RESIDENCIA
ROSE TERRACE

ANTIGUA AUTOPISTA MONTGOMERY,

BIRMINGHAM (ALABAMA)

15 DE DICIEMBRE DE 1985

Evelyn Couch había llegado a la Residencia Rose Terrace con su marido Ed, que iba a visitar a su madre Big Momma, a la que habían ingresado hacía poco y a regañadientes. Evelyn acababa de darles esquinazo a ambos y había ido al salón de las visitas de la parte trasera para poder chupar su piruleta en paz. Pero, nada más sentarse, la anciana que estaba sentada a su lado empezó a hablar…

«Si me preguntan el día que se casó Fulano… con quién se casó… o qué llevaba la madre de la novia, el noventa por ciento de las veces lo sé; pero, por más que lo intente, no sabría decir cuándo me hice tan vieja. Fue algo que se me echó encima. La primera vez que me di cuenta de ello fue el pasado junio, cuando estuve en el hospital por lo de mi vesícula, que se me la han quedado, o puede que ya la hayan tirado… cualquiera sabe. Aquel percherón de enfermera acababa de darme otra de esas lavativas de insecticida, a la que tan aficionados son allí, cuando me percaté de lo que me habían puesto en el brazo. Era una banda blanca que decía: “Mrs. Virginia Threadgoode… anciana de ochenta y seis años”. ¡Madre mía!

»Al volver a casa le dije a mi amiga Otis que me temía que lo único que nos quedaba era esperar sentadas y prepararnos para palmar… Pero ella me replicó que prefería la expresión: pasar a mejor vida. Pobrecita, no tuve valor para decirle que, lo llamemos como lo llamemos, palmaremos…

»Lo curioso es que, en la infancia, parece como si el tiempo no transcurriese, pero, en cuanto se cumplen los veinte, el tiempo empieza a correr como si una fuese montada en una locomotora. Me temo que la vida se nos escurre a todos entre las manos. O por lo menos a mí. Pasé de niña a mujer sin darme cuenta, con pechos y vello púbico (no público) de un día para otro. Ni me enteré. Además, nunca fui muy espabilada en el colegio, ni en nada…

»Mrs. Otis y yo somos de Whistle Stop, una pequeña ciudad que está a unos quince kilómetros de aquí, por donde quedan las cocheras del ferrocarril… Ha sido mi vecina de enfrente durante los últimos treinta años poco más o menos y, tras la muerte de su esposo, a su hijo y a su nuera les dio por mandarla a la residencia, y me pidieron que fuese con ella. Yo les dije que me quedaría con ella una temporada, y aunque ella aún no lo sabe, el caso es que me vuelvo a casa en cuanto se adapte a esto.

»La verdad es que aquí no se está tan mal. El otro día nos dieron a todos unos chalequitos navideños. El mío llevaba unas brillantes bolas rojas y el de Mrs. Otis llevaba estampada la cara de Santa Claus. Lo que me fastidió es tener que dejar a mi gatita.

»Aquí no te dejan tenerla, y la echo de menos. Siempre he tenido uno o dos gatitos. Se la di a la jovencita que vive al lado, que últimamente se ocupaba de regar mis geranios. Porque es que tengo cuatro jardineras en el porche, todas con geranios.

»Mi amiga Mrs. Otis tiene sólo setenta y ocho y es un encanto, aunque es bastante nerviosa. Tenía las piedras de mi vesícula en un tarro transparente junto a mi cama, pero me las hizo esconder porque dice que la deprimen. Mrs. Otis es poquita cosa, en cambio yo, ya puede ver que soy una mujerona: fuerte complexión y grandes huesos.

»Pero nunca he conducido… He andado casi toda mi vida colgada. Siempre cerca de casa. Siempre teniendo que aguardar a que alguien viniese para llevarme a comprar o al médico o a la iglesia. Años atrás se podía coger un trolebús hasta Birmingham, pero dejó de funcionar hace tiempo. La única modificación que introduciría en mi vida si pudiese volver atrás es sacarme el carné de conducir.

»Es curioso las cosas que una echa de menos cuando está lejos de casa. Yo, por ejemplo, echo de menos el olor a café… y al beicon mientras se fríe por las mañanas. Aquí no hay quien huela nada de lo que cocinan, ni te dan nada frito. Todo te lo dan hervido, ¡y sin una pizca de sal! Lo que es yo, los hervidos ni verlos; ¿y tú?».

La anciana no aguardó la respuesta. «… Me encantaban las saladitas con mantequilla, y el maíz con nata por las tardes. Me gusta revolverlo todo en la copa y comerlo a cucharadas, pero en público no se puede comer como en casa…; ¿no te parece?… Y echo de menos la madera.

»Mi casa es poco más que una de esas garitas del ferrocarril; una salita, un dormitorio y una cocina. Pero es de madera, con paredes de madera de pino. Justo lo que me gusta. No me gustan las paredes de cemento. Resultan…, no sé, frías y poco acogedoras.

»Me traje de casa un portarretratos con la fotografía de una niña en un columpio con un castillo y unas nubecillas azules al fondo, para tenerla en mi dormitorio, pero esa enfermera me dijo que no resultaba apropiado porque la chica iba desnuda de cintura para arriba. Pero es que yo he tenido esa fotografía durante cincuenta años y nunca me fijé en que fuese desnuda. Y, a decir verdad, no creo que los viejos de aquí estén tan bien de la vista como para reparar en que lleva los pechos al aire. Pero es que ésta es una residencia metodista y, claro, he tenido que guardar la fotografía en el armario junto a las piedras de la vesícula.

»Tengo muchas ganas de volver a casa… Aunque la verdad es que está hecha una leonera. Hace no sé cuánto que no barro. Porque es que un día salí y les tiré la escoba a unos ruidosos arrendajos, que debían de estar peleándose, y se quedó la escoba enganchada en la copa del árbol. Tendré que pedirle a alguien que me la alcance cuando vuelva.

»Qué se le va a hacer. Bueno, y la otra noche, cuando el hijo de Mrs. Otis nos llevó a casa después de la merienda de Navidad que dieron en la iglesia, nos condujo con el coche al otro lado de la vía del ferrocarril, por donde estuvo el café y hasta First Street, justo al otro lado del antiguo local de los Threadgoode. Claro que casi toda la casa está en ruinas y con las puertas y las ventanas tapiadas. Pero, al pasar por delante, los faros del coche iluminaron las ventanas de una manera que, por un instante, la casa me pareció igual que tantas otras noches de hace ahora setenta años, dejando ver la luz y el bullicio del interior. Podía oír cómo reía la gente, y a Essie Rue aporreando el piano en el salón, y casi podía ver a Idgie Threadgoode sentada en un remedo de árbol, de cerámica, aullando como un perro cada vez que Essie Rue intentaba cantar. Idgie siempre decía que Essie Rue, cantando, era como una vaca bailando. Supongo que el hecho de pasar frente a aquella casa en el coche hizo que añorase muchas cosas y que volviese mentalmente al pasado…

»Lo recuerdo como si fuese ayer, pero es que creo que no hay nada de la familia Threadgoode que no recuerde. Por Dios santo, es que no podría ser de otra manera, porque fuimos vecinos puerta con puerta desde el día que nací y me casé con uno de ellos.

»Tenían nueve hijos, y tres de las chicas, Essie Rue y las gemelas, eran poco más o menos de mi misma edad, así que siempre estaba allí, jugando en las fiestas que daban, e incluso me quedaba a veces a dormir. Mi madre murió tísica cuando yo tenía cuatro años y, al morir mi padre en Nashville, me quedé a vivir con ellas…

Tomates verdes fritos en el Café de Whistle Stop.
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