EN EL 212 DE
RHODES CIRCLE

BIRMINGHAM (ALABAMA)

8 DE AGOSTO DE 1986

Después de que el joven del supermercado la hubiese cubierto de insultos, Evelyn Couch se sintió igual que si la hubiesen violado; desgarrada por dentro por aquel deshonesto abuso verbal. Siempre había tratado de rehuir aquel tipo de incidentes, porque le aterraba que los hombres se le descarasen, y lo que fuesen capaces de decirle si les plantaba cara. Durante toda su vida se había acercado a los hombres de puntillas, fijándose muy bien dónde ponía los pies, sabedora de que si, por cualquier circunstancia, les plantaba cara, ese léxico que con tanta facilidad afloraba de sus bocas le haría mucho daño.

Y al final le había tocado la china. Pero no iba a hundírsele el mundo por eso. Es más: aquello la incitó a reflexionar. Fue como si la gamberrada de aquel joven la hubiese sacudido interiormente, obligándola a mirar en su interior y a hacerse unas preguntas que había eludido hasta entonces, por temor a las respuestas.

¿En qué consistía, en realidad, lo que ella veía como una insidiosa amenaza; como un arma invisible que apuntaba directamente a su cabeza, condicionando su vida; aquel terror que sentía a que la insultasen?

De jovencita se había mantenido virgen para que no la llamasen putón; se había casado para que no la llamasen solterona; había fingido orgasmos para que no la llamasen frígida; había tenido hijos para que no la llamasen estéril; no se había hecho feminista para que no dijesen que odiaba a los hombres ni la llamasen tortillera; y nunca se había sulfurado ni levantado la voz para que no la llamasen arpía…

Y encima de que se había esforzado por comportarse así, un buen día se topa con un extraño y él la pone a caer de un burro y la cubre de insultos…, de esa soez retahíla de insultos que los hombres dedican a las mujeres cuando se cabrean.

¿Por qué siempre insultos con connotaciones sexuales?, se preguntaba Evelyn. ¿Y por qué cuando un hombre quería vejar a otro, lo afeminaba? Era como si, para ellos, ser mujer fuese lo más bajo. ¿Qué hemos hecho nosotras?, se decía ella; ¿qué hemos hecho para que se nos tenga en este concepto? ¿Por qué habían elegido precisamente el coño para que sonase tan mal? La gente ya no insultaba a los negros; por lo menos, no en su cara. A los italianos ya no se les llamaba maricas, ni se hablaba de judiadas, ni se decía aquello de Spanish… mañana, tildándolos de vagos, ni se hacía burla de los amarillos, ni de los gabachos, ni de los cabezas cuadradas, ni de los hijos de la Gran Bretaña, en la conversación normal. Todos los grupos tenían quienes les defendían. Pero, a las mujeres, los hombres seguían insultándolas. ¿Por qué? ¿Dónde estaba su grupo? No era justo. Y, cuanto más lo pensaba, más se sulfuraba. Ojalá Idgie hubiese estado a mi lado, pensaba Evelyn. No habría permitido que aquel joven la insultase. Estaba segura de que le habría soltado una hostia que lo habría estampado contra el coche.

Hizo un esfuerzo para no seguir dándole vueltas al asunto porque, de pronto, notaba que empezaba a sentir algo que nunca había sentido; y le daba pánico. Con veinte años de retraso, respecto a las demás mujeres, Evelyn Couch estaba furiosa.

Estaba furiosa consigo misma por sentir ese pánico. Toda aquella ira contenida empezó a expresarse de una extraña y peculiar manera.

Por primera vez en su vida, deseó ser un hombre. Y no por el privilegio de tener ese singular equipamiento tan caro a los hombres. No. Lo que quería era la fuerza física del hombre, para haberle podido poner la cara como un mapa a aquel mocoso del supermercado. Claro que no le pasaba inadvertido que, de haber sido un hombre, no le habría insultado. Y fantaseaba con la idea de seguir siendo ella, pero con la fuerza física de diez hombres. Convertida en una Superwoman. Y se imaginaba dándole tal paliza a aquel deslenguado que lo dejaba allí tirado en el suelo del parking, sangrando, con varios huesos rotos e implorando piedad. ¡Ja!

Y, así, a los cuarenta y ocho años, empezó la increíble y secreta vida de Mrs. Evelyn Couch, de Birmingham, Alabama.

Muy pocas personas que viesen a aquella mujer de mediana edad, rellenita pero todavía de buen ver, a aquella ama de casa de clase media yendo a la compra, o enfrascada en las labores domésticas cotidianas, podrían sospechar que, en su imaginación, era una capadora de violadores, capaz de reventarle el forro de los cojones a todos los maridos que pegan a sus esposas.

Evelyn había elegido para sí, en su secreto mundo interior, un sobrenombre que sembraría el pánico por doquier: TOWANDA LA VENGADORA.

Y mientras Evelyn trajinaba con la sonrisa en los labios, Towanda agarraba por su cuenta a quienes abusaban de las chiquillas, obligándoles a joder con un coño eléctrico hasta que se les rustiese. Y ponía explosivos en las páginas interiores de Playboy y de Penthouse para que les explotasen al abrirlas. Les daba sobredosis a los camellos y los dejaba morir en plena calle; obligaba al médico que le había dicho a su madre que tenía cáncer a salir desnudo a la calle, mientras toda la profesión médica, desde el estomatólogo al proctólogo, lo vejaban y lapidaban; vengadora misericordiosa, al fin y al cabo, aguardaría hasta el final de su despelotado paseo para machacarle entonces la cabeza con un martillo pilón.

Nada era imposible para Towanda. Se retrotraía en el tiempo para soltarle un guantazo al apóstol Pablo, por haber escrito que las mujeres debían guardar silencio. Towanda iba a Roma a echar a patadas al Papa de su trono y poner en su lugar a una monja, obligando a que, para variar, fuesen los sacerdotes quienes cocinasen y limpiasen para ella.

Towanda aparecería en los programas de debate de la tele y, con voz pausada, la mirada fría y torciendo el gesto, se enfrentaría a todo aquel que estuviese en desacuerdo, hasta que todos se sintiesen tan vencidos por su brillantez que se echaran a llorar y abandonaran el programa. Iría a Hollywood y les ordenaría a los prebostes a contratar a mujeres de su misma edad, y no a veinteañeras de perfectos cuerpos. Dejaría que las ratas se comiesen vivos a todos los que especulaban con los barrios pobres y enviaría comida y condones, y toda clase de medios anticonceptivos, a todos los hombres y mujeres de las bolsas de pobreza.

Y, gracias a su visión y perspicacia, sería conocida en todo el mundo como Towanda la Magnánima, Desfacedora de Entuertos, y Reina Indisputable.

Towanda ordenaba que: un número igual de hombres y mujeres formasen el Gobierno y participasen en las conversaciones de paz; ella y su equipo de talentos de la farmacopea clínica descubrirían un remedio contra el cáncer, e inventarían una píldora que permitiría comer a discreción sin engordar; se obligaría a la gente a sacarse el carné de concebir, para cuya obtención deberían estar emocional y económicamente preparados… se acabaría con el hambre y los malos tratos que afectaban a tantas criaturas. Jerry Falwell se haría responsable de criar a todos los hijos ilegítimos sin hogar; no se permitiría el exterminio de cachorros de compañía —gato o perro— y se les asignaría un Estado para ellos solos (Nuevo México o Wyoming, pongamos por caso); enseñantes y ATS cobrarían lo mismo que los profesionales del rugby.

Detendría la construcción de toda colmena humana, sobre todo las de cemento; y a Van Johnson se le concedería un programa para él solo, porque es uno de los que más le gustan a Towanda.

A los autores de graffiti soeces se les sumergiría en una tina de tinta indeleble. A los hijos de los famosos se les prohibiría escribir libros. Y se encargaría personalmente de que a todo hombre bueno y buen padre de familia se le regalase un viaje a Hawai y un fuera-borda para ir por su cuenta.

Y allá que iba Towanda, a la avenida Madison, a controlar todas las revistas de modas: a todas las modelos que pesasen menos de 65 quilos les pegaría fuego; y declararía a la arruga sexualmente deseable. Los productos lácteos descremados serían borrados de la faz de la Tierra; y lo mismo con todos los alimentos de régimen.

Ayer mismo, sin ir más lejos, Towanda había emprendido una marcha en solitario hacia el Pentágono; y les había quitado todas las bombas y todos los misiles, dándoles a cambio juguetes para que se entretuviesen, mientras sus hermanas rusas hacían otro tanto. Luego se metió en el avance del telediario de las seis de la tarde, y arrambló con todo el presupuesto militar para repartirlo entre todos los estadounidenses de más de sesenta y cinco años. Towanda se daba tal paliza durante el día que Evelyn caía rendida en la cama por la noche.

Y es que no paraba. Aquella misma noche, mientras Evelyn preparaba la cena, Towanda les había aplicado la pena capital a un grupo de proxenetas y productores de películas pornográficas. Y, luego, mientras Evelyn lavaba los platos, Towanda se había encargado, ella sólita, de hacer saltar por los aires todo Oriente Medio para evitar la Tercera Guerra Mundial. De ahí que, al darle Ed una voz desde la salita pidiéndole otra cerveza, sin saber cómo, antes de que Evelyn pudiese mandarla callar, Towanda le gritó: ¡QUE TE DEN POR EL CULO, ED!

Entonces él, sin alterarse lo más mínimo, se levantó del sillón y fue a la cocina.

—¿Te encuentras bien, Evelyn? —le dijo.

Tomates verdes fritos en el Café de Whistle Stop.
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