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TOLEDO

VIERNES 1 DE AGOSTO, 1085

8 DE AB, 4845 / 6 DE RABI II, 478

Encontrar al condestable del conde Henri de Borgoña había sido sencillo. Más esfuerzo había costado a Lope acercarse a él.

Su señor, el conde, era uno de los más estrechos colaboradores del rey. Era sobrino de la reina Constance, y había venido de Borgoña con ella hacía seis años. Don Alfonso, el rey, lo había convertido en su yerno, prometiéndolo en matrimonio a su hija Teresa, quien, a pesar de ser hija de una concubina, era vista en la corte como una princesa legítima. El conde procedía de una casa regia, y era uno de los señores más distinguidos de la corte. Lo protegían tanto como al propio rey.

Lope pasó medio año en León intentando en vano conseguir introducirse en la mesnada del conde. A principios de la primavera, cuando el conde Henri partió hacia el campamento militar de Toledo con el séquito del rey, Lope lo siguió, y logró ser aceptado en el ejército que sitiaba la ciudad. Había sido reclutado como un simple hidalgo, pero ya había tenido ocasión de lucirse dos veces en presencia del rey, la segunda después de la toma de la ciudad, cuando ganó un premio en una competición de arqueros. El rey le concedió una casa en la ciudad y una participación en los impuestos del mercado de grano, a cambio de que se encargara de la defensa de una torre de las fortificaciones de la ciudad y de que cada año dedicara cuatro semanas a acompañar al rey en sus cacerías.

Así, se había convertido en vasallo del rey, y este ascenso le había permitido por fin acercarse al hombre al que buscaba.

El rey era un gran cazador. Años atrás, cuando al–Qasir aún era príncipe de Toledo, había exigido a éste que le entregara un castillo situado a dos días de viaje al norte de la ciudad, entre los grandes bosques que se extendían en la ladera meridional de la sierra, y había hecho de este castillo su residencia de verano y la base desde la cual emprendía sus cacerías. Los últimos años, el rey había visitado con frecuencia ese castillo, no sólo para cazar, sino también para dirigir desde allí los prolegómenos de la conquista de Toledo.

A finales de la primera semana de julio, cuando la toma de la ciudad era ya definitiva, el rey había vuelto a retirarse a aquel castillo. Lope había viajado en su séquito. Un par de días más tarde había llegado al castillo el conde Henri de Borgoña, y lo acompañaba sire Hugues, su condestable. Los señores de la mesnada del conde se habían alojado en el mismo edificio que Lope, y éste no tardó muchos días en conocer al condestable.

Sire Hugues era considerado un individuo extravagante. Tenía algo más de cincuenta años. Dios lo había hecho tan bajo que ni siquiera unas botas con grandes tacones le permitían alcanzar una estatura mediana. Su escasa talla la compensaba con una valentía rayana en la temeridad. Se decía que, en un torneo celebrado en Borgoña, había derribado a seis hombres en un solo día; y también que él solo había abatido con su espada a una osa adulta que atacó a su señor. Su gente lo llamaba Cuatrobrazos, porque, efectivamente, cuando luchaba parecía tener cuatro brazos. Vivía como un monje; no prestaba la menor atención a las mujeres y ni siquiera comía manzanas, en recuerdo de la tentación del Paraíso. No bebía vino, despreciaba la música y el juego, y se apartaba de todos los otros placeres de la corte. Era un hombre solitario, entregado al servicio de su señor, y que no conocía más que sus deberes para con su señor, las armas de su señor, los caballos, perros y halcones de su señor, y los hombres a quienes instruía para proteger a su señor.

El contacto de Lope con el condestable también se limitó a formalidades: algún saludo ocasional, una breve charla en los establos. El condestable lo había visto usar el arco, y no tenía ningún interés particular en seguir tratando con él. Consideraba que el arco no era un arma caballeresca, y no lo utilizaba ni siquiera en las cacerías. Entre sus principios se encontraba el de no alejarse nunca tanto de su señor que no pudiera oír su llamada. Cuando el conde estaba en el castillo, él no daba un paso fuera de la puerta. Cuando el conde salía a caballo, él no se apartaba un paso de su lado. Lope no encontró ninguna ocasión para quedarse a solas con él. Hasta que, a las tres semanas, finalmente el azar acudió en su ayuda.

Era buena época para cazar venados. Había empezado agosto, el mes en que los venados están más gordos y su carne sabe mejor. Uno de los cazadores del rey había vuelto al castillo al atardecer, y había hablado de un animal enorme cuyo territorio se encontraba en un espeso monte a orillas del cauce superior del río Guadarrama. El cazador no había visto al venado, pero había podido calcular su tamaño a partir de las ramas quebradas y de la amplitud y profundidad de sus huellas. Y como prueba había recogido en su cuerno un poco de estiércol: firme, no demasiado graso, limpio, como el que caracteriza a los venados adultos y extraordinariamente pesados. Era un venado para el rey.

Pero don Alfonso mostró poco interés en el asunto. Se sentía agobiado por el calor, que en esa época era intenso también en las montañas. Perseguir a un venado a caballo, yendo tras una jauría de perros, era un arte de montería agotador y no carente de riesgos. Además, el territorio de aquel venado se encontraba a más de medio día de viaje; había que prever, como mínimo, una excursión de tres días, más todo tipo de incomodidades. Así, finalmente el rey renunció al venado y se lo cedió al conde Henri de Borgoña.

Lope fue destinado a la tropa avanzada, que debía levantar un campamento cerca del territorio del animal. El conde y su séquito llegaron dos días más tarde. Como muchos señores franceses, el conde concedía la máxima importancia a la caza del venado. Él mismo se ocupó de todos los detalles: examinó la jauría de perros y los caballos que utilizaría durante la montería. El mismo día de su llegada, inspeccionó personalmente el territorio del animal y el terreno en el cual supuestamente se desarrollaría la caza. Al atardecer habló con los cazadores y los perreros, acordó con ellos las señales de cuerno, la colocación de los caballos de reemplazo, las medidas necesarias para el caso de que el venado intentara huir hacia atrás y consiguiera hacerlo sin que lo advirtieran sus perseguidores.

Partieron al día siguiente, antes del amanecer. El grupo se detuvo a una cierta distancia del territorio del venado, y sólo siguieron adelante el cazador que llevaba al sabueso y el conde con su mozo, ambos a caballo. El bosque era tan espeso que los demás no tardaron en perderlos de vista.

Al salir el sol sonó el primer toque de cuerno, indicando que el conde había llegado al borde de la espesura en que vivía el venado y que penetraría en ella a pie, acompañado solo del cazador.

Lope y los otros aguardaron la siguiente señal. Lope estaba al lado del condestable. Esperaba que el venado fuera lo bastante fuerte para resistir una persecución prolongada, y que, en ese territorio de bosque tupido e impracticable, el grupo de cazadores no tardara en desmembrarse. Desde luego, el condestable parecía dispuesto a mantenerse pegado a los talones de su señor, pero si la cacería se prolongaba y el conde cambiaba de caballo varias veces, se quedaría rezagado en algún momento.

Media hora después llegó del denso monte la triple señal, que abría la montería. El sabueso había guiado al cazador y al conde hasta el refugio del venado. Ahora el animal había escapado y la señal llamaba a la jauría de perros y a los mozos de los caballos, para que el conde pudiera emprender la persecución. El grupo de cazadores también se puso en marcha y siguió las señales de cuerno, que ahora se repetían a intervalos regulares para estimular a los perros e indicar la dirección en que había huido el venado. A veces, cuando el viento estaba a favor, se oían los penetrantes ladridos de la jauría, que corría tras el sabueso, llevado de una larga cuerda.

El venado se dirigió primero valle arriba, deteniéndose en el espeso bosque cercano al fondo del valle, donde la maleza era tan intrincada que los caballos apenas podían atravesarla. Los toques de cuerno se sucedían rápidamente. Parecía como si, a pesar de las dificultades del terreno, el conde quisiera reducir las distancias desde un primer momento, para que los perros no pudieran perder el rastro fácilmente cuando el venado saliera a campo abierto.

Lope se quedó rezagado, para cuidar su caballo. Se detuvo a mitad de la ladera, donde el bosque era más ralo, y prestó atención únicamente a las señales de cuerno de los hombres más adelantados, que le indicaban la dirección, de manera que podía ahorrarse todas las curvas y rodeos que daba el venado en su huida.

En algún momento tuvo a la vista el río y vio a la jauría de perros en la orilla. Vio también que el conde perdía mucho tiempo porque el cazador que llevaba al sabueso registró la otra orilla primero río arriba, como era costumbre, hasta que finalmente se dio cuenta de que el venado había avanzado un buen trecho río abajo. Lope esperó hasta que apareció el resto del grupo, y vio que todos se lanzaban a cruzar el río, encabezados por el condestable. Lope decidió no vadear el río, pues estaba seguro de que el venado no intentaría huir por las colinas; le parecía mucho más probable que el animal volviera a cruzar el río para alcanzar de nuevo el terreno que le era más familiar. Se quedó a la misma altura que antes. No temía perder el contacto con el grupo, pues los ruidos de la cacería le llegaban con tal nitidez desde la ladera opuesta del valle que hasta oía los constantes gritos del encargado de la jauría.

Durante una media hora, la cacería se desarrolló a un ritmo vertiginoso, río abajo. El venado salió del bosque y huyó por un terreno más abierto, en el que era más veloz. Lope no tenía problemas para seguirlo.

Pero luego el valle se ensanchó de repente en un lugar en el que desembocaba un estrecho riachuelo, y el venado huyó hacia el valle lateral, dejando a Lope en el inesperado dilema de si debía seguir al grupo a todo galope o si debía confiar en que el animal volviera por el mismo camino. Esto último era su única esperanza si no quería agotar a su caballo.

Oyó que los ladridos de la jauría se hacían cada vez más lejanos, hasta finalmente desvanecerse. Vio al condestable, montado en su bayo, que se había separado del grupo de cazadores y ya casi había dado alcance al conde. Esperó hasta que todos los jinetes hubieron desaparecido por el valle lateral, y observó con satisfacción que el maestro de cazadores apostaba en la salida del valle a un mozo con un caballo de reemplazo, lo cual indicaba que el hombre que mejor conocía la región también contaba con la posibilidad de que el venado volviera sobre sus pasos. Luego desmontó y se acomodó a la sombra de un árbol.

No se sentía ni una ligera brisa. El aire estaba quieto y el sol calentaba el bosque, hasta el punto que el olor resinoso de los pinos era más intenso que el perfume del romero. Las señales de cuerno, que sonaban como alargados lamentos, se tornaron cada vez más débiles. Pronto no hubo más sonido que el canto de los grillos, el zumbido de las abejas, y el agudo chillido de un ave rapaz, que volaba tan alto que se perdía en el caliente azul del cielo.

Lope esperó, nervioso, levantándose una y otra vez y llevándose las manos a las orejas para escuchar en la dirección de la que esperaba al venado. Pero todo estaba en silencio. Tal vez los perros habían cogido al venado al final del valle. El mozo apostado a la orilla del río ya tampoco parecía contar con que hicieran falta sus servicios; había atado las patas delanteras del caballo y se había echado a dormir entre los arbustos.

Pero entonces, de repente, volvió a oírse el sonido del cuerno. Las señales tocaban a largos intervalos, y se acercaban rápidamente. Y Lope vio al venado. Al parecer, había cruzado el arroyo más arriba, pues ahora bajaba por el otro lado del valle. Unos pocos perros ya casi lo habían alcanzado, y el resto de la jauría se acercaba ladrando. Estaba tan agotado que las patas delanteras se le doblaban una y otra vez mientras corría ladera abajo, en dirección al río y al bosque, probablemente con la esperanza de desembarazarse de los perros en el agua o arrastrándolos hacia la espesura. El conde estaba a menos de ochenta cuerpos de caballo del animal; estaba solo, no se veía ni a su mozo ni al resto de los cazadores.

Cuando el mozo apostado en la entrada del valle hizo la señal para que el conde se percatara del caballo de reemplazo, éste dejó momentáneamente la persecución, bajó la ladera, cambió de caballo y luego siguió por la orilla, río abajo, hasta llegar al lugar donde el venado se había arrojado al agua, y donde la mayor parte de la jauría husmeaba la orilla entre furiosos ladridos. Lope esperó a que el conde cruzara el río, seguido por el mozo, y luego bajó rápidamente para colocarse en el punto donde el venado y sus perseguidores habían vuelto a salir del río.

En ese lugar el río era estrecho y profundo, y sus orillas tan pantanosas que el caballo se hundía hasta el vientre. Lope llevó el caballo a terreno más firme y lo ató entre los árboles, de modo que no se viera desde el río. Luego, pisando islas firmes de hierba, volvió a la orilla siguiendo a pie las profundas huellas dejadas por el venado, los perros y los dos caballos de los perseguidores, y se ocultó entre los arbustos de la orilla. Confiaba en que el siguiente en llegar al río sería sire Hugues. Había planeado esperar a que el condestable se lanzara al río con su caballo y entonces, amenazándolo con una flecha, obligarlo a dirigirse río abajo hasta el siguiente recodo, donde los demás no los verían. El cuerno del conde le llegaba ya desde muy lejos, desde lo más hondo del bosque que se extendía en la parte baja del valle. Oyó la señal que indicaba que los perros habían cercado al venado, y que llamaba al resto de cazadores y compañeros para que presenciaran el final de la cacería.

Oyó dos débiles toques de respuesta al otro lado del río. Sacó el arco de la aljaba y tensó la cuerda. De repente, Lope sintió surgir dentro de él una temblorosa inquietud, una fiebre suscitada por la cacería, que le hizo recordar tiempos muy lejanos, cuando cazaba lobos al servicio del conde de Foix. Era el mismo sentimiento, extrañamente ambiguo, que lo había embargado en aquel entonces cada vez que intuía el final de una larga cacería, cada vez que, tras semanas de busca y minuciosa preparación, un lobo viejo y experimentado saltaba sobre el cabrito atado en el centro de la trampa. Era un sentimiento de orgullo por el éxito de la caza, pero también un sentimiento de tristeza por su inevitable final. Y un miedo indeterminado al vacío de lo que vendría después.

Llevaba casi tres años tras los hombres del puente. De los trece nudos que hiciera en el extremo de su látigo, había desatado siete: cuatro por el capitán normando y sus hombres; dos por el castellán y su hijo; uno por su mozo, de quien se había encargado otro, matándolo en una pelea en Sepúlveda. Faltaban aún seis hombres, y un séptimo, el condestable, que no había estado en el puente, pero que había sido el jefe de la banda. Cuando el condestable estuviera en sus manos, cogería a los seis que aún faltaban. Y entonces habría terminado por fin esa cacería.

Vio al condestable bajando la ladera del valle. El bayo que montaba tenía el hocico lleno de espuma y se tambaleaba de agotamiento. Cerca de la orilla, el caballo se quedó empantanado en el lodo, e intentó en vano volver a salir. El condestable empezó a darle golpes con las manos y los pies. Era un desalmado; también a sus hombres los trataba con despiadada dureza y crueldad. Gritando, golpeó al caballo con el lado plano de la espada. Pero el animal estaba al limite de sus fuerzas; sólo balanceó la cabeza de un lado a otro, incapaz de defenderse de los golpes, para luego dejarla caer suavemente y no volverse a mover.

—¡Sire! —gritó Lope—. ¡Sire! —Tuvo que gritar varias veces antes de que el condestable dejara por fin al caballo muerto y se volviera hacia él. Dirigió a Lope una mirada confusa, y en un primer momento no lo reconoció. Debajo del yelmo, su rostro estaba rojo como la carne cruda.

—¡Un caballo! ¡Necesito un caballo! —gritó el condestable, al tiempo que se dirigía hacia la orilla jadeando y remando con los brazos por el lodo—. ¡Dame tu caballo! ¿Dónde está tu caballo? —gritó, y, sin vacilar, se arrojó al agua, como si no fuera consciente de que el río podía ser peligroso. Se hundió hasta los hombros, y, en ese mismo instante, lo cogió la corriente, arrastrándolo como a una piedra. Volvió a salir a la superficie un trecho más adelante, echando agua por la boca, resoplando y chapoteando contra la superficie del agua. Por un breve instante, pudo mantener los pies firmes en el fondo del río, pero pronto volvió a arrastrarlo la corriente; ya no tenía fuerzas para mantenerse a flote, sus manos se asían al vacío. Y luego volvió a hundirse, sólo sus pies volvieron a emerger, mientras la corriente seguía arrastrándolo río abajo. Llevaba peto, y para cazar se había puesto debajo una coraza de hierro. Había forzado a su caballo hasta reventarlo, y ahora él mismo estaba a punto de perder la vida sólo por aquel principio que le mandaba estar siempre cerca de su señor y preparado para luchar.

Lope metió el arco en la aljaba y corrió dando grandes zancadas, saltando de una isla de hierba a otra, a lo largo de la orilla. Detrás del recodo del río vio el cuerpo inerte emergiendo una vez más del agua, con los pies por delante. En ese lugar, el río se hacía más ancho y llano, y se dividía en dos brazos ante un gran peñasco plano, para volver a unirse treinta pasos más allá en un torrente de cascadas y remolinos. Lope se arrojó entre los arbustos, corrió tan rápido como pudo por el banco de arena, vadeó el río hasta alcanzar el peñasco y consiguió coger el pie del condestable justo antes del primer remolino. Sacó del agua el cuerpo inerte del condestable y, apenas lo tuvo en terreno seco, lo levantó de los pies.

Un chorro de agua le salió de la boca. El condestable se revolvía como un pez en el anzuelo. Volvió en si, tosiendo y escupiendo, se dobló en el suelo, intentando tomar aire con la boca muy abierta. Aún tenía en los ojos el miedo a la muerte, con la que acababa de enfrentarse.

Lope le quitó la espada y el cuchillo, apartó ambos, se acuclilló a su lado y esperó a que volviera a la vida. Escuchaba los gritos con que los cazadores azuzaban a sus caballos por el río, más arriba, y escuchaba el ir y venir de señales de cuerno, apagadas por el intenso rugir del agua.

Cuando el condestable intentó incorporarse, Lope lo cogió del pecho y volvió a empujarlo hacia el suelo.

—Tengo que hacerte unas cuantas preguntas —dijo.

El condestable no se dejó intimidar.

—¿Qué te pasa, hombre? ¿Qué quieres? ¿Qué preguntas? —increpó.

—Soy yo quien hace las preguntas —dijo tranquilamente Lope, sosteniéndolo contra el suelo—. Te he sacado del agua, pero me basta un pequeño empujón para volver a arrojarte. —Sintió que el condestable se ponía tenso bajo su mano—. Llevo tres años buscándote, viejo; eso es lo primero que tienes que saber —dijo, y le explicó por qué lo buscaba. Lo empujó un poco más hacia el borde del peñasco y vio que el miedo se reflejaba en sus ojos. El condestable podía ser muy valiente para luchar, pero frente al agua era un cobarde.

—¿Por qué me has sacado del agua si deseas mi muerte? —chilló. Estaba hecho un manojo de nervios.

—Quiero saberlo todo, desde el principio —dijo Lope.

—¿Qué quieres que te diga? ¡Yo no sé nada! ¡Ya ni siquiera recuerdo cómo se llamaban los hombres que envié! —gritó el condestable.

Lope le dijo los nombres.

—El que se llamaba Álvar Pérez te dio la noticia de que el joven conde de Guarda estaba de regreso de Sevilla con su novia mora. ¡De él sí que te acordarás!

—Sé a quién te refieres —respondió el condestable—. Un infanzón venido a menos. ¡No acudió a mi! ¿Por qué supones que acudió a mí? Se dirigió directamente a la gente del rey. Sólo después el rey lo envió a mi señor. —Hablaba precipitadamente, como si temiera que Lope no le diera tiempo suficiente para decir todo lo que quería alegar en su defensa.

—¿Qué tenía que ver el rey en todo eso? ¿Qué tenía que ver tu señor? —preguntó Lope, contrariado.

—El conde de Guarda era vasallo del rey. Intentó casar a su hijo con una hija del señor de Sevilla sin pedir la aprobación del rey, sin pagar las sumas habituales y sin permiso de su señor. El rey había prometido a mi señor el dominio sobre todos los condes del Duero. Le había prometido el Condado de Portocale y Guimaraes, apenas éste quedara libre. Lo único que estaba haciendo era velar por sus derechos como futuro señor.

Lope estaba tan desconcertado que aflojó involuntariamente la mano. Intentó dar a su voz un tono duro:

—Entonces, ¿tu señor dio la orden de matar a la princesa mora y a todos los que iban con ella? —preguntó.

—¡Qué dices! —respondió el condestable, irritado. Parecía haber advertido la inseguridad de Lope—. ¡Nadie dio semejante orden! ¿Cómo se te ocurre? Había que secuestrar a la princesa. Se había pensado en regalarla al tío de mi señor, el duque de Borgoña. El baño de sangre se debió a un maldito capricho de esos hidalgos. Desobedecieron mis órdenes. Si lo que quieres es venganza, ¿por qué vienes a mi? ¡Véngate en ellos!

—¿Cómo pudieron desobedecer tus órdenes si había seis de los tuyos? —gritó Lope, con repentina furia.

—¿Por qué crees eso? —respondió el condestable, indignado—. No había ni uno solo de mis hombres. Mis hombres no son salteadores de caminos.

—¡En el puente había seis franceses! —replicó Lope.

—Sí, algún aventurero reclutado por ese Álvar Pérez en Zamora —dijo el condestable—. Un antiguo vasallo del conde de Vermandois. Ni siquiera sé su nombre. Estaba confabulado con el infanzón, igual que el Normando, a quien ni siquiera he visto nunca. Álvar Pérez buscó la gente. ¡Dirígete a él! ¡Yo sólo hice el encargo!

Lope se sentía como si de pronto hubiera perdido el suelo bajo sus pies. Se quedó mirando fijamente más allá del condestable, hacia el agua espumosa que corría a los lados del peñasco. De repente creyó estar viendo el agua embravecida y oscura como la noche bajo el puente de Alcántara, en la cual el resplandor del sol en el ocaso hacía danzar centellas rojas. Creyó ver los cuerpos bañados en sangre sobre el empedrado. Creyó ver un parpadeo, una mirada sonriente por encima del hombro, una boca abierta en un grito, una mano ensangrentada con un dedo cercenado. Vio de repente a Karima, espoleando su caballo y alejándose por esa larga, larguísima, carretera que partía de Sepúlveda. La vio desaparecer a lo lejos. Tanto tiempo, pensó. Ha pasado tanto tiempo, y todo ha sido en vano.

No quería creerlo. Cogió al condestable del pecho, con ambas manos, y lo sacudió, como esperando que la verdad cayera de su cuerpo.

—Vosotros enviasteis a esos hombres, vosotros les pagasteis, vosotros les encomendasteis el trabajo de llevar a la princesa a León. ¿Por qué iban a matarla? ¿Por qué? ¿Por qué motivo?

El condestable lo miró con ojos fríos.

—No les pagamos —dijo con voz neutra—. El trato era que ellos se quedarían con dos quintas partes del botín. Las otras tres quintas partes tenían que entregarlas, una para el rey y dos para el conde. Nos engañaron. Mataron a la princesa y a sus criadas para que no pudiéramos averiguar la cuantía de la dote. ¡Ése fue el motivo!

Lope apartó la mirada. Aún tenía cogido al condestable con ambas manos, pero esas manos ya no tenían fuerza. Luego lo soltó, se puso de pie y se quedó mirando fijamente el vacío. Vio que el condestable se alejaba arrastrándose con cauta rapidez y se levantaba con piernas inseguras. Lo vio inclinarse para recoger su espada y su cuchillo, pero sin realmente darse cuenta de ello. Si el condestable hubiera atacado en ese instante, Lope no se habría defendido. De pronto todo le parecía absurdo. Todo había sido en vano. Las ideas de venganza que lo habían hecho errar de pueblo en pueblo, absurdas. El único culpable de lo ocurrido en el puente, el castellán, había sido ajusticiado por un poder superior, sin su intervención. Los años desperdiciados. Las penalidades que había hecho pasar a Karima, esa busca sin final; todo había sido en vano, absurdo. ¿Por qué esa obsesión sin sentido? ¿Por qué no había puesto fin a todo aquello en Sepúlveda, como muy tarde? ¿Por qué había dejado marchar a Karima? Hubiera sido tan fácil seguirla; sólo hubiera tenido que obedecer a sus sentimientos. Lope había salido tras ella, pero había dado media vuelta después de un trecho. ¿Por qué? ¿Por qué había dado media vuelta?

De pronto oyó voces detrás de él, y un instante después se vio rodeado por los hombres del conde, que le hablaban y lo cubrían de preguntas, y luego el conde en persona estaba a su lado, estrechándole la mano y dándole palmadas en la espalda. No entendía qué querían de él, hasta que finalmente comprendió que le estaban dando las gracias por haber salvado la vida al condestable. El mozo que se había quedado esperando a la entrada del valle con el caballo de reemplazo para el conde lo había seguido al ver que corría por la orilla mientras el río se llevaba al condestable, y lo había visto sacarlo del agua.

Lope advirtió una mirada del condestable, que le decía que estaría prevenido, pero que no lo temía. Luego, de repente, lo embargó otro miedo, una gran inquietud, que le hizo pensar en Karima y temer que podía llegar demasiado tarde.

Hacía un mes y medio, Lope, al mudarse a la casa que le había cedido el rey en Toledo, había empezado con mucha cautela a investigar sobre el paradero de Karima. No había albergado muchas esperanzas de encontrarla en la ciudad, pues sabía que los dos judíos a los que se había unido en Sepúlveda se dirigían a Sevilla. Había enviado a investigar a un mozo de la casa. Una médica judía con un gigantesco criado negro, eunuco, tenían que llamar la atención incluso en una ciudad como Toledo. Cuatro días antes de que Lope saliera a cazar con el rey, el mozo había encontrado a una mujer que se ajustaba a la descripción. Lope había ido a observar su casa desde lejos. No había llegado a ver a Karima, pero sí había reconocido a Lu’lu. Ahora tenía que ir a Toledo, tenía que regresar a Toledo tan pronto como fuese posible.

El día siguiente, al regresar el grupo al castillo de caza, Lope fue llamado por el rey y se le dijo que podía pedir un favor. Lope pidió cuatro días de permiso para ir a Toledo.

Partió una hora antes de la puesta de sol, con dos caballos. Era viernes. Cabalgó toda la noche, cambiando de caballo cada cierta distancia, y llegó a Toledo por la mañana, una hora después de que abrieran las puertas de la ciudad. Dejó los dos caballos al cuidado del mozo de su casa. Había pensado lavarse y cambiarse de ropa primero, pero cuando el mozo le dijo que había visto a la médica judía con un bebé, una niña, y que los vecinos afirmaban que ella era la madre, Lope no pudo quedarse un segundo más en casa. Los nervios no le dejaban detenerse. Estaba sudado, sucio y cubierto de polvo de los pies a la cabeza, tanto que la gente de la calle se volvía para mirarlo. Corrió al barrio judío, en la parte baja de la ciudad. Sabía dónde encontrar a Karima. Era la mañana del sabbat, de modo que Karima tenía que estar en la sinagoga de la congregación palestina. En Sevilla, esa comunidad judía a la que ella pertenecía tenía sólo una sinagoga; en Toledo no sería distinto.

Esperó a la puerta de la sinagoga, hasta que oyó que los servicios habían terminado y que los fieles empezaban a salir al antepatio. Cuando las puertas se abrieron, desde dentro, Lope hizo a un lado al guardia de la puerta y entró. Una mujer dio un grito sordo y se llevó las manos a la cara, y un par de niños se alejaron de él corriendo, asustados, mientras los hombres, con sus barbas negras y sus oscuras túnicas y tocados, se quedaban mirándolo fijamente. Lope llevaba puesto el peto ligero, de cuero, que solían llevar en verano los jinetes castellanos, y probablemente en los últimos años no pocos de aquellos judíos habían sufrido malas experiencias con hombres vestidos así. Levantó ambas manos en un gesto tranquilizador.

Todos lo miraban, hasta quienes se encontraban al otro lado del antepatio, junto a la entrada de la sinagoga. Todos los ojos estaban puestos en él. En el pequeño antepatio había más de cien personas, pero Lope descubrió a Karima de inmediato. Se hallaba a menos de diez pasos de él, y cuando sus miradas se encontraron Lope se sintió transportado de nuevo a Sevilla, muchos años atrás, cuando ya una vez, enfermo de nostalgia, había irrumpido en el antepatio de una sinagoga para verla. Pero esta vez no había un portero que lo echara, ni una criada negra que obstruyese la mirada. Vio una sonrisa surcando el rostro de Karima, e imaginó que esa sonrisa se esparcía por todo el antepatio, contagiando a aquellos rostros asustados, desconfiados, recelosos. Y entonces supo que no había llegado demasiado tarde. Era como si, por fin, hubiera vuelto a casa tras un largo viaje.

Dos días más tarde cogió la espada del rey godo, que debía haberle servido como instrumento de venganza pero que no había llegado a usar jamás, y la arrojó del gran puente que, con un único y colosal arco, se extendía sobre el Tajo desde los pies del al–Qasr. La arrojó al mismo río que fluía también bajo el puente de Alcántara. La espada se hundió en el agua y desapareció sin dejar rastro.