo la noticia de que todos los sacerdotes de la mesnada del obispo, a excepción del más joven de los dos capellanes, habían partido hacia León esa noche con caballos de reemplazo. Don Jimeno a la cabeza. Hablaba como si quisiera disculparse de que sus predicciones se hubiesen cumplido tan pronto.

Yunus se dirigió a la iglesia. En la puerta salió a su encuentro un hidalgo de la guardia, que parecía ocultar algo bajo su capote. Dentro, todo estaba oscuro, ya no ardía ningún cirio. El obispo yacía amortajado encima del altar. La cama había sido hecha a un lado; uno de los criados estaba hurgando en ella. Se apartó rápidamente al acercarse Yunus. El capellán que se había quedado en la aldea dormía sobre la escalinata del altar. Yunus lo dejó dormir. Evitó volver a mirar a la cara al muerto.

León

Lope estaba desilusionado de León. Había esperado que la capital de don Fernando, el gran rey, fuera al menos tan grande como la ciudad del príncipe moro al–Mutadid. Pero León no era más que un villorrio comparado con Sevilla, ni siquiera la décima parte de grande. De no ser por la reunión de la corte del rey, el panorama hubiera sido aún más decepcionante; así al menos la ciudad estaba animada. Los abades, obispos y condes de todos los rincones del reino habían venido a la ciudad con sus vasallos y criados, duplicando el número de habitantes. Sobre la maciza pendiente que se erguía entre el río y las murallas de la ciudad se había levantado una ciudad de tiendas de campaña. Los suburbios estaban rebosantes de gente. La gran plaza del mercado que se extendía junto a la Puerta del Rey, al lado de la iglesia de San Martin, seguía iluminada una hora después de la puesta de sol. Por todas partes, a las puertas de las tabernas, restaurantes y asadores de pescado, ardían fuegos, y el polvo, el humo y el vapor de las cacerolas se juntaba formando una densa nube que, iluminada por el fuego, colgaba sobre la plaza como el techo rojizo de una tienda.

No hubieran encontrado alojamiento en la ciudad de no ser por el hidalgo de Sahagún, que los había acompañado desde Mérida. El hidalgo tenía un hermano que regentaba una taberna en el barrio de San Martin. Allí se habían alojado.

Cuando Lope entró en el comedor, vio al hombre de Sahagún sentado a la misma mesa que el capitán. Con ellos estaba también el Rojo, un jactancioso pelirrojo con el que se habían encontrado esa mañana, mientras intentaban en vano conseguir un lugar en la catedral para asistir a la misa del gallo y poder ver al rey y su séquito. El Rojo había llegado a Guarda en la misma época que el capitán, pero había abandonado el servicio del conde varios años antes de que Lope llegara a Guarda. Ahora estaba al servicio de don Sisnando, el conde de Tentúgal, y, a juzgar por lo que decía, apreciaba en mucho a su nuevo señor. Nunca hubiera podido encontrar a otro mejor, dijo.

—¿Qué cosas pueden ser mejores en Tentúgal que en Guarda? —preguntó el capitán, malhumorado—. Las mismas montañas pedregosas, los mismos campesinos pobres. ¿Qué buscas en Tentúgal?

—No se trata de Tentúgal. Tentúgal es sólo el principio —dijo el Rojo en tono misterioso.

Lope se sentó al extremo libre de la mesa y esperó a que el capitán le empujara los restos de comida que tenía frente a él. Pero el capitán no parecía darse cuenta.

El Rojo se inclinó hacia delante.

—Hay muchos condes al sur del Duero —continuó en voz muy baja—, pero si quieres apostar por uno, apuesta por don Sisnando. Pues si apuestas por don Sisnando estarás apostando por el tenente de Coimbra.

—¡Qué dices! —dijo el capitán—. ¡Don Sisnado no es el tenente de Coimbra, no es más que un pequeño conde, no es mejor que los otros!

—Pronto se sentará en el castillo de Coimbra —dijo el Rojo con serena convicción.

—¿Un conde al que no siguen ni cien caballos? —preguntó el capitán en tono burlón—. ¿Has estado alguna vez en Coimbra? ¿Conoces la ciudad? ¿Sabes lo altas que son las murallas? Si se acerca a las puertas se desharán de él de un soplo.

El hidalgo de Sahagún se levantó y dejó caer su pesada mano sobre la espalda del capitán.

—Déjalo que cuente, amigo —dijo—. Parece que sabe de lo que habla.

Lope prestó atención. El hidalgo de Sahagún era un hombre juicioso. Había sido despedido por el emir de Mérida y andaba en busca de un nuevo señor, lo mismo que el capitán desde la muerte del obispo. Quizá ambos podrían encontrar a ese nuevo señor en don Sisnando.

—Coimbra es una ciudad mora, sometida al príncipe de Badajoz —dijo el capitán entre dientes—. Pero don Sisnando es cristiano. La gente de Coimbra no tolerará a un tenente cristiano.

—¿Aunque lo imponga el mismísimo príncipe de Badajoz? —pregunto el Rojo en tono triunfante.

—¿Quién lo dice? —replicó el capitán.

—¡Lo digo yo! —contestó el Rojo.

Desde la puerta llegó una voz sonora y vociferante que a Lope le pareció tan conocida que se volvió bruscamente a mirar. Estaba allí un tipo alto con traje de cuero. Lope creía haberlo visto ya en algún lugar; pero, antes de que pudiera reconocerlo, el camarero ya se le había echado encima para empujarlo fuera.

El capitán apoyó ambas manos sobre la mesa y se inclinó hacia delante.

—Y aunque lo imponga el mismísimo príncipe de Badajoz, ¿quién te ha dicho que la gente de Coimbra le abrirá las puertas?

—Tendrán que dejarlo entrar, pues el rey está de su lado —dijo el Rojo en voz tan baja que Lope apenas pudo entenderlo.

—¿Don Fernando? —preguntó el capitán, incrédulo.

—Don Fernando, el rey —confirmó el Rojo.

Lope tenía la cabeza gacha; hacía como si no escuchara nada. Seguía esperando su comida; tenía un hambre feroz.

—¿Cómo lo sabes, amigo? —preguntó el hidalgo de Sahagún.

—Lo sé —respondió el Rojo.

—Lo que dices suena bien —continuó el hidalgo, y, dirigiéndose al capitán, añadió—: ¿Tú qué opinas? ¿No suena bien? Yo opino que suena mejor que Aragón.

El capitán paseó la mirada por la mesa, malhumorado.

—Incluso con toda la dotación del rey, es imposible tomar el castillo de Coimbra. Es inexpugnable.

—Si no el castillo, entonces la ciudad. ¿Qué más quieres? —dijo el hidalgo. Y, en tono alentador, añadió—: ¿Qué podemos hacer? No podemos escapar de la guerra. Aragón o Coimbra. En Aragón, la guerra será más dura. Yo conozco a los moros del norte y a los del sur. Y prefiero luchar contra los del sur. Además, estaré mejor donde hace calor que en las malditas montañas de Aragón.

Lope sabía de qué iba la conversación. Desde hacía varios días, el hidalgo de Sahagún y el capitán estaban hablando de ir a Aragón si no se ofrecía nada mejor. El rey de Aragón quería emprender una campaña contra Zaragoza para vengar la muerte de su padre, que había sido asesinado por un sicario moro. Estaba buscando por toda España gente para su campaña.

Desde fuera volvió a llegar la voz chillona, y otra vez ésta le pareció a Lope extrañamente familiar. Se levantó sin darse cuenta, se precipitó hacia la puerta y miró a través de la cortina que cubría la entrada. Había media docena de hombres sentados alrededor de la hoguera que ardía allí fuera. A tres de ellos los conocía de Guarda: un peón y dos hidalgos que formaban parte de la guardia del conde. Por suerte, todos estaban bastante borrachos.

Regresó corriendo a la mesa y contó al capitán lo que había visto. El capitán no le creyó; fue él mismo a la puerta para cerciorarse. Desde su llegada a la ciudad habían estado fijándose en si veían gente de Guarda. Habían examinado todas las tiendas buscando los colores del conde de Guarda. Un hombre que debía de saberlo les había dicho que el conde no vendría a la reunión de la corte. ¿Les había informado mal?

Cuando volvió a la mesa, el capitán estaba una pizca más pálido.

—¿El conde está en la ciudad? ¿El conde de Guarda? ¿Lo has oído decir? —preguntó al Rojo.

—Ha llegado hoy —dijo el Rojo.

—¿Él en persona?

—Él en persona, con todos sus hombres.

—¿Por qué? ¿Por qué viene a León? ¿Acaso es vasallo del rey?

—Aún no, pero pronto hará reverencias —dijo el Rojo con evidente sarcasmo—. Todos los otros condes del sur del Duero ya han jurado ante el rey; qué le queda. Ya puede estar contento si el rey se muestra condescendiente y lo acepta. Uno de sus hombres prendió fuego a una aldea del rey en algún lugar del sur, en la frontera. No consideró las consecuencias y asesinó a unos cuantos campesinos y a un tenente del rey. Se dice que el rey se mostrará piadoso si a cambio gana un nuevo vasallo.

El capitán no dijo nada. No quitaba la vista de la puerta.

—¿Qué pasa? —preguntó el hidalgo de Sahagún—. ¿Quieres ofrecer tus servicios al conde de Guarda?

—¡No! —dijo el capitán.

—¿Por qué no vamos entonces donde don Sisnando? —continuó el hidalgo—. Nunca es malo depender de un hombre que tiene grandes proyectos y, además, cuenta con el favor del rey.

—Ya veremos —dijo el capitán de mala gana. Pero Lope sabía que el capitán ya se había decidido. Irían a Aragón, donde la guerra era más dura, como había dicho el hidalgo de Sahagún. Lo sabía. Sin levantarse del banco, se arrimó un tanto hacia el capitán, cogió el pan y la jarra de aceite y empezó a comer con avidez. El capitán parecía no darse cuenta de su presencia.

Yunus no encontró el tiempo necesario para hacer un par de anotaciones en su diario hasta cuatro días después de su llegada a León.

2 DE SHEWAT

Hoy, segundo día de la fiesta que celebran los cristianos por el nacimiento del Nazareno, ha terminado la reunión de la corte del rey. Con un escándalo, según se dice. Don Sancho, el príncipe heredero, se ha marchado a mediodía con todo su séquito. Ha tenido una fuerte discusión con su padre. El trasfondo de la disputa traerá grandes preocupaciones a la comunidad judía de este lugar.

El rey convocó oficialmente la reunión de la corte con el pretexto de su sexagésimo aniversario. Acudió toda la nobleza de Castilla, León y Galicia. Cuando los barones y príncipes de la Iglesia estaban reunidos, el rey los sorprendió a todos presentando un plan preparado de antemano para reglamentar la sucesión y obligándolos a prestar juramento de fidelidad a sus hijos como futuros soberanos. Esta maniobra entusiasmó a los importantes señores del Consejo de Ancianos de la ciudad. En cambio, la forma de la sucesión les ha parecido más bien desafortunada.

El rey ha dispuesto que, a su muerte, el reino no pase a manos de su hijo mayor, don Sancho, sino que sea repartido. Don Sancho recibirá únicamente la tierra natal de su padre, Castilla, mientras que el reino de León pasará al segundo hijo del rey, don Alfonso, y Galicia a su tercer hijo, don García.

En el Consejo de Ancianos están convencidos de que habrá guerra apenas muera el rey. Y la marcha del príncipe, este mediodía, es ya un primer indicio en favor de esa opinión. Don Sancho ha rechazado el plan de división del reino desde el primer momento. Basándose en el derecho de primogenitura de los antiguos reyes visigodos de Toledo, ha reclamado para sí todo el Reino. Sus hermanos, por el contrario, mantienen que nadie puede apelar a ese derecho mientras Toledo continúe en manos de los moros. Como sea, el germen de la guerra civil ya está sembrado.

Ibn Eh ve esto como un presagio esperanzador. Dice que mientras más luchen entre sí en el norte, más tranquilos estaremos en Andalucía. Además, opina que debemos rezar para que el rey no viva mucho tiempo más. El potencial de guerra que ha demostrado en León es terrorífico. Una terrible amenaza mientras se encuentre reunido en una misma mano.

Se afirma que el rey empleará su poderío militar contra Coimbra la próxima primavera. Según opina Isaak al–Balia, esto augura un nuevo tipo de política de conquista frente a Andalucía. Por deseo del rey (o por exigencia suya, lo que viene a ser lo mismo), el príncipe de Badajoz habría determinado que el pequeño conde independiente Sisnando ibn David, quien de niño vivió mucho tiempo en Sevilla y era amigo de confianza de nuestro príncipe, sea nombrado tenente de Coimbra. Oficialmente se convertirá así en vasallo del príncipe de Badajoz, pero de facto es vasallo del rey de León. Y es también el rey quien lo ayudará con su potencial militar a acceder al cargo. Pues, como es natural, la ciudad se niega a reconocer como nuevo tenente a don Sisnando, quien en realidad es un hombre del rey.

Al–Balia estaba visiblemente asustado cuando me contaba todo esto. Como embajador, visita constantemente en la corte, de modo que está muy bien informado. El nasí le dará una recepción mañana, sabbat.

Precisamente ahora escucho venir a Ibn Eh. Está de un humor magnifico. En Sevilla tuvo la genial idea de ofrecerle al obispo enfermo sus gigantes negros para que cargaran su silla de manos, lo que le ha ahorrado pagar tanto la aduana de salida de Sevilla como la de entrada en León. Ahora ha regalado uno de esos negros a cada una de las dos hijas del rey (al parecer la más joven, doña Elvira, tiene un apetito de hombres insaciable). A cambio, ha obtenido un salvoconducto que le garantiza alojamiento en todos los monasterios del reino (¡a un judío andaluz!), y entre tanto ha encontrado a otros cuatro clientes de la alta nobleza que están dispuestos a pagar mucho dinero por un guardaespaldas negro. El viaje ya se ha pagado solo, dice. Pasado mañana parte para Francia. Yo emprenderé el camino de regreso a Sevilla dentro de tres días, junto con al–Balia. Que Dios sea nuestro rafiq.

Los señores del Consejo de la comunidad se veían todos muy dignos, muy piadosos, muy venerables en sus negros hábitos de oración. Yunus no había visto nunca antes una religiosidad tan lóbrega y celosa como ésta de sus hermanos de fe de León. Parecía como si en el sabbat les estuviera prohibido incluso reír. No había punto de comparación con los judíos de Sevilla o de cualquier otro lugar de Andalucía.

Yunus había notado esta diferencia inmediatamente después de su llegada. Hoy, sabbat, era aún más patente. Plegarias interminables, charlas religiosas sin final previsible. Yunus lamentaba que no estuviera allí al–Balia, con su sentido del humor y sus agudas bromas. Como embajador del monarca de Sevilla, había tenido que acudir a un banquete dado por don García, el hijo menor del rey, y Yunus no lo esperaba hasta la tarde. Pero probablemente ni siquiera él conseguiría sacar una chispa a esa avinagrada reunión.

Desde la oración del mediodía, las conversaciones giraban, sobre todo, en torno al nuevo obispo. El rey había dado a conocer su elección esa misma mañana: don Jimeno, el arcediano, el hijo del conde de Bierzo. Como se esperaba. Como se temía. Todos lamentaban la pérdida del viejo obispo. Todos los miembros de la comunidad habían salido a la calle cubiertos de ceniza, lanzando ayes y lágrimas, cuando el cuerpo de don Alvito fue llevado en andas a través de la ciudad, hasta la catedral.

—¡Un señor bueno, un señor compasivo, un señor justo! ¡Dios se apiade de su alma!

La mitad de la comunidad judía de León era vasalla de doña Sancha, la reina; la otra mitad, del obispo de la ciudad. La reina siempre había seguido el consejo del obispo, y el obispo siempre había sido accesible, pues siempre había necesitado dinero para construir su catedral. La comunidad judía había comprado a don Alvito el derecho de ampliar la sinagoga, habían regateado con una prohibición de la misión judía y, a cambio de mucho dinero, habían conseguido incluso que aboliera aquel maldito acuerdo del concilio de Constanza que, trece años atrás, había prohibido a todos los cristianos del reino dormir bajo el mismo techo que un judío y sentarse a la misma mesa que él.

Ahora se planteaba la inquietante pregunta de si el nuevo obispo ratificaría estos derechos tan costosamente adquiridos. Y cuánto pediría por hacerlo.

—¡Que el Señor, en su infinita bondad y misericordia, se apiade de nosotros!

Entró un criado anunciando la llegada de al–Balia. Los ancianos se colocaron en los lugares que les correspondían y el nasí extendió los brazos para saludar al convidado de honor. Al–Balia entró como una ráfaga de viento. Se detuvo en la puerta. Miró a su alrededor. Pasó junto al desconcertado nasí y se dirigió directamente hacia Yunus. Lo cogió del brazo y le dijo:

—¡Tienes que marcharte! ¡Tienes que salir inmediatamente de la ciudad! —Antes de que Yunus pudiera hacerle alguna pregunta, añadió echando un rápido vistazo a su alrededor—: ¿Dónde está Ibn Eh? Rápidamente se dirigió hacia donde se encontraba éste.

El nasí, revoloteando inquieto detrás de al–Balia, preguntó:

—Por la misericordia de Dios, ¿qué es lo que pasa?

—¡Perdonadme! Os lo explicaré todo hermanos, en seguida —dijo al–Balia levantando los brazos. Y, dirigiéndose a Ibn Eh, añadió en voz baja pero penetrante—: ¿Cuánto puedes tardar en preparar una mula? ¿Y a un hombre de confianza?

Yunus, a su lado, seguía sin poder hacer nada ni formular una pregunta. Ibn Eh ya estaba en camino hacia la puerta. Al–Balia estaba ahora con el nasí, rodeado por los ancianos.

—Tenemos que difundir la noticia de que Yunus se marchó ayer… a Sevilla… recibió una mala noticia… su padre está al borde de la muerte… sí, su padre. —Sin parar siquiera un momento para tomar aliento, dijo dirigiéndose a Rubén ben Meir, el médico en cuya casa se alojaba Yunus—: Es posible que vayan a tu casa a hacer preguntas. Ya puedes tener cuidado de dar siempre las respuestas correctas, sea quien sea el que te interrogue.

Finalmente, Yunus se interpuso entre los dos y, tirando de la manga de al–Balia, preguntó:

—Isaak, ¿qué pasa? ¿Qué es lo que pasa? ¿Quién dice que me tengo que marchar?

Silencio absoluto. Todas las miradas dirigidas hacia al–Balia. Y al–Balia miró tranquilamente a los ojos de Yunus y dijo:

—Se dice que don Alvito, el obispo fallecido, en su lecho de muerte y ya a punto de expirar, convirtió al cristianismo a un judío. Me han informado que esto se anunciará oficialmente hoy mismo, en la catedral. Desde el púlpito. Lo hará un sacerdote del nuevo obispo. —Hablaba rápidamente y sin hacer ninguna pausa, y, al notar que Yunus lo quería interrumpir, le hizo una señal con el brazo y continuó diciendo—: Se afirma que el judío convertido no es un judío cualquiera, sino un judío ilustrado.

—Es absurdo, completamente absurdo —balbuceó Yunus.

—Por absurda que pueda ser esa afirmación —continuó al–Balia, sin dejarse perturbar por la interrupción de Yunus—, por lo visto, alguien está interesado en hacerla circular. Alguna intención se esconde detrás.

—Pero es absolutamente absurdo —dijo Yunus, haciendo un desesperado gesto de rechazo—. Puedo explicarlo ahora mismo. Puedo explicarlo todo.

—Ya no tenemos tiempo para explicaciones, Yunus —lo interrumpió al–Balia con dureza—. El obispo muerto yace amortajado en la catedral. Ya han ocurrido dos milagros ante el catafalco. También la conversión del judío en el lecho de muerte será considerada un milagro. Me han informado que la catedral está repleta de creyentes que quieren ver al judío converso. ¡Incluso esperan que se bautice públicamente, como prueba del milagro!

—¡Dios mío! —exclamó el nasí, horrorizado—. ¡Un santo obispo venerado como conversor de judíos! ¡Eso sería terrible!

Al–Balia se volvió hacia él y dijo en tono sereno:

—Necesitamos ropa poco llamativa para Yunus. Y botas, y una faja para la cabeza. Y un hombre que pueda sacarlo por la Puerta de Cauri sin que lo detengan. ¡Y lo necesitamos en seguida!

El nasí se marchó apresuradamente a cumplir los encargos; al–Balia cogió a Yunus del brazo y se lo llevó aparte.

—Escúchame, Yunus —dijo—, uno de los hombres de Ibn Eh te llevará a Burgos. Nadie supondrá que te has marchado en esa dirección. Si cabalgas toda la noche, por la mañana estarás en territorio castellano, fuera del alcance del obispo de León. En Burgos encontrarás a un hombre de confianza que te llevará a Logroño, donde podrás quedarte hasta que se te una Ibn Eh. Te daré una carta para ese hombre.

Yunus hizo un último intento de rehusar.

—Isaak, ¿por qué no me crees? —dijo en tono suplicante—. No hay una sola palabra cierta en esa historia. ¡Es un malentendido! ¡Una interpretación completamente absurda e infundada de un gesto de pura amistad!

—Ya sabemos que no es cierto, Yunus —dijo al–Balia con paciente seriedad—. Pero lo que importa no es nuestra verdad, sino la verdad que el obispo hará difundir desde el púlpito y que será creída por los fieles que acudan a la catedral. Te obligarán a bautizarte para conseguir que lo que afirman sea cierto. Tienen los medios para hacerlo, Yunus. Y si te mantienes firme presionarán a la comunidad judía. Exprimirán a nuestros hermanos de fe hasta que brote la sangre. El obispo necesita dinero. Ha sobornado a los canónigos y ha pagado una suma exorbitante al rey para ser elegido. Cogerá todo lo que pueda. Haciendo que el fallecido don Alvito sea un santo milagrero llenará los cepillos de sus iglesias. Convirtiéndolo en un santo conversor de judíos se hará de un garrote con el que extorsionar a los judíos de León hasta sacarles todo lo que tengan. Si el viejo obispo aún viviera, quizá habría atestiguado en tu favor, Yunus. Pero muerto sólo les sirve a los otros. Y a nosotros sólo nos queda la huida. Su mentira es más fuerte que nuestra verdad, Yunus. Que Dios te proteja.

Yunus lo escuchó con muda resignación. Unos momentos después, se dejó poner de mala gana las pesadas botas de cuero, la faja de lana, que le cubría hasta la barba, y la tosca túnica, que lo convirtió en un criado de la casa. Se dejó llevar por patios traseros y estrechas callejas hasta la Puerta de Cauri, y, a través de ésta, hasta la cuadra de alquiler donde Ibn Eh lo esperaba con una mula.

El hijo de Ibn Eh lo acompañó. Cuando ya habían dejado atrás la ciudad, avanzando un buen trecho por la carretera que se dirigía a Sahagún y, luego, a Carrión y Burgos, el sol colgaba sólo dos palmos por encima del horizonte. Tenían el viento en la espalda; un viento helado y cortante, que llevaba consigo finísimos copos de nieve. Antes aún de que cayera la noche, hacía tanto frío que los copos de nieve no se derretían al llegar al suelo. La blanca alfombra de nieve hacía la noche tan clara, que no tenían dificultad en seguir el camino.